Antes que anochezca (19 page)

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Authors: Reinaldo Arenas

Tags: #prose_contemporary

BOOK: Antes que anochezca
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Desde luego, nadie allí tenía una grabadora, y los jóvenes copiaban los poemas taquigráficamente, tal vez con esa intuición que les hacía ver que aquel libro nunca se iba a ver publicado, por lo menos en Cuba.
Una de las lecturas más indignantes y miserables que se hicieron en la UNEAC fue la efectuada por Cintio Vitier en el año 1969. Aquélla fue calificada por nosotros, los escritores clandestinos, como la conversión de Cintio Vitier. De repente, aquel hombre que durante todos aquellos años había estado criticando la Revolución y se había negado en gran medida a publicar bajo el régimen de Castro, ahora se declaraba más castrista que el propio Castro y leía largos poemas inspirados en la recogida de café y en el corte de caña. La oficialidad cubana estaba allí amparando a Cintio: Retamar, Guillén, Raúl Roa.
Indiscutiblemente, ya Cintio sabía de qué lado soplaban los vientos políticos y quería ponerse a buen recaudo. Era la actitud típica del católico reaccionario, la actitud típica de la misma Iglesia Católica; siempre del lado de los poderosos y traicionando a los humildes.
Irónicamente, aquella misma noche en que Cintio se declaraba castrista, se hacía en La Habana una de las más grandes recogidas de jóvenes; una redada brutal de la Seguridad del Estado en la que cientos y cientos de jóvenes eran arrestados a golpes por la policía y eran llevados a los campos de concentración, pues se necesitaban brazos para cortar la caña. Se acercaba la zafra y aquellos jóvenes vitales y melenudos, que todavía osaban pasearse por las calles, fueron todos arrastrados, como antaño los indios y los negros esclavos, a las plantaciones azucareras. Era el fin de una época, clandestina y perentoria, pero aún cargada de creatividad, erotismo, lucidez y belleza. Nunca más aquellos adolescentes volvieron a ser lo que eran; luego de tanto trabajo forzado y vigilancia en general se volvieron fantasmas esclavizados, que no tenían a su alcance ni siquiera las playas, muchas de las cuales fueron clausuradas y convertidas en centros sindicales sólo para oficiales del ejército castrista o para turistas extranjeros.
El Central

 

Desde luego, en el setenta yo también fui a parar a una plantación cañera. Los oficiales de la Seguridad del Estado que ya controlaban la UNEAC, entre ellos el tenebroso teniente Luis Pavón, me enviaron a cortar caña y a que escribiera un libro laudatorio sobre esta odisea y sobre la Zafra de los Diez Millones, al Central Manuel Sanguily en Pinar del Río. El central, en realidad, era una inmensa unidad militar. Todos los que participaban en el corte de caña eran jóvenes reclutas que, obligatoriamente, tenían que trabajar allí. Era una treta del castrismo, convertir el Servicio Militar Obligatorio en tiempo de paz en una rama de trabajo forzado, que abastecía la agricultura con mano de obra. Abandonar aquellas plantaciones podía representar, para cualquiera de aquellos jóvenes, desde cinco hasta treinta años de cárcel.
La situación era, realmente, desesperante. No es posible, para quien no lo haya vivido, comprender lo que significa estar a las doce del día en un cañaveral cubano y vivir en un barracón como los esclavos. Levantarse a las cuatro de la madrugada y coger una mocha y una cantimplora con agua y partir en una carreta y trabajar allí todo el día, bajo un sol restallante, dentro de aquellas hojas cortantes de los cañaverales que producen una picazón insoportable. Entrar en uno de aquellos sitios era entrar en el último círculo del Infierno. Estando allí, completamente disfrazado de pies a cabeza, con mangas largas, guantes y sombrero —único modo de entrar a aquellos sitios de fuego— comprendía por qué los indios preferían el suicidio a seguir trabajando como esclavos; comprendía por qué tantos negros se quitaban la vida asfixiándose. Ahora yo era el indio, yo era el negro esclavo; pero no era yo solo; lo eran aquellos cientos de reclutas que estaban a mi lado. Era quizá más patético verlos a ellos que verme a mí mismo, porque yo ya había vivido unos años de esplendor, aunque sólo fuese clandestinamente; pero aquellos jóvenes de dieciséis, diecisiete años, tratados como bestias de carga, no tenían un futuro que aguardar ni un pasado que recordar. Muchos se daban un machetazo en una pierna, se cortaban un dedo, hacían cualquier barbaridad con tal de no ir a aquel cañaveral. La visión de tanta juventud esclavizada fue la que me inspiró la redacción de mi poema «El Central». Allí mismo, redacté aquellas páginas; no podía quedarme en silencio ante tanto horror.
Había visto los juicios en que condenaban a veinte o treinta años de cárcel a aquellos jóvenes por el solo hecho de que durante un fin de semana habían ido a ver a su familia, a su madre, a su novia. Y eran ahora juzgados por un consejo de guerra por el delito de deserción. La única salida que les quedaba a aquellos jóvenes era aceptar el plan de rehabilitación, es decir volver al cañaveral, ahora de manera indefinida, como esclavos.
Y todo aquello sucedía en el país que se proclamaba como el Primer Territorio Libre de América.
Aquellos jóvenes tenían cada quince días tres o cuatro horas libres para reposar y lavar sus uniformes. Pero, a pesar de aquel trabajo agobiante, estábamos vivos y en aquellos campamentos reinaba un ambiente de erotismo. Era un erotismo que se insinuaba bajo un mosquitero, en la ostentación evidente de un miembro que se levantaba bajo la ruda tela del uniforme. Sí, eran bellos aquellos jóvenes esclavos y era bello verlos a la hora del baño, mirándose unos a otros, temerosos pero en el fondo erotizados.
Recuerdo a un teniente que, al saber que yo sabía un poco de francés, se empeñó en que yo le enseñara esta lengua en las horas libres. Y las clases comenzaban cuando el teniente me decía: «Vamos a estudiar francés». Y cogiéndose los testículos con la mano los depositaba sobre la mesa en que yo impartía las clases. Con aquel miembro erecto y aquellos testículos a sólo unas pulgadas de la libreta donde yo le escribía algunas frases en francés, yo prolongaba los estudios durante muchas horas.
Había sin embargo algo de magia en aquel ambiente y era el paisaje que nos rodeaba; el paisaje de la parte norte de Pinar del Río era un paisaje volcánico, de grandes montañas de piedras azules que se alzaban rectas desde el suelo. Era un paisaje aéreo con una brisa leve y fina, como nunca yo la había disfrutado en Oriente, que es lugar de tierra oscura y de vegetación renegrida. Sí, indiscutiblemente, a pesar de tanto horror, era un consuelo mirar aquellas montañas aéreas, envueltas en una neblina azul.
Comencé a escribir un diario, el «Diario de Occidente», donde contaba los acontecimientos del día: la conversación con aquel recluta, aquel otro que se cortó un pie para tener cinco días de descanso, aquel otro que fue condenado a diez años.
El barracón donde dormíamos todos los esclavos era un sitio repleto de literas situadas unas encima de las otras, hechas de palo y lona, llenas de fango, con un jolongo donde se guardaban las pocas propiedades del recluta; una lata de leche condensada era un privilegio, una libreta y un lápiz eran objetos de lujo.
Por las noches era una fiesta conseguir un poco de azúcar, a pesar de estar en un central azucarero muy productivo, para improvisar un café con la borra vieja robada de la cocina o un té con hojas de naranja.
De día el barracón era una especie de hospital donde sólo podían estar los enfermos y el jefe del barracón, es decir el que vigilaba a los demás. Aquellos enfermos eran personas a las que les faltaba un brazo, o enfermos graves que esperaban su traslado a una clínica u hospital, pero cuyo traslado podía demorar meses y, a veces, no llegaba. También podían dormir allí, durante el día, reclutas que se dedicaban por la noche al tiro de caña como camioneros; éstos eran casi privilegiados.
Un día me mandaron junto al periodista de la región, pues todos los centrales tenían su periodista local encargado de reportar el cumplimiento de las metas, para que lo ayudara a redactar no sé qué informe. Afortunadamente, terminamos rápido aquella labor y yo pude quedarme por la tarde en el barracón, bañarme y luego tirarme bajo mi mosquitero en la litera. Al lado mío dormía uno de aquellos camioneros. Observé aquel cuerpo magnífico, levanté el mosquitero para mirarlo mejor y, poco a poco, me di cuenta de que comenzaba a levantarse su pantalón por encima del sexo, pero el recluta seguía roncando rítmicamente. Yo me levanté de mi litera y cogí uno de los calzoncillos que pululaban por aquella región y con disimulo lo dejé caer sobre las piernas del recluta, para tener el pretexto de que si me había acercado a su cuerpo era para recoger aquella prenda. Recogí mi calzoncillo y nada pasó. Volví a dejar caer el calzoncillo, y, mientras lo recogía, nuevamente, aquel joven, que seguía roncando, estiró las piernas voluptuosamente y su sexo se marcó a través de la rústica tela en todo su esplendor.
No existían muchas posibilidades de realizar un acto erótico pleno en aquel sitio, pero de todos modos me incliné sobre aquel joven y tuvimos un encuentro breve pero intenso.
Aquella noche se produjo un aguacero estruendoso, que trajo después más plagas de mosquitos y jejenes, haciendo aún más infernal la vida en aquel lugar. Como si fuera poco soportar los cañaverales de día, había que participar en la quema de los mismos por la noche. Las metas había que sobrecumplirlas porque teníamos que llegar a los diez millones de toneladas de azúcar; la fecha límite se acercaba cada vez más, y las posibilidades de llegar a ella eran cada vez más remotas. En aquel momento se había dado la orden oficial de quemar todos los cañaverales para cortar la caña quemada y adelantar el corte de aquellos bejucos, ya sin las hojas.
La quema de un cañaveral por la noche era un espectáculo horrible; millones de aves, insectos, reptiles y toda clase de seres, saliendo aterrorizados de aquellas llamas. Y nosotros tratando de controlar aquel fuego, con los cuerpos sudorosos, ardientes y erotizados.
Al día siguiente teníamos que introducimos en aquel cañaveral, recién quemado, como personajes medievales, cubiertos por las nuevas armaduras: botas, cinturones, cascos con una especie de malla de alambre para impedir que la caña quemada fuera a sacamos un ojo y, después, empezar a cortar sobre aquel suelo aún humeante donde todavía ardían algunas cañas.
Hasta para tomar un poco de agua había que pedirle permiso al teniente que nos vigilaba como un mayoral.
A veces, llegaba algún ilustre visitante los fines de semana, algún alto funcionario en su Alfa Romeo que inspeccionaba las cifras y hablaba con los jefes del barracón, y luego se marchaba con cara hosca por aquellos caminos. Evidentemente, estábamos lejos de los diez millones de toneladas de azúcar. Ya entre los reclutas y campesinos se comentaba que era imposible que llegaran a producirse. Sin embargo, el que se atreviera a decirlo públicamente era condenado como traidor; incluso el mismo jefe de la industria azucarera, un señor de apellido Borrego, fue expulsado de su cargo por Fidel Castro, porque unos meses antes de terminarse la zafra le dijo que técnicamente era imposible llegar a la cifra de diez millones de toneladas. Sin embargo, tres meses más tarde el propio Fidel tuvo que decir públicamente que no se habían producido los diez millones de toneladas de azúcar; de manera que todo aquel sacrificio había sido inútil.
Los campos habían quedado devastados, miles y miles de árboles frutales y palmas reales habían sido talados para intentar producir aquellos diez millones de toneladas de azúcar; los centrales, por haber intentado doblar su productividad, estaban también destruidos; se necesitaba una fortuna para reparar toda aquella maquinaria y para volver a iniciar la producción agrícola. El país, absolutamente arruinado, era ahora la provincia más pobre de la Unión Soviética.
Desde luego, como siempre, Castro se negó a reconocer su error y trató de desviar la atención del fracaso de la zafra hacia otros acontecimientos; entre ellos, desde luego, estaba su odio a Estados Unidos, que según él habían sido los culpables. En aquel momento se inventó la historia de que unos pescadores habían sido raptados por agentes de la CIA en una isla del Caribe y, de repente, toda aquella muchedumbre, que había cortado caña durante un año, ahora tenía que concentrarse en la Plaza de la Revolución o frente a la que había sido la embajada norteamericana en La Habana, para protestar por el rapto supuesto de aquellos pescadores. Era grotesco ver a aquellos jóvenes desfilando y gritando horrores contra Estados Unidos, donde quizá ni se sabía cuál era el motivo de aquello. Recuerdo escuchar a Alicia Alonso pronunciar las palabras más soeces contra el presidente Nixon, algo así como: «Nixon, hijo de puta, devuelva a los pescadores».
Aquello terminó, como terminan casi todas las tragedias cubanas, en una especie de rumba; muñecos con la imagen del presidente Nixon eran quemados al son de tambores. Allí se daban comidas y cervezas, que eran cosas inexistentes en el mercado; el pueblo acudía allí para comerse una frita u otra cosa. Por otra parte, eran reclutados por sus comités de defensa. Y así, de repente, se le olvidó al pueblo el fracaso de la zafra. Ahora todo era conseguir que devolvieran a aquellos pescadores supuestamente secuestrados. Al cabo de una semana aparecieron los pescadores y Fidel pronunció un discurso «heroico» donde decía que había logrado intimidar a Estados Unidos que le había devuelto a los pescadores. Todo aquello era patético y además ridículo; si algún problema habían tenido aquellos pescadores había sido por violar los límites de las aguas territoriales de una isla, que no era ni siquiera de Estados Unidos, sino británica y, después de practicarle una investigación, fueron devueltos a Cuba. Pero el efecto teatral ha sido siempre uno de los juegos que Castro ha puesto en práctica. De ese modo, aquellos pescadores regresaban convertidos en héroes que se habían escapado de las garras del imperialismo norteamericano.
Ese año se celebraron unos grandes carnavales en los cuales se invirtieron los pocos recursos económicos que quedaban. Carrozas gigantescas donde iba todo tipo de animales; algunas de ellas eran peceras enormes, llenas de peces tropicales, encima de las cuales iban mujeres semidesnudas, bailando al son de los tambores. Aquello se prolongó durante todo un mes, y hubo cerveza en todos los sitios y se repartía comida en casi todas las esquinas. Había que olvidar a toda costa que se había hecho el ridículo, que todo el esfuerzo de aquellos años había sido inútil y que éramos un país absolutamente subdesarrollado y cada día más esclavizado.

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