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Authors: Reinaldo Arenas

Tags: #prose_contemporary

Antes que anochezca (12 page)

BOOK: Antes que anochezca
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A los pocos días decidí que yo tampoco podía continuar allí. Los libros que pudieron ser tachados de «diversionismo ideológico» desaparecieron de inmediato. Desde luego, también los libros que pudiesen tener cualquier tema relacionado con las desviaciones sexuales desaparecieron. Por lo demás, implantaron un horario de ocho horas, que se convertían en diez, porque daban dos horas para almorzar y, además, no había ningún lugar para hacerlo.
Afortunadamente, por esa época yo recibí un premio literario con la novela
Celestino antes del alba
, que había presentado al concurso de la UNEAC,
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y la novela fue publicada al cabo de un año. Uno de los miembros de la UNEAC vino a hacerme una entrevista; a él le había gustado mucho la novela y no sólo me hizo la entrevista, sino que me invitó a compartir su cama. No me gustó aquella oferta; la persona no era mi tipo, pero en aquel momento yo ya no era monogámico, ni exclusivista. Se llamaba Miguel Barniz y vivía en el Vedado; pasé unos meses viviendo en su casa. Tenía sentido del humor, no era un poeta mediocre y tenía, en aquel momento, un espíritu rebelde. Esto sucedió entre los años 1964 y 1966, época en que se perseguía a los jóvenes por tener melena o llevar pantalón estrecho. En aquel momento, él tenía una cabellera bastante larga y escribió una oda a mi pelo, en la que criticaba aquella especie de actitud inquisitorial contra los muchachos que llevaban cabellos largos.
En 1966 yo presenté mi segunda novela,
El mundo alucinante
, al concurso de la UNEAC, donde
Celestino antes del alba
había ganado la primera mención; la novela también ganó en este caso la primera mención; el jurado lo formaron Virgilio Piñera, Alejo Carpentier, José Antonio Portuondo y Félix Pita Rodríguez, que habían sido, aproximadamente, los mismos miembros del jurado cuando obtuve el premio anterior, con la excepción de que en el primer jurado estaba Camila Henríquez Ureña, que también era una mujer excepcional, y que dio la batalla en aquella oportunidad por premiar
Celestino
, mientras Alejo Carpentier y el viejo militante del Partido Comunista, José Antonio Portuondo, influían para premiar
Vivir en Candonga
de Ezequiel Vieta, que era una especie de apología sobre la lucha de Fidel en la Sierra Maestra y una crítica a los llamados escritores escapistas que, según el autor, se pasaban la vida cazando mariposas con sombreros por todos los campos de Bayamo y otros lugares por el estilo.
En este segundo concurso también Carpentier y Portuondo se negaron a premiar
El mundo alucinante
. Al parecer no había otra novela que pudiera ser premiada y decidieron dejar el premio desierto, otorgándole la primera mención a
El mundo alucinante.
En la entrega del premio conocí a Virgilio Piñera y me dijo textualmente: «Te quitaron el premio; la culpa la tuvieron Portuondo y Alejo Carpentier. Yo voté por que tu libro fuera premiado. Toma mi teléfono y llámame; tenemos que trabajar en esa novela; parece como si la hubieras mecanografiado en una sola noche». En realidad, casi lo hice así; la fecha del concurso vencía y yo, con el trabajo de ocho horas en la Biblioteca, apenas tenía tiempo; me encerraba en mi cuarto y escribía de un tirón treinta o cuarenta páginas.
El Instituto del Libro

 

Con esas dos novelas premiadas, aunque por esa fecha aún inéditas, pasé a trabajar, gracias a las influencias del que era entonces mi amante, Miguel Barniz, en el Instituto Cubano del Libro, dirigido por Armando Rodríguez. Por cierto, nunca conocí a un hombre más bello que el amante de Armando Rodríguez; Héctor se llamaba. Era ese tipo de criatura única que irradiaba una belleza tan imponente, que era imposible seguir escribiendo después de que él pasara por los pasillos. No sé cómo se las arregló Armando para, siendo un alto funcionario del régimen, mantener a un amante tan bello sin que la envidia de los que no tenían acceso a Héctor dañara aquellas relaciones, o provocara su destitución del cargo que ocupaba. El caso es que Armando era amigo de Fidel Castro, como también Alfredo Guevara, cuya vida homosexual escandalosa es superconocida en toda Cuba y, especialmente, en La Habana, no habiendo nunca tenido que pagar las consecuencias de su actitud, como otros que lo han tenido que pagar tan caro. Héctor murió en pleno esplendor de un accidente en su propia motocicleta.
Las cuatro categorías de las locas

 

Atendiendo a aquellas diferencias tan grandes entre unos y otros homosexuales, establecí unas categorías entre ellos. Primero estaba la loca de argolla; éste era el tipo de homosexual escandaloso que, incesantemente, era arrestado en algún baño o en alguna playa. El sistema lo había provisto, según yo veía, de una argolla que llevaba permanentemente al cuello; la policía le tiraba una especie de garfio y era conducido así a los campos de trabajo forzado. El ejemplo máximo de este tipo de loca era Tomasito La Goyesca, un joven que trabajaba en la Biblioteca Nacional y al cual bauticé con ese apellido porque era como una figura de Goya; enano, grotesco, caminaba como una araña y tenía una voracidad sexual incontrolable.
Después de la loca de argolla venía la loca común. Es ese tipo de homosexual que en Cuba tiene su compromiso, que va a la Cinemateca, que escribe de vez en cuando algún poema, que nunca corre un gran riesgo y se dedica a tomar el té en casa de sus amigos. Ejemplo típico de esa loca era mi entonces amigo Reinaldo Gómez Ramos. Las relaciones de estas locas comunes, generalmente, son con otras locas y nunca llegan a conocer a un hombre verdadero.
A la loca común le sigue la loca tapada. La loca tapada era aquélla que, siendo loca, casi nadie lo sabía. Se casaban, tenían hijos, y después iban a los baños, clandestinamente, llevando en el dedo índice el anillo matrimonial que le hubiese regalado su esposa. Era difícil a veces reconocer a la loca tapada; muchas veces condenaban ellas mismas a los homosexuales. Los ejemplos de este tipo de loca son miles, pero uno de los más típicos es el caso del dramaturgo Nicolás Díaz, quien, una vez, en un acto de desesperación, terminó introduciéndose un bombillo en el ano. Y aquel hombre, que era militante de la Juventud Comunista, no tuvo forma de explicar cómo aquel bombillo había ido a parar a aquella parte de su cuerpo. Fue expulsado de esa organización con gran escándalo.
Después estaba la loca regia; una especie única de los países comunistas. La loca regia es esa loca que por vínculos muy directos con el máximo líder o una labor extraordinaria dentro de la Seguridad del Estado o por cosas semejantes, goza del privilegio de poder ser loca públicamente; puede tener una vida escandalosa y, a la vez, ocupar enormes cargos, viajar, entrar y salir del país, cubrirse de joyas y de trapos y tener hasta un chofer particular. El ejemplo máximo de esta loca es Alfredo Guevara.
Virgilio Piñera

 

Virgilio Piñera, a pesar de su extraordinaria obra, ya entonces publicada, y de toda su fama, entraba, sin embargo, en la categoría de la loca de argolla; es decir, tenía que pagar muy alto el precio de ser maricón. Fue recogido a principios de la Revolución y llevado al Morro donde, gracias a la intervención de altas personalidades, entre ellas creo que Carlos Franqui, pudo salir de la cárcel. Después fue mirado siempre de reojo y sufrió incesante censura y persecución. Como loca de argolla era un personaje extremadamente auténtico y él sabía afrontar el precio de esa autenticidad.
Yo visitaba a Virgilio Piñera en su casa a las siete de la mañana. Era un hombre de una laboriosidad incesante; se levantaba a las seis de la mañana, colaba café y a esa hora me daba cita para trabajar en mi novela
El mundo alucinante
. Nos sentábamos uno frente al otro. Lo primero que me dijo cuando comenzamos fue: «No creas que hago esto por algún interés sexual; lo hago por pura honestidad intelectual. Tú has escrito una buena novela, pero hay algunas cosas que hay que arreglar». Virgilio, sentado frente a mí, leía una copia de la novela y donde consideraba que había que añadir una coma o cambiar una palabra por otra, así me lo decía. Siempre le estaré agradecido a Virgilio por aquella lección; era una lección, más que literaria, de redacción. Fue muy importante para un escritor delirante, como lo he sido yo, pero que carecía de una buena formación universitaria. Fue mi profesor universitario, además de mi amigo.
Virgilio escribía incesantemente, aunque no parecía tomar muy en serio la literatura. Detestaba cualquier elogio a su obra, detestaba también la alta retórica; aborrecía a Alejo Carpentier profundamente. Era homosexual, ateo y anticomunista. Se había atrevido en la época de la República a hacerle la apología a la poesía completa de Emilio Ballagas, una poesía eminentemente homosexual; se había atrevido a rebatir el prólogo de Cintio Vitier, quien se las arreglaba para camuflajear aquella poesía, esencialmente sensual y erótica, dentro de un tono religioso. Virgilio lo dijo todo claramente. Vitier nunca le perdonó a Virgilio esa actitud desenfadada.
Virgilio rompió con la revista
Orígenes
hacia el año 1957 y creó, junto con José Rodríguez Feo, otra revista mucho más irreverente, prácticamente homosexual, dentro de una dictadura como la de Batista, reaccionaria y burguesa. Lo primero que hizo Virgilio en la revista
Ciclón
fue publicar
Las ciento veinte jornadas de Sodoma y Gomorra
del Marqués de Sade.
Virgilio entra en la Revolución, ya marcado por su condición homosexual y además por su tradición anticomunista. También en
Ciclón
había publicado un cuento de una lucidez anticomunista, realmente premonitoria, titulado «El Muñeco», un cuento que después, sistemáticamente, el gobierno de Fidel Castro suprimió de todas las antologías o de los libros de cuentos publicados por Virgilio Piñera.
Virgilio era además feo, flaco, desgarbado, antirromántico. No participaba de la típica hipocresía literaria al estilo de Vitier, donde la realidad siempre se ve envuelta como en una suerte de nebulosa violeta. Virgilio veía la Isla en su terrible claridad desoladora; su poema, «La Isla en peso», es una de las obras maestras de nuestra literatura.
Durante la República, por los problemas económicos y, según Virgilio, por el desasosiego cultural que se padecía en Cuba, emigró a Argentina y allí pasó más de diez años ejerciendo pequeños trabajos burocráticos como un Kafka del subdesarrollo. Pero allí conoció al escritor polaco Witold Gombrowicz. Emigrados los dos, fueron amigos y compañeros de flete y aventuras eróticas.
Yo creo que esta amistad influyó, notablemente, en Virgilio, en su desenfado, en su irreverencia. O tal vez se influyeron mutuamente. Vivían una misma vida de desarraigo y espanto y no creían en la cultura institucionalizada, ni en la cultura tomada demasiado en serio, como lo hacía Jorge Luis Borges, que ya en aquel momento era la figura máxima de la literatura argentina. Se burlaban de Borges, quizás un poco cruelmente, pero tenían sus razones. Cuando Gombrowicz dejó definitivamente la Argentina para establecerse en Europa, alguien le preguntó qué consejo le daba a los argentinos, y él dijo: «Matar a Borges». Desde luego, era una respuesta sarcástica; con la muerte de Borges, Argentina dejó de existir, pero su respuesta era más bien una venganza por todo lo que había sufrido en ese país.
Según Guillermo Cabrera Infante, Virgilio era un hombre desdichado en amores. No lo creo así. A Virgilio le gustaban los negros y soy testigo de que disfrutó de negros formidables. Una vez pasó un negro con una carretilla llena de limones, pregonándolos, aunque ya en aquella época el pregón era algo clandestino. Virgilio lo hizo subir a su apartamento, le compró todos los limones y después llegaron a hacer el amor. Creo que después el negro iba a cada rato con el pretexto de llevarle algún limón y Virgilio se lo llevaba a su cuarto.
Otro negro con el cual Virgilio tuvo relaciones sexuales bastante profundas era un cocinero que, según contaba Virgilio, tenía un sexo enorme. El placer de Virgilio era ser penetrado por aquel cocinero, que movía calderos, cucharones y seguía cocinando con Virgilio incrustado a su sexo; Virgilio era, realmente, una loca frágil que podía ser sostenida por el falo de aquel negro poderoso.
Antes de la Revolución en Cuba, Virgilio también había llevado una vida sexual intensa; tenía una casa en Guanabo y frecuentaba el prostíbulo de hombres que tenía José Rodríguez Feo en el pueblo de Guanabo. Era un prostíbulo en el que hombres fornidos trabajaban como cantineros y, a la vez, realizaban otras actividades, según las peticiones del consumidor. Allí también trabajó Tomasito La Goyesca.
Rodríguez Feo pertenecía a una familia adinerada que se había marchado a Estados Unidos al triunfo de la Revolución. El entregó sus propiedades a la Revolución y se quedó allí, tal vez pensando que iba a ser considerado como un personaje importante. En realidad, se convirtió en un informante de la Seguridad del Estado, en un policía de la cultura, con un pequeño apartamento junto a Virgilio. Rodríguez Feo, mediocre y envilecido, cuando Virgilio cayó en desgracia le negó la palabra y ni siquiera asistió a sus funerales.
El balcón de la casa de Rodríguez Feo y el de Virgilio era común. Dicen que una vez había varias personas en la casa de Rodríguez Feo, y Virgilio salió a tender algo al balcón; alguien preguntó si ése era Virgilio Piñera y Rodríguez Feo respondió: «No; ése
fue
Virgilio Piñera». Por eso, no acudió a sus funerales; porque, una vez que Piñera cayó en desgracia con el régimen de Castro, había muerto para él.
Y estas cosas ocurren porque en los sistemas políticos siniestros, se vuelven siniestras también muchas de las personas que los padecen; no son muchos los que pueden escapar a esa maldad delirante y envolvente de la cual, si uno se excluye, perece. Rodríguez Feo, antes de la Revolución, era una especie de mecenas y fue quien costeó la publicación de
Cuentos fríos
, de Piñera, quien costeaba la revista
Orígenes
y después la revista
Ciclón
. Claro que había intereses personales y pequeñas vanidades por su parte, pero también había generosidad; otros millonarios cubanos no se preocuparon nunca por costear revistas, ni ayudar a los escritores.
Lezama Lima

 

Además de Virgilio, el otro escritor cubano con quien tuve una gran amistad fue con José Lezama Lima. Lo conocí a raíz de la publicación de mi novela
Celestino antes del alba
. Con anterioridad lo había visto en la UNEAC; era un hombre corpulento, enorme, con una gran cruz que llevaba siempre en una cadena que se salía de uno de sus bolsillos laterales. Aquella cruz que exhibía en aquel centro de propaganda comunista que era la UNEAC, era indiscutiblemente una provocación. Fue Fina García Marruz quien me dijo que Lezama tenía interés en conocerme; yo nunca me hubiera atrevido a llamarlo, porque me aterrorizaba un hombre tan tremendamente culto. Había conocido a Alejo Carpentier y sufrí una experiencia desoladora ante aquella persona que manejaba datos, fechas, estilos y cifras como una computadora refinada pero, desde luego, deshumanizada. Mi encuentro con Lezama fue completamente diferente; estaba ante un hombre que había hecho de la literatura su propia vida; ante una de las personas más cultas que he conocido, pero que no hacía de la cultura un medio de ostentación sino, sencillamente, algo a lo cual aferrarse para no morirse; algo vital que lo iluminaba y que a su vez iluminaba a todo el que estuviera a su lado. Lezama era esa persona que tenía el extraño privilegio de irradiar una vitalidad creadora; luego de conversar con él, uno regresaba a casa y se sentaba ante la máquina de escribir, porque era imposible escuchar a aquel hombre y no inspirarse. En él la sabiduría se combinaba con la inocencia. Tenía el don de darle un sentido a la vida de los demás.
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