Por suerte, ya para entonces era el año setenta y nueve y Fidel Castro decidió deshacerse de unos cuantos ex presos políticos, muchos de los cuales no tenían ninguna relevancia, y entre éstos estaba Samuel Echerre. Inmediatamente, Samuel asumió la categoría de gran personaje; era quien iba hacia el mundo libre. Hasta el mismo obispo le dio una pequeña recepción de despedida; todos visitamos otra vez aquella iglesia para decirle adiós a Samuel.
Aproveché para hablar a solas con él y enviarle a mis amigos Jorge y Margarita el recado de que, por favor, hicieran todo lo posible por sacarme del país secretamente; le advertí que les dijera a ellos que lo hicieran todo muy discretamente. Pero Samuel no hizo más que llegar a Europa y publicar en la prensa todo lo que yo le había pedido que mantuviera en secreto. A la semana de marcharse Samuel, se apareció Víctor en mi cuarto; venía con un ejemplar de
Cambio 16
donde con grandes titulares decía:
REINALDO ARENAS DICE QUE LO SAQUEN DE CUBA O SE SUICIDA.
Así conservó Samuel el secreto que yo le había confiado; sencillamente había utilizado mi amistad para llegar a los órganos de prensa españoles y franceses.
Margarita y Jorge Camacho le dieron albergue por más de un mes; al ver que no pensaba irse de allí, le preguntaron en octubre, muy diplomáticamente, cuándo pensaba marcharse; Samuel dijo que tal vez para fines de año. Yo le escribí a Margarita y a Jorge diciéndoles todo lo que Samuel nos había hecho y ellos, que ya sabían quién era el personaje, lo pusieron en la calle, no sin antes darle incluso dinero para que se mudara para un hotel.
Desde que llegó a Europa, Samuel comenzó a enviarnos unas cartas insólitas; él sabía que toda nuestra correspondencia era revisada por la Seguridad del Estado; a algunos incluso les escribió a sus centros de trabajo o a la universidad. Todo cuanto decían aquellas cartas era para perjudicamos. En una de las cartas me decía que había hecho todo lo posible por sacarme de Cuba; que había hablado con Olga, mi amiga francesa, para ver si lograba que pudieran sacarme en un barco mercante, clandestinamente.
En una carta enviada a Valero le decía: «Espero que todavía se reúnan en la iglesia episcopal o en algún otro lugar y celebren las tertulias contrarrevolucionarias que todas las noches celebrábamos juntos». Una similar le envió a Juan Peñate, que le costó perder el trabajo y, finalmente, fue ingresado en un manicomio. A Valero lo expulsaron de la universidad y aquello le costó también la prisión.
A mí no tenían de dónde expulsarme y ponerme en la cárcel hubiera sido más escandaloso, pero se me redobló la vigilancia y Víctor me dijo que, si aquello volvía a suceder, no tendrían ningún tipo de piedad con mi persona. Yo, desde luego, dije que no sabía nada y que Samuel había hecho todo aquello para perjudicarme.
Por entonces, a Virgilio Piñera lo visitó la Seguridad del Estado en su casa; lo insultaron, lo vejaron y le quitaron todos sus manuscritos, prohibiéndole volver a hacer cualquier tipo de lectura pública. Desde entonces, se sumió en una especie de angustia silenciosa y en el terror. Quien delataba las lecturas de Virgilio como contrarrevolucionarias era Miguel Barniz; esto lo pude comprobar después, cuando su amigo René Cifuentes, ahora en el exilio, me lo ratificó.
Adiós a Virgilio
Virgilio también llegó a la conclusión de que la única salvación posible era irse de la Isla. Un día me dijo, mientras caminábamos por La Habana Vieja: «¿Te enteraste de que le van a dar la salida a Padilla? Oye, si dejan salir a Padilla, nos dejan salir a todos». Desgraciadamente, no fue así; Virgilio nunca pudo salir.
Una semana después se presentó a mi puerta Coco Salá, que ya hacía algún tiempo que me hablaba, seguramente por orden de la Seguridad del Estado. Abrí la puerta y Coco me dijo: «Murió Virgilio Piñera; su cadáver está en la funeraria Rivero». Media hora más tarde llegó Víctor a darme la noticia y me dijo que lo mejor era que no me apareciese por allí. Era el colmo; ni siquiera podía ir a los funerales de mi amigo muerto.
En cuanto Víctor abandonó el cuarto, me vestí y me fui para la funeraria. Allí estaba también María Luisa, la viuda de Lezama, y algunos otros amigos; muchos no se atrevieron a ir. Pero en aquellos funerales faltaba lo principal: el cadáver de Virgilio Piñera. El cadáver había sido retirado por la Seguridad del Estado, con el pretexto de que tenían que hacerle una autopsia, cosa ésta completamente insólita, ya que la autopsia se le hace al cadáver antes de llevarlo a la funeraria.
Las autoridades cubanas informaron que había muerto de un infarto, aunque yo tengo mis dudas acerca de esa muerte. Víctor me había preguntado hacía muy poco tiempo si yo veía con frecuencia a Virgilio y quién era la persona que le hacía la limpieza de la casa. Evidentemente, querían saber cuándo Virgilio estaba solo en su casa y cuándo estaba acompañado por esa persona una vez por semana; un personaje tan siniestro como Víctor no hacía esas preguntas por pura curiosidad.
Al llegar a la funeraria y no encontrar en ella el cadáver de Virgilio, sospeché que aquella muerte repentina podía haber sido un asesinato.
Fidel Castro ha odiado siempre a los escritores, incluso a los que están de parte del Gobierno, como Guillén o Retamar, pero en el caso de Virgilio el odio era aún más enconado; quizá porque era homosexual y también porque su ironía era corrosiva y anticomunista y anticatólica. Representaba al eterno disidente, al inconforme constante, al rebelde incesante.
Con su novela
Presiones y diamantes
, en la que se descubre la falsedad de un famoso diamante y es arrojado al inodoro, Virgilio cayó en total desgracia con Fidel Castro; era demasiado simbólico. El diamante se llamaba el Delfi, Fidel al revés.
Finalmente, el cadáver fue traído sólo unas horas antes del entierro y llevado al cementerio. En el momento preciso en que sacaban el cadáver de la funeraria, vi a Víctor con una expresión resplandeciente y satisfecha en el rostro; comprendí que habían terminado felizmente su trabajo.
El coche fúnebre de Virgilio marchaba a enorme velocidad; era prácticamente imposible seguirlo. La Seguridad del Estado trató por todos los medios de evitar que se formara una aglomeración con motivo de aquella muerte, pero una multitud de personas e incluso de muchachos jóvenes, montados en patines y bicicletas, persiguió el cadáver. Otros, más astutos, se fueron mucho antes para el cementerio y esperaron el cadáver allí.
Antes de bajar el cadáver de Virgilio, Pablo Armando leyó un pequeño discurso donde se decía que Virgilio era un escritor cubano que había nacido en Cuba y había muerto en Cuba; era lógico: fue así porque no lo dejaron salir.
Allí estaban silenciosos sus amigos y también sus enemigos; Marcia Leiseca, una de las más grandes agentes de la Seguridad del Estado, estaba toda vestida de negro, como una gran araña, supervisando que el cadáver fuera enterrado correctamente. Hasta última hora, parecieron temer que Virgilio se les escapase o lanzase su última carcajada irónica contra el régimen.
Cuando llegué a mi cuarto, me esperaba mi propio cadáver mirándome desde el espejo.
Yo creo que mi actitud durante los funerales de Virgilio puso en guardia a la Seguridad del Estado. Primero, había desobedecido las orientaciones de Víctor y había ido al sepelio. Después, me había convertido en la única persona que había hecho algún tipo de manifestación rebelde en favor de Virgilio; había dicho que todo aquello era realmente terrible. Ahora, nadie podía creer la patraña de que yo estaba rehabilitado, y creció la vigilancia sobre mi casa.
Carlos Olivares era el sobrino del embajador de Cuba en la Unión Soviética; era una loca mulata que se hacía pasar por hombre entre las demás locas para de este modo cautivarlas y obtener así alguna información; al parecer también había sido chantajeado por la policía cubana. Un día dio un enorme escándalo en el Bosque de La Habana, pues había invitado a un hermoso recluta a caminar por allí; Olivares se le insinuó al recluta y éste le pidió disculpas diplomáticamente, pero Olivares le pidió por favor que se lo templara, que de todos modos nadie se iba a enterar. Como el recluta insistía en que tenía que irse, Olivares se le paró delante y le dijo: «O me singas o grito». El recluta se puso nervioso y apuró el paso, pero Olivares comenzó a dar unos alaridos que resonaron en todo el bosque y varios policías de las unidades militares cercanas acudieron y el recluta declaró lo ocurrido; quizá desde entonces Olivares se convirtió en delator o tal vez lo era por simple maldad. Este fue uno de los tantos delatores que ahora visitaban mi casa por orden de la Seguridad del Estado.
Así transcurría mi vida a principios del año 1980; rodeado de espías y viendo cómo mi juventud se escapaba sin haber podido nunca ser una persona libre. Mi infancia y mi adolescencia habían transcurrido bajo la dictadura de Batista y el resto de mi vida bajo la aún más férrea dictadura de Fidel Castro; jamás había sido un verdadero ser humano en todo el sentido de la palabra.
Debo confesar que nunca me recuperé de la experiencia de la cárcel; creo que ningún preso se recupera de eso. Vivía lleno de terror y con la esperanza de poder escaparme de aquel país algún día. Toda la juventud cubana no pensaba en nada más que en eso; con frecuencia algunos trataban de entrar por la fuerza en las embajadas de otros países.
En la memoria de muchos estaba todavía la imagen de la rastra llena de jóvenes cubanos que, tratando de cruzar la cerca electrificada de la base naval de Guantánamo, fue ametrallada por las tropas cubanas.
En la embajada de México había exiliados cubanos que llevaban allí años y años, pues el gobierno mexicano, siempre sinuoso e inmoral, los mantenía en la embajada, quizá por orden directa de Fidel Castro. Allí se morían a veces de hambre; estaban en territorio mexicano, pero sometidos al chantaje de Castro. Era prácticamente imposible meterse en una embajada, aunque todos los jóvenes soñaban con ello.
Mariel
Durante los primeros días de abril de 1980, un chofer de la ruta 32 se había lanzado con todos sus pasajeros contra la puerta de la embajada del Perú solicitando asilo político. Lo insólito fue que todos los pasajeros de la guagua decidieron también solicitar asilo político; ni uno solo quiso salir de la embajada.
Fidel Castro reclamó a toda aquella gente, y el embajador peruano le dijo que estaban en territorio peruano y que por las leyes internacionales tenían derecho al asilo político. Fidel Castro, días más tarde, en medio de una de sus perretas, decidió retirar la escolta cubana de la embajada del Perú, tratando quizá de perjudicar al embajador para que éste, finalmente, tuviera que claudicar y sacar a todas aquellas personas de la embajada.
Pero esta vez el tiro le salió por la culata; cuando se supo que la embajada del Perú estaba sin escolta, miles y miles de personas entraron en la embajada pidiendo asilo político. Una de las primeras personas que lo hizo fue mi amigo Lázaro, pero yo no creía en la posibilidad de ese asilo, porque el mismo periódico
Granma
había publicado la noticia; pensaba que se trataba de una trampa, y una vez que estuvieran todas aquellas personas dentro, Castro podría arrestarlas a todas.
En cuanto se supiera quiénes eran los enemigos, es decir, aquellos que querían irse del país, bastaba con meterlos a todos en la cárcel.
Lázaro se despidió de mí antes de marcharse para la embajada. Al día siguiente, ya la habían cerrado; dentro se habían metido diez mil ochocientas personas, y por los alrededores había cien mil tratando de entrar. De todas partes del país venían camiones llenos de jóvenes que querían entrar en aquella embajada, pero ya Fidel Castro se había dado cuenta de que había cometido un grave error al retirarle la escolta a la embajada del Perú, y no sólo cerraron la embajada, sino que prohibieron la entrada a la zona de Miramar a todas las personas que no vivieran allí.
A los que estaban en la embajada les cortaron la luz y el agua; para diez mil ochocientas personas daban ochocientas raciones de comida. Por otra parte, el gobierno introdujo allí a numerosos agentes de la Seguridad del Estado, que incluso asesinaron a personas que, habiendo tenido altos cargos en el Gobierno, se habían metido en la embajada. Los alrededores de la embajada del Perú estaban llenos de carnés de la Juventud Comunista y del Partido que habían sido lanzados hacia la calle por personas que ya estaban dentro de la embajada.
El Gobierno trataba de disminuir el escándalo, pero ya todas las agencias de prensa en el mundo daban la noticia. El mismo Julio Cortázar y Pablo Armando Fernández, testaferros de Castro que en aquel momento estaban en Nueva York, declararon que eran sólo seiscientas o setecientas personas las que estaban en la embajada.
Un taxista lanzó su auto a toda velocidad contra la embajada, tratando de entrar, y fue ametrallado por la Seguridad del Estado; aún herido intentó salir del auto y entrar en la embajada, pero fue introducido en una perseguidora.
Los sucesos de la embajada del Perú constituyeron la primera rebelión en masa del pueblo cubano contra la dictadura castrista. Después, el pueblo trató de entrar en la Oficina de Intereses de Estados Unidos en Cuba. Todos buscaban una embajada en la cual meterse y la persecución policial alcanzó niveles alarmantes. Por último, la Unión Soviética llevó a Cuba a un alto personaje de la KGB y hubo una serie de conferencias con Fidel Castro.
Fidel y Raúl Castro habían estado frente a la embajada del Perú. Allí, por primera vez, Castro escuchó al pueblo insultándolo, gritándole cobarde y criminal; pidiéndole la libertad. Fue entonces cuando Fidel ordenó que los ametrallaran, y aquella gente que llevaba quince días sin apenas comer, durmiendo de pie, porque no había espacio para acostarse, y sobreviviendo en medio de excrementos, respondió cantando el himno nacional ante aquel tiroteo, que hirió a muchos.
A punto de que estallara una revolución popular, Fidel y la Unión Soviética decidieron que era necesario abrir una brecha, dejando salir del país a un grupo de aquellos inconformes; era como hacerle una sangría a un organismo enfermo. En medio de un discurso desesperado y airado, Castro, junto a García Márquez y Juan Bosch, que aplaudían, acusó a toda aquella pobre gente que estaba en la embajada de antisociales y depravados sexuales. Nunca podré olvidar aquel discurso de Castro con su rostro de rata acosada y furiosa, ni los aplausos hipócritas de Gabriel García Márquez y Juan Bosch, apoyando el crimen contra aquellos infelices cautivos.