Antes que anochezca (44 page)

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Authors: Reinaldo Arenas

Tags: #prose_contemporary

BOOK: Antes que anochezca
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Un día, cuando salía del hospital, vi a un niño pelado al rape y delgado que regaba con una enorme manguera un árbol gigantesco; pensé que aquel niño era Lázaro, desde niño sin padre, y ahora solo en un hospital de dementes.
Cuando salió del hospital estaba bastante mal, pero de todas maneras tenían que darle el alta; regresó a mi cuarto; era difícil vivir con él por su estado de nervios. Le conseguí un cuarto en la Calle 31 que era aún más pequeño que el mío, pero con una ventana que daba a un árbol enorme. Yo lo ayudaba aunque mi posición económica nunca ha sido muy espléndida en el exilio, y poco a poco fue incorporándose nuevamente a la sociedad; comenzó a trabajar en una compañía de aviación y estaba muy entusiasmado con su trabajo, pero la compañía quebró y se quedó sin trabajo de nuevo. Así estuvo un tiempo pero consiguió luego un trabajo de portero. Ya no éramos los mismos; habíamos visto el horror de un hospital en Nueva York; la locura, la miseria, el maltrato, la discriminación. De todos modos, había que seguir adelante y enfrentar las nuevas calamidades que se avecinaran.
Nuestra amistad continuaba. El tenía planes siempre y una gran imaginación, pero no cuajaban en una obra perdurable. Lázaro ha sido en el exilio para mí el único asidero a mi pasado; el único testigo cómplice de mi vida en Cuba; con él siempre he tenido la sensación de poder volver a ese mundo irrecuperable. Es difícil poder tener comunicación en este país o en cualquier otro cuando se viene del futuro. Y nosotros los cubanos, los que sufrimos por veinte años aquella persecución, aquel mundo terrible, somos personas que no podemos encontrar sosiego en ningún lugar; el sufrimiento nos marcó para siempre y sólo con las personas que han padecido lo mismo, tal vez podemos encontrar cierta comunicación.
La inmensa mayoría de la humanidad no nos entiende y no podemos tampoco pedirle que nos entienda; tiene sus propios terrores y no puede, realmente, comprender los nuestros, aun cuando quisiera; mucho menos compartirlos.
Trabajando como portero, Lázaro conoció en el mismo edificio a una americana y se casó con ella. Me invitó entonces a que pasara unas vacaciones en Puerto Rico. Allí lo estimulé a que escribiera sus memorias como uno de los diez mil asilados en la embajada del Perú. Escribió el libro que se llamó
Desertores del Paraíso
y fue editado por Néstor Almendros y Jorge Ulla; el libro tuvo muy buena acogida de la crítica. Después comenzó a tomar clases de fotografía y es hoy un excelente fotógrafo, aunque sigue trabajando como portero, oficio que es uno de los mejores del mundo. Visitando a Lázaro en la puerta de su edificio, saqué la mayor parte de las ideas de mi novela
El portero
que, desde luego, está dedicada a Lázaro. Desde hace muchos años nuestra amistad se transformó en una suerte de hermandad. Si algunas veces siento pena de irme de este mundo, es por saber la soledad en que se quedará viviendo ese hermano, entre enloquecido y genial, que con sus treinta y dos años no ha podido dejar de ser un niño; pero también siento pena por Jorge y Margarita, y por mi madre, perdida en uno de los barrios de Holguín. En fin, que ni siquiera puedo morirme en paz.
Desalojo

 

También en 1983 el dueño del edificio en que vivía decidió echamos del apartamento; quería recuperar el edificio y necesitaba tenerlo vacío, para repararlo y alquilarlo por una mensualidad mayor a la que nosotros pagábamos. Fue una guerra entre el dueño y los inquilinos; aquél se las arregló para rompemos el techo de la casa y el agua y la nieve entraban en mi cuarto. Era difícil mantener una guerra contra los poderosos, sobre todo cuando uno no tiene ni la residencia en un país extranjero y desconoce hasta el idioma y el lenguaje jurídico. Finalmente, tuve que abandonar el cuarto en que vivía. Me trasladaron para un viejo edificio, cerca de la casa en que antes habitaba. En este país la cosa más normal es que la gente se esté mudando con frecuencia, pero yo en Cuba una de las cosas que más había padecido era el hecho de no tener un lugar donde vivir y tener que andar siempre ambulante; tener que vivir en el terror de que en cualquier momento me pusieran en la calle y no tener nunca un lugar que me perteneciera. Y ahora en Nueva York tenía que pasar por lo mismo. De todos modos no me quedó más remedio que cargar mis bártulos y mudarme para el nuevo tugurio. Después me enteré de que las personas que siguieron firmes en el apartamento cogieron hasta veinte mil dólares del dueño para mudarse. Mi nuevo mundo no estaba dominado por el poder político, pero sí por ese otro poder también siniestro: el poder del dinero. Después de vivir en este país por algunos años he comprendido que es un país sin alma porque todo está condicionado al dinero.
Nueva York no tiene una tradición, no tiene una historia; no puede haber historia donde no existen recuerdos a los cuales aferrarse, porque la misma ciudad está en constante cambio, en constante construcción y derrumbe, para levantar nuevos edificios; donde ayer había un supermercado, hoy hay una tienda de verduras y mañana habrá un cine; luego se convierte en un banco. La ciudad es una enorme fábrica desalmada, sin lugar para acoger al transeúnte que quiera descansar; sin sitios donde uno pueda, simplemente estar sin pagar a precio de dólar la bocanada de aire que se respira o la silla en que nos sentamos a tomarnos un descanso.
El anuncio

 

En 1985 murieron dos de mis grandes amigos: Emir Rodríguez Monegal, la persona que mejor había interpretado todos mis libros, y Jorge Ronet, junto con quien yo había emprendido enormes aventuras nocturnas. Emir murió de un cáncer fulminante; Jorge murió del SIDA; la plaga que, hasta ese momento, tenía solamente para mí connotaciones remotas por una especie de rumor insoslayable, se convertía ahora en algo cierto, palpable, evidente; el cadáver de mi amigo era la muestra de que muy pronto yo también podía estar en esa misma situación.
Los sueños

 

Los sueños y también las pesadillas han ocupado gran parte de mi vida. Siempre fui a la cama como quien se prepara para un largo viaje: libros, pastillas, vasos de agua, relojes, una luz, lápices, cuadernos. Llegar a la cama y apagar la luz ha sido para mí como entregarme a un mundo absolutamente desconocido y lleno de promesas, lo mismo deliciosas que siniestras. Los sueños han estado siempre presentes en mi vida; la primera imagen que recuerdo de mi infancia es de un sueño; un sueño terrible. Yo estaba en una explanada rojiza y unos enormes dientes se me acercaban por ambos lados, pertenecientes a una boca inconmensurable que hacía un extraño ruido, y mientras los dientes avanzaban, se hacía más agudo; cuando iban a devorarme, despertaba. Otras veces, estaba yo jugando en uno de los altos aleros de la casa del campo y, de pronto, por un movimiento equívoco, sentía un extraordinario escalofrío, las manos me sudaban, resbalaba y comenzaba a caer en un inmenso vacío oscuro; aquella caída se prolongaba como una infinita agonía y despertaba antes de reventar.
Otras veces los sueños eran en colores y personajes extraordinarios se acercaban a mí, ofreciéndome una amistad que yo quería compartir; eran personajes descomunales pero sonrientes.
Más adelante soñaba con Lezama, que estaba en una especie de reunión en un inmenso salón; se oía una música lejana y Lezama sacaba un enorme reloj de bolsillo; frente a él estaba su esposa, María Luisa; yo era un niño y me acercaba a él; abría sus piernas y me recibía sonriendo y le decía a María Luisa: «Mira, qué bien está, qué bien está». Ya para entonces él había muerto.
Otras veces soñaba que, aunque había estado en Estados Unidos, había regresado a Cuba no sé por qué razón —tal vez por el desvío de algún avión o porque me habían engañado y me habían dicho que podía ir sin ningún problema— y me veía de nuevo allí; en mi cuarto calenturiento y sin poder salir; estaba condenado a quedarme allí para siempre. Tenía que recibir un extraño aviso para irme al aeropuerto, alguien tenía que recogerme en algún automóvil y no llegaba; yo sabía que ya no podía salir más de allí; que vendría la policía y me arrestaría. Ya había recorrido el mundo y sabía lo que era la libertad, y ahora, por una extraña circunstancia, estaba en Cuba y no podía escapar. Despertaba y, al ver las paredes deterioradas de mi cuarto en Nueva York, sentía una indescriptible alegría.
En otro sueño, quiero acercarme a la casa donde estaba mi madre y hay una tela metálica frente a la puerta. Llamo y llamo para que me abran la puerta; ella y mi tía están al otro lado de la tela metálica y yo les hago señales, me llevo la mano al pecho y de mi mano empiezan a salir pájaros, cotorras de todos los colores, insectos y aves cada vez más gigantescas; comienzo a gritar que me abran, y ellas me miran a través de la tela metálica; yo sigo produciendo toda clase de gritos y de animales, pero no puedo cruzar la puerta.
En algún sueño yo soy un pintor; tengo un estudio vasto y pinto enormes cuadros; yo creo que los cuadros que pinto tienen que ver con los seres queridos; en ellos predomina el azul y en él se disuelven las figuras. De pronto, entra Lázaro joven, esbelto; me saluda con un tono de desencanto; camina hasta la gran ventana que da a la calle y salta por la ventana; yo comienzo a gritar y bajo las escaleras; el apartamento estaba en Nueva York, pero al bajar las escaleras estoy en Holguín y allí está mi abuela y varias de mis tías; les digo que Lázaro se ha tirado por la ventana y todas corren a la calle, que es la calle 10 de Octubre, donde está la casa que habita mi madre; allí, contra el fango y bocabajo está Lázaro muerto. Yo le levanto la cabeza y miro su hermoso rostro enfangado; mi abuela se acerca, contempla su rostro y mira hacia el cielo diciendo: «¿Por qué, Dios mío?». Más adelante, traté de interpretar aquel sueño de diversos modos; no fue Lázaro el muerto, sino yo; él es mi doble; la persona a quien más yo he querido es el símbolo de mi destrucción. Por eso era lógico que las personas que fueron a ver el cadáver fueran mis familiares y no los de Lázaro.
He soñado que en mi infancia el mar llegaba hasta mi casa; llegaba cruzando decenas de kilómetros y todo el patio se inundaba; era maravilloso flotar en aquellas aguas; yo nadaba y nadaba, mirando el techo de mi casa inundado, oliendo el olor del agua que seguía avanzando en una enorme corriente.
En Nueva York soñé una vez que podía volar, privilegio imposible para un ser humano, aun cuando a los homosexuales nos digan pájaros. Pero yo estaba ahora en Cuba y volaba sobre los palmares; era fácil, sólo había que pensar que uno podía volar. Estaba después cruzando la Quinta Avenida de Miramar y las palmas que la bordeaban; era hermoso ver todo el paisaje mientras yo, dichoso y radiante, lo sobrevolaba más arriba que las copas de las palmeras. Despertaba aquí en Nueva York y aún me parecía que estaba por los aires.
Estando en la playa de Miami pasando unas vacaciones tuve un sueño terrible. Estaba en un inmenso urinario lleno de excrementos y tenía que dormir allí. En aquel lugar había centenares de pájaros raros que se movían con gran dificultad. Aquel lugar se poblaba cada vez más por aquellos horribles pájaros, que iban cerrando la posibilidad de escapatoria; todo el horizonte quedaba sellado por aquellos pájaros que tenían algo de metálicos y hacían un ruido sordo, como de alarmas. De pronto, descubría que todos ellos habían logrado meterse en mi cabeza y que mi cerebro se agigantaba para darles albergue; mientras ellos iban albergándose en mi cabeza, yo envejecía. Pasé varias noches en Miami con la misma pesadilla y me despertaba bañado en sudor. Tomé un avión de regreso a Nueva York. Como siempre, me fui a la cama lleno de cosas y con un gran vaso de agua, preparándome para el sueño. Antes de dormir, siempre leo por lo menos una o dos horas, y estaba terminando la lectura de
Las mil y una noches
. Estábamos ya en 1986; Lázaro había estado hablando conmigo un rato y se acababa de marchar; no había salido aún del edificio, cuando sentí un enorme estallido en el cuarto; era una verdadera explosión. Pensé que era uno de mis amantes celosos o algún ladrón que había roto la ventana de cristal que daba a la calle; evidentemente, el estruendo fue tan grande que tenían que haber cogido una barra de hierro y haberla lanzado contra la ventana. Cuando llegué a la ventana, el cristal estaba absolutamente intacto. Algo muy extraño había ocurrido dentro del cuarto: el vaso de agua sobre la mesa de noche, sin que yo lo hubiese tocado, había hecho explosión; se había pulverizado. Llamé corriendo a Lázaro que aún no había abandonado el edificio e hicimos una enorme inspección en todo el apartamento; yo pensé que me habían disparado y que le habían dado al vaso, pues en varias ocasiones yo había sido amenazado de muerte por la Seguridad del Estado cubana; en otras ocasiones habían entrado a mi apartamento y registrado mis papeles; otras veces la ventana que yo había dejado cerrada, estaba abierta y nada se habían llevado, por lo que no podía ser un ladrón. Pero el misterio de aquella noche sigue siendo para mí totalmente indescifrable. ¿Cómo era posible que un vaso de vidrio hubiese estallado haciendo aquella explosión tan descomunal? Al cabo de una semana comprendí que aquello era un aviso, una premonición, un mensaje de los dioses infernales, una nueva noticia terrible que me anunciaba que algo realmente novedoso estaba por ocurrirme; que ya en ese momento me estaba ocurriendo. El vaso lleno de agua era quizás una especie de ángel guardián, de talismán, algo había encamado en aquel vaso que durante años me había protegido y me había librado de todos los peligros: enfermedades terribles, caídas de árboles, persecuciones, prisiones, disparos en medio de la noche, pérdida en medio del mar, ataques por pandillas de delincuentes armados en Nueva York en varias ocasiones. Una vez fui asaltado en medio del Central Park; unos jóvenes me registraron, con una pistola apuntándome la cabeza, para sólo encontrar cinco dólares; me manosearon tanto mientras me registraban, que terminamos haciendo el amor y, al final, yo les pedí por favor que me dieran un dólar para regresar a mi casa y me lo dieron. Ahora, toda aquella gracia que me había salvado de tantas calamidades parecía terminar.
Otra vez, había llegado a mi apartamento en Nueva York y allí había un negro enorme que, después de romper la ventana, se había llevado toda mi ropa y, armado, avanzaba amenazante. Yo había podido correr y gritar que había un ladrón en el edificio; varias personas habían aparecido en el pasillo, entre ellos un puertorriqueño con una escopeta de dos cañones, ante lo cual el negro se había tenido que dar a la fuga, dejando todas mis pertenencias, mientras yo salía ileso.

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