Antes que anochezca (34 page)

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Authors: Reinaldo Arenas

Tags: #prose_contemporary

BOOK: Antes que anochezca
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Hiram decidió que Elia tenía que conocer pronto a Rubén. Me dijo: «Esa vieja tiene dinero; puede vender cualquier tareco de su casa y conseguirte los mil pesos que Rubén quiere por el cuarto». Así, se lo presentamos como un muchacho serio que quería ayudarme, pero que necesitaba los mil pesos para poder salir de sus apuros económicos. En realidad, aquel hombre era un delincuente redomado que ya en varias ocasiones había vendido el cuarto; cobraba y después expulsaba a la persona del cuarto y se lo vendía a otra. Esto era muy fácil porque como en Cuba la venta de casas no está permitida legalmente, hay que confiar en la buena fe de la persona que vende, pues la persona que compra jamás aparece en la propiedad del apartamento. Ramón había hecho eso varias veces; la última vez que lo hizo fue a otro delincuente, al cual echó con la policía después de cobrarle los mil pesos; pero ahora el delincuente rondaba la casa y le pedía su dinero, amenazándolo con darle un tiro en cualquier momento.
Rubén estaba muy asustado y quería conseguir aquel dinero. Con la mejor ropa que tenía se presentó ante Elia del Calvo; la entrevista no duró mucho. Elia estaba tomándose un trago de ron y Rubén le dijo: «Señora, me podría usted vender una línea de ron». Y Elia le respondió: «Yo no soy ninguna bodeguera para estar vendiendo bebida». Rubén le pidió entonces por favor que le diera un trago y Elia se paró para ir a la cocina a buscar un vaso; Rubén aprovechó ese momento para empinarse la botella y, cuando Elia regresó, ya estaba completamente borracho. Hiram también se había empinado la botella. Elia se puso roja de furia, nos llamó ladrones y nos dijo que nos retiráramos de su casa inmediatamente.
Cuando yo llevaba ya tres días en el cuarto, alguien tocó a la puerta y era Elia del Calvo con dos bastones; me saludó como si nada hubiera pasado y me dijo: «Tengo un plan para que consigas este cuarto. Vé a la casa de tu tía y dile que renuncias al cuarto, que ya tienes ganado, si te da mil pesos; pero eso sí, me terminas mis memorias». Creo que ella misma mandó algunos emisarios a ver a mi tía; ella tenía también muchas relaciones con gente del Partido Comunista y enviaba a viejas vestidas de negro y con bastón, que inspiraban un gran respeto; mandaba a otros a hacer llamadas con voz engolada como si fuera mi abogado el que estuviera al teléfono, y muchas otras cosas por el estilo. Por otra parte, mi tío tenía en aquel momento otro juicio y mi tía tenía problemas con la presidenta del CDR; es decir, que ellos en aquel momento estaban en desgracia. Por todo esto, cuando yo me presenté en la casa de mi tía y le hice mi proposición, mi tía me abrazó llorando y me dijo que ella siempre me había querido mucho y quería lo mejor para mí, y que como yo había tenido tantos problemas en aquel cuarto era mejor que no volviera a él. En realidad, todos los problemas que había tenido en ese cuarto los había tenido por culpa suya, aunque no se lo dije en aquel momento. Mi tía me dijo que iba a hacer todo lo posible por conseguir el dinero en un plazo de quince días.
Mientras tanto, yo seguía en la casa de Elia del Calvo; mi situación era difícil pues no obtenía trabajo. El siniestro Víctor había conseguido el teléfono de Elia del Calvo y a cada rato me llamaba y me prometía un trabajo a cambio de que yo comenzara a hacer una literatura revolucionaria y socialista; una vez me llevaron a una casa en el Vedado donde se reunían muchos agentes de la Seguridad del Estado con el plan de que yo empezara a escribir novelas, cuentos y artículos elogiando a la Revolución y a Fidel Castro; y no sólo eso, sino que renunciara también a mi vida homosexual. La mujer que había allí, que era una de las jefas de la Seguridad, me dijo: «Chico, las mujeres son mucho más atractivas que los hombres». Sentí que ése era el parecer personal de ella.
Yo prometí regenerarme completamente y escribir la gran novela épica de la revolución castrista. Mientras tanto, seguía en la casa de Elia reescribiendo
Otra vez el mar
. Amando López me dijo que yo tenía derecho a reclamar mi trabajo en la UNEAC y escribió una carta diciendo que en un día y hora determinados yo me aparecería allí a firmar el libro de entradas. Mandé la carta y ese día me presenté en la UNEAC; para entrar me fue difícil, pero al fin logré hablar con Bienvenido Suárez. Todos me miraban como se mira a un personaje de otro planeta, como a un apestado. Miguel Barniz me vio y me dio la espalda aterrorizado, Nicolás Guillén cerró sus puertas. Bienvenido Suárez me recibió con su sonrisa hipócrita y me dijo que él sentía mucho no poder devolverme mi trabajo allí, pues el que había estado preso más de un año no podía regresar a su trabajo; que incluso, de acuerdo con la nueva legislación socialista, el que estuviera fuera de su trabajo por un período mayor de seis meses y un día no podía regresar a él.
Debía seguir buscándole pescado a los gatos; ese mismo pescado era lo que muchas veces comía yo.
Como era tan difícil dormir en la casa de Elia, yo me quedaba a dormir a veces en la casa de Ismael Lorenzo, que era un cubano que nunca había publicado nada en Cuba, pero que en cambio se dedicaba a escribir novelas con una disciplina minuciosa. Era una enorme casa en La Habana Vieja; en el último cuarto yo podía dormir a veces y encontrar un poco de tranquilidad. Era un amigo con el que podía hablar abiertamente acerca de nuestro terror y planificar una vez más la forma de abandonar el país. Ya su mujer se había ido del país, pero él no había podido aún salir de Cuba. Quería irse clandestinamente; había una familia de apellido Hidalgo que pensaba conseguir un bote y yo, desde luego, podía darme por incluido en esa fuga. Durante años Ismael soñó con aquel bote imaginario que nunca llegó.
La actitud de Ismael fue completamente contraria a la de casi todos los escritores de la UNEAC y la de mis amigos anteriores. La gente de la UNEAC fue especialmente miserable; todos me negaron el saludo. De pronto, yo me convertí en una persona invisible. Antonio Benítez Rojo, que era oficial de la Casa de las Américas, dejó de saludarme; no me veía cuando yo pasaba; así sucedió con casi todos. Y otros, tal vez por simple cobardía, se olvidaron de mi presencia, aunque habíamos compartido una larga amistad, como fue el caso de Reinaldo Gómez Ramos. Reinaldo se acercó a mí para decirme que había unos manuscritos míos que estaban en su casa y que él no los podía guardar más; que tenía que destruirlos o entregármelos. Yo le di cita en la esquina de su casa para recoger los manuscritos, aunque ya no confiaba en nadie y pensaba que podía ser un informante de la Seguridad del Estado. Reinaldo se me acercó absolutamente aterrorizado y me los entregó; yo los tomé y los tiré por el tragante del desagüe del alcantarillado. Era lo mejor que podía hacer en un caso como aquél, porque en caso de que fuera un informante, ya no podía delatarme pues no existía ninguna prueba. Pero aun cuando no hubiese sido informante, como persona dada al chisme, le hubiese podido comunicar a sus amigos, al mismo Coco Salá, que me había devuelto aquellos manuscritos; esto hubiera sido terrible para mí. Era lamentable la actitud de muchos de aquellos amigos en los que yo había depositado mi confianza y ahora, en un momento en el que no tenía ni donde vivir, no podían siquiera guardarme aquellos manuscritos.
Hastiado de toda aquella gente que no sabían ser amigos, en los momentos en que había que serlo realmente, redacté un modelo de carta un poco irónico que se llamaba Orden de Rompimiento de Amistad. El modelo decía así:

 

Señor:
De acuerdo con el balance de liquidación de amistades que cada fin de año realizo, basado en rigurosas constataciones, paso a comunicarle que usted ha pasado a engrosar la lista del mismo.
Atentamente,
Reinaldo Arenas

 

Hice innumerables copias mecanografiadas de esta especie de modelo y se las mandé a toda la gente que pensé habían tenido conmigo una actitud deshonesta. A la primera persona que se lo mandé fue a Nicolás Guillén; luego, lógicamente, a Reinaldo Gómez, a Miguel Barniz, a Otto Fernández, a Roberto Fernández Retamar.
Hiram Pratt, siempre con su típico diabolismo, hizo más de cien copias y se las envió, imitando mi firma, a casi todos mis amigos verdaderos. Esto creó una enorme confusión, por cuanto gente como Ismael Lorenzo, Amando López y la propia Elia del Calvo recibieron esa comunicación. No tardé en enterarme de que había sido Hiram Pratt y entonces le redacté a él una orden de rompimiento de amistad; por mucho tiempo dejamos de hablamos y él aprovechó para seguir enviando estas órdenes a todas aquellas personas que me habían hecho algún favor. Yo, en venganza, le hice unos trabalenguas burlescos; ésa era otra de mis armas contra aquellos que me hacían mal.
Todos estos trabalenguas, durante el año 1977, se hicieron famosos en toda La Habana; incluían a más de treinta personas conocidas en el mundo de la farándula habanera y en el mundo literario.
Una de las cosas más lamentables de las tiranías es que todo lo toman en serio y hacen desaparecer el sentido del humor. Históricamente Cuba había escapado siempre de la realidad gracias a la sátira y la burla. Sin embargo, con Fidel Castro, el sentido del humor fue desapareciendo hasta quedar prohibido; con eso el pueblo cubano perdió una de sus pocas posibilidades de supervivencia; al quitarle la risa le quitaron al pueblo el más profundo sentido de las cosas. Sí, las dictaduras son púdicas, engoladas y, absolutamente, aburridas.
Hotel Monserrate

 

Mi tía, por fin, consiguió los mil pesos y pude mudarme para el cuarto de Rubén. Hicimos una especie de contrato clandestino en el cual se estipulaba ante mi tía y sus dos hijos delincuentes como testigos, que él, Rubén, me vendía aquel cuarto en forma definitiva y, por el mismo, aceptaba la suma de mil pesos. Aquel documento, sin embargo, no se podía mostrar a las autoridades cubanas, a no ser en un caso muy extremo, puesto que la venta de una casa en Cuba es un acto ilegal. Pero era una forma de tener a Rubén comprometido, pues si intentaba quitarme el cuarto, yo podía mostrar aquel documento, aunque ambos fuéramos a la cárcel.
Aquel lugar, el hotel Monserrate, antes había sido bastante bueno, pero ahora no era otra cosa que un edificio de quinta categoría y completamente habitado por prostitutas. Las prostitutas utilizaban el hotel para realizar sus negocios, pero cuando llegó la Revolución de Castro adquirieron la propiedad del cuarto donde vivían, me imagino que lo harían a través de sus relaciones con los nuevos oficiales del Ejército Rebelde. Desde luego, eso fue a principios de la Revolución; cuando yo me mudé para aquel sitio, sólo quedaban algunas de aquellas mujeres retiradas o semirretiradas; a otras, la vejez las había rehabilitado y ahora ocupaban algunas de aquellas habitaciones con dos o tres hijos.
Aquello era una verdadera fauna que vivía allí al margen de la ley; si la policía venía, lo único que tenía que hacer era poner una reja en la puerta de entrada del edificio, que era la única que había, y todo el mundo quedaría preso.
En el primer piso vivía Bebita con su amiga; eran dos mujeres que tocaban el tambor y que diariamente se enredaban a golpes por problemas de celos. Bebita tenía otras amigas y solía llevarlas al cuarto mientras la amiga dormía, y cuando ésta se despertaba se armaba un estruendo que estremecía a todo el edificio; rodaban los platos y los vasos en medio de aquellos escándalos.
Al lado de Bebita vivían Blanca Nieves y los siete enanitos; era una familia de hermanos donde, ella y siete enanos, vivían de la bolsa negra y del juego.
Frente a Blanca Nieves y los siete enanitos vivía Mahoma, que era una loca de unos sesenta años que pesaba unas trescientas libras; adornaba su cuarto con flores de papel llenas de esperma, con papel brillante y portadas de revistas extranjeras; su cuarto era una extraña combinación de puertas falsas y simuladas tras papeles que cubrían las paredes, en las que guardaba el dinero y las botellas de bebidas alcohólicas. Mahoma se pasaba la vida haciendo enormes ramos de flores de una terrible cursilería que vendía en el edificio y por toda La Habana; hacía dinero vendiendo aquellas flores horrorosas pero con cierto encanto versallesco. Aquellos descomunales ramos de flores tenían un brillo y un resplandor imposibles en Cuba, donde no existían ni los más elementales materiales para hacer flores artificiales. Aquel hombre tenía siempre la casa llena de bugarrones delincuentes que acababan golpeándolo y robándole el dinero para luego escapar por el balcón mientras Mahoma gritaba. Vivía con su madre; una anciana de unos noventa años, que se desahogaba conmigo y con Bebita y su amiga, diciéndonos que ninguno de los hombres que su hijo traía a la casa servía para nada y no eran gente seria.
Un día, uno de aquellos hombres, que era amante de Mahoma y que además vivía en aquel mismo edificio con su mujer y su hijo, irrumpió en el cuarto de la loca con un palo y empezó a golpearlo por la cabeza; el cuarto se llenó de sangre y todos acudieron allí para tratar de salvarlo. Aquel hombre se dio a la fuga y Mahoma tuvo que ingresar en un hospital, pero a la semana ya estaba recuperado. Su madre, que había recibido un golpe en aquella batalla, murió unas semanas después.
Otras guerras que se sucedían, constantemente, eran las que tenían lugar en el segundo piso, que era donde yo vivía; por ejemplo, en la casa de Teresa. Teresa tenía un marido que, al parecer, compartía con su hermana; aquellas dos hermanas se entraban a golpes por todo el edificio de una manera asombrosa.
El agua se recogía en unos tanques viejos, que yo limpié; había que estar al tanto para llenarlos porque el agua venía cada dos días. Rubén se moría, literalmente, de hambre; desde luego, tampoco tenía energías para trabajar ni quería hacerlo. Era bisexual y cuando me mudé para aquel sitio tuve que hacer grandes esfuerzos por quitármelo de encima, porque de vez en cuando se me metía en la cama. Finalmente, tuve que clausurar con ladrillos la puerta que comunicaba mi cuarto con el de Rubén. Aquel trabajo me lo hizo un albañil llamado Ludgardo que, por cierto, tenía una imaginación insólita; en su casa en Guanabacoa había creado algo así como unos canales aéreos por encima de los tejados de las casas, hechos de zinc, que permitían que cuando lloviese, el agua se acumulara en unos tanques que él tenía en su casa y, de ese modo, no le faltaba nunca el agua. Con latones a los que le abría huecos, había fabricado estrellas giratorias, aviones y otros aparatos, con los cuales completó un parque de diversiones para sus hijos. De cualquier pedazo de madera hacía un par de zapatos zuecos; toda su familia se pasaba el día chancleteando con aquellos enormes artefactos.

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