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Authors: Reinaldo Arenas

Tags: #prose_contemporary

Antes que anochezca (42 page)

BOOK: Antes que anochezca
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Allí en Miami, Lázaro tuvo otra crisis de absoluta locura, sólo que acrecentada. Allí todo el mundo vivía en un estado de perpetua paranoia, encerrado; hasta mi tía, al verla después de veinte años, me pareció más enloquecida. Cuando llegué a Miami hice unas declaraciones que creo a la gente no le gustó mucho pues dije: «Si Cuba es el Infierno, Miami es el Purgatorio».
En agosto de 1980 acepté una invitación para ofrecer una conferencia en la Universidad de Columbia, en Nueva York. Sin pensarlo preparé la conferencia en menos de dos horas y tomé el avión; huía de un sitio que no era el apropiado, para sumarlo a mis angustias y a mi manera de ser; huía también para siempre de mí mismo.
Las brujas

 

El desterrado es ese tipo de persona que ha perdido a su amante y busca en cada rostro nuevo el rostro querido y, siempre autoengañándose, piensa que lo ha encontrado. Ese rostro pensé hallarlo en Nueva York, cuando llegué aquí en 1980; la ciudad me envolvió. Pensé que había llegado a una Habana en todo su esplendor, con grandes aceras, con fabulosos teatros, con un sistema de transporte que funcionaba a las mil maravillas, con gente de todo tipo, con la mentalidad de un pueblo que vivía en la calle, que hablaba todos los idiomas; no me sentí extranjero al llegar a Nueva York. Aquella misma noche comencé a caminar por la ciudad; me pareció que en otra encamación, en otra vida, yo había vivido en esta ciudad. Esa noche un grupo de más de treinta amigos, entre ellos Roberto Valero, Nancy Pérez Crespo y hasta el mismo Samuel Echerre, a quien ya yo había perdonado, tomamos un coche y atravesamos la Quinta Avenida, que ya el primero de septiembre comenzaba a ser invadida por la niebla otoñal.
Las brujas han jugado un papel muy importante en mi vida. Primero, las brujas que pudiera considerar pacíficas, espirituales, que reinan en ese mundo de la fantasía; aquellas brujas, a través de la imaginación de mi abuela, poblaron mis noches de infancia con sus misterios y sus horrores y me conminaron más adelante a escribir mi novela
Celestino antes del alba
. Pero otras brujas, de carne y hueso, también jugaron papeles predominantes en mi vida. Así, por ejemplo, la misma Maruja Iglesias, a la que todo el mundo llamaba la Bruja de la Biblioteca; fue ella quien influyó para que yo pasara a la Biblioteca Nacional y allí conociera a otra bruja, todavía más sabia y encantadora, María Teresa Freyre de Andrade, quien me dio su amparo y una serie de conocimientos también ancestrales; María Teresa pestañeaba como una bruja bien caracterizada en una obra de Shakespeare. Después conocí a Elia del Calvo, bruja también perfecta; tanto, que solamente se rodeaba de gatas; su figura y su personalidad fueron muy importantes en una época de mi vida. Ese tipo de brujas había hecho, hasta cierto punto indirectamente, que yo pudiese más adelante abandonar el país como una no persona, como alguien desconocido. En Miami, encontré también varias brujas que se dedicaban al tráfico de la palabra. Vestían —como las brujas— largos trapos negros, eran flacas y de quijadas prominentes, algunas escribían poemas y, al igual que Elia del Calvo, me obligaban a que yo los leyese. Realmente, el mundo está poblado de brujas; unas más benignas, otras más implacables; pero el reino no sólo de la fantasía, sino el de la realidad evidente pertenece a las brujas.
Al llegar a Nueva York me encontré con una bruja perfecta; aquella señora se pintaba el pelo de violeta, deseaba que su anciano esposo muriera rápidamente y coqueteaba con toda persona que se acercase a su casa; era un coqueteo platónico, ya que seguramente sólo intentaba llenar la inmensa soledad en que vivía en un apartamento del West Side de Manhattan, donde ella se daba a entender en un inglés que no había quién pudiera descifrar. Esta bruja se rodeaba constantemente de homosexuales y por lo tanto me acogió desde que llegué. Su hijo también era homosexual, aunque ella, como bruja, le había obligado a que tuviese una novia y más tarde a que se casase y hasta que tuviese varios hijos. La bruja, llamada Ana Costa, me dijo que tenía que quedarme en esta ciudad. Así, me ayudaba a que cumpliese mi destino; mi destino siempre terrible. Ella misma se las arregló para conseguir un apartamento que estaba desocupado en el mismo centro de Manhattan. «Alquílalo ahora mismo», me dijo. Y de pronto, yo que había llegado solamente por tres días a Nueva York, me vi con un pequeño apartamento en la calle 43 entre la Octava y Novena Avenida, a tres cuadras de Times Square, en el centro más populoso del mundo. Alquilé el apartamento inmediatamente y me encomendé otra vez, como siempre, al poder misterioso, maléfico y sublime de las brujas.
Bruja fue mi tía Orfelina, perfecta en su maldad; con ella viví durante más de quince años bajo el terror y la amenaza de ser denunciado a la policía, pero no puedo negar que ejercía sobre mí una extraña atracción; tal vez la atracción del mal, del peligro. Bruja memorable fue también en mi vida Clara Romero quien, precisamente, transformó a La Habana Vieja en una fábrica de zuecos y renunció a la prostitución con la caída de sus tetas, convirtiéndose en una extraordinaria pintora, a la vez que denunciaba a sus admiradores a la Seguridad del Estado.
Las brujas han conminado mi vida. Aquellas brujas nunca abandonaron la escoba, no porque pudieran volar, sino porque todas sus ansias y todas sus frustraciones y deseos se redimían barriendo y barriendo el corredor de mi casa, los patios, las salas, como si quisiesen barrer de esa forma sus propias vidas.
Así, junto a todas estas brujas, se destaca la imagen de la bruja mayor; la bruja noble, la bruja sufrida, la bruja llena de nostalgia y de tristeza, la bruja más amada del mundo: mi madre; también con su escoba, barriendo siempre como si lo que importara fuera el valor simbólico de esa acción.
Pero a veces las brujas adquirían una forma casi semimasculina y entonces podían ser aún más siniestras. Dentro de esas brujas que me acompañaron durante tanto tiempo en mi vida, cómo olvidar a Cortés, bruja temible, de figura perfectamente brujil, gracias a quien tuve que escribir tantas veces mi novela
Otra vez el mar
y que marcó mi vida con el horror durante toda la década del setenta; como olvidar a Coco Salá, bruja también perfecta, que parecía estar siempre en constante levitación, de figura realmente retorcida y siniestra, de cuerpo encorvado, gracias a quien fui a parar a la cárcel, a uno de los círculos más dantescos del Infierno. Y cómo olvidar a la bruja clásica, la bruja cerrada de negro, con guantes y capa negra, con ojos saltones y pelo ralo; la bruja de la enorme quijada y sonrisa siniestra, Samuel Echerre; bruja temible que me hizo conocer lo que significaba la verdadera traición y que, como bruja al fin, volvía a aparecer dondequiera que yo me encontraba; ahora, montado en el mismo coche en que yo atravesaba las calles de Nueva York.
Las brujas, que desde mi infancia me han acompañado, me escoltarán hasta las mismas puertas del Infierno.
Yo llegué a Nueva York, de mudada, el 31 de diciembre de 1980. Había tenido que regresar a Miami para terminar mi curso de literatura. Lázaro había venido antes y estaba en mi estudio. Llegué a las doce de la noche, en el momento en que toda la ciudad vivía la euforia del fin de año. A mi llegada, que yo consideré positiva, el taxista —quizá ya no se encuentre uno como éste— tuvo la paciencia de colocar las más de veinte maletas llenas de libros, trapos y manuscritos, que yo traía de Miami. Fue una verdadera odisea poder atravesar la ciudad en fin de año, sobre todo Times Square, donde había más de un millón de personas. Cuando llegué al apartamento, Lázaro no estaba allí y tuve que subir a un quinto piso, sin ascensor, con aquella cantidad de maletas y cajas de libros; el taxista me dijo que fuera subiendo las maletas, una a una, y que él se quedaría allí abajo hasta que yo terminara de subirlas. Cuando terminé y le pregunté cuánto tenía que pagarle, me dijo que quince dólares; yo le fui a dar veinte y me dijo entonces: «Eso es mucho dinero; mucho dinero»; fue una acción realmente insólita que quizá jamás me vuelva a ocurrir, pero a mí me pareció que con esa actitud, la ciudad me daba la bienvenida. Y en verdad, Nueva York durante los años 1981 y 1982 fue una verdadera fiesta. La nieve y el invierno fueron para mí todo un acontecimiento; disfrutaba viendo' caer la nieve; era un placer inmenso caminar por la calle y sentir cómo nos caía encima; no sentía ni siquiera el frío. La nieve ha sido siempre una especie de añoranza incesante para todos los cubanos: José Lezama Lima, Eliseo Diego, Julián del Casal; casi todos los poetas, que nunca vieron la nieve, se pasan la vida añorándola; otros que la padecieron, se la pasaron renegando de ella, como Martí y Heredia. De una u otra manera, la nieve ha jugado un papel fundamental en nuestra literatura. Nosotros, Lázaro y yo, vivíamos ahora la euforia de la nieve y de una gran ciudad que no paraba nunca; allí estaba a cualquier hora del día o de la noche todo lo que uno quería; todas las frutas —muchas de ellas tropicales— que uno añoraba en Cuba se podían obtener en medio de la nieve. Era verdaderamente un sueño y una fiesta incesante. Yo trabajaba mucho entonces, pero nunca Nueva York fue tan vital; quizá nunca vuelva a ser como entonces, pero me queda el consuelo de haber vivido aquellos últimos años, antes de que llegara la plaga, antes de que la maldición cayese también sobre la ciudad, como siempre cae sobre todas las cosas realmente extraordinarias.
La revista
Mariel

 

Había también una pequeña colonia de cubanos llegados por el Mariel en Nueva York que a cada rato nos reuníamos y leíamos nuestros textos. El apartamento de René Cifuentes en la Octava Avenida era uno de los sitios de las reuniones; allí se hablaba de cualquier cosa, se criticaba, se leía. A veces se anunciaba una fiesta de disfraces y cada cual se disfrazaba y era imposible reconocerse uno mismo cuando se miraba en el espejo.
En Miami estaba Juan Abreu y otro grupo de amigos también llegados por el Mariel, como Carlos Victoria y Luis de la Paz; en Washington estaba Roberto Valero, estudiando en la Universidad de Georgetown; en Nueva York estaban Reinaldo García, a quien yo le había perdonado ya su prudencia, René Cifuentes y yo mismo. Se decidió fundar con todos aquellos marielitos la revista
Mariel
. Aquella revista se hizo debajo de una mata de pino cuando yo fui a visitar a Juan a Miami; no teníamos, desde luego, ningún local ni la menor idea de cómo hacer una revista; tampoco teníamos un centavo. La asesora literaria de la revista fue, sin embargo, Lydia Cabrera, quien se brindó de manera entusiasta a ayudarnos. La revista tenía que ser costeada por nosotros mismos, que teníamos que imponemos una cuota y pagarla rigurosamente. Nunca contamos con ninguna ayuda oficial. El primer número salió en la primavera de 1983 y fue dedicado a José Lezama Lima; era el sueño y la ilusión que Juan y yo teníamos desde hacía muchos años, cuando vivíamos en Cuba. Era como el renacimiento de aquella revista que llamamos
Ah, la marea
y que hacíamos clandestinamente en el Parque Lenin. Todos estábamos casi en la miseria, pero sacrificamos el poco dinero que ganábamos para crear aquella revista; fue para nosotros un gran acontecimiento. Tenía que ser una revista que sorprendiera al mismo exilio y, desde luego, a Fidel Castro. Irreverente, aquella revista no tenía paz con nadie, se le hacían homenajes a los grandes escritores, se destapaba a los hipócritas y era contraria a la moral burguesa característica de un gran grupo de personas de Miami. En la misma revista hicimos un número consagrado al homosexualismo en Cuba, y se le hacían entrevistas a personas que padecían los prejuicios de una sociedad muchas veces conservadora y reaccionaria como era la de Miami y, en gran parte, la de Estados Unidos. La revista no caía bien, excepto a un pequeño grupo de intelectuales liberales; lógicamente, no podía caer bien a la izquierda festiva de Estados Unidos y a los hipócritas de esa izquierda, ni a los comunistas, ni a los agentes cubanos dispersos por todo el mundo, especialmente, por Estados Unidos, ni tampoco podía caerle bien, desde luego, a las poetisas de Miami. Todas las gentes establecidas en este país nos miraban como seres extraños; pero la revista siguió publicándose durante unos años. Recuerdo que yo mismo escribí un artículo titulado «Elogio de las Furias», donde decía que las Furias eran las únicas diosas que debían inspirarnos siempre, y me apoyaba en toda una serie de textos que iban desde
La Ilíada
hasta
La Isla en peso
, de Virgilio Piñera. No teníamos que guardar ninguna forma ni aspirábamos a ningún cargo. Yo nunca ni siquiera aspiré ni aspiro a ser ciudadano norteamericano. Después, algunos de los integrantes del comité de la revista se acobardaron o se alejaron. Debido también a problemas económicos, la revista tuvo que cerrar, pero ahí quedaron algunos números que constituyen un verdadero reto para la literatura del exilio y también para la literatura cubana en general.
Otro de los grandes éxitos de aquel momento fue la película
Conducta impropia
, de Néstor Almendros y Orlando Jiménez Leal. La película era el primer gran documento en el cual se denunciaba abiertamente la persecución que sufrían en Cuba los homosexuales y toda persona que no tuviese una conducta conservadora dentro del régimen de Fidel Castro; hasta aparecían los campos de la UMAP, personajes entrevistados que habían estado en esos campos, documentos represivos. Era además una película desenfadada, hecha con un gran sentido del humor; aparecían las locas que habían salido huyendo de Cuba y ahora eran travestis que cantaban en algún cabaret de Nueva York; aparecía el mismo Fidel Castro enfundado en su batahola verde, haciendo más bien el ridículo. La película tuvo una gran resonancia internacional, levantó polémicas enfurecidas y ganó el Premio de los Derechos Humanos como el mejor documental exhibido en Europa ese año.
Al gobierno de Castro le preocupó tanto aquella película que nombró a un grupo de locas oficiales, casi todas del Ministerio del Interior, para que se pasearan por todo el mundo dando conferencias y diciendo que en Cuba no perseguían a las locas. Aquellas pobres locas tenían incluso que partirse delante de todo un público y hacerse más afeminadas de lo que eran para demostrar que, irrebatiblemente, en Cuba no había persecución a los homosexuales. Claro, una vez que regresaron a Cuba tuvieron nuevamente que guardar sus plumas y no hemos vuelto a saber qué fue de aquella delegación oficial de locas cubanas. De todos modos, nos deben de estar agradecidas a nosotros, pues gracias a esa película pudieron darse su viajecito por Europa.
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