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Authors: Reinaldo Arenas

Tags: #prose_contemporary

Antes que anochezca (28 page)

BOOK: Antes que anochezca
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En ocasiones en que, por ejemplo, encontraban un arma en una galera, los combatientes pretendían que los presos dijeran a quién pertenecía. Lógicamente, nadie decía una palabra porque aquello podía costarle la vida. Entonces el castigo era colectivo y, verdaderamente, draconiano. Nos llevaban para el patio y allí nos obligaban a bajarnos los pantalones y un guardia con un palo nos empezaba a dar estacazos en las nalgas o en la espalda hasta que se cansaba de hacerlo. Los hombres se contenían y no gritaban, pero las locas gritaban desaforadamente mientras eran apaleadas. El oriental de la pinga grande se erotizaba viendo aquello; yo creo que eyaculaba.
Cuando nos daban aquellas palizas era únicamente cuando se podía dormir en aquella galera porque nadie tenía ánimo para ponerse a hablar; estábamos molidos a golpes.
Para sobrevivir, un preso llamado Camagüey se las ingenió en el Morro para tener un anzuelo que lanzaba con bolitas de pan por el hueco de la claraboya que quedaba al lado de mi cama y pescaba gorriones, que al parecer estaban tan hambrientos como nosotros; a veces pescaba algún totí o una golondrina; era un pescador de pájaros que pescaba en el aire en vez de pescar en el mar. Camagüey tenía un arte especial para llevarse bien con todo el mundo y ser respetado; quizá porque había intentado irse de Cuba como cinco veces y siempre había sido capturado. El caso es que él preparaba aquella sopa de gorriones y nadie lo molestaba; ni siquiera los mandantes. Tenía tacto para sobrevivir y sentido del humor y yo disfrutaba de sus sopas de gorriones que mucho me ayudaron.
En la cárcel, si bien no tuve relaciones sexuales con nadie, como antes he dicho, sí tuve un romance platónico con Sixto, un negro oriental que era cocinero. Algunos decían que era un asesino, pero otros decían que lo que había matado eran unas cuantas vacas clandestinamente. Sixto me tomó aprecio y cuando terminaba la faena en la cocina me invitaba a comer. Yo considero que él era, casi seguramente, un asesino, porque esos cargos no se los daban a personas que no tuvieran carácter; un asesino que tuviera varios muertos encima era la persona ideal para repartir la comida en la cocina; era implacable y honesto y no le daba ni un grano más de arroz a nadie aunque lo amenazaran de muerte. Sixto se sentaba en la litera a hablar de cualquier bobería; me tomó cariño y yo también, pero nunca me propuso nada; ni siquiera un «disparo», que era una especie de relación sexual, muy común en la prisión, que se realizaba como por telepatía mutua. El disparo consistía en algo misterioso, imposible casi de descubrir; dos personas se ponían de acuerdo para realizar el disparo; el pasivo se bajaba los pantalones en la litera y el activo, desde una distancia considerable, se masturbaba y cuando eyaculaba, el pasivo se tapaba las nalgas; Sixto nunca me pidió hacerlo. Cuando salí del Morro supe que lo habían matado con un enorme cuchillo de cocina por una disputa, creo que con otro que había sido cocinero y al cual Sixto le negó otro cucharón de sopa.
No vi la muerte de Sixto pero sí vi la de Cara de Buey, que era un bugarrón famoso en el Morro; creo que estaba preso por haber violado a unos muchachos. Incluso se decía que había violado a unos niños y los había metido en unos tanques de cal, para que no se quejaran ante sus padres.
Cara de Buey parece que esperaba una sentencia de muerte, pero los tribunales en Cuba a veces se demoran hasta para otorgarle la muerte a alguien. Como era uno de los presos respetables de allí, dirigía la cocina y también el baño; se ponía detrás de un murito a la hora en que los presos se iban a bañar y «vacilaba» a todos los presos; algunos presos se quejaban y decían que Cara de Buey se hacía pajas detrás del muro mientras ellos se bañaban. Era cierto que lo hacía, yo pude verlo una vez; era viejo ya, pero tenía una pinga enorme. Su único placer era mirar a los hombres allí y masturbarse; eso le costó la vida, pues otro preso lo sorprendió masturbándose a su costa y lo mató en la cocina, clavándole un pincho por la espalda.
Conmigo Cara de Buey también fue una buena persona. Nunca habló de asesinatos o de crímenes de ningún tipo; me hablaba de su mujer, pero nadie venía a visitarlo. No era un hombre violento; su único momento de exaltación era en el baño cuando, mirando las nalgas de los otros hombres, se hacía la paja. Cara le salió la paja aquélla a Cara de Buey, pero es que el placer sexual casi siempre se paga muy caro; tarde o temprano, por cada minuto de placer que vivimos, sufrimos después años de pena; no es la venganza de Dios, es la del Diablo, enemigo de todo lo bello. Pero lo bello siempre ha sido peligroso. Martí decía que todo el que lleva luz se queda solo; yo diría que todo el que practica cierta belleza es, tarde o temprano, destruido. La gran Humanidad no tolera la belleza, quizá porque no puede vivir sin ella; el horror de la fealdad avanza cada día a pasos acelerados.
Hablando de belleza, recuerdo a un muchacho que había en el Morro que era la belleza perfecta. Tenía unos dieciocho años y, según él, estaba preso por desertar del Servicio Militar, pero otros decían que había traficado con drogas o que había violado a la novia, lo cual era absurdo, porque aquel muchacho no tenía necesidad de violar a nadie; más bien él incitaba a ser violado por todo el mundo. El Niño, le decían; quizá por su piel tersa, sus cabellos ondulados y su cara, donde el espanto no parecía haber dejado ninguna huella. No participaba en ninguna relación sexual; se mostraba distante y, a la vez amable; pero aquellos presos no podían permitir aquella belleza dentro de aquel horror. Los mandantes trataron de ganárselo y no lo lograron; eso ya era un riesgo.
El Niño dormía en la fila de literas opuesta a la mía. Era para mí un gran placer poder contemplar aquella figura, aquellas piernas tan bien moldeadas. Me imagino que él sabía el peligro que representaba ser tan bello en aquel lugar; cuando se acostaba era como un dios. Un día a la hora del recuento el Niño no se levantó; mientras dormía, le habían clavado un fleje por la espalda que le había atravesado la espalda y le había salido por el estómago. Los flejes eran unas varillas de metal que fabricaban los presos; eran unos alambres gruesos. Alguien vino por debajo de la litera, que era una simple lona, y le enterró el fleje. Nadie sintió ningún grito, así que parece que murió rápidamente.
A lo que más temían los presos era a ese tipo de muerte; era una muerte traidora que se practicaba mientras uno dormía y por la espalda. Estas muertes casi siempre respondían a alguna venganza, pero el único delito de aquel muchacho era saber sonreír con aquella boca tan perfecta, tener un cuerpo maravilloso y una mirada casi inocente.
Llegó el verano y se desató aquel calor intolerable. El calor en Cuba siempre es intolerable; húmedo, pegajoso. Pero cuando se está en una prisión marina, cuyas paredes tienen un metro o más de ancho, sin ninguna ventilación, y con doscientas cincuenta personas encerradas en un mismo recinto, el calor es algo horroroso. Desde luego, los caránganos y las chinchas se reproducían a una velocidad terrible, las moscas nublaban el aire y la peste a mierda se volvía aún más espantosa.
Afuera se celebraba el carnaval de 1974 a lo largo del Malecón de La Habana; la fiesta que Fidel había convertido en su propio homenaje y era efectuado alrededor del 26 de julio. Todos allí querían poder salir de aquel lugar y tomarse una cerveza y bailar al son de aquellos tambores; ésa era la máxima dicha a la que aquellos hombres podían aspirar y, sin embargo, muchos de ellos no podrían disfrutar de aquello jamás.
Dentro de la celda de las locas se organizaba un pequeño carnaval, con música de tambores confeccionados con pedazos de madera o de hierro. Rumbeaban dentro de aquella celda calenturienta y una de ellas remataba el espectáculo cantando
Cecilia Valdés
; cantaba muy bien y su voz de soprano retumbaba en la prisión cantando: «Sí... Yo soy Cecilia Valdés». Realmente, hubiese sido la estrella de cualquier zarzuela.
Los presos quedaban impresionados escuchando a aquella loca, que decía llamarse Ymac Sumac. Gonzalo Roig se hubiera sentido orgulloso de tener una intérprete tan destacada. Aquella comparsa duraba hasta la madrugada, cuando los combatientes irrumpían en la galera de las locas y las acallaban a estacazos, terminando el festejo. A Ymac Sumac la sacaron una vez ensangrentada; dicen que una loca envidiosa, que también quería hacer la Cecilia, pero que no tenía aquella voz, le dio una puñalada. No la volvimos a ver nunca más.
Yo llevaba seis meses en el Morro y no se me había citado para juicio; otros llevaban más de un año y tampoco se les había citado. Un día me llamó un combatiente y me dijo que saliera a las rejas; yo salí sin saber para qué podían llamarme. Me llevaron escoltado a un pequeño cuarto donde estaba mi madre, que había logrado que la autorizaran a entrar para verme. Mi madre se acercó y me abrazó llorando; me tocó el uniforme de preso y me dijo: «Qué tela tan gruesa; qué calor debes estar pasando». Aquello me conmovió más que cualquier otra exclamación; siempre las madres tienen ese encanto secreto de tratarlo a uno como a un niño. Nos abrazamos en silencio y lloramos los dos; en ese momento aproveché para decirle que fuera a ver a mis amigos y les advirtiese que tuvieran cuidado con los manuscritos míos que tenían guardados; ella me prometió visitarlos. No podía contarle lo que era aquel lugar y le dije que me sentía muy bien allí y que, seguramente, pronto me sacarían de aquella celda, que no fuera más a verme, y que esperara a que me sacaran de allí. Cuando se puso de pie, me di cuenta de cómo había envejecido en aquellos seis meses; su cuerpo se le había desmoronado y la piel había perdido su consistencia.
Siempre pensé que, en mi caso, lo mejor era vivir lejos de mi madre para no hacerla sufrir; tal vez todo hijo debe abandonar a su madre y vivir su propia vida. Desde luego, son dos egoísmos en pugna; el de la madre que quiere que seamos de acuerdo con sus deseos y el nuestro queriendo realizar nuestras propias aspiraciones. Toda mi vida fue una constante huida de mi madre; del campo a Holguín, de Holguín a La Habana; luego, queriendo huir de La Habana al extranjero. No quería ver el rostro decepcionado de mi madre ante la forma en que yo llevaba mi vida; sus consejos, aunque prácticos y elementales, eran indiscutiblemente sabios. Pero yo sólo podía abandonar a mi madre o convertirme en ella misma; es decir, un pobre ser resignado con la frustración y sin instinto de rebeldía y, sobre todo, tendría que ahogar mis deseos fundamentales.
Aquel día, cuando mi madre se marchó, sentí la soledad más grande que he sentido en mi vida; cuando entré a la galera los presos empezaron a pedirme cigarros, pero vieron en mi cara tanto desasosiego que hasta los mismos criminales hicieron silencio. Cuando llegué a la litera me di cuenta de que alguien me había robado el ejemplar de
La Ilíada
; era inútil que yo tratara de buscarlo, pues lo más posible era que Homero ya se hubiera convertido en humo.
Al día siguiente por la mañana, gritaron mi nombre en la reja y me dijeron que tenía cinco minutos para presentarme con todas mis pertenencias. Todos los presos se arremolinaron alrededor de mi litera y hacían conjeturas; unos decían que me iban a dar la libertad, otros me gritaban que me iban a mandar para una cordillera a trabajar en una granja, otros decían que me iban a llevar para una prisión abierta o para La Cabaña. En realidad, lo que querían era que yo repartiese lo poco que tenía; la almohada, el jarro o la botella de agua. Camagüey se acercó y me dijo que a esa hora no llamaban a nadie para darle la libertad y que además, a mí no me habían celebrado aún el juicio, que tampoco creía que me llamaran para llevarme a una cordillera porque para eso siempre llamaban a varios presos juntos; me dijo que creía que me iban a llevar para la Seguridad del Estado. Era un hombre sabio. Me despedí de los conocidos y repartí mis cosas. En momentos como aquéllos siempre se produce en la cárcel un estado de euforia y tristeza, porque a esa persona que se va, posiblemente, no se la vuelva a ver más.
Sin darme ninguna explicación, me llevaron escoltado hasta una celda de castigo y una vez frente a ella, el oficial que me conducía me dio un empujón, me metió en ella y se marchó. Ese era el peor lugar de toda la prisión; allí iban a parar los asesinos más recalcitrantes en trámite de ser fusilados; a los que estaban allí les esperaba «el palito», que era como le decían los presos al palo del paredón de fusilamiento al que eran amarrados. Aquella celda era un sitio sórdido, con piso de tierra, y donde no podía ponerme de pie porque no tenía más de un metro de alto; la cama no era una litera, sino una especie de camastro de hierro sin colchón, las necesidades fisiológicas había que hacerlas en un hueco y no tenía ni un jarro para tomar agua. Aquel sitio era como el centro de abastecimiento de los caránganos y las pulgas; aquellos insectos se lanzaron sobre mí para darme la bienvenida.
En
El mundo alucinante
yo hablaba de un fraile que había pasado por varias prisiones sórdidas (incluyendo el Morro). Yo, al entrar allí, decidí que en lo adelante tendría más cuidado con lo que escribiera, porque parecía estar condenado a vivir en mi propio cuerpo lo que escribía.
Durante todo el primer día, nadie vino a visitarme ni a traerme ningún tipo de alimento; como casi todos allí irían muy pronto al paredón de fusilamiento, no había mucho interés en alimentarlos. Allí no era posible ni quejarse; era la incomunicación y la desesperación absolutas. A los dos días me trajeron algo de comer e hicieron un recuento; esto era absurdo en aquellas celdas completamente seguras; nadie podía, en realidad, escaparse de allí.
Había un preso que cantaba día y noche imitando la voz de Roberto Carlos a la perfección. Aquellas canciones tan tristes habían sido como himnos para el pueblo de Cuba; de alguna manera se convertían en gritos personales para cada uno. Y aquel preso cantaba aquellas canciones con más autenticidad y con más dolor que el propio Roberto Carlos.
Al cabo de una semana, el mismo oficial que me había traído a aquella celda de castigo, abrió la celda y me dijo que lo acompañara. Recorrimos el mismo camino que una semana antes y me llevó hasta una oficina donde había un teniente llamado Víctor, el cual se puso de pie y me dio la mano. Me dijo que lamentaba que yo me encontrase en aquella celda, pero que me habían aislado porque me iban a hacer toda una serie de preguntas y que consideraban que era mejor mantenerme incomunicado para no llamar la atención de los presos.
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