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Authors: Reinaldo Arenas

Tags: #prose_contemporary

Antes que anochezca (17 page)

BOOK: Antes que anochezca
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Hiram Pratt, que estaba a mi lado, me dijo que conocía al muchacho y que podíamos ir hasta su casa. No vacilé y me lancé con Hiram a uno de los barrios más peligrosos de La Habana; era cerca de Marianao y se conocía con el nombre de Coco Solo. Tocamos en su casa y él se sintió tan desconcertado que nos dijo que esperáramos en la esquina, y allí se apareció con más de veinticinco delincuentes, armados de palos y piedras. Tuvimos que desaparecer a toda velocidad.
Sólo podíamos esperar a que Olga viajara a Francia y nos trajera otras patas de rana. Olga era una mujer increíble; le gustaban los homosexuales y le resultaba imposible tener relaciones sexuales con un hombre que no lo fuera. Supongo que vivía una vida insatisfecha, pero he conocido a muchas mujeres con esas preferencias. Su esposo estaba constantemente a la caza de homosexuales, que además tenían que ser pasivos, que quisiesen poseer a Olga, que era una mujer bellísima. Los heterosexuales estaban locos por poseerla, pero no había modo, porque ella sólo gustaba de ir a la cama con homosexuales pasivos, que fueran locas evidentes. Miguel nos rogaba a todos nosotros que poseyéramos a Olga y creo que casi todos, por un problema de fidelidad amistosa, poseímos a su esposa.
Sin embargo, Miguel decía ser heterosexual, aunque sus amigos eran verdaderos monumentos masculinos. Una tarde, estando en la playa, se desató una tormenta enorme y Miguel, con sus dos amigos José Dávila y un judoka formidable que creo pertenecía a la Seguridad del Estado, tuvieron que refugiarse en mi cuarto. Se hizo de noche y allí se quedaron a dormir. A media noche el judoka dio muestras de una erección descomunal; nunca había visto a un hombre con un miembro tan poderoso. Miguel y José Dávila dormían o se hacían los dormidos, y el judoka, que según Miguel y José, era uno de los hombres más mujeriegos que habían conocido, se trabó conmigo en un encuentro formidable.
A los varios días, Miguel vino a visitarme y no quería creer lo que yo le había contado. De todos modos, al poco rato me dijo que él necesitaba ser poseído y me incitaba a que lo hiciera; tuve que hacerlo. En varias ocasiones se presentó a mi casa a hacer esos requerimientos, que yo siempre satisfacía. Después se vestía y me decía: «No lo hago por placer; es que necesito masaje prostático, que es una de las cosas más importantes para mantener el equilibrio de la salud».
Esos casos se daban mucho también. Recuerdo a un muchacho bronceado, encantador, extremadamente varonil, y siempre que iba a mi cuarto, era él quien era poseído. Confieso que a mí me gustaba poseer a ese tipo de muchachos que parecían extremadamente varoniles. Quizás al cabo de muchas prácticas uno terminaba aburriéndose, pero al principio era una aventura. Este muchacho, después de ser poseído y gozar más de lo que había gozado yo, se vestía, me daba un fuerte apretón de mano y me decía: «Me voy, que tengo que ir a ver la "jeva"». Y, efectivamente, no creo que me mintiera; era un bellísimo muchacho, y tenía unas novias también encantadoras.
Siempre nos dábamos cita frente al mar. Hiram Pratt me esperaba a veces en Guanabo o en Santa María, bajo unos pinos cerca de las olas. Cuando podíamos, la caravana se trasladaba hasta Varadero, hasta la Bahía de Matanzas, hasta las playas más remotas de Pinar del Río; pero siempre nuestra meta final era el mar. El mar era una fiesta y nos obligaba a ser felices, aun cuando no queríamos serlo.
Quizás, inconscientemente, amábamos el agua como una forma de escapar de la tierra donde éramos reprimidos; quizás al flotar en el mar escapábamos a aquella maldita circunstancia insular. Un viaje por mar, cosa prácticamente imposible en Cuba, era el goce mayor. Sólo tomar la lanchita de Regla y atravesar la bahía era ya una experiencia maravillosa.
Como ya dije antes, aquel tiempo disfrutado frente a las olas fue lo que inspiró mi novela
Otra vez el mar.
Esa novela tuve que reescribirla tres veces, porque sus manuscritos, como las mismas olas, se perdían incesantemente e iban a parar por una u otra razón a manos de la policía. Me imagino que todas estas versiones perdidas de mi novela colmarán en el Departamento de Seguridad del Estado de Cuba un enorme estante. La burocracia es muy aplicada y espero que, por lo mismo, no haya destruido mis textos.
Yo sufría ya por entonces, en el sesenta y nueve, una persecución constante de la Seguridad del Estado, y temía siempre por los manuscritos que, incesantemente, producía. Metía todos aquellos manuscritos y los poemas anteriormente escritos, es decir, todos los que no había podido sacar de Cuba, en un enorme saco de cemento y visitaba a todos mis amigos buscando alguno que, sin hacerse sospechoso para la Seguridad, pudiera guardarme los manuscritos. No era fácil encontrar quien quisiera hacerse cargo de aquellos papeles; a quien se los encontraran podía estar años en prisión.
Nelly Felipe me los guardó. Durante meses estuvieron aquellos manuscritos míos guardados en su casa. Un día comenzó a leerlos y fue honesta conmigo y me dijo: «La novela me gusta muchísimo, pero mi esposo es teniente de la Seguridad del Estado y no puede descubrir aquí estos manuscritos». Otra vez me vi caminando por la Quinta Avenida con mi saco de cemento lleno de papeles garabateados, sin tener para dónde llevarlos.
Finalmente, los llevé para mi casa. Tenía en mi cuarto un pequeño closet, que pude camuflajear empapelándolo, como el resto de mi cuarto, con revistas extranjeras conseguidas clandestinamente y, de pronto, el closet desapareció siendo una pared más en mi cuarto, y dentro estaban ocultos todos aquellos papeles que durante años había emborronado.
En realidad tenía que tener cuidado. Un día, Oscar Rodríguez fue a buscarme a la UNEAC y me llevó a su casa que estaba en H y 17 en el Vedado. Luego de prepararme un té, me dijo: «Reinaldo, yo soy tu amigo, pero también soy un informante de la Seguridad del Estado». Según él, la Seguridad quería saber exactamente cómo era que yo sacaba mis manuscritos fuera de Cuba, con quién lo hacía, qué manuscritos tenía inéditos, dónde los guardaba y cuáles eran mis conexiones en el extranjero. Yo había publicado ya una novela en el extranjero,
El mundo alucinante
, y se anunciaba la próxima aparición de
Celestino antes del alba.
El mundo alucinante
había sido prohibida en Cuba, aunque a la vez había sido premiada por la UNEAC. Oscar Rodríguez trabajaba en el Instituto Cubano del Libro y había sido captado por los órganos de la Seguridad del Estado. El hecho de ser informante le daba ciertos privilegios; si era cogido realizando un acto homosexual, podía no ir a parar a un campo de concentración; se le había prometido también un viaje a no sé qué país socialista; y un posible traslado, como traductor, a la Sección de Intereses Norteamericanos en Cuba, a la cual, ciertamente, pasó luego a trabajar.
Yo, por supuesto, no le dije a Oscar cómo había sacado mis manuscritos, ni qué era lo que yo estaba escribiendo. Me sentí muy sorprendido ante sus preguntas, pero también muy desconfiado. Nada me garantizaba que aquel amigo de tantos años no fuera un policía tan excelente que hubiera llegado al extremo de fingir que traicionaba a sus jefes, para obtener la información que deseaban y hacer una labor más eficiente. Tal vez, ante aquella confesión, él esperaba que yo hiciera la mía y le dijera dónde guardaba mi saco de cemento. No lo hice así; por el contrario, al otro día cargué con el saco de cemento para la casa de otro de mis amigos, en aquel momento íntimo, el doctor Aurelio Cortés, que vivía en San Bernardino 57 en Santos Suárez.
Jorge y Margarita

 

La verdad de cómo salieron aquellos manuscritos de Cuba puede ser expuesta ahora. En el año sesenta y siete tuvo lugar en Cuba un evento famoso y realmente importante; el Salón de Mayo. La Revolución quería darse un baño de liberalidad occidental y todavía era respetada por la inmensa mayoría de los intelectuales europeos y, naturalmente, los latinoamericanos. Con ese fin, se organizó aquella inmensa exposición de pintores que, generalmente, se llevaba a cabo en París y ese año se efectuó en La Habana, con obras incluso hasta de Picasso.
A Fidel Castro se le ocurrió la idea de, junto a las obras, exhibir vacas. Las vacas pululaban casi junto a las obras de Picasso o Wifredo Lam. Yo acababa de publicar la única novela que publiqué en Cuba, es decir,
Celestino antes del alba
, y trabajaba aún en la Biblioteca Nacional. Un día, me llamó alguien a la Biblioteca y me dijo que se llamaba Jorge Camacho y que era pintor; yo no lo conocía. Era un pintor que se había ido de Cuba en el año cincuenta y nueve y su obra en Cuba era, por tanto, desconocida; mucho más para mí, que muy poco conocía de la pintura anterior al año cincuenta y nueve. Camacho pertenecía al grupo de pintores que exhibía en el Salón de Mayo y estaba hospedado en el Hotel Nacional con su esposa Margarita, y allí me invitó a darme unos tragos y conocerme, puesto que acababa de comprar y leer la novela
Celestino antes del alba
y le había gustado.
Yo fui al Hotel Nacional, siempre temiendo que aquello pudiera comprometerme, pues ya por aquella época, los hoteles eran sitios donde sólo se albergaban los extranjeros; y por cada extranjero había, por lo menos, diez policías.
Mi encuentro con Camacho y Margarita marcó una nueva época en mi vida. Ellos tenían esa intuición (muy rara en los invitados oficiales a un evento en un país socialista), de descubrir la verdad existente incluso detrás de un elogio, y hasta de las incesantes atenciones de las que eran objeto. Una duda les quedaba con relación a cuál era la situación real de los artistas en Cuba. Desiderio Navarro, Virgilio Piñera y yo nos encargamos de aclarársela: campos de concentración, persecuciones, censura, cárceles repletas.
En realidad, Camacho y Margarita llegaron a confraternizar tanto con nuestra situación que hasta tuvieron problemas para salir de Cuba. Desde luego, fueron a visitar a José Lezama Lima que, literalmente, se moría de hambre; lo llevaron a comer varias veces al Hotel Nacional. Camacho estaba sorprendido de la cantidad de comida que Lezama podía ingerir; desde luego, era como un camello que tenía que abastecerse hasta recibir una nueva invitación de ese tipo, lo cual no era frecuente.
Nuestra amistad fue de ésas que una vez que se establecen ya es para siempre; era como el encuentro de un ser querido al que siempre hubiésemos estado añorando y que, súbitamente, hubiese hecho su aparición. Yo nunca tuve hermanos y apenas sentí el calor de una familia, y esa hermandad presentí que iba a ser duradera. Han pasado más de veinte años y, de una u otra manera, ellos siempre se han comunicado conmigo semanalmente; a través de un turista, de un mensaje cifrado en una carta enviada por vía normal, una postal, la noticia de una exposición, un libro y cientos de pequeños detalles que me ayudaron a vivir durante los casi quince años que permanecí en Cuba después de que nos conocimos.
Al marcharse, naturalmente, se llevaron
Celestino antes del alba
y mi manuscrito de
El mundo alucinante
. Camacho se presentó en Editions du Seuil, le entregó el manuscrito y la novela publicada a Claude Durand, que era uno de los directores de la colección latinoamericana de esa editorial, y a los tres días recibí un telegrama diciendo que querían publicar, inmediatamente, la novela. Eso me sorprendió tremendamente porque unos meses antes, por orientación de Rodríguez Feo, yo le había enviado la novela
Celestino antes del alba
a Severo Sarduy, que era también el codirector de la sección latinoamericana de aquella editorial, y Severo me hizo una carta llena de elogios a la novela, pero donde concluía diciéndome que los planes de producción estaban repletos y era imposible la publicación de mi novela.
Más adelante,
El mundo alucinante
fue traducido inmediatamente por uno de los mejores traductores que he tenido durante años, Didier Coste junto a Liliane Hasson. Y la novela tuvo un gran éxito en Francia y fue considerada como la mejor novela extranjera, junto con
Cien años de soledad
de García Márquez. Eso, en otro país, me hubiese sido útil y hubiese permitido el desarrollo de mi trabajo, convirtiéndome en una especie de escritor respetable o algo por el estilo. En Cuba, el impacto de la crítica de la edición de
El mundo alucinante
en su versión francesa, se convirtió para mí en un golpe absolutamente negativo desde el punto de vista oficial. Fui puesto en la mirilla de la Seguridad del Estado, ya no sólo como un tipo conflictivo que había escrito novelas como
El mundo alucinante
o
Celestino antes del alba
, que eran textos irreverentes que no le hacían apología al régimen (que más bien lo criticaban), sino que, además, había cometido la osadía de sacar, clandestinamente, aquellas obras, y publicarlas sin el permiso, naturalmente, de Nicolás Guillén que era el presidente de la UNEAC. También había publicado en Uruguay un libro de cuentos:
Con los ojos cerrados.
Era lógico que la Seguridad del Estado quisiera saber cómo había sacado del país aquellos manuscritos, qué relaciones tenía yo en el extranjero y cuáles eran los manuscritos que yo había producido.
Oscar Rodríguez, después de su interrogatorio, siguió ocupando varios cargos oficiales. Ahora está en el exilio y viaja incesantemente. ¿Para quién trabaja? ¿Quién podrá saberlo? De todos modos, como guajiro, siempre he sido muy desconfiado y eso tal vez fue lo que me ayudó a mantener mis nuevos manuscritos a buen recaudo y a no decirle nada a Oscar sobre los mismos.
Santa Marica

 

No podía, sin embargo, ocultarle lo mismo a Aurelio Cortés, quien era uno de mis grandes amigos en aquel momento y hacíamos enormes colas en los restaurantes de La Habana para no morimos de hambre. Aurelio era un buen lector; era dentista y tenía unos dientes largos y desmesurados, pero eran naturales; no quiero decir que leyera con los dientes, era un lector voraz aunque carecía no obstante de algo que creo fundamental en todo cubano: el sentido del humor. Cuando le conté mi conversación con Oscar, él se llenó de pánico y cogió las más de mil páginas que constituían el manuscrito de mi novela y las trasladó a las playas de Guanabo donde vivían unas viejas amigas suyas que eran muy religiosas. A pesar de toda aquella religiosidad, las viejas no tuvieron escrúpulos en abrir aquel saco y leer el manuscrito de
Otra vez el mar
y, a medida que leían, iban quedándose horrorizadas, pero siguieron leyendo hasta el mismo momento en que aparecía el propio Cortés canonizado como Santa Marica. Ese era uno de los tantos homenajes que yo realizo a través de mi literatura a mis amigos; homenajes chuscos, irónicos tal vez, pero la ironía y la risa forman también parte de la amistad. Cortés, que tenía en aquellos momentos setenta años, era virgen; era un ser bastante flaco, feo, y había vivido con su madre hasta su muerte, hacía sólo unos diez años; su virginidad no había sido objeto de preocupación para ningún joven. Yo quise hacerle aquel homenaje y la canonicé como Santa Marica, la virgen benefactora de las locas; virgen y mártir.
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