—Unos cuantos pescados. Son carpas y yo mismo las pesqué ayer tarde.
—¡Muchas gracias, muchacho! ¡Muchas gracias! Pero pasa, pasa...
Le introdujo en la estancia que tan bien conocía ya. No tenía ninguna semejanza con el cuarto de estudio de un pastor, y olía a flores y a tabaco. Los libros de las estanterías mostraban sus lomos brillantes y sus guarniciones doradas, completamente diferentes a los manoseados volúmenes que se acostumbraban a hallar en la biblioteca de un párroco. Un observador atento se hubiera dado cuenta también de que en los títulos de los bien ordenados libros alentaba un nuevo espíritu, diverso por no decir opuesto al que sobrevivía entre los venerables componentes de la generación declinante. Los honorables volúmenes de una biblioteca eclesiástica, los piadosos cánticos de Bengel y de Otinger, los que tan bien cantó Mórike en su "Turmhann", faltaban allí o estaban sepultados por el aluvión de obras modernas. Todo respiraba un aire de comodidad y selección, y una sola ojeada bastaba para darse cuenta de que en aquella estancia se trabajaba mucho. Pero mucho menos en preparación de sermones, comentario de la Biblia y catequesis, que en la redacción de artículos para publicaciones científicas y en documentación para libros propios. La mística ensoñadora y la interpretación profética estaban desterradas de aquel lugar, desterrada estaba también la sencilla teología del corazón, que salvando la ancha sima de la ciencia, propende el alma sedienta del pueblo al amor y a la compasión. En vez de ella, se practicaba allí con celo la crítica bíblica y se investigaba el "Cristo histórico", que iba a los modernos teóricos como anillo al dedo, pero que también resbalaba una anguila entre los dedos de sus manos.
En la teología sucede igual que en cualquier otra cosa. Existe una teología que es arte y otra que es ciencia o que al menos se esfuerza en serlo. Así fue en la antigüedad y así es ahora, y siempre han escanciado los científicos el viejo vino en los nuevos odres, mientras los artistas, sin cuidado para algunos errores exteriores y perseverantes en sus concepciones, han sido el consuelo y la alegría de muchos. Es la vieja lucha desigual entre la crítica y la creación, entre la ciencia y el arte, en la que aquélla tiene siempre la razón sin que nadie saque de ello provecho y en la que ésta lanza al aire la semilla de la fe, del amor, del consuelo y de la belleza, hallando siempre la buena tierra donde fructifica. Pues la vida es más fuerte que la muerte y la fe más poderosa que la duda.
Hans se sentó por vez primera en el pequeño sofá de cuero que estaba entre la ventana y la mesa. El párroco se mostró muy amable. Adoptó un aire de camaradería para explicarle cómo era el Seminario, y el tono de su voz se hizo confidencial al hablarle de la vida y el estudio que se hacían allá:
—La novedad más importante que te sorprenderá en el Seminario —dijo como colofón de sus confidencias— será la iniciación al griego del Nuevo Testamento. Descubrirá a tus ojos un nuevo mundo, rico en labor y en alegría. Al principio te costará algún trabajo el nuevo lenguaje, que no es el acostumbrado griego ático, sino un idioma completamente nuevo, creado por un nuevo espíritu y una nueva necesidad de expresarse.
Hans le escuchó atentamente, sintiendo el orgullo de la proximidad de la verdadera ciencia.
—La paulatina iniciación a este mundo nuevo —prosiguió el párroco— naturalmente le resta algo de su encanto. Es posible que el hebreo ocupe el primer lugar en las enseñanzas del Seminario, pero no por eso tienes que desanimarte. Si lo deseas, podemos aprovechar las vacaciones para hacer un pequeño estudio preliminar, de modo que al ingresar en el Seminario te queden entusiasmo y fuerzas para otra cosa. Bastará que leamos juntos un par de capítulos de San Lucas para que te formes rápidamente una idea aproximada de lo que es el idioma. Una o dos horas de repaso completarán la labor. Puedo prestarte un diccionario que te facilitará enormemente la tarea, porque, sobre todo, tienes que procurar no distraer demasiado tu merecido reposo. Claro que lo que estoy diciendo no es más que una sugestión porque de ningún modo desearía echarte a perder las herniosas vacaciones de que disfrutas.
Hans asintió, naturalmente, a la propuesta del pastor. Es verdad que la diaria lectura de San Lucas le pareció al principio una leve nubecilla en el cielo inmaculado de su libertad, pero no se sintió con fuerzas para evitarla. Aprender durante las vacaciones un idioma, tenía, con seguridad más de distracción que de trabajo, y además estaba cierto de dar con ello una alegría a su padre. ¿Qué le importaba a su padre el griego novísimo de San Lucas? Hans apenas se atrevió a esbozar la pregunta en lo más hondo de su mente... Casi satisfecho abandonó la casa del pastor y echó a andar por el camino de los alerces, hacia el bosque. Su leve mal humor había desaparecido por completo, y cuanto más meditaba la propuesta del pastor, más aceptable la encontraba. Tenía el convencimiento de que le aguardaba un trabajo arduo en el Seminario y de que debería esforzarse mucho para conseguir adelantar a sus compañeros. Y ese era su principal propósito. ¿Por qué? Ni él mismo lo sabía. Hacía tres años que la atención general estaba fija en él; los profesores, el párroco, su propio padre y hasta el rector le animaban, azuzaban y le espoleaban sin descanso. Había sido el número uno de los últimos cursos, y el brillo de la propia gloria le había obligado a considerarse como una especie de ser sobrenatural, incapaz de tolerar proximidades o competencias de los estudios. Y el tonto temor al examen había sido sustituido lentamente por una seguridad en sí mismo rayana en la vanidad.
Sin duda alguna, tener vacaciones era lo más hermoso. La belleza desacostumbrada del bosque a aquellas horas de la mañana caló hasta lo más hondo de sus sentidos. No había más presente que él, y el silencio era absoluto. Los grandes abetos formaban un pórtico coronado por el verde de sus ramas y el azul del cielo. No había tallares bajos, y sólo allá y acullá crecían algunas matas de sangüesos en una tierra húmeda y musgosa cubierta por una espesa capa de mantillo. El rocío matinal se había secado, y entre la en-ramada se asomaba una brisa bochornosa en la que se mezclaba la humedad del musgo y del rocío con el olor a resina, musgo y hongos, que penetraba hasta el fondo de los pulmones, provocando un leve aturdimiento. Hans se tendió en el musgo, mordisqueó unas hojas de sangüeso y escuchó la llamada del cuclillo y el martilleo del picamaderos sobre las ramas. Entre las ramas oscuras de los abetos brillaba el cielo azul, y un rayo de sol acertaba a filtrarse la enramada, poniendo una mancha clara sobre el verde intenso del musgo.
Hubiera querido dar un largo paseo, pero algo desconocido le mantuvo inmóvil en la blanda tierra. Se extrañó de sentirse tan fatigado, y recordó que en años anteriores apenas daba importancia a las marchas de tres o cuatro horas. Decidió levantarse y seguir el paseo por el bosque, pero apenas había dado unos cien pasos cuando volvió a encontrarse tendido en el musgo. No trató de rebelarse, y permaneció tendido largo rato, dejando vagar la mirada por las ramas y los troncos de los árboles. El bochorno iba en aumento, y no bastaba la humedad de la tierra para mitigarlo. ¡Cómo fatigaba el soplo de aquella brisa!
Con dolor de cabeza regresó al mediodía. También le escocían los ojos por efecto del sol, y sentía una gran laxitud en todos sus miembros. Pasó media tarde sentado en el jardín, lleno de mal humor e irritado sin causa ninguna. Sólo a la hora del baño volvió a recobrar el bienestar perdido. Cuando acabó de vestirse, era ya tiempo de acudir a casa del pastor.
El zapatero Flaig le llamó desde la ventana de su taller, donde estaba sentado en su pequeño taburete, con un zapato a medio terminar sobre las rodillas.
—¿Dónde vas, hijo mío? Ya no te vemos nunca por aquí.
—Ahora voy a casa del pastor.
—¿Aún sigues así? El examen ya pasó.
—Es cierto. Pero ahora se acerca otra cosa. Necesito saber el Nuevo Testamento. Parece ser que está escrito en un griego totalmente diferente al que he aprendido. Y por eso tengo que aprenderlo también.
El zapatero se hundió la gorra en la nuca y su frente de profeta se cubrió de hondas arrugas. Cogió con la izquierda el zapato a medio terminar que tenía sobre las rodillas, lo balanceó en el aire unos instantes y volvió a dejarlo en el mismo sitio de antes. Luego suspiró muy hondo.
—Hans —dijo en un tono confidencial—, quiero decirte una cosa. Hasta ahora he procurado mantenerme en silencio a causa del examen, pero ya es tiempo de que te haga una advertencia. Has de saber que el párroco es un incrédulo.
Te dirá y te sostendrá que las Sagradas Escrituras son falsas y falaces, y cuando en su compañía hayas terminado de leer el Nuevo Testamento, te encontrarás con que has perdido la fe sin saber cómo.
—¡Pero, señor Flaig, se trata tan sólo del griego! En el Seminario también tendré que aprenderlo.
—Eso dices tú. Pero hay mucha diferencia entre estudiar la Biblia con un maestro piadoso y consciente y otro que ni siquiera cree en el buen Dios.
—Nadie sabe de cierto que el pastor no crea verdaderamente.
—Sí, Hans. Por desgracia, se sabe.
—Pero, ¿qué he de hacer? Ayer tarde le prometí que iría a su casa.
—Entonces, tienes que ir. Pero procura no frecuentarla muy a menudo. Y cuando comience a decir que la Biblia es una obra humana, que es falaz y que no está inspirada por el Espíritu Santo, ven a verme y hablaremos sobre ello. ¿Quieres?
—Sí, señor Flaig. Pero estoy seguro de que no será todo tan malo como usted lo pinta.
—Ya lo verás, muchacho. Ya lo verás.
El párroco no estaba en casa, y Hans tuvo que esperarle en el cuarto de estudio. Las palabras del zapatero volvieron a su memoria mientras contemplaba los lomos dorados de los libros. Había escuchado frecuentemente diferentes declaraciones sobre el párroco y los pastores de modernas tendencias y sintió curiosidad y emoción al verse envuelto por vez primera en aquellas cuestiones. Para él no tenían la importancia y el horror que para el zapatero, antes bien veía en ellas la oportunidad de desentrañar viejos misterios, pero le acometía el temor razonable de escandalizar con su actitud a una multitud de personas, entre las que, en primer lugar se encontraba su padre. Durante los pasados cursos escolares le impulsaron de una vez a fantásticas especulaciones las repetidas preguntas sobre la eternidad de Dios, sobre la inmortalidad del alma, sobre el demonio y el infierno, pero los últimos años de estudio y de esfuerzo le hicieron olvidarse de todas ellas y su escolástica fe cristiana se avivó únicamente en las breves conservaciones con el zapatero. Su sola comparación con las del párroco hizo asomar la sonrisa a sus labios. Para el muchacho era incomprensible la aspereza de aquel hombre que en los años amargos se transformaba en una sólida fortaleza defendida por la fe, y no pasaba de considerar a Flaig como una persona sensata, llana y brutalmente franca, a la que, por su excesiva piedad, muchos detestaban. En las asambleas de los pietistas estaba considerado como uno de los jueces más severos y un brillante exegeta de las Sagradas Escrituras, que llegaba, en su entusiasmo, a recorrer los pueblos vecinos para hablar a los campesinos, pero que en su vida habitual era un pequeño artesano, laborioso y limitado de medios como los demás. En contraste con él, el párroco no sólo era un hábil orador y un predicador de gran fuerza expositiva, sino también un erudito dedicado al estudio y a la investigación. Y, al pensarlo, Hans no apartaba la mirada de las repletas estanterías que cubrían todo un lado de la pared.
El pastor no tardó en llegar. Se cambió el levitón por un ligero batín negro; entregó a su alumno un texto griego del Evangelio de San Lucas, y -le ordenó que leyera. La clase transcurrió de un modo completamente diferente a las habituales clases de latín. Primeramente leyeron unas cuantas frases que, tras ser traducidas penosamente, letra por letra, fueron desarrolladas convenientemente por el pastor, quien con abundantes ejemplos hizo gala de su erudición y con una exposición detallada del tiempo y la circunstancia en que fue escrito el libro. El primer día bastó para que Hans adquiriera una idea completa de la lectura y del libro. Supo de los enigmas y los problemas que encerraba cada versículo y de cómo miles de eruditos, de exegetas y de investigadores se habían afanado en descubrirlos desde los tiempos más remotos, y le pareció que con aquellas clases ingresaba él también en las filas de los que buscaban la verdad.
El pastor le prestó un diccionario y una gramática, para que pudiera seguir trabajando en su casa. El resto de la larde y las primeras horas de la noche se las pasó inclinado sobre el libro, deletreando las frases griegas y tratando de penetrar en todo su significado. La labor sirvió para que intuyera los enormes montes de tarea y de saber que se alzaban en el camino de la verdadera investigación, y se hiciera el propósito de seguirlo hasta el final, sin desviarse ni derecha ni a izquierda. Y tanto el zapatero como sus recomendaciones quedaron relegadas al más completo olvido.
La nueva tarea le abstrajo por completo durante varios días, Cada tarde iba a casa del pastor, y cada día le parecía más hermosa, más difícil y más valiosa la nueva erudición. Pasaba pescando las primeras horas de la mañana, y por la tarde, antes de la clase de griego, se bañaba en el río. Volvió a despertar en su interior la ambición y el afán de los grandes cometidos, y al mismo tiempo le acometió también la dominante opresión en la cabeza que había sentido con mucha frecuencia durante los últimos meses. No era dolor, sino impulso febril y aceleración de todas las facultades, nerviosidad de inquietud. Después le acometía el dolor, propiamente dicho, pero mientras duraba aquella leve fiebre, se aceleraba su ritmo de trabajo, y era para él un juego de niños leer las frases más difíciles de Jenofonte, que en otro estado de ánimo le llevaban apenas un cuarto de hora. Pareja a aquella fiebre de trabajo y a aquella ansia irrefrenable de conocimientos, sentía una seguridad orgullosa en sí mismo, como si la escuela, los profesores y los años de estudio quedaran muy atrás en su vida y caminara solitario por el sendero que debía llevarle a las costumbres de! conocimiento y de la suficiencia.
Tales excitaciones eran seguidas de una soñolencia interrumpida por frecuentes desvelos y pesadillas, que ponían en tensión todos sus nervios y le sumían, a la postre en un súbito abatimiento. Cuando se despertaba por la noche con dolor de cabeza y no podía volver a conciliar el sueño, hacía presa en su ánimo la impaciencia por dar fin cuanto antes a su penoso camino, en la duda de que fuera ya demasiado tarde. Pero luego se disipaban sus pensamientos y recordaba con orgullo lo distanciado que estaba de sus antiguos cama-radas, y cómo los profesores y el rector la miraban con una especie de respeto y casi de admiración cuando los encontraba al ir a casa del pastor.