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Authors: Reinaldo Arenas

Tags: #prose_contemporary

Antes que anochezca (36 page)

BOOK: Antes que anochezca
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En el teatro Payret se hacían siempre enormes colas porque ponían películas francesas y norteamericanas. Raúl calculaba que en la taquilla se recaudarían diariamente unos diez mil pesos y de ese modo elaboró un plan de robo insólito, que consistía en acercarse a la taquillera con un enorme balón de gas comprimido, abrirlo allí y provocar una inmensa nube de gas y robarse el dinero, para desaparecer luego entre la multitud. También pensaba acercarse a la taquillera con una botella de cloroformo y dárselo a oler para que ésta cayera desmayada y poder robar en ese momento.
Llegaron a inventar una máquina para fabricar pesos falsos y una noche se los llevaron a todos presos. La máquina la tenían en la casa de Julio Gómez, quien era muy amigo de Coco Salá. Lo insólito es que, así como Raúl desapareció para siempre, Julio y Rubén siguieron en libertad. Pero un día comprendí las razones; vi salir de la casa de Rubén al teniente Víctor.
A Rubén lo visitaba también una pintora que, aparentemente, había caído en desgracia y que se llamaba Clara Romero. Esta mujer había sido la esposa de Walterio Carbonell, un hombre que había ocupado ciertos cargos diplomáticos en África y luego había sido enviado por Castro a un campo de concentración en Camagüey. Un día, Rubén entró a mi cuarto quejándose de que Clara, en un momento en que él entró al baño, se había puesto toda su ropa y se la había robado. Rubén, Lázaro y yo fuimos hasta la casa de Clara, que era una especie de hueco o tugurio en un solar de la calle Monserrate; era una cueva sin ventanas, con una pequeña puerta. Clara tenía muchos hijos; los tenía negros, de ascendencia árabe, otros chinos; en fin, Clara practicaba un cierto internacionalismo sexual. Después del presidio de su esposo, practicó la prostitución y vivió de eso, porque sus cuadros nadie se los compraba, a pesar de que eran extraordinarios.
Por aquella época, ella y su esposo de tumo, Teodoro Tapiez, visitaban a pintores conocidos como Raúl Martínez, Carmelo González y otros; mientras el marido elogiaba las pinturas, Clara se robaba los pinceles y los óleos para poder pintar y le compraba a los bodegueros, clandestinamente, sacos de harina o recogía pedazos de tela en los basureros. Así pintaba aquellos cuadros enormes que ocupaban paredes enteras de su apartamento.
Cuando llegamos, Clara nos mostró llena de regocijo una de sus piezas maestras; nos olvidamos de reclamar las ropas. Desde entonces, yo visitaba a Clara con cierta regularidad; ella se las arreglaba para tener siempre té y un huevo duro. De eso vivíamos casi todos en La Habana; los huevos se vendían por la libre y el té ruso se conseguía en el mercado, aunque con cierta dificultad.
Clara convocó un día a todos sus amigos y a sus hijos a una reunión en aquel pequeño cuarto donde casi nos asfixiábamos. Clara dijo: «Los he llamado porque tengo que darles una noticia terrible; se me han caído las tetas», y bajándose la blusa nos mostró dos pequeñas tetillas negras que le caían sobre el vientre. Aquello era una tragedia porque ya no podría dedicarse a la prostitución con la cual mantenía a sus hijos, a su madre y a Teodoro, que estaba estudiando en la universidad y no podía trabajar. Recuerdo que todos sus hijos la rodearon llorando a causa de la tragedia. Todos tratamos de consolarla, incluso su madre, quien le dijo: «No te preocupes, buscaremos la forma de ayudarte, pero ahora lávate esas piernas que las tienes llenas de churre». Efectivamente, las piernas de Clara estaban tan sucias que la madre cogió un cuchillo y empezó a raspárselas.
Hacía un calor enorme y Clara se quejó de que no hubiera allí una ventana; en aquel mismo instante empezamos a abrir un hueco en la pared con unos pedazos de machete para hacer una ventana; la pared tenía más de un metro de ancho y cuando llegamos al otro lado comprendimos que no daba a la calle sino a un inmenso convento, el de Santa Clara, que había sido abandonado por las monjas al triunfo de Castro. Aquel convento estaba prácticamente intacto y lleno de muebles, baúles, vitrales y toda clase de objetos.
Con una disciplina de hormiga nos dedicamos a desmantelar todo aquel convento y a vender todo lo que tenía dentro. De pronto, de aquel pequeño cuarto donde Clara vivía y donde apenas existía espacio para unas cuantas sillas, salían veinte o treinta sillones, cuatro o cinco baúles que, inmediatamente, vendíamos por toda La Habana; en una ocasión llenamos un camión.
Un día, la presidenta del CDR tocó a la puerta de Clara y le dijo que no se explicaba cómo era posible que ella tuviera todo aquello guardado en su cuarto; la puerta que daba al convento estaba tapada por uno de los cuadros que pintaba Clara. No quedaba más remedio que comprar a la presidenta del CDR y así se hizo; se le dijo que cogiera todo lo que quisiera, y aquella mujer cogió todo lo que pudo y no nos delató.
En mi cuarto instalé un baño sanitario, una cocina de mármol, una barbacoa de puro cedro y mi pequeña sala se llenó de muebles del siglo xviii.
Por último, Lázaro y yo sacamos toda la madera del techo artesanal del convento; mi barbacoa era una especie de muestrario para la venta de aquella madera. Desde luego, Clara cobraba un porcentaje por todo lo que saliera de allí. Los mármoles rojos tuvieron un éxito muy especial; hasta la propia Elia y Coco compraron algunos.
Una noche, un policía nos detuvo mientras trasladábamos una gran cantidad de crucifijos, cálices de plata y otros objetos valiosos, y nos preguntó qué era toda aquella mierda; nosotros le dijimos que habíamos encontrado todo aquello en un edificio derrumbado de La Habana Vieja y que lo queríamos para adornar nuestras casas. A él le pareció que nada de aquello tenía ningún valor y nos permitió seguir con el cargamento.
Ludgardo puso una fábrica de zuecos de cedro, gracias al hueco de Clara. Para nosotros aquel hueco constituyó un verdadero tesoro; vendimos hasta las baldosas por toda La Habana.
Por último, Bebita dio la idea de hacer balcones y barbacoas en nuestro edificio y así lo hicimos con la madera y las baldosas del hueco de Clara; mi cuarto se convirtió de pronto en un apartamento que tenía hasta un balcón con rejas medievales. Hasta la presidenta del CDR de nuestro edificio tuvo su barbacoa.
Cuando Rubén vio en lo que se había convertido mi cuarto, me dijo que, como yo no tenía propiedad, en cualquier momento él volvería a hacerse dueño de él. Yo lo miré tranquilamente y le dije que, por supuesto, que sí tenía la propiedad de aquel lugar. Me pidió que se la mostrara y fui hasta mi pequeña cocina, saqué un inmenso cuchillo que había traído del convento y mostrándoselo le dije: «Aquí tengo la propiedad del cuarto». Después de aquello, nunca más me habló de este asunto.
Clara decidió dar una fiesta en el hueco después de haberlo vendido casi todo; compramos velas en bolsa negra y adornamos todo el convento con ellas. A medianoche comenzó la fiesta; sólo teníamos huevos duros y té, pero Clara había invitado a casi todos sus antiguos amigos, es decir, prostitutas retiradas, chulos elegantísimos, locas que solamente salían de noche; allí estaba Hiram Pratt. Esa noche Clara y yo elaboramos un documento en el que decíamos que, dadas las condiciones diabólicas de Hiram Pratt, sólo podíamos vernos en lugares como aquel hueco, en las copas de los árboles o en los fondos marinos y que lo perdonábamos definitivamente.
Hiram estaba escribiendo su autobiografía y esa noche nos leyó algunos pasajes. Hablaba allí de Clara como de una de las mujeres más cultas y una de las más grandes pintoras de este siglo; decía que yo era el Martí de su generación. Luego supe que Hiram cambiaba los textos de aquella autobiografía según el lugar en que la leyera. En otras versiones, yo aparecía como un delincuente y Clara como una «fletera mala».
En aquel hueco estaba también Bruno García Leiva, un personaje singular que siempre estaba caracterizando a alguien que no era él mismo, quizá porque él mismo no existía. Esa noche iba disfrazado de clérigo, con escapulario y hábitos negros, parecía en realidad un fraile y muchas de aquellas putas retiradas le pidieron la confesión y él se la dio solemnemente.
A veces se disfrazaba de médico y entrábamos al hospital Calixto García, Bruno me conducía a una de las salas de emergencia de aquel hospital, mientras yo soltaba alaridos lastimeros. El se apropiaba de certificados médicos, cuños y recetarios del hospital, que constituían un verdadero tesoro; Bruno vendía aquellos certificados a precio de oro a todo aquel que no quisiera ir a la agricultura. Los alcohólicos compraban las recetas para poder comprar el alcohol en las farmacias. Hiram Pratt, absolutamente alcoholizado, era uno de los que daba cualquier cosa por una de aquellas recetas.
Esa noche estaban también en el hueco Amando López, Sakuntala y Ludgardo. Este último era un mulato gigantesco al cual se le marcaban en el pantalón un falo y unos huevos enormes; recuerdo que cada persona tenía que representar un número artístico y Amando se tiró en el piso cubierto por uno de los lienzos de Clara y, de una manera cada vez más febril, comenzó a cantar una especie de oda a Ludgardo que decía así: «Ay Ludgardo, ven que ardo, no seas lerdo, no seas tardo, que te muerdo, dame el dardo, dame el dardo, mi Ludgardo». Ludgardo, realmente, no era siquiera bugarrón, pero se divertía con aquello.
Yo dije algunos de mis pensamientos; uno de ellos era: «Me siento tan feliz cual si Minerva, después del trabajo voluntario, en pago a sus celestes honorarios, el Partido le otorgase una Materva».
Alderete llevó su colección de pelucas y entre las velas retumbó su voz de Rosita Fornés. Por último, Ludgardo declaró que allí tenía que haber algún tesoro enterrado por lo cual había que tratar de encontrarlo. Clara entonces hizo firmar un documento en el que jurábamos que, si se encontraba algún tesoro allí, había que darle a ella el cincuenta por ciento. De aquel modo la fiesta se convirtió en una especie de excursión hacia aquel descubrimiento. Cavando no descubrimos el oro, pero sí una cisterna de agua que funcionaba a las mil maravillas, lo que en La Habana Vieja era casi como un tesoro.
A partir de entonces vendíamos hasta doscientas latas de agua diariamente; frente al hueco de Clara se hacían enormes colas.
Clara y Amando López se las habían arreglado para dejar preso a Hiram Pratt en el hueco. Cuando pregunté las razones de aquello supe que habían descubierto lo que Hiram había escrito, realmente, acerca de Clara en su autobiografía; Clara, además, se había apoderado de la autobiografía de Hiram, donde en efecto aparecía ella como una bruja de setenta años que había contaminado de sífilis a toda La Habana, se había pasado a todos los marineros griegos, practicaba el lesbianismo con sus propias hijas y era informante de la Seguridad del Estado. Clara decía que Hiram permanecería amarrado en aquella caverna hasta que escribiera otra autobiografía y, por supuesto, ella jamás le devolvería la original. A los tres días, Lázaro y yo lo desatamos.
Ya para entonces de aquel convento sólo faltaban por venderse las paredes y fue eso lo que, justamente, hicimos Lázaro y yo; derrumbar las paredes interiores del convento, limpiar ladrillo por ladrillo y venderlos después por toda La Habana, lo cual era un negocio porque nadie en Cuba podía conseguir jamás un ladrillo.
Recibimos un anónimo de Hiram en el que decía que denunciaría a las autoridades superiores los delitos y las orgías que se estaban cometiendo en el hueco de Clara Romero.
Un día, la presidenta del CDR llamó a Clara y le dijo que unos policías le habían preguntado si era cierto que ella se dedicaba al tráfico ilegal de maderas y de agua. Aquella mujer le sugirió a Clara que suspendiera todas las ventas.
Lo único que podíamos hacer, para no dejar huellas de lo ocurrido, era derrumbar el convento, pero antes yo quería desmantelar lo que quedaba del techo para liquidar todas aquellas tablas. Era muy agradable ver toda La Habana Vieja desde aquella altura.
De pronto descubrimos, tratando de tumbar una pared, que existía otro recinto que nosotros desconocíamos donde había cuatro cajas de caudales completamente cerradas. Al parecer, las monjas habían hecho aquella falsa pared para esconder el verdadero tesoro. Como no encontrábamos la combinación para abrirlas, arremetimos contra ellas a golpes de mandarria durante una semana, hasta que logramos abrirlas; no tenían nada. Era evidente que ésa era la razón por la cual aquel sitio estaba abandonado; los funcionarios de Castro habían pasado por allí y habían saqueado aquellas cajas de caudales y no querían que nadie descubriera el robo. Si nos acusaban a nosotros de aquel robo, podíamos ir a la cárcel por malversación por un período de treinta años. Rápidamente, destruimos la pared que sostenía la poca estructura que aún quedaba en pie de aquel convento; cuando estaba a punto de caerse, Ludgardo le amarró una cuerda y desde el hueco de Clara tiramos con fuerza hasta que en medio de un gran estruendo todo aquello se vino abajo.
A los pocos días se desató una enorme epidemia de tifus en La Habana Vieja. Fidel Castro se paseó por todo aquel barrio y dijo que la enfermedad se debía a la gran cantidad de basura que había en la ciudad. En realidad, hacía más de tres años que no se recogía la basura en aquella zona; los edificios se derrumbaban y aquello era un verdadero paraíso para las ratas y toda clase de animales portadores de virus infecciosos.
La ciudad se llenó de camiones militares que llevaron a cabo una «ofensiva» de limpieza; así, en veinticuatro horas desapareció todo lo que quedaba del convento de Santa Clara.
A las pocas semanas Lázaro volvió a enfermarse de los nervios, lo que le ocurría a menudo. Se sentaba en la escalera del edificio, hablando solo, increpando al techo, diciendo cosas incoherentes. En esas ocasiones no conocía a nadie, ni siquiera a mí.
Quería escribir y no podía hacerlo; a las dos o tres líneas soltaba el papel y lloraba impotente. Yo le decía que él era un escritor aun cuando nunca lograra escribir una cuartilla y eso lo consolaba. Quería que yo lo enseñara a escribir, pero escribir no es una profesión, sino una especie de maldición; lo más terrible era que él estaba tocado por esa maldición, pero el estado en que se encontraban sus nervios le impedía escribir. Nunca lo quise tanto como aquel día en que lo vi sentado frente al papel en blanco, llorando de impotencia por no poder escribir.
Yo le prestaba los libros que pensaba podían ayudarlo en su formación literaria; era increíble como aquellos libros despertaban cada vez más su sensibilidad y le permitían descubrir lo que muchos críticos a veces no habían descubierto. A veces me llamaba desde el baño de su casa y empezaba a leerme fragmentos del
Quijote
; en ocasiones estas tertulias terminaban con pedradas que nos tiraban los vecinos porque no les permitíamos descansar.
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