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Authors: Reinaldo Arenas

Tags: #prose_contemporary

Antes que anochezca (38 page)

BOOK: Antes que anochezca
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Cuando llegué a La Habana me fue a visitar Víctor y me dijo: «Bueno, ¿y qué pasó con el barco en el que te pensabas ir clandestinamente?». Yo no sabía qué decide; estaba informado de todo. Comencé a partir de entonces a sentir temor de todo el mundo, sobre todo de Samuel Echerre.
Víctor me dijo que yo era un contrarrevolucionario que no merecía la forma en que la Revolución se había portado conmigo, que en cualquier momento iría a parar nuevamente a la cárcel.
Por aquella época comenzó lo que podría llamarse la Guerra de los Anónimos; todo el mundo recibía anónimos insultantes. Hubo varios anónimos que me enviaron o que se enviaban a otras personas hablando de mí, donde yo aparecía como un personaje terrible, que incluso había asesinado a un adolescente; estoy seguro de que ese anónimo lo lanzó Coco. Pero yo no me quedaba atrás; todos los baños de La Habana fueron ilustrados por mí con enormes consignas contra Coco Salá, que decían que era la loca más fuerte del globo, que era chivato de la Seguridad del Estado; el propio Coco estaba horrorizado, pues cuando iba a fletear a los baños se encontraba con aquellos carteles y salía huyendo.
Uno de los anónimos que más estremeció a Coco fue el que se preparó sobre Samuel Echerre. Coco Salá le había dicho a Samuel Echerre que sus poemas eran verdaderamente espantosos y Echerre le retiró la palabra. Hiram y yo redactamos un comunicado y se lo enviamos a toda La Habana; era un llamamiento moral y patriótico a las almas respetables y morales de la ciudad, acerca de las orgías que desarrollaban en la iglesia episcopal. En realidad, el comunicado no estaba muy lejos de la realidad, pues Samuel metía en la iglesia a todo el que encontraba, incluso a un policía que resultó ser una loca tapada.
Había conocido antes que a Samuel a aquel policía. Recuerdo que me contaba que él y su otro compañero, cuando andaban en la perseguidora y veían a algún muchacho apuesto, le pedían identificación y después le decían que los tenía que acompañar a la unidad de la policía. Luego, en lugar de llevarlo para la unidad, lo llevaban para unos matorrales, le bajaban los pantalones y le mamaban el miembro.
Las tertulias de Samuel no eran tan sólo literarias, sino también eróticas; el mismo obispo a veces salía de su residencia en los jardines de la iglesia y se encontraba con diez o doce jóvenes en la celda de Samuel. Echerre les decía que estaban estudiando el libro
La oración común
, que era un libro que servía como de catecismo en aquella iglesia. El comunicado elaborado por nosotros hablaba de todas aquellas orgías y las describía con tintes aún más sombríos. Decía textualmente: «A medianoche se escuchan en la nave religiosa los alaridos más descomunales, producto de los más insólitos entollamientos». Después venía una lista de todas las personas que participaban en aquellas orgías, después de las doce de la noche, como una especie de misa negra en la iglesia episcopal. En la lista aparecían las personas con un epíteto que las caracterizaba; por ejemplo, Miguel Barniz, matrona lujuriosa, huraña bicha, matrona licenciosa; Aristóteles Pumariega, empedernido sátiro; Manuel Baldín, loca babosa; Cristina Fernández, más conocida como «El Hércules de Trinidad»; Nancy Padregón, quien, vestida de hombre, irrumpe en la catedral entre palabras obscenas, mientras parodia el Sóngoro Cosongo; Reinaldo Arenas, ex prófuga y bandolera; Hiram Pratt, travestí. Nosotros nos incluimos también en aquella lista para despistar e Hiram, que en aquel momento se hacía pasar por amigo íntimo de Samuel, le dijo que Coco estaba preparando un anónimo contra él que lanzaría por toda la ciudad. Al final del anónimo se decía que Samuel Echerre, completamente ataviado con los trajes religiosos, le entregaba en la puerta a cada participante el libro
La oración común.
La carta circuló por toda La Habana y una de las primeras personas en recibirla fue el señor obispo de la iglesia episcopal. Como si aquello fuera poco, un día de misa, la carta apareció estampada en la puerta de la iglesia para que todos la leyeran. Casi todos los que leían la carta le agregaban algo. Se convirtió en algo así como una novela. Samuel estaba enfurecido y el obispo lo llamó para aclarar el asunto.
En la carta aparecía otro personaje dantesco llamado Marisol Lagunos, que era también ayudante o monaguillo de la iglesia y que aparecía con el epíteto de «pitonisa clandestina». Una noche, el obispo se levantó de madrugada y encontró a Marisol completamente desnudo, mientras era poseído por un negro enorme detrás del altar mayor; el obispo lo expulsó de la iglesia y le dijo además a Samuel Echerre que tenía sólo treinta días para abandonar el local. Samuel se presentó en la casa de Coco Salá con su paraguas negro y con Cristina, quien le cayó a piñazos a Coco, mientras éste amenazaba con llamar a la policía y juraba no haber escrito la carta. Marta Carriles salió en defensa de Coco y se entró a piñazos con Cristina.
A Coco le partieron varios dientes a golpes, aunque Samuel también recibió algunas bofetadas de Marta Carriles. De todos modos, nadie tomó aquella carta en serio y Samuel siguió viviendo en la iglesia.
Amando López se había mudado para un cuarto de la casa del pintor Eduardo Michelson; aquella casa era como una gran pajarera y cuando Amando se mudó para allí, me pidió que me fuera unos días a vivir con él para que lo ayudara a hacer toda una serie de arreglos.
Una noche, Michelson repartió a cada uno de sus inquilinos toda clase de armas: martillos, machetes, cuchillos. El asunto era que esa noche esperaba a un amante que era un absoluto delincuente; si él daba un grito, todos teníamos que correr armados en su ayuda. Afortunadamente, el grito no se produjo.
Durante el Festival Mundial de la Juventud y los Estudiantes, Michelson decidió hacer un minifestival en su casa; desde luego, era un evento clandestino, al que sólo se invitarían a las personas de confianza; yo llevé como invitados especiales a Mahoma y a Hiram Pratt. Todos teníamos que hacer alguna representación, y yo, ayudado por Mahoma y Hiram Pratt, que actuaban como coro, representé las cuatro grandes categorías en que se dividen las locas cubanas.
Aquella fiesta se prolongó hasta el otro día; nos moríamos de hambre pero nadie se atrevió a salir a la calle; los Comités de Defensa vigilaban todas las cuadras para que ningún antisocial pudiera ser visto por los extranjeros que habían venido al Festival. Por fin, Pedro Juan, otro de los inquilinos de Michelson, decidió disfrazarse de hombre y salió vestido de miliciano; hizo una larga cola y compró unos paquetes de espaguetis. Se hicieron en una batea. Michelson tenía guardado un galón de alcohol, y cuando fue a buscarlo lo que encontró en su lugar fue un galón de agua; armó tal escándalo que echó de su casa a todo el mundo, incluso a los que vivían allí pagándole una renta.
En aquel momento, una lluvia de piedras se precipitó sobre la casa rompiendo los pocos cristales que quedaban sanos en ella.
Michelson dijo que no había por qué preocuparse porque esa lluvia de piedras tenía lugar a diario y era el modo de agresión de unos vecinos suyos.
Yo, temiendo que en cualquier momento la policía irrumpiese en aquella casa, decidí irme para Matanzas hasta que terminara el Festival y me fui para la casa de Roberto Valero. Desde que Clara tuvo que cerrar su hueco, yo mantenía con Valero relaciones no sólo amistosas, sino mercantiles; llevaba ropa comprada en bolsa negra, o enviada por Margarita y Jorge, y la vendía en Matanzas con la ayuda de Roberto, que actuaba como un intermediario. También recogíamos limones y todo tipo de frutas en Matanzas y yo luego los vendía en La Habana.
Cuando llegué a Matanzas, Valero se encontraba en la Seguridad del Estado y su mujer estaba aterrada. Durante dos días no supimos nada de él; le habían hecho un registro en su casa y, por suerte, no habían encontrado nada realmente comprometedor. La misma noche en que lo soltaron fuimos a la casa de Carilda, que ofrecía una de sus tertulias clandestinas en su casa de Matanzas; Carilda, como Elia del Calvo, tenía también la casa llena de gatas. Ella leía durante aquellas tertulias enormes poemas, algunos cargados de una cursilería maravillosa y a la vez bellos; no tenía sentido del límite y por ese motivo, muchas veces, hacía el ridículo. Mientras leía, las gatas, más que saltar, volaban a su alrededor.
El amante de Carilda, un hombre mucho más joven que ella y completamente enloquecido, parodiaba los versos de aquella muer con una gruesa voz de barítono. Había sido cantante del teatro lírico y después, por haberse enfermado de los nervios, tuvo que abandonar esa profesión.
Carilda nos comentó al oído que estaba muy nerviosa porque su marido se había tomado esa noche treinta y cinco vasos de agua; tenía no sé qué desequilibrio en la próstata y tomaba agua constantemente. Además de su pasión por el agua, tenía otra debilidad: la de coleccionar sables; tenía un cuarto lleno y aseguraba que uno de ellos había pertenecido al general Martínez Campos.
Llegaba la mañana y todavía Carilda seguía leyendo sus infinitos poemas. Para el final dejó los poemas más eróticos, como aquél que decía: «Cuando te toco con la punta de mi seno, me desordeno, amor, me desordeno». Después de leer todo lo que había escrito recientemente, dijo que todos aquellos poemas eran estreno mundial aquella mañana en Matanzas.
Uno de aquellos poemas tenía un acento marcadamente pornográfico, y el marido de Carilda irrumpió de pronto con el sable de Martínez Campos en la mano y gritó: «Te dije, puta, que no leyeras ese poema». Carilda no perdió su ecuanimidad y siguió leyendo; él tiró varios sablazos al aire y después golpeó a una de las gatas; fue en ese momento cuando Carilda perdió la paciencia y le dijo: «Todo te lo permito, menos que atropelles a mis gatas; ésta es mi casa y yo hago lo que me dé la gana». Y, para demostrarlo, se quitó la bata y se quedó en blúmers. El marido tiraba los sablazos cada vez más cerca de Carilda, hasta que le dio en la espalda; ella dio un grito y salió corriendo en blúmers por las calles de Matanzas, mientras su marido detrás de ella le gritaba: «Párate, puta». Carilda le suplicaba: «Por favor, mátame; pero no des este escándalo en mi ciudad». Pero marido y mujer se perdieron por las calles de Matanzas en medio de aquel espectáculo.
Al día siguiente, recaudé todo lo que pude con la venta de la ropa que Valero había hecho entre sus amistades; él mismo se había comprado una camisa hindú que le quedaba por la rodilla y después me confesó que estaba podrida. Regresé a La Habana, y cuando llegué a mi cuarto me encerré en él con candado; ésa era una técnica que yo practicaba ya desde hacía tiempo para despistar a la policía y a los visitantes inoportunos. Como la puerta tenía una especie de escotilla que daba a la barbacoa, yo podía cerrar la puerta con tres o cuatro candados a la vez y ponía un papel que decía que no me encontraba allí; después subía por la escotilla y caía dentro de la barbacoa. Nadie podía pensar que yo pudiese estar dentro del cuarto.
Por la madrugada sentí que alguien estaba forzando la puerta; me asomé cuidadosamente por la escotilla y vi a un negro gigantesco que había sido uno de mis amantes en los últimos meses quien, seguro de que no había nadie allí, forzaba la puerta. Cogí sigilosamente una tranca que tenía debajo de la cama para defenderme en caso de agresión; descorrí la escotilla y le di un golpe tan violento con el palo que lo dejé aturdido. El golpe lo había cogido desprevenido y, sobre todo, no podía explicarse de dónde había venido porque yo, inmediatamente después de darle aquel trancazo, cerré la escotilla. El negro se incorporó y yo volví a abrir la escotilla y le di otro trancazo; esta vez, no quiso ni averiguar de dónde venían aquellos golpes misteriosos y se echó a correr. Nunca más volvió por allí; quién Sabe si no pensó que aquellos golpes venían de alguna fuerza diabólica e invisible que yo poseía.
Sólo Lázaro sabía que yo estaba en mi cuarto y a veces me traía comida que le robaba a Marta. Cuando terminó el Festival quité los candados; ahora la situación era aún más difícil, porque el Festival había arruinado totalmente al país y no había nada que comer. Para mí, todo se hacía más difícil por no poder tener trabajo.
La única compañía en medio de aquella crisis me la proporcionaron las dos jicoteas de Marta Carriles. Hacía tiempo que yo miraba con lástima cómo aquellos animales se morían de hambre; simbolizaban un poco mi propia vida. Tomé un saco y las llevé para el Parque Zoológico con la idea de echarlas en el lago donde vivían las jicoteas, pero, una vez allí, comprendí que, si era sorprendido por los guardias del parque con las jicoteas, pensarían que yo me las estaba robando y me mandarían a la cárcel, pues era tanta el hambre que, con frecuencia, se robaban animales del Zoológico para comérselos. Famoso fue el caso de la gente que mató al león del Zoológico de La Habana y se lo comió. Finalmente, pude depositar las jicoteas en el suelo; no corrían por la arena, volaban más bien; nunca vi dos animales más felices y con más energía. Corrieron hasta entrar en el agua y desaparecer en el lago, junto a las demás jicoteas. Sentí una tremenda sensación de alivio. A los pocos instantes, cayó un aguacero y todas las calles de La Habana se inundaron con aquella agua, mientras yo corría feliz bajo la lluvia.
En la iglesia episcopal se dio otro escándalo parecido al de Marisol. Había una ceremonia en la iglesia donde todos los novicios y aspirantes a sacerdotes podían vestir sus ropas más lujosas. En aquella ocasión, Echerre se vistió de blanco y se puso una especie de gorra verde, que era evidente que no le pertenecía, y era lo más cercano a una aparición sacada de una pesadilla escandinava. Samuel le había rogado a todos sus amigos que asistieran para que lo vieran en todo su esplendor; siempre fue muy exhibicionista.
Comenzó la ceremonia y Samuel hizo gala de todos sus atuendos; el obispo comenzó su sermón y, luego, la música del órgano empezó a fluir por todo el templo. Súbitamente, aunque la monja siguió tocando profesionalmente el instrumento, de aquel órgano no salían los sonidos acostumbrados, sino unos ruidos extraños; el coro se detuvo y, aunque la monjita seguía insistiendo en tocar su melodía, de aquel aparato lo que salía era un sonido infernal.
Casi todos los presentes, incluyendo al obispo, subimos al recinto en que estaban los tubos del órgano y allí pudimos saber de qué se trataba: Hiram Pratt, completamente desnudo, era poseído por el jardinero negro y, mientras se realizaba el acoplamiento, Hiram golpeaba los tubos del órgano y los pateaba. No sé si Hiram hacía aquello porque estaba en pleno delirio o porque el miembro del negro era tan descomunal que le obligaba a producir aquellos golpes en los tubos del órgano. Lo cierto es que en toda la historia de la iglesia episcopal nunca había ocurrido nada semejante. Hiram y el negro huyeron desnudos por los jardines. Pero el obispo, que sabía que Samuel había invitado a Hiram, le dijo esa misma tarde que tenía que abandonar su celda. Samuel le pidió un mes para hacerlo y lo amenazó con acudir a la Reforma Urbana. No sé cómo lo logró, pero prolongó su estancia en la iglesia por tres meses más.
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