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Authors: Reinaldo Arenas

Tags: #prose_contemporary

Antes que anochezca (9 page)

BOOK: Antes que anochezca
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Desde luego, las «locas» de La Habana se dieron banquete con aquellos becados, que llevábamos como seis meses sin tener ninguna relación sexual y que de repente llegábamos al centro mismo de La Habana. Un amigo mío, que se llamaba Monzón, me dijo que en una misma noche se templó a más de veinte locas, a diez pesos por cabeza; hizo casi una pequeña fortuna durante su estancia con aquel desfile revolucionario. Era un hombre guapísimo, bellísimo, que después ocupó varios cargos en la Revolución. Una vez tropecé con él en la calle, hace más de diez años, y me dijo que dirigía no sé qué empresa y que viajaba casi constantemente a Bulgaria y a otros países socialistas.
El caso es que aquel primer viaje a La Habana fue mi primer contacto con otro mundo; un mundo hasta cierto punto multitudinario, inmenso, fascinante. Yo sentí que aquella ciudad era mi ciudad y que de alguna manera tenía que arreglármelas para volver a ella. De todos modos, en el poco tiempo que estuvimos allí, nuestra función fue desfilar y desde luego, desfilamos frente a la Plaza de la Revolución durante todo un día; aplaudiendo, coreando las consignas típicas del momento, entusiasmados hasta cierto punto. Yo me eché una novia de paso; una muchacha de La Habana, la cual desde luego estaba desesperada por conquistar un becado, un rebelde o un campesino. Después me mandó varias cartas a la beca, a las cuales no respondí. En su última carta se mostraba insultada y decía que iba a ir a buscarme a la misma beca. Yo le di la carta a varios amigos míos y la leyeron riéndose, pero estaba aterrado de pensar que aquella mujer se apareciese a buscarme allí y fuera a darme un escándalo. Me decía que estaba en estado y que iba a tener un hijo mío, cosa insólita porque sólo habíamos frotado nuestros sexos en plena plaza pública; podía ser tan mío como de Fidel Castro.
Fidel Castro

 

Por cierto, hablando de Fidel Castro, esa noche después del mitin o a la noche siguiente, fue a hablar con nosotros al hotel Habana Libre. Se apareció, súbitamente, como él acostumbra a hacerlo. Estábamos en una especie de seminario político en uno de los salones más grandes del hotel y él llegó en medio de un estruendo de aplausos. Todos estábamos entusiasmadísimos con su presencia; era un honor que el Comandante en Jefe nos fuera a visitar a nosotros, simples contadores agrícolas. Nos dijo que éramos la vanguardia de la Revolución, que teníamos una enorme responsabilidad, porque nosotros íbamos a conducir las primeras granjas del pueblo. Dijo que teníamos que estar muy honrados y absolutamente politizados y revolucionarios. El discurso terminó con un aplauso enorme; desde luego, yo también aplaudí. Después me enteré de que esos discursos los hacía casi todos los días; algunos amigos míos de Holguín padecieron discursos parecidos de Fidel Castro u otros líderes enviados por él. Algunos de esos discursos eran para enviar jóvenes a pelear a Santo Domingo contra la dictadura de Trujillo; muchos murieron en esos combates.
Antes de entrar en la beca yo me había enrolado, nada menos que con mi novia Irene, en una de esas expediciones a Santo Domingo para matar a Trujillo. Pero Trujillo mató a casi todo el que fue allí con la intención de matarlo a él. Los estaba esperando en la playa misma y allí mismo aniquilo a casi toda la expedición. Me escapé de esa muerte, como había escapado también de la posibilidad de ser asesinado cuando me acerqué con un cuchillo a un casquito y éste lo que hizo fue sobarse los testículos. Me escapé también cuando estaba con los rebeldes y las tropas de Sosa Blanco rondaban aquella zona. Hasta cierto punto, hasta ahora, siempre me he escapado de la muerte, digamos que por unos pocos milímetros; ahora la cosa es diferente. De todos modos, cómo iba a pensar en la muerte entonces, si yo tenía dieciséis años y estaba rodeado de mil jóvenes tan vitales y guapos como yo, o mucho más.
Himnos

 

Regresamos a Holguín otra vez, entonando los himnos que habíamos cantado en la Plaza de la Revolución. Algunos con cartas o fotos de las novias que habíamos encontrado, súbitamente, en aquel desfile. Y volvíamos otra vez a subir la Sierra Maestra con nuestra hamaca, con nuestras mochilas, nuestras barras de chocolate, nuestros himnos. Nos bañábamos en el río cerca del Pico Turquino, escalábamos el Pico Turquino, disfrutábamos de aquella temperatura, para nosotros casi polar, y descendíamos corriendo, como cabras en una montaña, llenos de júbilo y de alegría. Indiscutiblemente, le habíamos encontrado un sentido a la vida, teníamos un plan, un proyecto, un futuro, bellas amistades, grandes promesas, una inmensa tarea que realizar. Éramos nobles, puros, jóvenes, y no teníamos ningún cargo de conciencia. Era extremadamente grato respirar aquel aire de las montañas, aquel olor a pino, a tierra fresca, a comida preparada al aire libre. Casi siempre nos deteníamos a descansar en un campamento llamado Minas del Frío. Era un campamento para formar maestros voluntarios. Creo que ése fue uno de los pocos campamentos de reclutamiento comunista que se hizo antes del campamento de La Pantoja, donde nosotros estudiábamos contabilidad agrícola. Aquellos jóvenes se hacían maestros voluntarios, pero en realidad lo que recibían era un adoctrinamiento comunista. Recuerdo un joven que lloraba en aquella montaña, solo; tenía una larga barba, pero sentía frío y miedo. Me dijo que en realidad no estaba aprendiendo ninguna materia pedagógica, que lo estaban adoctrinando, que tenía miedo de rajarse. «Rajarse» significaba no reunir las condiciones para sufrir aquel clima o aquel tratamiento que allí se llevaba y ser, por lo tanto, expulsado del campamento. No se rajó; lo vi una vez cuando bajaron de la Sierra y se albergaron en La Pantoja, donde yo estaba. Ya no supe qué fue de él, pero comencé a notar cierto desencanto en algunas personas, entre ellas mi propia madre.
Mi madre había regresado de Miami, cansada ya de cuidar a niños ajenos, cagones y llorones. Cuando regresó a Holguín aún era bella y joven mi madre; seguía practicando la castidad absoluta. Me fue a ver a la beca y me contó que ya prácticamente todos los productos habían desaparecido del mercado: no había jabón, no había comida, no había ropa. Yo estaba dentro de la beca y utilizaba un uniforme que me daba el gobierno revolucionario; no necesitaba otra ropa, y no le hice mucho caso a las quejas de mi madre.
Por aquellos tiempos ya habíamos aprendido un poco de contabilidad y el gobierno de Fidel Castro decidió hacer un cambio de la moneda, es decir, toda la moneda que había sido acuñada hasta esa fecha fue devaluada y se imprimieron nuevos billetes. Fue, desde luego, un golpe político magistral, pues al recaudar toda la moneda antigua se recaudaba prácticamente todo el poder que podía ejercer el dinero en manos ajenas a la Revolución y se entregaban a cambio otros papeles que tenían un valor limitado, que no servían para cambios internacionales. Además, al que tenía mucho dinero se le entregaba solamente una pequeña cantidad. Para suplir la otra parte se les daba un bono o comprobante por el que, supuestamente, se le reembolsaría mensualmente.
A mí, por una de esas cuestiones que podríamos llamar truculencias del azar, me tocó ir como uno de los empleados que debía cambiar el dinero viejo por billetes nuevos a un banco del pueblo de Velasco. Naturalmente, lo primero que hice al llegar allí fue preguntar por Cuco Sánchez y su familia. La gente no quería hablarme de eso, hasta que, finalmente, alguien me dijo que estaba preso, que a la familia le habían intervenido la bodega y que casi todos sus hijos eran «desafectos» al régimen y algunos estaban alzados. Estábamos a principios del año 1961 y ya había gente alzada. Entre ellos estaban hombres como Cuco Sánchez.
Al principio yo tenía diecisiete años y cantaba los himnos de la Revolución y estudiaba, indiscutiblemente, el marxismo; llegué a ser uno de los directores de los círculos de estudios marxistas y, desde luego, joven comunista. Yo pensaba que todos aquellos hombres que se alzaban contra Fidel estaban equivocados o locos. Creía o quería creer que la Revolución era algo noble y bello. No podía pensar que aquella Revolución que me daba una educación gratuita pudiera ser algo siniestro. Pensaba que seguramente habría elecciones y Fidel Castro sería elegido por vía democrática. Pero, si había algo seguro, era que nos estaban adoctrinando y todavía no habían comenzado las verdaderas agresiones de Estados Unidos; es decir, aquella revolución fue comunista desde el principio. Tengo que confesarlo porque yo fui una de las personas a las que se entregaron textos comunistas para que los estudiara y los divulgara. Ya habían intervenido gran parte de las propiedades privadas; sencillamente, el comunismo estaba poniéndose en práctica aunque no podía declararse oficialmente, pero todos nuestros profesores eran comunistas, los cuadros de mando eran comunistas, toda la escuela no era más que un centro comunista, como lo era el centro de maestros voluntarios de Minas del Frío; los mismos textos de alfabetización de los campesinos también lo eran. Pero estábamos tan entusiasmados que no podíamos pensar que nada grave fuera a suceder; o no queríamos pensarlo. Es casi imposible para el ser humano concebir tantas calamidades de golpe; veníamos de incesantes dictaduras, de incesantes abusos, de incesantes atropellos por parte de los poderosos y ahora era nuestro momento; el momento de los humildes.
Yo no me había olvidado de mis pretensiones literarias, a pesar de estar en aquel ambiente tan poco literario y tan sumamente politizado. Escribía grandes poemas, no sé en nombre de quién; tal vez del tiempo, de la lluvia o de la neblina, cuando la había o cuando la recordaba. Yo seguía siendo, en el fondo, aquel muchacho solitario que se paseaba por el campo, medio desnudo, cantando grandes canciones casi operáticas. Ahora las escribía en unos cuadernos que después perdí.
Finalmente me gradué como contador agrícola. Pero algo sucedió antes de mi graduación que me llenó de una enorme tristeza y que me recordó las palabras de mi abuelo. El decía siempre que el comunismo era el fin de la civilización, que era algo monstruoso. Su día más feliz fue cuando murió Stalin. «Al fin se murió ese cabrón», dijo con alegría.
La Candela

 

Cuando en abril de 1961 se produjo el ataque a Playa Girón, a nosotros nos reclutaron inmediatamente y nos montaron en camiones para ir a pelear, desde luego, al lado de Fidel Castro. No llegamos a ir porque mientras nos reclutaban y avanzábamos en los camiones, los invasores habían sido derrotados. Volvimos pues para nuestra beca y en el gran teatro donde se realizaban todos los espectáculos y todas las noches veíamos una película soviética, se proyectó en un televisor la imagen de Fidel Castro y desde luego escuchamos su discurso. Escuché allí aquella afirmación que él antes había negado; escuché decir que habíamos hecho una revolución socialista, que éramos socialistas. Súbitamente, lo que se había escondido durante dos años se revelaba de golpe; éramos socialistas, éramos sencillamente comunistas.
Lo que más me impresionó fue la reacción de los que estábamos en aquel teatro. Los mil jóvenes, los cientos de profesores y empleados de aquel local, todos, se lanzaron a la explanada y a la calle central de los edificios de la beca, y empezaron a gritar consignas comunistas. La más popular fue aquella que decía: «Somos socialistas pa'lante y pa'lante y al que no le guste, que tome purgante».
Indiscutiblemente, todo aquello se había venido planificando casi desde el principio de la Revolución; las consignas comunistas, los textos comunistas, el momento más propicio para lanzar públicamente la declaración del carácter comunista de la Revolución. Y de pronto, en medio de aquella ola de jóvenes que gritaban consignas, yo me vi envuelto, arrastrado, marchando y cantando como los demás. Al principio no lo hice, pero tampoco protesté. Creo que algunos amigos míos de Holguín tenían también en su rostro la misma angustia o el mismo desencanto que yo, pero, desde luego, no nos dijimos nada. A los pocos minutos ya estábamos en medio del desfile, repitiendo aquellas consignas que se hacían cada vez más vulgares y ofensivas contra el «imperialismo norteamericano», y contra no se sabe cuántos miles de enemigos súbitamente descubiertos. Aquello, poco a poco, se fue convirtiendo en una especie de conga, en un carnaval grotesco donde todos, mientras movían las nalgas, hacían los gestos más eróticos y groseros. De manera insólita, toda aquella multitud había pasado en menos de un minuto del socialismo al comunismo.
Al frente de aquella comitiva estaban los profesores, los reeducadores, los guías ideológicos y Alfredo Sarabia. Comprendí que en realidad habíamos pasado un año encerrados como en un monasterio, donde imperaban nuevas ideas religiosas y, por lo tanto, nuevas ideas fanáticas. Habíamos sido adoctrinados en una nueva religión y, una vez graduados, saldríamos a esparcir aquella nueva religión por toda la Isla; éramos los guías ideológicos de una nueva forma de represión; seríamos los frailes que diseminarían por todas las granjas estatales de la Isla la nueva ideología oficial. La nueva Iglesia tendría en nosotros sus nuevos monjes y sacerdotes, además de su policía secreta.
El ambiente de la Revolución no permitía discrepancias; imperaban el fanatismo y la fe en un futuro «luminoso», como repetían incesantemente sus líderes. Este fanatismo llegó a la cúspide con el desarrollo de lo que se llamó la ORI, es decir, Organizaciones Revolucionarias Integradas. La chusmería y la vulgaridad, que fueron elementos estimulados por la Revolución, estuvieron presentes, lógicamente, en aquellas organizaciones. Una consigna decía: «La ORI es la candela; no le diga ORI, dígale Candela». Y al son de aquellas canciones, de aquellos gritos, todo el mundo movía las nalgas, giraba y cantaba.
En realidad, detrás de la ORI lo que estaba era el Partido Comunista, como es natural, y Fidel Castro se dio cuenta de que estas organizaciones integradas querían eliminarlo a él mismo y tomar el poder; es decir, los viejos comunistas querían desplazar a Castro y ser ellos los líderes. Pero, si alguna fidelidad le ha tenido Fidel Castro a alguien, es a Fidel Castro. Más adelante se celebraron juicios y se condenaron a algunos de esos señores a treinta años de prisión. Y Castro se declaró marxista, y dijo que siempre había sido comunista; que su formación había sido marxista-leninista y pasó él a ser «la Candela», paso a ser la ORI, el jefe de todas las «organizaciones integradas».
Terminé mi curso de contador agrícola y, antes de ir para la granja que me habían señalado, la William Soler, cerca de Manzanillo, en el extremo sur de la provincia de Oriente, pasé unos días en la casa de mi abuelo.
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