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Authors: Reinaldo Arenas

Tags: #prose_contemporary

Antes que anochezca (35 page)

BOOK: Antes que anochezca
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Rubén era un caso perdido; el sueño de su vida era comprarse un jean y ahora que yo le había pagado los mil pesos, le mostraron uno nuevo y quien se lo mostró le dijo que si llevaba doscientos pesos le daría otro igual a aquél y, lógicamente, fue y le llevó ese dinero. Allí le dieron rápidamente un paquete; él entregó el dinero y cuando llegó a mi cuarto y abrió el paquete, lo que había allí eran periódicos viejos; lo habían estafado. Yo trataba de controlarlo para que no gastara aquel dinero que le debía al otro delincuente, pero él no me hacía caso; era muy generoso con sus amigos y siempre los estaba invitando a comer; a mí mismo incluso me invitó una vez a comer en el restaurante Moscú, uno de los más sofisticados lugares para comer en La Habana por aquella época.
Víctor, lógicamente, supo enseguida mi dirección y fue a visitarme; me preguntó por mis nuevas amistades y una vez más me prometió trabajo. Para evitarle a mis verdaderos amigos cualquier complicación, puse en la puerta de mi cuarto un cartel que decía: SE AGRADECEN LAS VISITAS PERO NO SE RECIBEN. También junto a la pared puse con tinta roja la palabra: NO. Aquel «no» era mi protesta a cualquier policía disfrazado de amigo que quisiera visitarme.
A veces, a las tres de la mañana, Rubén escribía un poema y me tocaba a la puerta de mi casa para leérmelo; a mí no me quedaba más remedio que escucharlo.
En el tercer piso de aquel edificio vivía Coco Salá. La dueña de aquel cuarto era una prostituta francesa que siempre tenía unos escándalos enormes porque los hombres que llevaba allí no querían pagarle o porque ella quería robarles las carteras. Aquella mujer un día decidió largarse para Francia, harta de tanta miseria, y Coco se quedó con el cuarto.
Coco y yo no nos hablábamos, pero ambos estábamos al tanto de nuestras vidas y, en general, tratábamos de hacérnosla más imposible.
Una vez, Coco y un grupo de sus amigos, entre los que estaba Hiram Pratt, reunieron dinero para pagarle a un muchacho que cobraba como veinte pesos por templárselos a todos. En el momento en que el muchacho entraba en el edificio yo estaba en el ascensor; aquellas locas estaban todas reunidas en el balcón de Coco Salá esperando por él, pero yo, como el muchacho no sabía manejar el ascensor, le empecé a enseñar cómo se hacía y, para ello, subimos y bajamos varias veces del primer piso al quinto. Coco Salá y su camarilla veían subir y bajar el ascensor, que era como una especie de jaula colgante, sin que nos detuviéramos para nada en el piso donde ellos esperaban muy excitados. Finalmente, nos detuvimos en el piso donde yo vivía; el muchacho traía una piña y yo le propuse que nos la fuésemos a comer a mi cuarto; nos comimos la piña y después hicimos el amor.
Coco, enloquecido, iba de un piso al otro llamando al muchacho, mientras nosotros en mi cuarto, desnudos, nos moríamos de la risa; Coco jamás me lo perdonó. A partir de entonces, frente a mi cuarto comenzaron a aparecer toda clase de brujerías: patas de gallo, cabezas de palomas y otras cosas más.
Yo, por otra parte, había terminado de nuevo
Otra vez el mar
y la tenía guardada en las gavetas de la casa de Elia, lo cual era un gran peligro porque ella era una mujer muy revolucionaría; pero más peligroso era traerla para mi cuarto, pues en cualquier momento me hacían un registro, Coco me hacía una denuncia, o sino, algunas de las prostitutas rehabilitadas que vivían en mi edificio y que se habían hecho militantes del Partido Comunista.
En aquel momento se había desarrollado la fiebre de la barbacoa, es decir, de construir un piso de madera dentro de los cuartos, al cual se subía por una escalerita. Esto se hacía para tener un poco más de espacio para vivir en aquellas habitaciones; en las barbacoas muchas veces no se podía caminar de pie sino a gatas. Las barbacoas estaban prohibidas por el Gobierno y había que hacerlas de forma oculta; pero hasta Blanca Nieves y los siete enanitos tuvieron la suya.
Yo no quise quedarme atrás y conseguí en bolsa negra la madera para hacerla. Precisamente, un día en que iba cargando un tablón inmenso, Alejo Carpentier estaba dando una conferencia en la calle subido a una tribuna. Interrumpí su conferencia atravesándome con mi enorme tablón en el hombro entre el público y el escritor; me detuve allí y le comenté a alguien del público cómo aquel hombre ya no hablaba español, sino que producía un sonido gutural con un acento francés tan marcado que parecía una rana; la persona se echó a reír y yo también, y el extremo de mi viga golpeó la mesa donde Alejo daba su conferencia.
Cuando estuve en Oriente a ver a mi madre, conocí a un bello recluta de Palma Soriano con el cual tuve cierto flete pero, como yo entonces no tenía ninguna dirección que darle, nos citamos para tres meses después en la Terminal de Omnibus de La Habana. El día fijado fui al lugar acordado sin la menor esperanza de que aquel recluta estuviese allí; sin embargo estaba. Se llamaba Antonio Téllez, pero prefería que uno le dijera Tony. Fuimos a mi cuarto e insólitamente aquel muchacho nunca había tenido ninguna relación homosexual; cuando yo lo empecé a tocar, se reía; se veía que era un novato, le costaba trabajo excitarse y estaba nervioso. Finalmente, terminamos siendo buenos amigos.
Tony y Ludgardo fueron los que me hicieron la barbacoa; era un trabajo bastante duro. Había que abrir con mandarrias y pedazos de hierro unos enormes huecos en las paredes y era necesario hacerlo en silencio para que no nos escuchara la presidenta del CDR, por lo que había que envolver aquellos martillos en unos trapos para que no hicieran ruido. Era una verdadera odisea buscar y luego entrar las tablas en el edificio; lo hacíamos de noche. Bebita, su amiga, Mahoma y yo buscábamos por los basureros de La Habana Vieja pedazos de madera y tablas viejas.
Luego vino Nicolás Abreu con una enorme cantidad de pequeñas tablitas que se había llevado de diferentes basureros cerca de su casa en Arroyo Apolo; con ellas revestimos la barbacoa. Entre las vigas y aquel revestimiento quedó un enorme hueco donde pude meter mis manuscritos de
Otra vez el mar
y el documento firmado por Rubén Díaz, donde decía que aquel cuarto me lo había vendido por mil pesos.
Cerca de mi edificio estaba la parada de la guagua llamada «Parada del Exito» o «La Ultima Esperanza». Allí se reunían, frente a la Manzana de Gómez, todas las locas a fletear; tanta gente llegaba por allí que era difícil no ligar a alguien. Allí me encontré nuevamente con Hiram Pratt, quien en aquel momento era enemigo declarado de Coco Salá; nos volvimos a saludar, me preguntó dónde vivía y yo le dije que con Coco Salá. El se quedó estupefacto porque sabía que Coco era un policía y que a causa de él yo había ido a parar a la cárcel; no podía creer que viviéramos juntos. A partir de aquel día, Hiram empezó a regar por toda La Habana que yo vivía con Coco Salá y una noche fue con varios delincuentes amigos de él hasta la casa de Coco y golpearon la puerta gritándome enormes insultos; Coco sacó la cabeza y trató de golpear a Hiram con un palo de escoba, pero los delincuentes con los que Hiram iba acompañado le dieron a Coco una enorme paliza.
Durante meses, Coco vivió en un absoluto furor porque mi correspondencia y muchos visitantes, que eran para mí, tocaban a su puerta.
En el mismo piso de Coco vivía Marta Carriles con su familia y una esclava, La Gallega. Yo conocí a La Gallega en el momento en que intentaba darse a la fuga con uno de sus amantes; vi bajar una enorme maleta atada a una soga por delante de mi ventana; después sentí un enorme estruendo en el tercer piso y era Marta persiguiendo a La Gallega para que ésta no se fugase.
El esposo de Marta Carriles era camionero y traía viandas que Marta luego vendía por el barrio. Por otra parte, Marta era santera y había mucha gente que venía a consultarse a su casa. Tenía dos hijos bellísimos, uno de los cuales había tenido relaciones sexuales con Rubén; era un adolescente de unos quince años. El otro era también un hombre hermoso al que siempre veía en el ascensor acompañado de una mujer. Yo, que ni siquiera tenía dientes, no me hacía muchas ilusiones. Por otra parte, ponerme los dientes era casi imposible pues había que tener un certificado médico, un carné de trabajador, alguna autorización de un policlínico; ninguna de esas cosas yo las poseía y tal vez nunca las iba a poseer.
Sin embargo, recuperé mi sonrisa gracias a Alderete, que era un hombre de unos sesenta años, que trabajaba como travestí a veces en Tropicana, a veces en algún otro cabaret de menor rango. Había sido muy famoso por los años cuarenta y tenía una inmensa cantidad de pelucas de todos los colores; representaba a casi todas las artistas famosas de Cuba y su papel estelar era cuando representaba a Rosita Fornés, porque tenía más voz que la misma artista. Se cuenta que una vez Alderete metió a un delincuente en su casa que trató de robarle amenazándolo con un cuchillo, y la loca le dijo que se esperara un momento, que iba a buscarle el dinero y se metió en un closet; de allí salió disfrazado como si fuera una bellísima mujer y el delincuente quedó fascinado con aquella mujer que le mamó el sexo y le sacó la cartera que tenía tras la espalda; el muchacho no se dio cuenta de que aquella hermosa mujer era la loca vieja a la que él quería estafar. Más adelante, aquel delincuente se enamoró del personaje que representaba Alderete, quien se ponía los mejores atavíos para esperarlo.
Un día, aquel hombre comprendió que detrás de todos aquellos trapos y aquel maquillaje no había más que un maricón horrible; quizá lo sabía desde antes, pero lo cierto es que ese día decidió enfurecerse y robarle en venganza todo lo que tenía la loca; incluyendo su enorme colección de pelucas.
Yo lo conocí en medio de esa crisis depresiva que le produjo «el gran robo», como él llamaba aquel episodio. Completamente calvo y envuelto en una sábana, era realmente un ser tan horrible como el mismo Coco Salá. Pero al poco tiempo había vuelto a conseguir todas sus pelucas y sus trapos e imitaba de nuevo | Rosita Fornés.
Fue gracias a él que pude ponerme los dientes; conocía a un dentista que lo admiraba y que no me cobró ni un centavo por adherirme a la prótesis aquellos dos dientes que tanto necesitaba. Ya los dientes no se me caerían al piso cuando abriera la boca.
Aquello quizá fue lo que me animó a hacer ejercicios y comencé a dar brincos en la barbacoa que, como no estaba hecha con mucha seguridad, se vino al suelo y yo con ella. Me pasé como una semana sacando clavos con un martillo para deshacer la barbacoa hasta que consiguiera y colocara nuevas vigas. En esa faena estaba cuando me tocaron a la puerta dos franceses; un joven y una muchacha que venían de parte de Margarita y Jorge Camacho. Estaban como turistas en Jibacoa y permanecerían en La Habana durante una semana; desde luego, con ellos salió mi tercera versión de
Otra vez el mar.
Aquellos franceses quedaron muy sorprendidos de la forma en que me conocieron, pues yo estaba en aquel momento con un short hecho de un pantalón que había cortado con un cuchillo, sin camisa y sacándole clavos a una serie de palos; no pensaban que un escritor viviera en esas condiciones, mucho menos después de leer mis libros en Francia. Me invitaron a comer en un restaurante y quisieron que yo fuera a Jibacoa, pero las autoridades no me permitieron entrar a la playa.
Los turistas se marcharon y yo pasé una semana aterrorizado, esperando la visita de la Seguridad del Estado. No sabía si habían podido sacar los manuscritos o si habían ido a parar a manos de Víctor. Por fortuna, pudieron sacarlos.
Estaba rodeado de tablas y tarecos, cuando sentí a Hiram Pratt por el pasillo, quien ya había descubierto que yo no vivía junto a Coco Salá; yo saqué la cabeza y le dije que esperara fuera. Rápidamente redacté una especie de documento burocrático, que era como una suerte de indulto donde le decía que la pena por la cual yo le había retirado mi amistad por un plazo de dos años se reducía sólo a seis meses, y que volviera a verme en ese plazo y yo le pondría las condiciones de nuestra futura amistad. Le entregué aquel documento y se marchó.
Un día Rubén me puso una cuota de cincuenta centavos cada vez que yo utilizara su baño; era un chantaje pero era su baño. Mi situación era cada vez más difícil y ya no tenía ni dónde caerme muerto, cuando se me apareció en mi puerta un adolescente bellísimo, descalzo y sin camisa y me pidió un cigarro; yo no tenía ninguno pero le dije que entrara y cerré la puerta. Me dijo que sabía que yo era escritor, pero a mí no me interesaba para nada hablar de literatura; yo lo quería a él. Supe que era el hijo mayor de Marta Carriles y que se llamaba Lázaro; Mahoma me dijo que era un joven excelente y el ascensorista, que era un loco y un delincuente.
Su madre Marta era una bruja, daba grandes escándalos a las vecinas y hasta se fajaba a piñazos con ellas y todos sus hijos. Pero el propio Lázaro me contaba lo horrible que era todo en su casa y al poco tiempo yo comprendí que era una persona distinta del resto de la familia; tenía evidentes problemas nerviosos, pero era alguien completamente diferente del resto de aquella familia de gente chusma y delincuente. Lázaro añoraba la calma y leer buena literatura.
Hicimos varias excursiones fuera de la ciudad; fuimos a Guanabo, nadamos en el Malecón aunque estuviera prohibido, cerca de La Concha nadamos también y un día, noté que tenía una necesidad de violencia peligrosa, pues jugando me lanzó tal golpe en la cara que yo temí que me hubiese partido mis dientes; yo me enfurecí y corrí detrás de él con un palo. Desde entonces, creo que nuestra amistad se hizo más profunda; él sabía que conmigo había que tener un poco de cuidado y yo supe que él había estado ingresado en el Hospital Psiquiátrico de Mazorra, por lo que le tomé más cariño.
Me enteré de que la familia, con tal de tener una boca menos para la comida, lo había llevado para aquel manicomio que era el más horrible de toda La Habana. Allí le habían dado una elevada cantidad de electroshocks. Una vez, según él mismo me contó, llegó a su casa a dormir y no le abrían la puerta porque un campesino le había traído a la madre un poco de carne de puerco, y ella y su padre se la estaban comiendo encerrados para no tener que darle a él, que era su hijo; aquella noche tuvo que dormir fuera. Después de aquella historia yo le dije que cuando quisiera podía quedarse a dormir en mi cuarto y le di una llave.
Nuestro mayor placer era caminar por toda la ciudad; a veces saltábamos las cercas y nos bañábamos en las playas prohibidas. Gracias a Rubén conocimos a otro personaje fascinante que siempre estaba inventando las maneras más insólitas para escaparse de la Isla. Según él, uno se podía marchar en una balsa plástica, siempre y cuando hubiese pescado algunos peces grandes, incluso podían ser tiburones, para amarrarlos a la balsa y dirigirlos hacia el norte; decía que de esa forma en unos tres días podíamos llegar a Miami. Se llamaba Raúl, según decía, porque uno nunca sabía los nombres reales de los amigos de Rubén.
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