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Authors: Reinaldo Arenas

Tags: #prose_contemporary

Antes que anochezca (10 page)

BOOK: Antes que anochezca
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El teatro y la granja

 

A mi abuelo ya le habían intervenido la pequeña bodega con la cual sobrevivía, y ahora se pasaba el tiempo recostado en un taburete contra la venduta cerrada, hablando solo. No leía ya el periódico, ni tampoco la revista
Bohemia
, que ya no era tampoco aquella revista liberal, desenfadada, crítica, que mi abuelo nos leía allá en el monte. Para esta fecha no era otra cosa que un instrumento más en manos de Castro y de su nuevo régimen. La prensa ya estaba casi completamente controlada. La libertad era una cosa de la que se hablaba casi incesantemente pero que no se ejercía; había libertad para decir que había libertad o para ensalzar al régimen, pero jamás para criticarlo.
Uno de los acontecimientos quizá más monstruosos que sucedió por aquella época fue el famoso juicio contra Marcos Rodríguez; un joven que de pronto se vio acusado de haber sido delator cuando Batista. En este juicio se vieron involucrados varios dirigentes de la Revolución que, para «limpiarse», atacaron violentamente a Marcos Rodríguez. Nunca se sabrá si fue cierto o no que Marcos Rodríguez delató a unos estudiantes de la Universidad de La Habana a quienes la policía de Batista había asesinado. Lo que sí fue obvio fue la grandilocuencia y teatralidad, tan características de Fidel Castro, en medio del juicio. Aquellos juicios donde se condenaba a muerte a una persona eran, realmente, espectáculos teatrales. Habíamos vuelto a la época de Nerón; a la época en que las multitudes se saciaban viendo cómo se condenaba a muerte o se asesinaba a un ser humano ante sus ojos.
Fidel Castro no sólo era y es el Máximo Líder, sino también el fiscal general. En una ocasión en que un tribunal honesto no quiso condenar a una serie de aviadores que habían sido acusados de bombardear la ciudad de Santiago de Cuba, cosa que en realidad nunca hicieron, Fidel se erigió como fiscal y los condenó a veinte y treinta años de prisión. El juez barbudo que los había declarado inocentes se suicidó. Todo esto ya nos daba la medida de lo que era aquel nuevo régimen. Sin embargo, todavía había ciertas esperanzas; siempre hay ciertas esperanzas, sobre todo para los cobardes. Yo era uno de ellos; uno de esos jóvenes cobardes o esperanzados que aún pensaban que aquel gobierno podía ofrecerles algo.
A finales de 1961 yo fui para mi primera granja a contar pollos, a inventariar las nuevas propiedades que el Estado había intervenido y llevar una contabilidad donde nunca se sabía el precio de nada, ni de dónde habían salido ninguna de aquellas propiedades. Por otra parte, el hurto que incesantemente realizaban los mismos funcionarios de la granja hacía imposible mantener al día aquellos libros donde nunca cuadraban las cifras y donde sólo se reflejaba una cosa: que las pérdidas eran mucho mayores que las ganancias.
La granja era un territorio vasto y aburrido donde, en medio de gallinas ponedoras y el estruendo incesante de los gallos, imperaba el tedio de gente que trabajaba por un sueldo miserable. Era hasta cierto punto patético ver a los campesinos trabajar ahora en una tierra que ya no les pertenecía; ya no eran campesinos y mucho menos propietarios, eran jornaleros a los que no les importaba el rendimiento de su trabajo ni la calidad del mismo. También venían obreros que después del trabajo se iban en camiones hacia los pueblos donde vivían. Pero era imposible realizar un trabajo agrícola o la cría de animales con personas ajenas a esa especie de misterio que es la reproducción o el cultivo de las plantas. La planta sabe quién la ama o quién la desconoce; no crece y fructifica cuando es una persona inexperta la que la tiene bajo su cuidado. Sólo las personas que han vivido en el campo y aman la naturaleza y conocen sus secretos están capacitadas para cultivar la tierra. Cultivar la tierra es un acto de amor, es una acción legendaria; la planta y la semilla requieren una complicidad tácita con quien las cultiva.
En aquella granja yo ganaba setenta y nueve pesos, y le daba parte a mi madre. La situación económica en mi casa seguía siendo grave, más ahora con la intervención de la bodega de mi abuelo, al que se le había prometido el pago de una indemnización.
Creo que en de treinta pesos al mes, pero había que llenar incesantes papeles y esperar no se sabe cuánto tiempo. Otra vez nuestra compañera más íntima era el hambre. La gente llegaba a la granja rogando porque les vendieran huevos y pollos; algunos ofrecían pagar lo que les pidieran por un pollo, pero se les negaba la venta porque una granja «del pueblo no podía vender a particulares. Una vez llegó un hombre en un auto y cuando se le negó la venta, abrió la boca y dijo: «Aquí tengo un cáncer». Tenía una lengua Horrorosa, morada, gigantesca. El jefe de la granja creo que le vendió dos pollos.
Raúl

 

Los fines de semana yo regresaba a Holguín. El viaje de la granja a Holguín era bastante complicado, pues la granja estaba en un lugar retirado a un costado de la Sierra Maestra. Había que echar a caminar, salir a un camino real y esperar a que algún vehículo pasase y lo llevase a uno hasta Bayamo; allí había que tomar una guagua, o lo que fuera, para Holguín. Por suerte cerca del parque pude tomar «un bote». Se le llamaban «botes» a los taxis particulares que por aquella época todavía existían (luego Fidel Castro en un largo discurso condenó a los «boteros», diciendo que eran la negación del socialismo, que ganaban miles de pesos al día y que se iban a volver millonarios y contrarrevolucionarios). En el automóvil había un joven bastante guapo que empezó a hablar conmigo mientras el taxista buscaba más clientes para llenar el «bote». Me dijo que se llamaba Raúl y que vivía en Holguín, aunque trabajaba en Bayamo. Cuando el taxi se llenó, Raúl se pegó a mi lado. Fue oscureciendo. Raúl puso su mano sobre mi pierna y la fue deslizando hasta mi sexo. Yo retiré violentamente aquella mano y él, tal vez aterrorizado por el temor de que yo pudiera dar un escándalo, no volvió a mirarme ni me dirigió la palabra durante todo el viaje. Pero cuando ya íbamos llegando a Holguín, yo mismo le tomé la mano a Raúl y la llevé hasta mi sexo. Creo que él se sintió un poco sorprendido; yo estaba absolutamente erotizado y él empezó a frotarme el sexo, allí en medio del auto lleno de gente. No sé si se dieron cuenta y estaban disfrutando del espectáculo, pero de todos modos era ya de noche cerrada; una noche de ésas, absolutamente negras, de las carreteras cubanas donde no hay tendido eléctrico. Eyaculé antes de llegar a Holguín; fue una liberación, lo confieso. Al fin, había llegado un momento así, tanto tiempo esperado y a la vez rechazado por mí. Recuerdo que Raúl me limpió con su pañuelo; todo esto en el automóvil a oscuras.
Al llegar al Parque Calixto García donde el auto terminaba su viaje, yo me bajé y lo mismo hizo Raúl. El trató de hablarme, tal vez para hacer una cita o darme su número telefónico o algo por el estilo, pero yo le di la espalda y eché a correr y no paré de correr hasta mi casa, que estaba en un lugar bastante remoto en el barrio de Vista Alegre, a las afueras de Holguín.
Llegué a mi casa y allí estaba mi madre, mi prima inválida Marisela, mis abuelos, mis tías. Yo temía que vieran en mi rostro lo ocurrido. Había una sensación de felicidad, una alegría, que mi madre notó, pues, después de todo, no había ningún motivo para estar alegre. Yo tenía en ese momento hasta sentido del humor y un enorme apetito. En realidad, estaba satisfecho y había logrado una plenitud antes no experimentada.
Al otro día por la tarde fui al Parque Central de Holguín a donde iba toda la juventud. Pensaba que por allí debía de estar Raúl y, en efecto, después de darle dos o tres vueltas al parque me tropecé con él. Me saludó como si nada hubiera pasado y me invitó a tomar un trago en un bar que estaba allí cerca, en la calle Libertad. Para mí fue un descubrimiento aquel bar, que en realidad era un bar para homosexuales. Había allí una gran cantidad de hombres; unos muy machos, otros extremadamente femeninos, pero el ambiente y la camaradería eran de absoluta complicidad. Aún en aquel momento existían esos sitios en Holguín y en todas partes de la Isla. Luego desaparecieron.
Mis aventuras eróticas con Raúl se desarrollaban todos los fines de semana en los hoteles del pueblo. Todavía en aquel momento dos hombres tenían la posibilidad de poder alquilar una habitación de hotel y pasar la noche juntos; los hoteles Patayo, Tauler y Expreso fueron escenario de nuestra pasión adolescente. Disfrutábamos en aquellas camas chirriantes, a veces con sábanas sucias; pero nuestra pasión no se fijaba en esas cosas.
Mi familia comenzó a notar que esas ausencias eran un poco misteriosas; si yo iba solamente una vez por semana a Holguín y pasaba la noche fuera de la casa, era porque algo raro estaba pasando. Creo que desde entonces empezaron a sospechar que yo tenía relaciones con algún hombre pero, desde luego, no había ninguna prueba. Quizá lo que más le molestaba a mi madre era que a mi regreso se me veía muy alegre y parece que hasta mi rostro se había transformado un poco; era más terso. Mi alegría era como una ofensa para aquella casa, llena de mujeres abandonadas y de dos viejos ya un poco amargados. Pero yo por las noches vivía muy intensamente y no podía ocultar mi felicidad. Llegué a enamorarme de Raúl, pero él no lo estaba de mí; yo era un capricho, un joven guajiro al que él había iniciado, prácticamente, en las relaciones sexuales, si se tiene en cuenta que mis relaciones infantiles con mi primo Orlando habían sido simples juegos, muy lejos de la eyaculación y de todos los misterios del erotismo. Raúl se aburrió de mí y creo que en determinado momento me lo dijo o por lo menos me lo sugirió. Para mí fue un duro golpe; él era mi primer amante y sólo había durado tres o cuatro meses. Tenía yo en aquel momento un concepto distinto de las relaciones sexuales; quería a una persona, quería que esa persona me quisiera y no pensaba que uno tenía que buscar, incesantemente, en otros cuerpos lo que ya había encontrado en uno solo; quería un amor fijo, quería lo que tal vez mi madre siempre quiso, es decir, un hombre, un amigo, alguien a quien uno perteneciese y que le perteneciera. Pero no fue así, ni creo que pueda ser posible, por lo menos en el mundo homosexual. El mundo homosexual no es monogámico; casi por naturaleza, por instinto, se tiende a la dispersión, a los amores múltiples, a la promiscuidad muchas veces. Era normal que en aquellos momentos yo no lo viera de ese modo; había perdido a mi amante y me sentía completamente desilusionado. Además, mi estancia en aquella granja era cada vez más aburrida, y ahora, sin la ilusión de encontrarme con Raúl y hacer el amor. No pensaba que pudiera hallar otro amante, ni tampoco era lo que quería.
Adiós a la granja

 

En aquel momento el gobierno revolucionario convocó a los contadores agrícolas, por medio de la prensa, para que todos aquellos que quisieran se presentaran a un curso de planificación en la Universidad de La Habana. Sencillamente, había que enviar una solicitud y después, en caso de ser aprobada, mandaban un telegrama con la aceptación. A mí me enviaron el telegrama y tenía que presentarme en el Hotel Nacional en una semana. No lo pensé. Dejaba atrás una granja llena de gallinas escandalosas, un mundo lleno de gente inconforme, maloliente, desarrapada y mal pagada, unos amores frustrados y un pueblo como Holguín, ajeno a todo lo que fuese la belleza tanto espiritual como arquitectónica.
Cuando llegué al Hotel Nacional me encontré con el hecho de que casi todos los jóvenes que se habían graduado como contadores agrícolas estaban allí; todos habían decidido estudiar planificación con la esperanza de poder dejar la granja donde se encontraban como contadores y algunos ya como administradores. No era para menos, aquellos sitios eran espantosos. A la hora de pagarle a los trabajadores siempre se armaba un escándalo enorme; decían que se les habían robado horas, que el listero no había reportado su trabajo. Por cierto, en todas aquellas granjas había algún técnico soviético; el de la mía se llamaba Vladimir y era el típico ruso campesino: no sé si sabía o no de pollos, pero era el dirigente ideológico de la granja. Vladimir era, creo, absolutamente casto; vivía con otros rusos en un chalet. En realidad, todo aquel engranaje de las granjas del pueblo estaba dirigido por los soviéticos; nosotros éramos instrumentos que realizábamos una labor secundaria y los rusos determinaban lo que debía o no hacerse. Sin hablar ni siquiera español, en la mayoría de los casos, aquellos rusos se habían convertido en los jefes de los guajiros cubanos.
En el Hotel Nacional estábamos todos esperando hacer unos exámenes selectivos, ya que solamente iban a dejar a unos cincuenta jóvenes para estudiar planificación. Afortunadamente, fui uno de los cincuenta en aprobar aquel curso en la Universidad de La Habana y los seleccionados fuimos a vivir al hotel Habana Libre. A mí me tocó dormir en una habitación con Pedro Morejón, un estudiante medio deforme y absolutamente extremista, y con Monzón, el experto en chulear a los homosexuales; guapo como era, siguió viviendo de eso y me contaba sus aventuras con los bailarines del Ballet Nacional, que le pagaban hasta treinta pesos por mamarle la pinga; para él aquello era una sorpresa, pues además del placer enorme del que disfrutaba, era bien pagado.
Yo me mantenía aún fiel al recuerdo de Raúl, y además sentía mucho miedo de que fuera descubierta mi condición homosexual en La Habana, aunque allí, en aquel momento, todavía no había una vigilancia excesiva. Por lo demás, las clases en la universidad nos llevaban todo el día; eran clases de economía política, trigonometría, matemáticas, planificación. El director del curso era Pedro Marinello, creo que sobrino o hermano de Juan Marinello. Más tarde Pedro Marinello desapareció; decían que era agente de la CIA, que era la etiqueta que le pegaban, desde entonces, a cualquiera que disentía del régimen de Fidel Castro.
Tuvimos un magnífico profesor de geografía económica que hablaba, sin embargo, de todo menos de esa materia. Nos contaba de sus viajes por el mundo, por África, por el desierto, cómo cabalgaba en un camello que no quería caminar ni para atrás ni para «alante». Hablaba de sus experiencias amorosas en París, de las mujeres que lo habían amado, hablaba de literatura, nos citaba a los grandes escritores. Era un humanista, un hombre con sentido artístico. Se llamaba Juan Pérez de la Riva. Más tarde cayó en desgracia, e intentó suicidarse varias veces sin fortuna. Venía de una familia millonaria y era uno de los cuadros de la Revolución. Fue uno de los pocos de su familia que había aceptado el cambio social y se había quedado en Cuba. Podía ir a París y ver a su familia, pero cada vez que iba, se tiraba de un puente con la esperanza de suicidarse y nunca lo logró. Era un hombre siempre enamorado de las alumnas y sin suerte con ellas. Su esposa, Sara, era también profesora y bibliotecaria de la universidad; creo que lo quería y por eso le toleraba aquellos amoríos. Finalmente, encontró a una muchacha que se enamoró de él, y entonces, súbitamente, a Pérez de la Riva le salió un cáncer en la garganta. Ya no quería morirse, pero murió entonces. No tuvo que suicidarse.
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