Antes que anochezca (15 page)

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Authors: Reinaldo Arenas

Tags: #prose_contemporary

BOOK: Antes que anochezca
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A veces los amantes con los que nos tropezábamos tenían intenciones criminales o complejos que los llevaban a desatar una violencia injustificada. El caso de Amando López fue significativo. Se encontró con un bello joven que practicaba judo y lo llevó a su casa. El joven le dijo que se acostara y comenzó a contemplar a la Gluglú, que era el nombre de guerra de Amando López. «Qué bello cuello tienes», le dijo el joven. «Estíralo un poco más», agregó. «Ahora, cierra los ojos», le ordenó el bello ejemplar masculino; y Amando con el cuello estirado y los ojos cerrados, como un cisne en pleno éxtasis, esperaba desesperado la caricia cuando el joven dio un enorme alarido, típico de los practicantes de judo, y se abalanzó contra el cuerpo de Amando y con la mano abierta le golpeó el cuello. Aquel joven lo que quería, realmente, era romperle la nuez; matarlo instantáneamente. Amando, una loca muy fuerte, metió un grito y todos los vecinos de la casa de familia donde él tenía un cuarto corrieron en su ayuda y lo llevaron rápidamente a un hospital, mientras echaba sangre por la boca. El joven desapareció gritándole improperios.
En varias ocasiones las aventuras eróticas de la Gluglú terminaban en el hospital. Recuerdo una vez que le presenté a uno de los reclutas que me visitaban. Yo tenía una especie de ejército particular; conocía a un recluta y al otro día ése me llevaba a su amigo y el otro a su otro amigo, y así a veces eran quince o veinte reclutas en mi cuarto; era demasiado. Además, nosotros éramos generosos y compartíamos nuestros amigos; ellos también se sentían estimulados en conocer a nuevas personas. Yo le llevé este recluta a Amando; era en verdad un hombre bellísimo, pero tenía el sexo pequeño y Amando era ambicioso. No sintiéndose satisfecho con el recluta, le pidió que le introdujera en el ano un bate de pelotero que guardaba para estos menesteres, pero al recluta se le fue la mano e introdujo todo el bate en el ano de Amando; y esto le produjo una perforación intestinal, seguida de una peritonitis. Durante mucho tiempo tuvo que usar un ano artificial. La Gluglú cambió de nombre: entonces la llamaban la Biculo.
A veces uno era víctima también de celos por parte de aquellos hombres o bugarrones, como ellos se llamaban. A veces los celos eran entre los mismos bugarrones. Una vez yo metí a un muchacho guapísimo en una caseta de La Concha y otro, al parecer enamorado de este muchacho, llamó a la policía y le dijo que había dos hombres templando en una caseta. Aquello nos podía costar años de cárcel. Pero aquel muchacho, bien malvado por cierto, nos trajo el policía a la caseta donde nosotros fornicábamos desnudos y empapados en sudor. Nos exigieron que abriéramos la puerta, pues ya nos habían visto trabados por la parte de arriba de la caseta. Todo indicaba que no había ninguna escapatoria: dos hombres completamente desnudos y excitados, metidos dentro de una caseta, no tenían ninguna justificación ante la policía. Yo envolví, rápidamente, mis pertenencias en la camisa e hice un bulto, abrí la puerta y, antes de que la policía tuviera tiempo de agarrarme, di un grito y me lancé a todo correr por las escaleras de La Concha, me tiré al agua y comencé a nadar mar afuera. En ese momento la naturaleza me fue propicia; se desató una tormenta tropical súbitamente. Fue casi un milagro; veía a la policía en la costa con un patrullero buscándome, pero el aguacero fue tal que ellos me perdieron de vista. Y así, desnudo, llegué a las playas del Patricio Lumumba, que estaban a unos dos o tres kilómetros de La Concha. Había dejado de llover y tres muchachos se lanzaban al agua desde el trampolín. Eran tres muchachos formidables. Delante de ellos subí al trampolín y me puse la trusa. Empecé a conversar con ellos y no sé si sospecharon que algo extraño me había ocurrido, pero no me hicieron ninguna pregunta. Nadamos un rato y a los pocos minutos ya estaban conmigo en mi cuarto, por suerte, a pocos pasos del Patricio Lumumba. Realmente, me recompensaron de toda la angustia que había pasado en La Concha, pero por varios meses tuve que dejar de ir a aquella playa, donde nunca vi tantos hombres dispuestos a templarse a otros hombres. El lugar era histórico en ese sentido; desde la época de la República todo el mundo iba allí a fornicar en aquellas casetas donde se cerraba la puerta y uno hacía lo que quería. Por lo demás, aquellos hombres en trusa o desnudos eran, verdaderamente, irresistibles.
Los hombres iban con sus mujeres y se sentaban en la playa a jugar, pero a veces entraban en el balneario, donde se desvestían y tenían sus aventuras eróticas con algún otro joven, y luego volvían a atender a sus esposas. Recuerdo a un hombre, particularmente bello, que jugaba con su mujer y su hijo en la arena. Se acostaba en la arena, levantaba los pies y yo le veía unos bellísimos testículos. Lo observé por largo rato y él volvía a jugar con el niño y levantaba de nuevo los pies y yo le veía aquellos testículos. Finalmente, entró en el edificio donde estaban las casetas, se dio un baño y subió a cambiarse. Yo lo seguí, y creo que le pedí un cigarro o un fósforo, y me dijo que entrara. Por cinco minutos le fue infiel a su esposa de una manera increíble. Después lo vi de nuevo con su mujer del brazo y su hijo; una bella imagen familiar. Creo que de allí surgió la idea de escribir mi novela
Otra vez el mar
, porque el mar era realmente lo que más nos erotizaba; aquel mar del trópico lleno de adolescentes extraordinarios, de hombres que se bañaban a veces desnudos o con ligeras trusas. Llegar al mar, ver el mar, era una enorme fiesta, donde uno sabía que siempre algún amante anónimo nos aguardaba entre las olas.
A veces realizábamos el amor debajo del agua. Yo me hice un experto; logré hacerme con una careta y unas patas de rana. Era maravilloso el mundo submarino; ver aquellos cuerpos debajo del agua. Algunas veces realicé el amor bajo el agua con otro que también tenía una careta. En ocasiones, éste iba acompañado y, mientras, sumergido hasta el cuello, hablaba con el amigo, yo le succionaba poderosamente el miembro hasta hacerlo eyacular; luego yo desaparecía nadando con mis patas de ranas. La persona con quien hablaba, lo único que notaba, quizás, era un suspiro profundo en el momento de su eyaculación.
Casi siempre hacíamos colas inmensas para conseguir casetas en La Concha, pero, si no lo lográbamos, hacíamos a veces el amor encima de los almendros que rodeaban aquella playa, que como plantas tropicales eran frondosos y tenían un enorme follaje; no era difícil para un adolescente subirse a aquellos árboles y, allá arriba, entre el estruendo de los pájaros, realizábamos maniobras eróticas propias de equilibristas profesionales.
El mayor goce de entonces era la posibilidad, siempre difícil, de alquilar una casa en Guanabo. Sin embargo, por los años sesenta casi siempre algún amigo se las arreglaba para conseguir una. No la alquilaba él; tenía que hacerlo una mujer o alguien casado, pero de alguna manera se conseguían aquellas casas por un fin de semana y a veces por una semana completa. Era una fiesta enorme. Todos llevábamos nuestras libretas y escribíamos poemas y capítulos de novelas, y nos pasábamos a veces ejércitos completos de adolescentes; lo erótico y lo literario marchaban de la mano.
Nunca he podido trabajar en plena abstinencia, porque el cuerpo necesita sentirse satisfecho para poder dar rienda suelta a su espíritu. En mi pequeño cuarto en Miramar me encerraba por las tardes y a veces escribía hasta altas horas de la noche. Pero por el día yo había recorrido descalzo todas aquellas playas y había tenido insólitas aventuras con bellísimos adolescentes entre los matorrales; diez, once, doce a veces y, en otras ocasiones, uno solo, pero extraordinario, para que me rindiese por una docena.
Muchos de aquellos muchachos regresaban después, pero era un problema, porque aquella casa no era mía; yo vivía en el cuarto de criados de mi tía Orfelina, que además era informante de la Seguridad del Estado. Por lo tanto, era problemático que aquellos muchachos regresaran, sobre todo, cuando yo no estaba y empezaban a golpear la puerta. Mi tía tenía muchas gatas. Mis amantes, por orientación mía, no entraban por el frente de la casa sino por el patio, saltando un muro que daba al mar, y yo los esperaba ya en mi cuarto; desgraciadamente, en ocasiones, al saltar, caían encima de una de las innumerables gatas de mi tía; aquellos animales daban unos alaridos enormes y mi tía formaba un escándalo tremendo. En muchas oportunidades, los muchachos, aterrorizados, no podían entrar al cuarto donde yo los esperaba. Pero otros eran más arriesgados y se subían por el tejado o escalaban el balcón que daba a la calle. A veces había cuatro o cinco y, mientras me pasaba a uno, los otros se masturbaban esperando que les llegara el turno.
Otras veces disfrutaban de la aventura colectiva y entonces era una fiesta, de la cual yo hacía cómplice a Lezama contándole mis aventuras. En cuanto María Luisa se retiraba a preparar el té, él me preguntaba cómo me había ido o qué tal andaba de amores. Yo andaba muy bien, aunque al igual que todos los demás padecía, en ocasiones, de la violencia de algunos amantes.
Una vez al bajarme de la guagua, recuerdo haber interceptado a un adolescente fornido. No hubo que hablar mucho; ésa era una de las ventajas del flete en Cuba, que se hablaba poco; las cosas se hacían con la mirada, se pedía un cigarro, se decía que uno vivía por allí, que si quería llegar a la casa. Si la persona aceptaba, ya todo lo demás se daba por entendido. El joven aceptó. Al llegar a la casa me sorprendió porque, en vez de él hacer el papel de hombre, me pidió a mí que lo hiciera. Yo, en realidad, también disfrutaba haciendo esos papeles y aquel hombre se lanzó a mamármela; yo me lo templé y disfrutó como un condenado. Después, aún desnudo, me preguntó: «Y si nos cogen aquí, ¿quién es el hombre?». Se refería a que quién era el que se había templado a quién. Yo, quizá con un poco de crueldad, le dije: «Naturalmente, que soy yo porque te la metí». Eso enfureció a aquel hombre, que también practicaba judo, y empezó a tirarme contra el techo; me tiraba y, por suerte, me recibía otra vez en sus brazos, pero me estaba dando unos golpes horribles. «¿Quién es el hombre? ¿Quién es el hombre? ¿Quién es el hombre?», me repetía. Y yo, que temía perder la vida en aquello, le respondí: «Tú, porque sabes judo».
Por suerte, no todos los deportistas se portaban de esa manera. Cerca de la casa de mi tía había una enorme escuela que se llamaba INDER.
5
Eran miles de muchachos entrenándose en ciclismo, boxeo, garrocha y otros deportes, que estaban becados en aquella escuela a sólo dos cuadras de mi cuarto. Casi todos pasaron por ese cuarto. A veces se reunían varios, otras veces uno solo. Una vez coincidieron un profesor y un alumno; se miraron sorprendidos. El profesor era de la Juventud Comunista y, cuando llegó y tocó a la puerta, yo no se la abrí, porque estaba con el alumno en mi cuarto; pero él trepó por el balcón, empujó la ventana y entró, encontrándose con el alumno desnudo. No tenía forma de explicarle a aquel alumno cómo, a las tres de la mañana, él se había lanzado por una ventana adentro en aquel cuarto donde vivía un maricón; la verdad es que no sé cómo lo hizo, porque aquella noche se marchó, pero al otro día regresó. Por fortuna, el alumno no estaba allí.
Mis aventuras eróticas no se limitaban a las playas ni a los cuarteles; también visitaba las universidades, los albergues universitarios, donde dormían cientos de estudiantes. Allí conocí a un joven llamado Fortunato Córdoba; era colombiano y había ido a Cuba con la esperanza de hacerse médico. El gobierno revolucionario había invitado por esa fecha a muchos jóvenes de toda la América Latina para cursar en Cuba estudios universitarios. Una vez en las universidades, se les empezaba a dar adoctrinamiento político y, finalmente, se les decía que su país necesitaba ser liberado; que eran una víctima del imperialismo norteamericano; que tenían que regresar como guerrilleros.
Fortunato me contó todo aquello mientras hacíamos el amor en una colchoneta en el sótano de la beca. El no quería volver como guerrillero, quería ser médico y para eso había venido a Cuba. Y como se había negado, le habían retirado el pasaporte y ahora lo amenazaban con expulsarlo de la universidad. Estaba desesperado al pensar qué iba a hacer en Cuba, expulsado de la universidad y sin ningún documento de identificación.
Hicimos el amor durante un año y, al fin, tuvo que enrolarse como guerrillero; no sé si lo mataron, porque nunca más tuve noticias de él. Cuando escribí
El palacio de las blanquísimas mofetas
quise hacerle un pequeño homenaje a ese magnífico amante que había tenido; el héroe de mi novela se llamó Fortunato.
Algunos otros guerrilleros, al parecer más afortunados, regresaron a Cuba. Una vez llegó uno llamado Alfonso que había conocido a Fortunato en las guerrillas y éste le había dado mi dirección. Tocó en la casa de mi tía, preguntó por mí y para identificarse me dijo que era amigo de Fortunato. Me di cuenta enseguida de lo que quería; nos hicimos buenos amigos y excelentes amantes. Había estado en las guerrillas y trabajaba para el Ministerio del Interior de Cuba y ocupaba cargos oficiales en las representaciones diplomáticas a las cuales iba Fidel Castro, formando parte de su cuerpo de seguridad. Tal vez por ser extranjero se le perdonaban aquellos actos de bugarronería, o tal vez el Gobierno no lo sabía; el caso es que me estuvo visitando por años; iba esporádicamente, como es lógico, y se comportaba de una manera francamente muy varonil. Súbitamente desapareció; tal vez lo trasladaron para otro país en misión oficial y quién sabe hoy en día dónde estará.
Aparte del flete diurno que se realizaba, generalmente, en las playas, La Habana disfrutaba también de otra vida homosexual poderosísima; subterránea, pero muy evidente. Esa vida era el flete nocturno por toda la Rampa, por Coppelia, por todo el Prado, por todo el Malecón, en el Coney Island de Marianao. Todas esas zonas estaban repletas de reclutas y becados; hombres solos, encerrados en cuarteles y escuelas, que salían de noche deseosos de fornicar y le metían mano a lo primero que encontraran. Yo trataba de ser siempre uno de los primeros en ser encontrado en cualquiera de estos sitios. «Ligué» con cientos de ellos y los llevé para mi cuarto; a veces no querían ir tan lejos y entonces había que aventurarse por La Habana Vieja y subir alguna escalera y en el último piso bajarse los pantalones. Creo que nunca se singó más en Cuba que en los años sesenta; en esa década precisamente cuando se promulgaron todas aquellas leyes en contra de los homosexuales, se desató la persecución contra ellos y se crearon los campos de concentración; precisamente cuando el acto sexual se convirtió en un tabú, se pregonaba al hombre nuevo y se exaltaba el machismo. Casi todos aquellos jóvenes que desfilaban ante la Plaza de la Revolución aplaudiendo a Fidel Castro, casi todos aquellos soldados que, rifle en mano, marchaban con aquellas caras marciales, después de los desfiles, iban a acurrucarse en nuestros cuartos y, allí, desnudos, mostraban su autenticidad y a veces una ternura y una manera de gozar que me ha sido difícil encontrar en cualquier otro lugar del mundo.

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