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Authors: Reinaldo Arenas

Tags: #prose_contemporary

Antes que anochezca (37 page)

BOOK: Antes que anochezca
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En aquellas tertulias participaba un personaje enloquecido que se llamaba Turcio, quien había sido capitán de un barco y era amante de la literatura y que había llegado a la locura a causa de su mujer. Turcio hablaba sin cesar y cuando, por ejemplo, se producía una discusión entre dos mujeres, Turcio durante todo el día repetía sin cesar lo que aquellas mujeres se habían dicho. Así, cuando Lázaro y yo teníamos aquellas tertulias, Turcio durante el resto del día repetía, como una especie de superbocina, aquellos fragmentos de lectura. Otras veces salía al pasillo y comenzaba a pregonar todas las noticias que escuchaba: «No habrá carne durante todo este año»; «Llegó el pollo sólo para los menores de seis años»; «La ruta 32 ya no pasará más por aquí» y cosas así. Repetía todo lo que escuchaba su oído enloquecido.
Un día el recluta con el cual yo seguía teniendo amistad vino a mi cuarto con un primo suyo que era policía; vino uniformado y con pistola en la cintura. El recluta me dijo: «No te preocupes; lo traigo porque sé que con esto se adquiere más prestigio en el edificio y nadie se mete con uno». El policía era un oriental bugarrón que a los cinco minutos de estar en mi cuarto, se quitó la cartuchera con la pistola; cuando lo subí a ver la barbacoa, se sacó su hermoso miembro oriental. Abajo, estaba el recluta rojo de furia. Al cabo de una hora nos despedimos amistosamente. Turcio estuvo gritando todo el tiempo que la policía estaba en mi casa; lo que no podía imaginar ningún vecino era con qué arma tan contundente me estaba apuntando aquel policía.
A veces, cuando venía el recluta o el policía, a Lázaro le entraban ataques de celos. Yo le decía siempre la verdad; él era la persona a la que yo verdaderamente quería y los demás eran, solamente, para pasar el rato. Siempre he pensado que el amor es una cosa y la relación sexual es otra; el amor verdadero participa de una complicidad y una intimidad que no existe en las simples relaciones sexuales.
Lázaro tenía relaciones sexuales con mujeres y yo, lejos de exigirle que rompiera con ellas, alentaba aquellas relaciones; pensaba que así podríamos llegar a una mayor compenetración. A mí me gustaba tener relaciones con un hombre que sabía tenía relaciones sexuales con mujeres; yo quería ser su amigo, pero no la mujer que le cocinara y le atendiera en sus necesidades cotidianas. Así, cuando me poseyera, lo haría por amor a un amigo, no por compromiso. Por eso, me alegró la noticia de que se casaría con Mayra, una muchacha muy agradable que había sido su novia durante años. Pensaban que al casarse conseguirían una casa porque el padrastro de ella tenía buenas relaciones en el Gobierno. La boda se efectuó en el Palacio de los Matrimonios y yo fui el padrino.
La luna de miel la pasaron en Santa María del Mar, y Lázaro insistió en que yo fuera con ellos. Una noche Mayra tocó a mi puerta y me dijo que Lázaro se sentía mal de los nervios y quería que yo fuese a su cuarto; allí estaba él con uno de sus ataques. Nunca he podido comprender muy bien la locura, pero pienso que las personas que la padecen son una especie de ángeles que no pueden soportar la realidad que los circunda y de alguna manera necesitan irse hacia otro mundo. Cuando yo me acerqué me pidió que me quedara allí y puso su cabeza en mis manos; Mayra se comportó de una forma muy inteligente. Al día siguiente, ya estaba mucho mejor y los tres nos fuimos para la playa.
De todos modos, el padre de Mayra no pudo conseguirles el apartamento y tuvieron que irse para la casa de Marta Carriles. Construimos una barbacoa encima de la cocina. Marta había hecho otra barbacoa en la sala. La barbacoa de Lázaro era tan pequeña que no podían ponerse de pie dentro de ella. Una vez estalló la olla a presión contra el techo de la barbacoa y sonó como una bomba; todos los vecinos del edificio salieron corriendo pensando que era una explosión, mientras ellos seguían haciendo el amor en la barbacoa muertos de risa. Lázaro me llamó por la ventanita que tenían allí y yo me asomé por el balcón improvisado y le hice una seña; sabía lo que estaba ocurriendo allí y también lo disfrutaba.
Lázaro y yo fuimos juntos a Pinar del Río y nos bañamos desnudos en los arroyos, paseamos a caballo y disfrutamos de la naturaleza. Por las noches la columbina en que nos pusieron a dormir chirriaba furiosamente.
En una de aquellas casas de campo conocí la historia de La Gallega. Había tenido un novio que se la había llevado y la había preñado y, a los pocos meses, la había abandonado. Su familia la repudió, y Marta Carriles la aceptó con la condición de que fuese su criada; pero más que eso, era su esclava; trabajaba sin descanso, como mi madre. Tenía una hija, pero se la criaban los suegros en el campo y no le permitían verla.
A mi regreso al antiguo hotel Monserrate se dio allí uno de los escándalos más conocidos de su historia; tuvo lugar entre Hiram Pratt y Coco Salá. Hiram tenía un amante al cual, al parecer, quería mucho y que se llamaba Nonito; era un muchacho de Holguín. Hiram le había contado a Coco las dotes físicas de aquel adolescente y Coco, sin más trámites, cogió un tren y, se fue para Holguín y trajo a Nonito para La Habana, prometiéndole varios jeans y varias camisas. Un buen día, Hiram, que ya era nuevamente amigo de Coco, tocó a la puerta de éste, y quien salió a abrirle fue Nonito, absolutamente desnudo. A Hiram se le nubló la mente; fue a mi casa y me pidió una mandarria y otros objetos de carpintería y con todas esas armas subió al cuarto de Coco y le hizo pedazos la puerta de cristal; allí todas las puertas eran de cristal, aunque yo en la mía había puesto una plancha de hierro detrás del cristal. Coco y Nonito salieron con una escoba y el escándalo fue tan grande que Hiram no sólo rompió la puerta de Coco, sino la de Marta Carriles y la de una familia numerosa que eran testigos de Jehová. Toda aquella gente le cayó encima a Hiram y éste se refugió en mi cuarto; yo temía que me tumbaran mi puerta y por eso llamé a gritos a Bebita, que se apareció con un cuchillo seguida por Victoria. «Una guerra civil se produjo en el hotel Monserrate», clamaba Turcio. En medio de aquella locura todos salieron a resolver sus viejas rencillas; Mahoma fue atacado por Blanca Nieves y los siete enanitos; Teresa y su hermana volvieron a tirarse del pelo; Caridad González, la presidenta del CDR, era abofeteada por Marta Carriles; el ascensorista recibió unas cuantas patadas de uno de los Testigos de Jehová. Mientras tanto, Hiram y yo escuchábamos el estruendo de la batalla escondidos dentro de mi cuarto, y Bebita y Victoria, con fuertes voces varoniles, trataban de poner orden en medio de aquella situación.
Como el escándalo fue tan grande, al día siguiente Hiram Pratt y yo nos fuimos para Holguín; allí, después de una cola enorme, tomamos un ómnibus y fuimos a parar a Gibara; una vez más estuve en el mar de mi infancia, pero aquella ciudad ya era entonces una ciudad fantasma y el mismo puerto había sido invadido aún más por la arena.
De regreso en Holguín, comimos en la casa de la madre de Hiram, una pobre campesina, discreta pero al tanto de casi todas las aventuras eróticas de Hiram. Este aprovechó para presentarme a toda una serie de personajes casi célebres en el municipio; entre ellos a Gioconda Carralero, quien estaba casada con una loca terrible; ella amaba por encima de todo a su hombre, pero éste enloquecía por los adolescentes. Mientras estábamos allí, un adolescente llamaba al esposo de aquella mujer desde la calle gritándole: «Armando, maricón, dame el par de zapatos que me prometiste; no pienses que te metí la pinga por gusto». El escándalo era tan grande que Gioconda salió a la calle y le entregó el par de zapatos de Armando al adolescente.
Conocí también a Beby Urbino; era homosexual, pero nunca había practicado el homosexualismo. Vivía en una casa enorme que había sido invadida por las plantas silvestres. Su filosofía era que el amor y el sexo eran solamente una fuente de amargura. Yo nunca he podido vivir en la abstinencia y por eso le dije a Urbino: «Yo asumo el riesgo».
Hiram y yo nos paseamos por el Parque Calixto García; allí nos fue fácil ligar a una pandilla de adolescentes y nos fuimos para la Loma de la Cruz como un último homenaje a la ciudad de Holguín. Cerca de la Cruz fuimos poseídos por una docena de adolescentes y, luego, triunfales y rejuvenecidos, tomamos el tren para La Habana.
Lázaro trabajaba ahora como tornero en una fábrica. Tenía que levantarse temprano y hacer guardias los fines de semana; aquello le había vuelto a afectar los nervios. Muchas veces dejaba a Mayra en la barbacoa y venía a dormir a mi cuarto. Por último, llegó la zafra y Lázaro tuvo que irse a cortar caña a Camagüey; a los pocos días recibí una carta en la que me preguntaba qué era de mi vida y me decía que fuera a verlo.
Yo, acompañado por Pepe, su hermano, tomé uno de aquellos trenes infernales y al cabo de una semana llegué a un lugar llamado Manga Larga; de allí fuimos hasta el campamento. Allí nos encontramos a Lázaro que había tenido una crisis nerviosa y no podía trabajar en el campo de caña. Al día siguiente nos fuimos con él a trabajar; inmediatamente, sentí la sensación de haber entrado al Infierno cuando entré en aquel cañaveral. Nos quedamos una semana con él, pero, cuando vio que nuestra partida era inminente, comenzó a vociferar y se puso enloquecido.
Al cabo de un mes regresó y había perdido más de treinta libras; estaba muy enfermo de los nervios y su madre quería apoderarse del poco dinero que había ganado en la zafra. Recuerdo que Lázaro se levantó a medianoche y bajó de la barbacoa, tomó un machete que había traído consigo y vi cómo se lo acercaba al vientre; bajé corriendo y cuando traté de quitarle el machete intentó agredirme. Salté desnudo hacia afuera y llamé a los padres de Lázaro; ellos al verme en aquella forma vinieron enseguida y, cuando abrimos la puerta, cayó al suelo sin conocimiento. Estuvo como una semana en un estado de crisis terrible.
Su madre tocó a mi puerta con un cubo y dos jicoteas. Me dijo que san Lázaro le había dicho que nos darían suerte a mí y a su hijo; que nos quedáramos con ellas. Yo me quedé con las jicoteas, a pesar de que era lamentable verlas encerradas y muy difícil conseguirles comida, pues sólo comían carne o pescado.
Desde hacía tiempo, Hiram Pratt me había presentado a un extraño personaje que decía ser un ex preso político y que estaba haciendo todo lo posible por irse del país en una lancha; se llamaba Samuel Echerre y vivía en una celda de la catedral episcopal que estaba en el Vedado. En realidad, ya Samuel había hecho el intento de irse en una lancha junto a otros amigos por la parte sur del país, con la idea de poder llegar a la isla de Gran Caimán; Samuel sentía una pasión desenfrenada por Inglaterra y pensaba que, si llegaba a aquella isla, sería trasladado inmediatamente a la presencia de la reina Isabel, por quien sentía una pasión incontrolable. En medio del mar, el motor de la lancha se rompió y no hubo manera de poder arreglarlo, porque no encontraban la llave que era necesaria para abrir el motor. Como en aquellas circunstancias el motor era un estorbo, lo echaron al mar para seguir remando hasta la isla de Gran Caimán, pero entonces descubrieron que la llave estaba debajo del motor. Siguieron un poco a la deriva hasta que vieron tierra y comenzaron a dar vivas a la reina Isabel. Inmediatamente, fueron arrestados por unos milicianos y luego condenados a ocho años de cárcel. Samuel se rehabilitó y cumplió solamente dos años y medio. Cuando yo lo conocí, había salido de la cárcel y vivía en la iglesia episcopal, aunque su madre aún vivía, enferma de cáncer, en su casa en Trinidad. En una de las invitaciones que luego me hizo a su casa en Trinidad, pude ver allí una enorme foto de la reina Isabel de Inglaterra, en el centro de la sala. Debajo de aquella foto había una mesita donde Samuel, religiosamente, se sentaba todas las tardes a las cinco, completamente ataviado de negro, con sombrero de copa y guantes negros también, a tomar el té en compañía de algunos otros amigos.
Samuel atravesaba la ciudad de Trinidad con una temperatura superior a los cien grados, con aquellos atavíos y aquel sombrero de copa. No era solamente la manera rara en que se vestía, sino que su figura era una de las más estrambóticas que el género humano haya conocido: alto, desgarbado, con un pelo lacio que le chorreaba en la frente, con unos ojos saltones, con una nariz prominente y encorvada, con una boca desmesurada, con unos dientes gigantescos y una cara llena de granos, además de unas manos largas y huesudas; era la viva estampa de una de las brujas de Macbeth o de los cartones de Disney.
Aunque llevaba una vida erótica bastante abierta aún conservaba los hábitos de novicio, pues había estado estudiando la carrera religiosa en Matanzas y después se había trasladado a la iglesia episcopal en La Habana. La celda de Samuel, más que un sitio de meditación religiosa, era un centro de tertulias literarias; todas las noches se reunían allí más de quince personas. Había que saltar una alta cerca, atravesar todos aquellos pasillos, subir una larga escalera para llegar finalmente a la habitación de Samuel. Héctor Angulo, Roberto Valero, Amando López y otros amigos nos reuníamos a diario.
A solas, Samuel y yo hablábamos de la posibilidad de abandonar el país clandestinamente. Me dijo que conocía a una persona en Matanzas que por una fuerte suma de dinero nos podía sacar de la Isla.
Como a eso de las doce de la noche, en el cuarto de Samuel caía siempre una lluvia de piedras. Según él, eran la gente del CDR que en protesta por su actividad religiosa lanzaban aquellas piedras; había que cerrar las ventanas de todo el cuarto; aquellos ataques duraban diariamente una media hora y después volvía la calma. A esa hora Samuel servía el té con gran ceremonia, siempre invocando a su majestad británica, y comenzaba a leemos algunos de sus horribles poemas.
Al fin fuimos a Matanzas y, efectivamente, vimos a una mujer que dijo nos podía sacar del país. Pidió los nombres de los que íbamos a estar en el bote; yo no quise dar mi nombre ni el de Lázaro. Samuel fue muy explícito y habló con ella como si la conociera de mucho tiempo. Después nos quedamos en la casa de Roberto Valero, con quien recorrimos toda la ciudad de Matanzas y llegamos a la bahía donde nos bañamos. Nunca olvidaré la imagen de Samuel Echerre en short; aquel personaje completamente desgarbado, con aquel cuerpo huesudo, fue blanco de las piedras de los muchachos que por allí se bañaban; era funesto asumir el riesgo de estar al lado de un personaje tan horripilante. Yo me zambullí y cuando saqué la cabeza estaba, ¡qué horror!, al lado de un barco ruso. Desaparecí rápidamente.
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