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Authors: Reinaldo Arenas

Tags: #prose_contemporary

Antes que anochezca (16 page)

BOOK: Antes que anochezca
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Quizá secretamente intuían que estaban haciendo algo prohibido, que caían bajo la ley de la peligrosidad, bajo el signo de la maldición y, por eso, cuando les llegaba aquel momento, se mostraban con tanta plenitud y tanto esplendor, gozando cada instante, conscientes de que podía ser el último pues les podía costar muchos años de cárcel. Por otra parte, no se practicaba la prostitución, sino el goce; era el deseo de un cuerpo por otro cuerpo, era la necesidad de satisfacerse. El placer realizado entre dos hombres era una especie de conspiración; algo que se daba en la sombra o en pleno día, pero clandestinamente; una mirada, un parpadeo, un gesto, una señal, eran suficientes para iniciar el goce total. La aventura en sí misma, aun cuando no llegara a culminar en el cuerpo deseado, era ya un placer, un misterio, una sorpresa. Entrar a un cine era pensar al lado de quién nos sentaríamos y si ese joven que estaba sentado allí estiraría una pierna hacia nosotros. Extender la mano lentamente y palpar su muslo y, luego, atreverse un poco más y tocar por encima del pantalón un miembro deseoso de salir de aquella tela. Allí mismo, mientras proyectaban una vieja película americana, masturbarlo; ver cómo eyaculaba y luego se marchaba antes de terminada la película. Tal vez nunca se le volviera a ver después de conocer su rostro sólo de perfil; pero en todo caso sería un tipo formidable.
Donde más se erotizaba la gente era en los viajes interprovinciales; tomar aquellos ómnibus repletos de jóvenes y sentarse al lado de uno de ellos era ya tener la seguridad de que algún juego erótico iba a haber en el viaje. El chofer apagaba las luces y la guagua rodaba por aquella carretera llena de baches y, a cada salto del vehículo, uno tenía la oportunidad de extender la mano y tocar un sexo erecto, un muslo joven, un pecho fuerte; uno podía permitir que las manos recorriesen el cuerpo, palpasen la cintura, desabrochasen el cinto, se introdujesen cautelosas y ávidas donde se guarecía el formidable miembro. Aquellas aventuras, y aquellas personas con las que uno las tenía, eran formidables. Aquellos hombres disfrutaban haciendo su papel de macho activo, querían que se la mamaran allí mismo, y hasta templar en plena guagua.
Después, al llegar al exilio, he visto que las relaciones sexuales pueden ser tediosas e insatisfechas. Existe como una especie de categoría o división en el mundo homosexual; la loca se reúne con la loca y todo el mundo hace de todo. Por un rato, una persona mama y luego la otra persona se la mama al mamante. ¿Cómo puede haber satisfacción así? Si, precisamente, lo que uno busca es su contrario. La belleza de las relaciones de entonces era que encontrábamos a nuestros contrarios; encontrábamos a aquel hombre, a aquel recluta poderoso que quería, desesperadamente, templamos. Eramos templados bajo los puentes, en los matorrales y en todas partes por hombres; por hombres que querían satisfacerse mientras nos las metían. Aquí no es así o es difícil que sea así; todo se ha regularizado de tal modo que han creado grupos y sociedades donde es muy difícil para un homosexual encontrar un hombre; es decir, el verdadero objeto de su deseo.
No sé cómo llamar a aquellos jóvenes cubanos de entonces; no sé si bugarrones o bisexuales. Lo cierto es que tenían sus novias y sus mujeres, y cuando iban con nosotros gozaban extraordinariamente; a veces más que con sus mujeres, que muchas veces se negaban a mamar y disfrutaban menos con ellas porque tenían prejuicios.
Recuerdo a un mulato extraordinario, casado, con varios hijos, que se escapaba de su familia una vez por semana para templarme en el sillón de hierro de mi cuarto; nunca vi a un hombre gozar tanto. Sin embargo, era un excelente padre de familia y un esposo intachable.
Creo que si una cosa desarrolló la represión sexual en Cuba fue, precisamente, la liberación sexual. Quizá como una protesta contra el régimen, las prácticas homosexuales empezaron a proliferar cada vez con mayor desenfado. Por otra parte, como la dictadura era considerada como el mal, todo lo que por ella fuera condenado se veía como una actitud positiva por los inconformes, que eran ya en los años sesenta casi la mayoría. Creo, francamente, que los campos de concentración homosexuales y los policías disfrazados como si fueran jóvenes obsequiosos, para descubrir y arrestar a los homosexuales, sólo trajeron como resultado un desarrollo de la actividad homosexual.
En Cuba, cuando uno iba a un club o a una playa, no había una zona específica para homosexuales; todo el mundo compartía junto, sin que existiera una división que situara al homosexual en una posición militante. Esto se ha perdido en las sociedades más civilizadas, donde el homosexual ha tenido que convertirse en una especie de monje de la actividad sexual y ha tenido que separarse de esa parte de la sociedad, supuestamente no homosexual que, indiscutiblemente, también lo excluye. Al no existir estas divisiones, lo interesante del homosexualismo en Cuba consistía en que no había que ser un homosexual para tener relaciones con un hombre; un hombre podía tener relaciones con otro como un acto normal. Del mismo modo, a la loca que le gustaba otra loca, podía ir con ella y vivir juntas sin ningún problema, pero al que le gustaran los hombres de verdad, también podía alcanzar a ese macho que quería vivir con él o tener con él una relación amistosa, que no interrumpía para nada la actividad heterosexual de aquel hombre. Lo normal no era que una loca se acostara con otra loca, sino que la loca buscara a un hombre que la poseyera y que sintiera, al hacerlo, tanto placer como ella al ser poseída.
La militancia homosexual ha dado otros derechos que son formidables para los homosexuales del mundo libre, pero también ha atrofiado el encanto maravilloso de encontrarse con una persona heterosexual o bisexual, es decir, con un hombre que sienta el deseo de poseer a otro hombre y que no tenga que ser poseído a la vez.
Lo ideal en toda relación sexual es la búsqueda de lo opuesto y por eso el mundo homosexual actual es algo siniestro y desolado; porque casi nunca se encuentra lo deseado.
Desde luego, aquel mundo también tenía sus peligros. Yo, al igual que todos los homosexuales, también sufrí muchos robos y chantajes. Una vez, saliendo de cobrar mi sueldo en la Biblioteca Nacional, cometí la imprudencia de irme para la playa con todo el sueldo del mes, que eran noventa pesos; no mucho, pero era todo lo que yo tenía para vivir durante un mes. Ese día conocí a un muchacho maravilloso, que había cazado un cangrejo y lo tenía amarrado; caminaba por la arena con aquel cangrejo como si fuera su perro. Elogié el cangrejo mientras le miraba las piernas al joven, que fue rápidamente para mi caseta. Lo único que tenía puesto era una pequeña trusa. No sé como se las arregló para, mientras maniobraba sexualmente de una manera bastante experta, robarse todo el dinero que yo tenía en el bolsillo de mi pantalón y meterlo en aquella pequeña trusa. Lo cierto es que cuando ya se había ido, me di cuenta de que había sido desvalijado; no tenía ni siquiera los cinco centavos para tomar la guagua de regreso a la casa. Lo busqué por toda La Concha; en una de las casetas abiertas había un cangrejo destrozado. Era, evidentemente, una persona bastante violenta; todo lo que quedaba del cangrejo eran sus huesos. El bello adolescente había desaparecido sin dejar ni siquiera el cangrejo como testigo del robo.
Esa tarde me fui para mi casa caminando, llegué al cuarto, y seguí escribiendo un poema. Era un poema largo que se titulaba «Morir en junio y con la lengua afuera». A los pocos días tuve que interrumpir mi poema, pues alguien me había entrado por la ventana del cuarto y me había robado la máquina de escribir. Fue un robo serio, porque para mí aquella máquina de escribir era no sólo la única pertenencia de valor que tenía en aquel cuarto, sino el objeto más preciado con el que yo podía contar. Sentarme a escribir era, y aún lo sigue siendo, algo extraordinario; yo me inspiraba (como un pianista) en el ritmo de aquellas teclas y ellas mismas me llevaban. Los párrafos se sucedían unos a otros como el oleaje del mar; unas veces más intensos y otras menos; otras veces como ondas gigantescas que cubrían páginas y páginas sin llegar a un punto y aparte. Mi máquina era una Underwood vieja y de hierro, pero constituía para mí un instrumento mágico.
Guillermo Rosales, entonces un escritor joven y guapo, me prestó su máquina de escribir y terminé el poema.
Más adelante, se apareció a mi casa un policía mulato, bastante guapo, por cierto. Me dijo que tenía mi máquina de escribir en la estación de policía. El ladrón había sido detenido en el momento en que cometía otro robo y le practicaron un registro en su casa, encontrando un arsenal de cosas robadas y, entre ellas, mi máquina. Al parecer el mismo ladrón dijo que me pertenecía. Hubo que hacer numerosos trámites burocráticos pero, finalmente, en una guagua repleta yo cargué con aquella máquina que pesaba una tonelada, y la pude colocar otra vez en mi cuarto. Yo temía que me la volvieran a robar y mi amigo Aurelio Cortés tuvo la ingeniosa idea de fijarla a la mesa de metal en que estaba puesta con unos tornillos.
Varias veces entraron los delincuentes a mi casa, es decir, los muchachos con los que yo había hecho el amor, e intentaron robarse la máquina, pero nada; era imposible llevársela con la mesa metálica a la que estaba, prácticamente, soldada. A partir de entonces me sentí más seguro de poder continuar mi vida amorosa, sin que peligrase el ritmo de mi producción literaria.
Y es que, a mí, ese ritmo me acompañaba siempre; aun en los momentos de mayor intensidad amorosa o en los momentos de mayor persecución policial. Era como la culminación o el complemento de todos los demás placeres y también de todas las demás calamidades.
Tres fueron las cosas maravillosas que yo disfruté en la década del sesenta: mi máquina de escribir, ante la cual me sentaba como un perfecto ejecutante se sienta ante un piano; los adolescentes irrepetibles de aquella época en que todo el mundo quería liberarse, seguir una línea diferente a la línea oficial del régimen y fornicar; y por último, el pleno descubrimiento del mar.
Cuando de niño había estado en Gibara y había vivido varias semanas en la casa de mi tía Ozaida, cuyo esposo, Florentino, trabajaba allí como albañil, había ya podido estar en el mar, pero no podía aún disfrutar de la aventura del mar como lo hice luego, con veinte y pico de años. Me convertí durante los años sesenta en un nadador experto; salía mar afuera y nadaba en aquellas aguas transparentes, mirando hacia la playa como algo remoto, mientras disfrutaba del oleaje que me mecía. Era maravilloso sumergirse y ver allá abajo el fondo marino; aquel espectáculo resulta insuperable por más que haya viajado y conocido otros sitios, sin duda, muy interesantes. Aquel fondo coralino, rocoso, blanco, dorado, único, que bordea la plataforma insular de Cuba. Yo emergía reluciente, terso, lleno de vitalidad, hacia aquel sol brillante que se reflejaba inmenso en el agua.
El mar fue entonces para mí el descubrimiento y el goce más extraordinario; el tumultuoso oleaje del invierno, sentarse frente al mar, caminar desde mi casa hasta la playa y desde allí disfrutar del atardecer. Es un atardecer único el que se disfruta en Cuba cuando uno está cerca del mar, específicamente en La Habana, donde el sol cae como una bola inmensa sobre el mar mientras todo se va transformando en medio de un misterio único y breve, y de un olor a salitre, a vida, a trópico. Las olas, llegando casi hasta mis pies, dejaban un reflejo dorado en la arena.
Yo no podía vivir alejado del mar. A diario, cuando me levantaba, sacaba la cabeza por aquel balconcito y miraba aquella extensión azul, centelleante, perdiéndose en lo infinito; aquel lujo de agua extraordinariamente brillante. No podía sentirme desdichado, porque nadie puede sentirse desdichado ante tal expresión de belleza y vitalidad.
A veces, en las noches también me levantaba para ver el mar. Si la noche era oscura, su estruendo era ya un consuelo y, desde luego, la mayor compañía que tenía entonces y que he tenido siempre. El mar adquiría para mí resonancias eróticas.
Un día estaba sentado en la playa Patricio Lumumba y vi a un adolescente caminar hacia el muro y perderse detrás de él. Yo lo seguí y aquel muchacho se había bajado la trusa y se masturbaba mirando el mar.
Me sabía casi todos los recovecos del mar a lo largo de la costa de La Habana; los lugares donde súbitamente, se abría una depresión y aparecían peces de colores inesperados, las zonas pobladas de corales rojos, las rocas, los sitios donde se alzaban inmensos bancos de arena y uno podía ponerse de pie y descansar. Después de aquellos recorridos, volvía a la casa y me daba una ducha. Generalmente, comía mal y poco; el racionamiento era terrible y era además mi tía quien tenía la libreta en la que yo aparecía y, desde luego, casi nunca me daba comida o me daba lo peor. Una vez oí cuando le decía a mi tío: «Le dije que el pollo se pudrió para que nos alcanzara mejor la cuota a nosotros». El pollo venía una vez al mes y, lógicamente, mi tía tenía tres hijos y su esposo, además de varios amantes; por ese motivo yo sufría más que nadie la rigurosa cuota de racionamiento impuesta por Castro. Pero después de darme una ducha o, mejor dicho, de tirarme un cubo de agua puesto que ya ésta no subía hasta la ducha, iba a trabajar para la UNEAC y me sentía con tal vitalidad, que podía soportar aquellas horas de trabajo burocrático, revisando pruebas de galera de revistas tan espantosas como la revista
Unión
, en la que yo en aquel momento fungía como redactor, pero donde era un simple corrector de pruebas, sin voto para opinar y sin derecho a publicar. Pero después del mar, yo tomaba todo aquello como algo que no era cierto, sino como una pesadilla; la verdadera vida estaba cerca de la costa, en aquel mar resplandeciente que al otro día me aguardaría y donde podría desaparecer, por lo menos unas horas.
Pero tener una careta y unas patas de rana era también un privilegio en Cuba. Yo las había conseguido gracias a Olga, una francesa esposa de un amigo mío. Aquellas patas de rana y aquella careta eran la envidia de todos los jóvenes que me rodeaban por aquella playa. Con ellas practicó Jorge Oliva innumerables veces, hasta que un día pudo irse nadando por la base naval de Guantánamo. También la Ñica, la amiga de Jorge Oliva, se entrenó con mis patas de rana y pudo marcharse también de Cuba, clandestinamente, por la base naval.
Un día un adolescente, bellísimo por cierto, me pidió prestadas las patas de rana. No vi ningún peligro en ello y se las di. No sé cómo pudo desaparecer de la manera que lo hizo; debe de haber salido a varios kilómetros de allí, pero lo cierto es que nunca más volví a ver a mis queridas patas de rana.
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