Esta última significaba, empero, la victoria de su naciente fuerza vital y el primer impulso impetuoso de la existencia, mientras la pena representaba la tristeza por haberse roto la paz matutina de su alma, por haber abandonado su ser definitivamente el reino de la niñez, que no volvía a hallarse jamás. La barquilla frágil, apenas capeada la violencia de la primera tormenta, volvía a hallarse en pleno temporal y presentía la cercanía de fondos peligrosos y roqueños acantilados, a través de los cuales ni a la juventud mejor pertrechada le valían piloto ni rumbo, sino que tenía que hallar en sus propias fuerzas la ruta y la salvación.
Fue oportuno el regreso del aprendiz, que le relevó en la palanca de la prensa. Hans permaneció todavía un rato al lado del lagar, esperando un contacto cualquiera o una palabra amistosa de Emma. Pero ella estaba hablando nuevamente con los del lagar vecino. El muchacho se sintió molesto por las miradas insistentes y curiosas del aprendiz, y un cuarto de hora más tarde regresó a su casa sin siquiera decir adiós.
Todo se había transformado extrañamente, volviéndose más hermoso y emocionante. Los gorriones, rollizos por las heces del mosto, gorjeaban escandalosamente en un cielo nunca tan alto, tan hermoso y tan azul como aquel día. Jamás había tenido el río unas aguas tan verdosas, tan rientes y tan claras, ni su espuma había sido tan blanca y tan rugiente. Todo semejaba un paisaje recién pintado, brillando tras el limpio y luminoso cristal de un cuadro. Todo parecía estar aguardando el comienzo de una gran fiesta. Incluso en su propio pecho sentía Hans una ola de dulzura y de excitación; sensaciones desconocidas y extrañas, desacostumbradas esperanzas, unidas a un temor indeciso de que todo fuera un sueño y no pudiera hacerse jamás realidad.
—¿De dónde vienes? —le preguntó el viejo Giebenrath en cuanto atravesó el umbral del hogar.
—Del lagar de Flaig.
—¿Tiene mucho mosto este año?
.—Dos tinas, según creo.
Rogó que le permitiera invitar a los hijos de Flaig cuando les llegara a los Giebenrath la hora de mostear.
—Concedido —gruñó el padre—. Lo haremos la semana que tiene. Puedes traerlos.
Faltaba una hora para la cena. Hans salió al jardín. Fuera de los dos pinos, había muy poco verde en él. El muchacho se apoyó unos instantes en el tronco del más alto y contempló el cielo vespertino con los ojos muy abiertos. El sol se había hundido ya tras las montañas, cuyos contornos oscuros, con las puntas de los abetos del espesor de un cabello, se recortaban sobre el rojizo horizonte. Una nube oscura y alargada, circundada de amarillo y de castaño, flotaba lenta y pausadamente, como un barco de regreso, en la atmósfera fina y dorada.
Aprehendido por la belleza y el vistoso colorido del crepúsculo, sumido en una emoción extraña y para él desconocida, vagó Hans por el jardín. De tiempo en tiempo se detenía, cerraba los ojos y trataba de imaginarse a Emma, tal como la había visto junto al lagar, cuando le alargó el vaso para que bebiera un trago de mosto o cuando se incorporó después de recogerlo del fondo de la tina. Veía su cabello, su figura enfundada en el estrecho vestido azul, su cuello, su nuca morena y cubierta de pelusilla y sus hombros estrechos y desmayados. Con alegría y temor imaginaba todos estos detalles; sólo su rostro permanecía en tinieblas y eran inútiles cuantos esfuerzos hacía para recordarlo.
Cuando el sol se hubo hundido por completo, Hans sintió las crecientes tinieblas como un velo de misterios a los que no sabía dar ningún nombre. Comprendía que se había enamorado de la muchacha de Heilbronn, pero tan sólo se apercibía oscuramente de la creciente virilidad de su sangre por el estado desacostumbrado, fatigoso y lleno de excitación en que se hallaba.
A la hora de la cena se le hizo extraño a su cambiante ser todo lo viejo y habitual que le rodeaba. El padre, la criada, la mesa, la vajilla y toda la estancia le parecieron súbitamente más viejos y los contempló con una sensación de asombro, de alejamiento y de ternura al mismo tiempo, como si después de un largo viaje volviera a verlos. Tiempo atrás, cuando se regodeaba con la idea de su suicidio, había contemplado las mismas cosas con la sensación melancólica y superior del que se despide, pero desde entonces habían transcurrido semanas y meses enteros y su nueva sensación era del que regresa y no puede contener, la sonrisa y el asombro al verse dueño otra vez de lo que creía ya perdido.
Terminó la cena, y cuando Hans fue a levantarse, su padre le preguntó con el laconismo que le era habitual:
—¿Prefieres ser mecánico o escribiente, Hans?
—¿Por qué? —preguntó, sorprendido, el muchacho.
—Podrías ingresar a finales de la semana que viene en la escuela de mecánicos o a principios de la otra como meritorio en el Ayuntamiento. Piénsalo bien antes de darme una respuesta. Mañana seguiremos hablando de ello.
Hans se levantó y salió. La súbita pregunta le había confundido y deslumbrado a un mismo tiempo. No sentía ninguna ilusión por ser mecánico ni escribiente. El pesado trabajo manual de un taller le causaba un poco de espanto, pero tampoco le seducía pasarse todo el día sentado detrás de una mesa. Recordó entonces que su antiguo condiscípulo August era mecánico y pensó que él podría disipar sus dudas.
Mientras meditaba, su imaginación se hizo más turbia y más pálida, y le pareció que el asunto no tenía tanto interés. Algo muy diferente le impulsaba y ocupaba todos sus pensamientos. Paseó, inquieto, unos minutos y súbitamente cogió su sombrero, abandonó la casa y atravesó lentamente la calle. La necesidad de volver a ver a Emma le acuciaba.
La oscuridad de la noche era absoluta. De una taberna próxima salían gritos y canciones. Algunas ventanas estaban iluminadas, y aquí y acullá se encendían otras, poniendo un brillo rojizo en la oscuridad. Una larga hilera de muchachas sonrientes y cogidas del brazo atravesaron la calle entre risas y parloteos, y se perdieron, semejantes a una ola de juventud y de alegría, por el recodo de una vecina calleja. Hans las contempló largamente sintiendo que su corazón le subía a la garganta. Detrás de una ventana velada con cortinas se escuchaba un violín. En la fuente, una vieja estaba limpiando una lechuga, y por el puente paseaban dos mocetones con sus novias. Uno de ellos llevaba a la muchacha cogida de la mano, se balanceaba sobre su brazo y fumaba un cigarrillo. La segunda pareja iba más despacio y más abstraída. El mocetón rodeaba el talle de la muchacha con su brazo fuerte, y ella apoyaba la espalda y la cabeza en su pecho. Hans había visto cien veces escenas semejantes sin que nunca llamaran su atención. Pero aquella noche siguió con la vista al grupo y súbitamente se sintió lleno de una clara comprensión. Presintió que se hallaba en los umbrales de un gran misterio, del que no sabía si era exquisito o terrible, pero cuya proximidad le hacia temblar como un azogado.
Se detuvo ante la casa de Flaig, sin valor siquiera para entrar en ella. ¿Qué hacer y qué decir cuando estuviera dentro? Recordó las veces que había estado allí cuando tenía once o doce años. Flaig la explicaba entonces historias bíblicas y respondía a sus impetuosas preguntas sobre el infierno, los demonios y las almas. Aquellos recuerdos eran molestos y le pusieron de mal humor. No sabía qué hacer, no sabía siquiera lo que quería, pero a pesar de ello intuía que se hallaba ante algo misterioso y prohibido. Le pareció que estaba cometiendo una injusticia a Flaig con permanecer en la oscuridad ante su puerta, y pensó que si él le viera allí o saliera en aquel instante de la casa, no le reprendería, sino que se reiría de él. Y aquello le horrorizó más que otra cosa,
Se deslizó detrás de la casa y desde la baja cerca del jardín pudo hacer llegar sus miradas hasta el interior de la estancia iluminada. No vio al artesano. Su mujer parecía estar cosiendo o tejiendo algo, y el mayor de sus hijos, todavía levantado, leía un libro apoyado con los codos en la mesa. Emma iba y venía por la habitación, ocupada seguramente en barrer, porque sólo se hacía visible a intervalos. El silencio era tan absoluto que podían escucharse hasta los más lejanos pasos en la calle, y del lado opuesto del jardín llegaba con claridad el rumor del río. La oscuridad era cada vez más espesa, y un airecillo frío jugueteaba entre las ramas de los árboles.
Junto a las ventanas iluminadas de la estancia había otra más estrecha y apagada. Tras un largo rato apareció en ella una figura incierta que se asomó hacia afuera y miró en la oscuridad. Hans reconoció a Emma en los movimientos, y la emoción casi detuvo los latidos de su pecho. Ella permaneció en la ventana, silenciosa y con la mirada clavada en la oscuridad, de tal modo que Hans no supo si le había visto y reconocido. No hizo un solo movimiento y a su vez miró fijamente hacia ella, deseando que le reconociera, pero temiendo al mismo tiempo escuchar de nuevo su voz.
La incierta figura desapareció de la ventana y casi al mismo tiempo se abrió la puertecilla del jardín y Emma salió de la casa. Hans sintió el primer impulso de huir, pero una fuerza superior le retuvo junto a la cerca, viendo cómo la muchacha atravesaba lentamente el oscuro jardín y sintiendo cada vez más fuertes los latidos de su corazón.
Emma se detuvo delante de él, apenas separados los dos por medio paso de distancia y por la baja cerca interpuesta entre sus cuerpos. Ella le miró con sorpresa y atención. Durante largo rato ninguno de los dos pronunció una sola palabra y luego la muchacha preguntó, con voz queda:
—¿Qué quieres?
—Nada —respondió él. Pero algo semejante a un escalofrío recorrió su piel al oír que ella le había tuteado.
La muchacha apoyó la mano en la cerca. El la cogió, temeroso y tierno, oprimiéndola ligeramente unos instantes. Al ver que ella no la retiraba, cogió valor y acarició la cálida mano con suavidad y cautela. Tampoco aquella vez la retiró ella. Hans la colocó sobre su propia mejilla y cerró los ojos. Un raudal de penetrante gozo, de extraño calor y de cansancio intenso se desbordó sobre su ser; el aire le pareció ardiente y dejó de ver la calle y los jardines para contemplar sólo el claro rostro y la maraña de oscuros cabellos de Emma.
Y le pareció que la voz llegaba de una oscura lejanía cuando oyó preguntar, quedamente, a la muchacha:
—¿Quieres darme un beso?
El claro rostro se acercó aún más, el peso de un cuerpo curvo hacia afuera las maderas de la cerca, cabellos sueltos y olorosos acariciaron la frente de Hans, y unos ojos cerrados, velados por blancos párpados y pestañas largas y oscuras, se juntaron a los suyos. Un temblor convulsivo hizo presa de su cuerpo al rozar apenas con sus labios resecos !a boca de la muchacha. Quiso echarse luego hacia atrás, pero ella le cogió la cabeza con ambas manos, apretó su cara contra la de él y no le soltó. Le acometió entonces una súbita debilidad, y antes de que los otros labios se hubieran separado de los suyos se transformó su gozo tembloroso en cansancio de muerte, de tal modo que cuando Emma le soltó tuvo que agarrarse a la cerca para no caer.
—Vuelve mañana a esta misma hora —le dijo la muchacha, regresando apresuradamente a la casa. No había estado ni cinco minutos fuera, pero a Hans le parecía que había transcurrido un siglo. La vio desaparecer en el umbral de la puerta y volvió a apoyarse en la cerca, sintiéndose incapaz de dar un solo paso. La sangre le martilleaba en las sienes y el corazón le golpeaba el pecho con latidos desiguales, cada uno de los cuales le cortaba el aliento y le hacía cerrar los ojos con dolor.
Vio abrirse la puerta en el interior de la estancia y penetrar al zapatero, que había estado hasta esos momentos en el taller. Le acometió entonces un gran temor de que se diera cuenta de su presencia e hizo un esfuerzo para alejarse de allí. Echó a andar lentamente, con movimientos maquinales e inseguros, como si estuviera ligeramente borracho, y con la sensación de que a cada paso iba a caerse de rodillas. Las calles oscuras tenían a sus ojos un aspecto fantasmal, y las fuentes de la Gerberstrasse rumoreaban fuertes y sonoras. Hans abrió, como en sueños, una puerta, atravesó un oscuro corredor, subió unos escalones, se sentó encima de una mesa y despertó un rato después con la sensación de hallarse en su casa y en su habitación. Transcurrió otro momento hasta que se le ocurrió que tenía que desvestirse. Lo hizo con ademanes distraídos y permaneció desnudo ante la ventana, hasta que el frío de la noche otoñal le obligó a meterse en la cama.
Creyó que se dormía en seguida, pero apenas hubo entrado en calor volvieron de nuevo los latidos del corazón y los desiguales y fuertes hervores de la sangre. Tan pronto como cerraba los ojos le parecía sentir otra vez la boca de la muchacha sobre la suya, sorbiéndole vida y alma, envolviéndole en su penoso sortilegio.
Por fin concilió el sueño, pero en el mismo instante comenzaron a atormentarle las más absurdas pesadillas. Se vio a sí mismo envuelto en una profunda oscuridad. No se veía nada y él tenía que ir tentando hasta cogerse al brazo de Emma. La muchacha le abrazaba y ambos se hundían lentamente en una corriente honda y cálida. Súbitamente aparecía el zapatero ante sus ojos y le preguntaba por qué nunca le visitaba. Hans se echaba a reír y entonces se apercibía que no era Flaig, sino Hermann Heilner, que estaba sentado a su lado en una ventana del oratorio de Maulbronn, bromeando sobre los profesores y los condiscípulos. Pero en aquel mismo instante desaparecía también y volvía a verse ante el lagar lleno de mosto. Emma quería apoyarse en la palanca y él luchaba con todas sus fuerzas para evitarlo. Ella le empujaba entonces hacia atrás y buscaba con ansia su boca, hasta que ambos volvían a caer en una oscuridad sin límites. Emma desaparecía y Hans volvía a sentir el mismo cansancio de antes, al mismo tiempo que escuchaba un discurso del éforo, que no sabía si le concernía a él.
Durmió hasta bien entrada la mañana. Cuando se despertó vio que el día era soleado y espléndido. Paseó arriba y abajo por el jardín durante largo rato, empeñado en despertarse por completo y pensar con toda claridad, pero todos sus esfuerzos fueron inútiles ante la niebla soñolienta que le envolvía. Contempló los asteros violetas, la última flor del jardín, hermosa y sonriente al sol como si fuera aquel el mes de agosto, contempló la luz verde filtrándose entre las ramas de los pinos, la hiedra trepadora y las hojas de los verduguillos brillantes como al principio de la primavera. Pero tan sólo contempló todo aquello sin profundizar en ello, sin que le importara demasiado. Súbitamente le acometió el recuerdo claro y fuerte del tiempo en que sus conejillos correteaban aún entre la hierba del jardín. Sus pensamientos volvieron a los días de septiembre de tres años atrás. Era la víspera de la conmemoración de Sedan. August hacia ido a verle y le llevó una bandera. Y ambos habían subido al tejado, habían colocado el asta blanca y recta, y en ella izaron la bandera. Aparte de eso, nada más había sucedido, pero bastó para que los dos mantuvieran durante toda la jornada su ilusión de fiesta y su gran alegría. Las banderas ondeaban al viento. Anna hizo un pastel, y al anochecer encendieron en la cumbre vecina el fuego de Sedan.