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Authors: Reinaldo Arenas

Tags: #prose_contemporary

Antes que anochezca (32 page)

BOOK: Antes que anochezca
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Mi mejor amigo durante este tiempo fue también un cocinero al que le llamaban Sancocho, porque según los presos, lo que preparaba de comida era un verdadero sancocho para cerdos. Era un hombre de unas trescientas libras, una especie de bola humana; su mayor inquietud era preparar aquella comida, por lo que lo hacía con tal pasión que era el alma de aquel comedor. Su verdadera pasión no era la gula, sino poder participar en los preparativos de aquella comida.
A mí me tomó afecto desde que llegué y siempre se las arreglaba para traerme algo de la comida que había sobrado. El estaba condenado a quince años de cárcel, también por problemas políticos, y conocía la historia de casi todos los presidiarios; me decía de quién debía cuidarme, con quién no debía hablar ni una sola palabra. Era indiscutiblemente homosexual, pero nunca me dijo nada acerca de ello. Nuestra amistad fue platónica, fue una hermandad tácita; todos los presos le decían despectivamente Sancocho, pero yo le llamaba Gustavo, que era su nombre. Fue tal vez la persona más noble que llegué a conocer en aquella prisión; tenía esa extraña inteligencia para poder sobrevivir en cualquier circunstancia y esa sabiduría propia del preso, que es capaz de olvidar que existe algo que esté más allá de los muros de su prisión y que puede sobrevivir con las pequeñas tareas diarias, con las pequeñas rencillas, con los pequeños chismes de nuestro alrededor. Con la ayuda de Sancocho, provisto de una espumadera, encontré en la costa cerca de las duchas, mis dientes postizos.
A mediodía Sancocho nos llevaba, con los otros cocineros, el almuerzo al lugar donde estábamos trabajando; era imparcial en el reparto de la comida; cuando me daba más a mí era porque sobraba. Un día Sancocho estaba de pie mirando una rastra enorme llena de cabillas que iba a ser descargada junto al edificio donde nosotros estábamos trabajando; en un momento en que el chofer retrocedió violentamente, una de las cabillas atravesó el enorme cuerpo de Sancocho matándolo al instante. No sé si fue un simple accidente o no; quizás el chofer no lo hizo siquiera por inquina personal contra él, sino sólo por divertirse; para muchos allí era gracioso ver cómo una cabilla reventaba aquel cuerpo tan voluminoso. Nadie nunca volvió a mencionar a Sancocho.
Por suerte para mí, por aquellos días hubo una movilización general y todos los que trabajábamos allí fuimos trasladados al campo para construir una escuela; una de las tantas Escuelas Secundarias Básicas que se construyen en Cuba con mano de obra esclava; es decir, con los presidiarios.
Llegamos a una enorme plantación donde en quince días teníamos que construir una escuela en el campo, para que luego vinieran los estudiantes y limpiaran aquellos platanales trabajando gratis para el Gobierno. Era casi agradable cambiar de lugar y poder estar en el campo y oler las plantas; había un arroyo y uno podía bañarse en él en los escasos momentos libres. Se trabajaba día y noche; muchas de aquellas escuelas se construían a tal velocidad y con tan pocos recursos que al cabo de uno o dos meses se derrumbaban, pero ya eso no era un problema nuestro; el problema era terminar aquella escuela cuanto antes.
A pesar del incesante trabajo, los presos estábamos más contentos allí; podíamos hacer nuestras comidas al aire libre y por las noches algunos hasta tocaban tambores con un taburete y bailaban. Era fácil distinguir los cuerpos que se internaban en los platanales para tener sus aventuras eróticas.
Una noche alguien se sentó en mi litera; pensé que estaba allí por equivocación. En medio de aquella oscuridad sentí que unas manos me tocaban el pecho y oí cómo aquella persona me decía: «Soy Rodolfo». Después se acostó en mi litera donde apenas cabía yo solo, y procurando hacer el menor ruido posible, se bajó los pantalones. Allí en pleno barracón, rodeado de más de quinientos presos masturbé a Rodolfo, quien, a última hora, no pudo dejar de escapar un alarido de placer.
Al otro día continuamos nuestro trabajo sin mencionar para nada lo ocurrido; además, nunca lo volvimos a repetir. El me seguía hablando de su novia hipotética y de lo mucho que la iba a gozar cuando saliera de pase.
Yo tenía una gran preocupación: no sabía si aún estaba sifilítico. Lo primero que le dije al médico en el Morro, después de haber recuperado el conocimiento, era que había tenido sífilis hacia el año 1973. Había sido una gran tragedia curármela porque todo estaba controlado por el Gobierno y los medicamentos necesarios estaban en manos del Estado. Otro terror era que en mi infancia había tenido meningitis y un médico me había dicho que la sífilis podía desarrollarme nuevamente la meningitis.
A través de amigos en el exterior, pude conseguir la penicilina y, en los chequeos que me hice, la sífilis había prácticamente desaparecido. De todos modos, una vez que salí de la Seguridad del Estado, el médico, clandestinamente, me volvió a poner la dosis de penicilina requerida para la enfermedad, aunque me dijo que ya estaba curado.
Cuando regresamos al Reparto Flores, mientras me estaba bañando, llegó al baño un mulato imponente que, no bien entró a la ducha, su sexo se irguió de una manera impresionante. Yo siempre he sido sensible a este tipo de hombres; él se me acercó con el sexo erguido y, por suerte, logré que mi mano enjabonada lo frotase varias veces para que eyaculase. Nunca vi a una persona más feliz después de eyacular; daba saltos sobre el tablado y decía estar muy contento de haberme conocido. Me dijo que teníamos que vernos al día siguiente después de las doce y yo le dije que sí, aunque no pensaba hacerlo. De todos modos, misteriosamente, al otro día aquel mulato fue trasladado. En mi paranoia, pensaba que me lo habían enviado para saber si continuaba en mis prácticas sexuales, porque en mi retractación yo había prometido no volver a tener contactos homosexuales.
Algunos domingos podíamos bañarnos en el mar; era una gran alegría poder meterme en aquellas aguas y alejarme al menos cinco o seis metros de la costa; esto, claro, se hacía sin permiso de los guardias y había que poner a vigilar a uno de los presos para que nos avisara en el caso de que viniese algún guardia. Naturalmente, cuando un preso ha llegado a la granja abierta no intenta escaparse porque sabe que si lo hace será devuelto a la prisión cerrada y está convencido de que no hay escapatoria; es un privilegio para él estar allí; algunos hasta tienen en ocasiones permiso para ver a sus familiares. A mí me iban a dar un pase y yo no lo acepté, pues no tenía ningún lugar donde pudiera quedarme; Norberto Fuentes me dijo que podía quedarme en su casa, pero yo preferí permanecer en aquel sitio hasta que me llegara la libertad.
Teóricamente, donde yo estaba no se permitían homosexuales; éstos se tenían que quedar en el Morro o eran llevados a una especie de campos de concentración, pero siempre algún homosexual se infiltraba en aquellas granjas para hombres; además de mi caso, había una loca muy evidente a la cual llamaban La Condesa (pero su nombre era Héctor), que recibía todas las noches en el patio de la granja. No sé cómo se las arreglaba para hacer té y hablaba de ballet, poesía y otros temas de carácter artístico. Allí podíamos leer libros, de modo que siempre había algo que comentar. El caso es que, como Héctor era muy notorio por su vida homosexual, se encontró con la situación de que un día los hombres le dijeron que no podía seguir allí por maricón; eso implicaba volver al Morro. Me pidió consejo y yo le dije que hiciera una lista de todas las personas con las que se había acostado allí y los amenazara con denunciarlos por ello; así lo hizo y la lista era enorme. Cuando los hombres se enteraron de aquello, dieron marcha atrás al asunto de la expulsión: «Caballeros, dejen eso; aquí hay hombres casados y nos van a comprometer», empezaron a decir. En fin, que la amenaza de que se descubriera que aquello no era más que una cueva de bugarrones impidió que Héctor fuese expulsado por los mismos presos que se lo habían templado, y allí pudo terminar su reeducación, reeducando también a los hombres en los baños cuando los demás dormían.
A finales de 1975 ya se comentaba entre los presos políticos la posibilidad de una conversación entre funcionarios de Fidel Castro y Estados Unidos acerca del indulto de los presos políticos y su salida hacia Estados Unidos. Desde luego, aquello era un dilema enorme. Fueron a Cuba algunos senadores, y la Seguridad del Estado escogió a los presos que se entrevistarían con los senadores norteamericanos; de modo que estos señores no se llevaron una impresión muy mala de las prisiones cubanas.
Por aquellos días, vino Víctor a visitarme y me dijo que yo estaba a punto de salir, y que ellos podían tal vez conseguirme algún trabajo; yo no tenía ni idea de lo que iba a hacer con mi libertad, ni acerca de dónde iba a vivir. Mis verdaderos amigos eran muy pocos; siempre son pocos cuando uno está en desgracia. Los otros, los policías, ofrecían una ayuda dudosa.
En la calle

 

Me llegó la «libertad» a principios de 1976 y me fui a vivir por dos o tres días a la casa de Norberto Fuentes. Este me leyó la obra que estaba escribiendo; un mamotreto horroroso sobre Hemingway, dedicado nada menos que al teniente Luis Pavón; uno de los hombres más siniestros del aparato inquisitorial de Fidel Castro, el cual nos había perseguido a todos los escritores y había destruido el teatro cubano; un verdadero homofóbico.
Desde luego, Norberto me daba albergue por orden de la Seguridad del Estado, mi estancia en su casa era una especie de interrogatorio sutil. Me enseñó un libro de Cabrera Infante que acababa de publicarse en Europa,
Vista del amanecer en el trópico
. Me lo dio a leer para ver lo que yo opinaba. Naturalmente le dije que era un libro «contrarrevolucionario», aunque excelente. Así, me ofreció toda una serie de literatura imposible de adquirir en Cuba, a no ser para un oficial de Fidel Castro.
Tenía que salir del apartamento de Norberto, pero no sabía dónde meterme. Lo primero que quería era rescatar el manuscrito de mi novela
Otra vez el mar
, que debía estar en el techo de la casa donde yo había vivido. Desde luego, cuando llegué a la casa me encontré con que en la puerta había un candado y no podía entrar. La segunda meta era curarme de la sífilis y la tercera era llegar hasta el mar donde había pasado los momentos felices de mi juventud. Después, quería ir a Oriente a ver a mi madre y allí, ver a un dentista y soldarme a la plancha postiza mis dos perdidos dientes.
Una noche me puse de acuerdo con los hermanos Abreu para ver si podíamos rescatar el manuscrito de mi novela que estaba en el techo de la casa de mi tía. Ellos se quedaron en la esquina, y de madrugada yo me subí al techo y levanté las tejas; no había nada. Aquello me aterrorizó; realmente, la labor policial era eficaz.
Ahora, tenía que comenzar a escribir mi novela de nuevo, pero no tenía ni máquina de escribir, ni papel, ni un lugar donde sentarme a trabajar. Antón Arrufat hizo una colecta y con ella pude sobrevivir unos días en el hotel Colina, frente a la Universidad de La Habana. Norberto Fuentes estaba al tanto de todos mis pasos.
En el hotel Colina se apareció Víctor; llevaba un sobre bajo el brazo. Me dijo que yo no había sido del todo sincero con él; yo me mostré asombrado y él como respuesta sacó del sobre la novela que yo había guardado en el techo. La única respuesta que pude darle fue que yo ni siquiera recordaba el sitio en que la había dejado y que para mí no tenía ya ningún valor y que lo que quería era que desapareciera. Tener que dejar aquel manuscrito en manos de la Seguridad del Estado me enfureció tanto que me prometí volver a escribirla como fuese.
Castro Palomino fue el médico al cual acudí para curarme la sífilis. Era un hombre de otro tiempo, que milagrosamente conservaba su consulta; me recibió detrás de un enorme buró y, después de hacerme un análisis, me dijo que no tenía que preocuparme porque no era contagioso y era fácil de curar; él mismo consiguió unas inyecciones de penicilina y me las regaló. Le pregunté cómo le podía pagar por aquello y aquel señor, que tenía más de ochenta años, me dijo: «Lo único que quiero es que le digas a Rodríguez Feo que no se olvide de traerme la revista
Playboy
que hace meses me prometió». Rodríguez Feo había sido la persona que me había puesto en contacto con él.
Yo deambulaba por La Habana con seis pomos de penicilina buscando alguna persona que me inyectara; Amando López, la Gluglú, fue uno de los que lo hizo; Oscar Rodríguez también; la madre de los Abreu lo mismo.
Amando López me llevó a dormir a su cuarto, que daba a la cocina de la casa de una señora llamada Elia del Calvo. Esta mujer había sido esposa de un comandante de la Revolución castrista, que en una de las tantas empresas guerrilleras de Fidel en el extranjero fue asesinado; le decían Pichilingo. Ella se pasaba todo el día hablando de Pichilingo y, como estaba sola en aquella casa tan grande, tenía veintisiete gatos.
Las otras habitaciones de la casa estaban casi todas vacías. Una de ellas la tenía una francesa llamada Julie Amado que era de una voracidad sexual incontrolable, aún más desmesurada que la del mismo Amando López y la mía. Elia no dormía; su enorme cama estaba ocupada por las gatas; ella se sentaba en una silla y ponía los pies en la cama, mientras todas aquellas gatas dormían junto a sus pies entre platos de pescado semipodrido.
Para pasar al cuarto de la francesa o de Amando había que pasar primero por el cuarto de Elia. Recuerdo que Amando vigilaba el momento en que Elia diera algún pestañazo para entrar a la casa con algún hombre. Yo dormía en esas oportunidades en la sala o aguardaba fuera de la casa. Una noche en que uno de los delincuentes que entraba con Amando pasó frente a la cama de Elia, éste pisó a una gata y Elia, al ver aquel hombre frente a su cama, soltó un alarido y se formó un escándalo enorme. Aquella mujer quería sacar de su casa a Amando López; yo intervine y le dije que lo que sucedía era que íbamos a hacer una lectura; ella amaba la literatura y Amando pudo entonces quedarse esa noche con su amante de turno. También la francesa tenía problemas con los hombres que llevaba a su cuarto; creo que Elia sentía envidia de ellos.
Yo era como su confesor; se pasaba el día hablándome mal de ellos y diciéndome que eran unos vagos. Elia me dio albergue, finalmente, en su casa a condición de que le buscara pescado para sus veintisiete gatas y le escribiese sus memorias; iba detrás de mí por toda la casa, contándome su vida y yo con una libreta iba anotándolo todo. No sé qué era más difícil para mí; si escribir aquella historia cursi y enloquecida de Elia o hacer aquellas interminables colas para traerle pescado a sus gatas.
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