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Authors: Reinaldo Arenas

Tags: #prose_contemporary

Antes que anochezca (11 page)

BOOK: Antes que anochezca
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El gobierno de Fidel Castro descubrió que no era rentable tenemos a nosotros viviendo en el hotel Habana Libre, existiendo huéspedes mucho más distinguidos que alojar en aquellas habitaciones. Por lo demás, la mayoría de nosotros éramos guajiros y no sabíamos bien cómo cerrar una pila de agua, o como dar con el agua caliente y la fría a la vez; algunas alfombras se inundaron, algunos pisos se convirtieron casi en piscinas en el antiguo Habana Hilton. Lo menos que imaginó nunca el señor Hilton fue que algún día aquel lujoso hotel se llenaría de guajiros que no sabían ni siquiera cómo funcionaban las duchas.
Nos llevaron para unos albergues en Rancho Boyeros y de allí nos trasladaban en camiones hasta la Universidad de La Habana. Allí pude comprobar que muchos de mis condiscípulos tenían relaciones sexuales entre sí, que algunos lo hacían abiertamente; había como una tolerancia secreta por parte de los demás. Allí también se llegaba a hablar de Sartre. Recuerdo que acostado en una litera me leí por primera vez
Aire frío
, de Virgilio Piñera.
Uno de mis mejores amigos era Roberto Bolívar, hijo de Natalia Bolívar, una vieja militante socialista que desde luego estaba muy integrada al carro de la Revolución castrista. Bolívar me confesó abiertamente que era homosexual y me contaba sus aventuras con los jóvenes allí, en Rancho Boyeros, invitándome a participar en esas aventuras, a lo cual yo me negaba rotundamente; no quería hacer vida pública homosexual, pues aún pensaba que tal vez yo podía «regenerarme»; ésa era la palabra que utilizaba para argumentarme que yo era una persona con un defecto y que tenía que suprimir ese defecto. Pero la naturaleza y mi autenticidad estaban por encima de mis propios prejuicios.
Un día fui con Bolívar a la Biblioteca Nacional. En el departamento de música me presentó a todos sus amigos; todos eran homosexuales. Algunos me hicieron proposiciones y yo las rechacé ofendido, pero a la noche siguiente volví de nuevo a aquel mismo lugar.
El gobierno revolucionario no sólo quería que estudiáramos planificación, sino también nos hacía trabajar para que nos pagáramos de alguna manera las clases. Así, me llevaron a trabajar al INRA, es decir, al Instituto Nacional de la Reforma Agraria, en un edificio construido por Batista, como la Plaza de la Revolución (desde donde habla Fidel Castro) así como todos los edificios que la rodean, inclusive el mismo Palacio de la Revolución. Al principio dirigía el INRA Carlos Rafael Rodríguez y después el propio Castro. Roberto Bolívar y yo alquilamos una habitación en una casa de huéspedes cerca de este lugar. En las habitaciones dormíamos tres o cuatro hombres; era como un sitio de una novela picaresca de Quevedo o de Cervantes. Incesantemente, había un tráfico de gente que entraba y salía; gente de paso que cualquiera «levantaba» en la esquina y traía a acostarse a la cama. A veces no se podía dormir con los estruendos eróticos que realizaba Bolívar en la cama de al lado; siempre hallaba algún tipo cerca de la casa y pasaba la noche entre unos gorjeos realmente alucinantes.
El hambre era grande, porque con setenta y nueve pesos no teníamos para poder pagarnos un almuerzo y una comida diaria. Por eso de noche nos levantábamos y asaltábamos a tientas el refrigerador de Cusa, la dueña de la casa de huéspedes. Rápidamente, ella se dio cuenta de nuestros robos y le puso un candado, pero nosotros nos las arreglamos para abrir el candado y comer lo que allí hubiese. Por último, Cusa le puso unas meditas al refrigerador y lo escondía en su propio cuarto. Cusa era una vieja enorme, blanca y corpulenta, que podía darse el lujo de arrastrar aquel refrigerador gigantesco todas las noches hasta su habitación.
La situación económica también nos hacía cambiar de casa con bastante frecuencia; en un año recuerdo haberme mudado once veces. Era el año de 1963 y ya se agudizaban las persecuciones sexuales; muchos de los amigos de Roberto Bolívar ya habían pasado a los campos de concentración de la UMAP,
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pero yo todavía no era un homosexual confeso. No tenía relaciones de ningún tipo y vivía reprimido, escuchando los estertores y los espasmos de Roberto y su
partenaire
, mientras yo, solitario, me masturbaba.
En Cuba se realizaba ese tipo de «fleteo» típico que tal vez se hacía en cualquier otro lugar del mundo; uno caminaba unas cuadras y un joven seguía caminando detrás de uno; uno se paraba en la esquina y él se paraba un momento; después uno echaba a caminar otra vez y el joven seguía caminando detrás y, finalmente, el fósforo, la hora, el tiempo, la usual pregunta de si uno vive cerca. Así conocí a un joven y lo llevé a mi cuarto. Era un hombre guapo, tal vez de dieciocho o veintiún años, con más experiencia que yo. Hasta ese momento yo, en las pocas relaciones que había tenido, hacía el papel de activo, pero este joven no estaba dispuesto a eso; él quería poseerme y realmente lo hizo con tal maestría que lo logró, y yo disfruté de aquel logro. Se llamaba Miguel, y después de aquel día nos vimos a menudo; tenía hasta un automóvil, cosa difícil ya en aquella época, e íbamos a la casa de unos amigos o salíamos por las afueras de la ciudad. Ya los hoteles se hacían muy difíciles en La Habana para dos hombres. Cuando, desaforadamente, realizábamos el amor, Miguel siempre me poseía y yo pasé de activo a receptor y esto me satisfacía plenamente.
Con Miguel conocí el mundo de la farándula habanera; las grandes putas que bailaban en Tropicana o en el cabaret llamado Nocturno, que estaba situado donde ahora está Coppelia. Aquellas mujeres, algunas muy bellas, tenían relaciones con comandantes o altos dirigentes del gobierno y podían tener una residencia cerca del Malecón o en Miramar. Recuerdo una fiesta, un día de san Lázaro, en la casa de una de ellas. Fue una fiesta enorme, donde estaba toda la gente de la farándula; hasta la misma Alicia Alonso fue allí y tocó un san Lázaro inmenso iluminado. Las cantantes famosas, como Elena Burque y todas las demás, estaban allí también. Miguel era muy conocido dentro de aquel mundo y yo me sentía un poco extraño siendo el amante de aquel personaje.
Por las noches íbamos a algún cabaret, ya fuera Tropicana o el cabaret de los hoteles Capri, Habana Libre, Riviera. Martha Estrada era la estrella del momento y, desde luego, Miguel era su amigo.
El 31 de diciembre de 1963 lo pasamos juntos. A las doce de la noche Miguel me abrazó llorando y me dijo: «Es increíble que ya Fidel lleve cuatro años en el poder». Infeliz: pensaba que aquel tiempo era demasiado. El terminó arrestado y llevado a uno de los campos de concentración de la UMAP. No lo volví a ver nunca más, ni siquiera en el exilio he vuelto a saber de él. A veces pienso que lo mataron en el campo de concentración; era colérico, indisciplinado y amante de la vida.
Con la pérdida de Miguel volví a deambular por las calles de La Habana. Un día conocí a un hombre de cierta edad; se mostró muy amable y me llevó a su casa. Era pintor y se llamaba Raúl Martínez. Se convirtió en mi amante y yo volví de nuevo a hacer mi papel activo en el sexo, que era lo que complacía a Raúl y, por otra parte, yo me sentía bien de cualquier manera si la persona me gustaba. Raúl era una especie de padre para mí; me enseñaba cosas que yo desconocía en arte, en pintura, en literatura. Vivía con alguien que había sido su amante y ahora era su amigo; un dramaturgo de segunda categoría que en aquel momento gozaba de cierta fama, porque había hecho unas melopeas más o menos laudatorias al régimen. Abelardo Estorino se llamaba.
Yo me quedaba en la casa de Raúl y Estorino. Raúl tenía además, un estudio en la Casa de las Américas a donde yo lo iba a visitar también, y allí, entre los lienzos, hacíamos el amor, a sólo unos pasos de Haydée Santamaría, que más tarde terminó pegándose un tiro en la cabeza, pero que por entonces reinaba en ese mismo edificio.
La Biblioteca

 

Yo seguía escribiendo poemas, aprovechando las máquinas de escribir del INRA y ese tiempo muerto que existe en toda actividad burocrática, garabateando papeles con poemas que creo eran verdaderamente malos. Se los enseñé a Raúl, que tenía conocimientos literarios, y me confesó que eran francamente horribles, pero yo seguía escribiendo.
En 1963, la Biblioteca Nacional convocó un concurso para narradores de cuentos. Yo siempre aprovechaba la hora del almuerzo para ir a leer algún libro a la Biblioteca Nacional, que quedaba muy cerca del INRA, y leí la convocatoria. La persona que quisiera presentarse al concurso tenía que aprenderse algún cuento de memoria, de algún escritor conocido, y narrarlo. De acuerdo con sus dotes como narrador sería o no elegido por el comité encargado de hacer la selección. Yo busqué algún cuento que durara cinco minutos, tiempo máximo que debía durar la narración. No lo encontré y decidí escribirlo yo mismo. Lo titulé «Los zapatos vacíos». Tenía sólo dos páginas y su lectura duraba tres minutos y medio. Me presenté a aquel comité integrado por cinco hombres, de apariencia muy respetable, y una viejita que parpadeaba todo el tiempo, y narré mi cuento. Ellos se quedaron impresionados; no por mi manera de narrar, sino por el cuento mismo. Me preguntaron quién era el autor. Y dije que yo; que lo había escrito el día anterior, y saqué entonces de mi bolsillo el cuento y se lo entregué a uno de ellos.
Al otro día recibí un telegrama donde decían que estaban muy interesados en hablar conmigo y que pasase por la Biblioteca Nacional. Lo firmaba un señor llamado Eliseo Diego. Me presenté allí y conocí a Eliseo Diego. También conocí a la viejita que parpadeaba, María Teresa Freyre de Andrade, que era la directora de la Biblioteca Nacional; allí estaban también Cintio Vitier y su esposa Fina García Marruz. Formaban una especie de aristocracia culta. En aquel momento todos ellos (incluso Salvador Bueno) eran personas consideradas un poco desafectas al régimen, y María Teresa, que era una mujer magnánima, los había protegido. Les había dado un cargo en la Biblioteca y allí trabajaban, o simulaban que trabajaban, mientras cobraban un sueldo y podían escribir sus poemas.
María Teresa comisionó a la subdirectora de la Biblioteca Nacional, una mujer gigantesca y hombruna, llamada Maruja Iglesias Tauler, para que hablase con el director de mi trabajo en el INRA y lograse mi traslado a la Biblioteca Nacional. Para poder trasladar un empleado de un lugar a otro eran necesarios, ya en aquella época, largos trámites burocráticos, pero Maruja Iglesias, por suerte, siempre fue muy ducha en esos trámites; creo que hoy es una alta dirigente del Ministerio de Relaciones Exteriores. Esta mujer, casualmente, había sido la dueña de aquel hotel Tauler en que Raúl y yo hacíamos el amor, desenfadadamente, en Holguín.
Se logró el traslado y yo, súbitamente, dejé los predios de Fidel Castro, las cuentas, los números, las máquinas de sumar y aquella incesante letanía de nombres y cifras que había que repetir y corregir, y me interné en aquel mundo mágico de la Biblioteca Nacional que en aquel momento aún gozaba de esplendor bajo la dirección única de María Teresa Freyre de Andrade.
Esta mujer pertenecía a una familia aristocrática de tradición revolucionaría. Había sido educada en París y había creado la Biblioteca Nacional, que funcionaba de maravilla bajo su dirección. Pasar a trabajar en aquel lugar fue decisivo para mi formación literaria. Mi trabajo consistía en buscar los libros que las personas solicitasen, pero siempre había tiempo para leer. Por otra parte, en las noches que tenía que hacer guardia, cosa ésta que ya se había impuesto en todos los centros de trabajo, disfrutaba del placer mágico de escoger cualquier libro al azar. Mientras caminaba por entre todos aquellos estantes, yo veía cómo destellaba desde cada libro la promesa de un misterio único.
Eliseo Diego trataba de orientarme en las lecturas infantiles y Cintio Vitier me decía que tenía que cuidarme mucho de obras como las de Virgilio Piñera y otros autores por el estilo; me hacían una censura culta y delicada. En aquel momento, no aprobaban el régimen y me decían horrores de Fidel Castro y de la tiranía que había impuesto; querían abandonar el país, pero o tenían muchos hijos o no podían hacerlo. Eliseo Diego decía: «Yo, el día que tenga que escribir una oda elogiando a Fidel Castro o a esta Revolución, dejo de ser escritor».
Más adelante, sin embargo, tanto Cintio como Eliseo se convirtieron en voceros del régimen de Fidel Castro. Y no una, sino decenas de odas, ha escrito Eliseo en homenaje a Fidel Castro y a su Revolución. Cintio ha hecho lo mismo o tal vez cosas peores. Quizá por eso hayan dejado de ser ya escritores; pero en aquel momento eran personas sensibles que, indiscutiblemente, influyeron en mi formación literaria. Eliseo me regaló su libro
En la Calzada de Jesús del Monte
, el cual considero como uno de los mejores de la poesía cubana. Cintio ejercía la crítica, siempre más bien con características monjiles, pero era culto y de todos modos valía la pena hablar con él. Fina era una poeta muy superior a su esposo, pero siempre ocupaba un segundo plano con relación a él, de acuerdo con la tradición española y católica que ella representaba; era la mujer paciente, sumisa, resignada, casta; el que brillaba era Cintio, y ella parecía ser solamente la esposa obediente.
Yo aprovechaba la Biblioteca al máximo. María Teresa había tenido la sabiduría de hacemos trabajar sólo cinco horas. Yo empezaba a trabajar a la una, pero me iba desde las ocho de la mañana para aprovechar aquel salón vacío y escribir; allí escribí
Celestino antes del alba
. Me leí casi todos los libros que poblaban aquella enorme biblioteca.
Después las cosas fueron cambiando; para mal, como es lógico. Se decía que la Biblioteca Nacional era un centro de corrupción ideológica, que María Teresa no era fuerte y había llenado aquel sitio de lesbianas; no sé si era verdad o no, pero se decía que la propia María Teresa era lesbiana y que todas las mujeres que allí trabajaban también lo eran. Algunas eran, realmente, bastante varoniles, pero creo que practicaban una especie de lesbianismo platónico. Se reunían en el apartamento bastante lujoso de Maruja Iglesias o en la residencia de María Elena Ross, que estaba casada con un pariente de Fidel Castro, pero era para tomar refrescos, bañarse en la piscina o hablar del ídolo literario de entonces, que era Alejo Carpentier con su novela
El siglo de las luces.
Una vez hubo un escándalo en plena biblioteca. Dos bibliotecarias reconocidas habían sido descubiertas en el baño, desnudas y haciendo el amor. Aquellas mujeres fueron llevadas ante María Teresa, que las perdonó, y dijo que eso no era asunto suyo, sino de los esposos de esas mujeres, y que ella no podía hacer nada en aquel problema. Precisamente, por ser tan noble, a María Teresa se le fue llenando aquel lugar de enemigos; gente resentida que nunca le perdonaron que ella les hubiese hecho el favor de darle empleo. Una de esas personas fue María Luisa Gil, quien odiaba a María Teresa a muerte, sencillamente por aspirar ella misma a la dirección; era una española estalinista, casada con un viejo militante del Partido Comunista. Era una mujer llena de resentimiento, que encubría bajo una aparente dulzura. Poco a poco los enemigos empezaron a formar cabezas de playa diciendo que María Teresa era lesbiana, aristocrática, contrarrevolucionaria, y terminaron logrando su destitución. Lisandro Otero fue quien le comunicó la orden de expulsión a María Teresa; como buen policía y enemigo de la cultura, sintió un gran placer en destituir a la persona que había creado aquella institución. El director entonces pasó a ser nada menos que un oficial de la policía de Fidel Castro; el capitán Sidroc Ramos. María Teresa dejó la Biblioteca llorando.
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