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Authors: Hermann Hesse

Tags: #Narrativa

Bajo las ruedas (4 page)

BOOK: Bajo las ruedas
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La tarde siguiente no tuvo un solo contratiempo. A Hans le pareció una ironía que todo le fuera tan bien cuando el día anterior le habían salido tan pésimamente las cosas. Pero, mal o bien, todo había terminado. Tan sólo faltaba el regreso...

—El examen ha acabado y podemos ya volver a casa anunció a la tía, con cierta entonación de orgullo.

Pero su padre quiso permanecer un día más en la ciudad. Habían proyectado llegarse hasta Cannstadt para tomar unos cafés en el casino. Hans no pareció muy entusiasmado con el proyecto, y sus ruegos fueron tan convincentes, que su padre le autorizó a coger el tren aquella misma tarde.

Le acompañaron a la estación y la tía le abrazó estrechamente, al mismo tiempo que le entregaba un paquetito con algo de comida para el viaje. Silbó la locomotora, se cruzaron los últimos saludos y el tren partió a través del paisaje verde y ondulado. Sólo cuando aparecieron en la lejanía los montes azules le invadió al muchacho una sensación de alegría y de plena liberación. Alegría por volver a ver a la vieja criada que le aguardaba en casa, por traspasar de nuevo el umbral de su cuarto, por saludar al rector y pisar otra vez el aula habitual de la escuela. Alegría por todo lo que le había faltado aquellos días pasados en la capital y que le aguardaba a su regreso a la villa natal.

Por suerte no acudieron a recibirle a la estación curiosos ni conocidos, y le fue posible llegar cuanto antes a su casa. Dejó los paquetes encima de la mesa y entró, feliz y sonriente, en la cocina.

—¿Ha sido hermoso lo de Stuttgart? —preguntó Anna.

—¿Hermoso? ¿Crees que un examen puede ser hermoso?

Sólo estoy alegre por volverme a ver aquí. Mañana llegará mi padre.

Se bebió una escudilla de leche, descolgó el traje de baño de los alambres de la ventana y salió de casa disparado como una flecha, pero no hacia la pradera donde toda la gente acostumbraba a bañarse, sino hacia donde terminaban las últimas casas de la villa.

Llegó, por fin, al paraje donde el río se deslizaba, manso y cristalino, entre ambas orillas. Allí se desnudó, metió una mano y después un pie en el agua tibia, dudó unos instantes y, por fin se zambulló. Dio algunas brazadas contra la corriente y se dejó arrastrar después, para volver a recuperar el trecho perdido. Nadó apresuradamente, descansó y volvió a nadar con igual impulso, sintiendo en cuerpo y alma el efecto sedante y generoso del agua. Por fin le invadió un gran cansancio y una completa laxitud. Entonces se dejó arrastrar por la corriente, flotando de espalda sobre las aguas verdosas, contemplando entre los celajes de los árboles el cielo vespertino cruzado por las breves flechas oscuras de las golondrinas y arrebolado por los rayos del sol poniente. Cuando se vistió de nuevo y emprendió el camino de regreso, caían ya sobre el valle las primeras sombras de la noche.

Pasó por delante del jardín del comerciante Sackmann, donde de pequeño acostumbraba robar ciruelas verdes con unos compañeros de la primaria. Y ante el huerto del sacristán, permanente vivero de los gusanos que utilizaba para pescar. Pasó también ante la casita del inspector Gessler, de cuya hija Emma se enamoró tan rendidamente dos años antes, cuando él era uno más en las bandadas de muchachos que patinaban sobre el hielo. En aquella época, la muchacha era la más seductora y elegante de toda la ciudad, y él no tenía más deseo y ambición que darle la mano o cambiar con ella unas palabras. Ambas cosas no llegaron a ocurrir jamás, y se tuvo que contentar con saciar sus ansias en la lejana contemplación. Hacía ya algún tiempo que Emma había abandonado la ciudad para ingresar en un internado, y Hans no la había vuelto a ver. Todos aquellos recuerdos de una época pasada le asaltaron durante su camino de regreso; claros y precisos, de colores tan fuertes y sensación tan singular, que nada de lo vivido posteriormente podía igualarse a ellos. Fueron los tiempos en que se sentaba, al anochecer, en el umbral de la casa, pelando patatas y escuchando cuentos, en que regresaba cada domingo con la ropa de vestir mojada y manchada de barro por haber desobedecido las órdenes de su padre marchándose a pescar cangrejos de río o doradas en los saltos de la presa. Tiempos en que los castigos menudeaban y el mundo de la calle se ofrecía, tentador y lleno de encanto, a su despierta curiosidad de adolescente. El zapatero, con su aspecto encorvado y sus manos anchas y peludas; el pasajero, del que se sabía con seguridad que había envenenado a su mujer, y el aventurero "señor Beck" que, con bastón y morral, había recorrido toda la región superior y al que trataban de señor porque había sido antes un hombre rico, con cuatro caballos y voluminoso equipaje, fueron para Hans otras tantas revelaciones en el camino de su existencia. Apenas sabía de ellos nada más que los nombres, pero componían aquel oscuro y pequeño mundo de la calle, que había sido lo más vivo y animado, valioso y apasionante, de su existencia anterior. Al día siguiente se levantó muy tarde. El permiso concedido para efectuar el examen no terminaba hasta dos días más tarde, de modo que al mediodía pudo ir a buscar a su padre, que regresó de Stuttgart henchido de todos los pequeños placeres de la capital.

—Si te han aprobado —exclamó de buen talante— puedes pedirme lo que desees. ¡No te olvides de hacerlo!

—No, no —dijo el muchacho casi en un sollozo—, estoy seguro de que me han reprobado.

—¡Tonterías! ¡Pide algo y procuraré complacerte!

Hans se quedó pensativo unos instantes.

—Quisiera pescar durante las vacaciones. ¿Podré hacerlo?

—En cuanto sepamos el resultado del examen...

Al día siguiente, un domingo triste, cayó un aguacero acompañado de un fuerte viento. Hans no pudo salir de casa y permaneció en su habitación, leyendo y meditando. Volvió a recordar, minuto por minuto, todo lo ocurrido en Stuttgart y llegó de nuevo a la conclusión de que había tenido muy mala suerte, y que tanto los temas escritos como las respuestas orales, no habían respondido a su preparación. Después de este pensamiento desalentador, no le quedó la menor esperanza de haber pasado el examen. ¡El estúpido dolor de cabeza había sido causante de todo! Poco a poco su inquietud se fue convirtiendo en angustia, y, por fin, sin poder contenerse un minuto más, se dirigió al comedor, donde su padre estaba leyendo reposadamente el periódico.

—¡Escucha!

—¿Qué quieres?

—Deseo preguntarte algo referente a mi petición anterior. ¿Te importaría que no pescara?

—¿Por qué me lo preguntas?

—Yo... mejor dicho, quería preguntarte también si...

Hans se detuvo temeroso, y su padre no pudo contener la impaciencia.

—¡Termina de una vez con esta comedia! ¿Qué es lo que quieres decirme?

.—¿Ingresaré en el Gymnasium si me han suspendido?

El viejo Giebenrath pareció quedarse sin palabras, y durante unos instantes no acertó siquiera a responder.

—¿Qué? ¿Dices en el Gymnasium? ¿Quién te ha metido esa idea en la cabeza?

—Nadie. Lo pensé únicamente.

Hans respondió tembloroso con un temor de muerte reflejado en la mirada. Pero su padre ni siquiera se dio cuenta de ello.

—Eso son extravagancias —exclamó con involuntaria sonrisa— Recuerda que soy consejero de comercio.

Habló con tanta energía, que Hans sintió desplomarse su poco valor, y salió del comedor sin añadir palabra. El padre siguió en su rosario de invectivas y lamentaciones, irritado y conmovido por la pregunta de su hijo.

—¿Es este muchacho como Dios manda? —gruñó a media voz—. ¿Es lógico lo que se le ha ocurrido? ¿Ingresar en un Gymnasium? ¿Ha olvidado acaso las esperanzas que todos tenemos puestas en él?

Hans permaneció acomodado una media hora en el alféizar de la ventana, con la mirada perdida en el vacío y el pelo revuelto, tratando de hacerse una idea de lo que sería su vida si no existiera nada parecido al Seminario, al Gymnasium o al estudio. Estaría de aprendiz en cualquier taller o de meritorio en cualquier despacho de la pequeña ciudad, y durante toda su vida sería una de aquellas gentes sin ambición, a las que tanto despreciaba y con las que deseaba evitar todo contacto o semejanza. Su rostro pálido y esbelto se contrajo en una mueca de irritación y dolor, y por unos instantes lucharon en su interior los más encontrados impulsos y las más variadas emociones. Por fin se incorporó súbitamente, cogió con fuerza la crestomatía latina y arrojó el libro contra la pared más próxima. Luego salió de la casa y echó a andar bajo la lluvia.

El lunes siguiente volvió a la escuela. El rector le recibió con la mejor de sus sonrisas y le dio la mano cortésmente.

—Creí que vendrías ayer a verme. ¿Qué tal fue el examen?

Hans bajó la cabeza.

—¿Qué quieres decir? ¿Mal, acaso?

—Creo que sí.

—Hay que tener paciencia —le dijo consolándole, el anciano—. Es probable que esta misma mañana llegue de Stuttgart la papeleta.

La mañana fue espantosamente larga. La papeleta no llegó y Hans apenas pudo probar bocado a la hora de la comida. Estaba muy nervioso y tenía los labios contraídos en un rictus de cansancio y de abatimiento.

Por la tarde, cuando volvió a la escuela, le salió al encuentro el profesor de su curso.

—¡Hans Giebenrath! —leyó en alta voz.

Hans se acercó, y el profesor le estrechó la mano con calor.

—Te felicito, Gieberanth. Has sido aprobado en el examen con el número dos.

El muchacho se quedó mudo de sorpresa y alegría. Se hizo a su alrededor el silencio de las grandes solemnidades, y la puerta se abrió para dejar paso al rector.

—Te felicito. ¿Qué dices a esto?

Hans siguió sin despegar los labios.

—¿Qué? ¿No dices nada?

—Si lo hubiera sabido —dijo Hans, lentamente —Cabria podido ser el primero con toda facilidad.

—Vuelve ahora a casa —le aconsejó el rector —y comunica a tu padre la buena nueva. No es necesario que vuelvas ya a la escuela. Las vacaciones comienzan dentro de ocho días y no te vendrá mal una semana más de descanso. El muchacho atravesó presuroso la ancha Marktplatz. Los tilos ponían su verde tonalidad sobre el gris oscuro de las fachadas y el sol arrancaba brillo a sus hojas. Todo estaba igual que el día anterior. Pero algo, sin embargo, había cambiado a los ojos del muchacho. ¡Había aprobado el examen! ¡Era el número dos! El pensamiento se repetía en su mente con sones de marcha triunfal. Sus ojos despedían destellos de triunfo y un temblor convulsivo le agitaba todo el cuerpo. Cuando llegó, su padre estaba en la puerta de la casa.

—¿Qué sucede? —preguntó a la ligera.

—Nada de particular. Me han festejado en la escuela.

—— ¿Qué? ¿Por qué?

—Porque soy ya seminarista.

—¿Seminarista? ¿Has aprobado ya el examen?

Hans asintió.

—¿En buen lugar?

El muchacho comprendió la pregunta de su padre y se apresuró a repetir con orgullo:

—Soy el número dos de este año.

El padre no aguardaba aquello. Se quedó sin saber qué decir, dio unos golpecitos cariñosos en la espalda de su hijo, sonrió y asintió con la cabeza. Luego abrió la boca como si fuera a decir algo. Pero en vez de decirlo, volvió a asentir con la cabeza.

—¡Diablo de muchacho! —exclamó por fin—. ¡Diablo de muchacho!

Hans se precipitó en el interior de la casa, subió las escaleras como una exhalación, abrió su armario que estaba en un rincón del desván y sacó unas cajitas polvorientas, unos sedales y unos anzuelos eran sus trebejos de pesca. Sólo le faltaba una vara larga y recta. Volvió a bajar donde estaba su padre.

—¡Déjame tu cortaplumas, papá!

—¿Para qué?

—Quiero cortar una rama. Es para pescar...

Su padre se metió una mano en el bolsillo y se la tendió luego, radiante y magnánimo.

—Aquí tienes dos marcos para que compres un cortaplumas propio. Pero no vayas a casa del cordelero, sino enfrente, a la del cuchillero. Los tiene mejores y más baratos.

Hans echó a correr. El cuchillero le preguntó cómo había ido el examen, fue uno de los primeros en enterarse de la noticia y le dio uno de sus mejores cortaplumas. Río abajo, en las proximidades del puente, crecían arbustos de aliso y avellano. Tras larga búsqueda, Hans cortó una vara recta y sin nudos, la limpió de hojas y regresó a su casa con ella.

Arrebolado y con los ojos brillantes fue preparando despacio los aparejos. Aquella tarde, que era para él tan gozosa como la propia pesca, le enfrascó toda la tarde y las primeras horas de la noche. Repasó pacientemente los sedales, deshizo los nudos, enganchó los anzuelos y los flotadores de corcho y sopesó pedacitos de plomo de todos los gruesos y tamaños. Anudó el aparejo a la caña y lanzó varias veces el anzuelo en el centro de la habitación, haciéndole dar antes unas vueltas sobre su cabeza, tal como había visto hacer a los pacienzudos y experimentados pescadores que pasaban los domingos sentados a la orilla del río. Después de cenar todo estuvo a punto, y Hans tuvo entonces la completa seguridad de que durante las siete semanas de vacaciones no se aburriría ni un solo instante. Con sus aparejos de pescar podría pasarse todo el día junto al agua sin que la soledad le atormentase.

Capítulo II

¡A
SÍ ERAN
las vacaciones veraniegas! Un cielo azul sobre las montañas, un día radiante tras otro a lo largo de unas semanas, interrumpido tan sólo de cuando en cuando por un breve chaparrón que refrescaba la atmósfera y ponía gotitas brillantes sobre las hojas de los árboles. A pesar de tener su curso a través de altas orillas, sombreados bosques de abetos y angostas gargantas, el río estaba tan tibio que invitaba a bañarse aún después de ponerse el sol. En las estrechas franjas de tierras de labor que rodeaban la villa, amarilleaban las espigas, en los arroyos crecía la lujuriosa vegetación de los nenúfares, cuyas hojas planas eran punto de cita de las libélulas, y en cuyas proximidades crecían las cañas que los pilluelos de las orillas utilizaban para construir flautas de dulce son. En los claros del bosque se abrían a los rayos del sol las herbáceas, y las rosas silvestres cubrían los troncos musgosos con su rojo violáceo. Más al interior, bajo los abetos, crecían graves, bellas y exóticas, las largas brujías, con sus hojas carnosas, su fuerte tallo y su color rojo, semejante a una viva pincelada sobre el mantillo seco de los abetos. A su lado, minúsculos y medio ocultos, los' hongos mostraban una inmensa variedad: el agárico, rojo y brillante, la gruesa y carnosa seta grande, el aventurero salsifí, el tornasolado hongo de coral y el extraño monótropo, enfermizo y sin color. Los innumerables prados que rodeaban el bosque estaban cubiertos de amarilla retama, a la que seguían los pastos grasos y cortos, extendidos hasta más allá del río y pintados por las licnis, la salvia y la escabiosa. Entre el follaje cantaban sin cesar los pinzones, entre los abetos correteaban las ardillas y en los prados, en los muros y en las hondonadas secas tomaban el sol los lagartos, mientras las cigarras desde las copas de los árboles lanzaban al aire su incansable canción, borrachas de luz y de calor.

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