Se abrió entonces el puerto del Mariel, y Castro, después de declarar que toda aquella gente era antisocial, dijo que, precisamente, lo que él quería era que toda aquella escoria se fuera de Cuba. Inmediatamente, comenzaron los cartelones que decían: QUE SE VAYAN, QUE SE VAYA LA PLEBE. EL Partido y la Seguridad del Estado organizaron una marcha voluntaria, entre comillas, en contra de los refugiados que estaban en la embajada. A la gente no le quedó más remedio que asistir a aquella marcha; muchos iban con la intención de ver si podían saltar la cerca y entrar en la embajada; pero los manifestantes no podían acercarse a la cerca, pues había una triple fila de policías frente a ella.
Comenzaron a salir desde el puerto del Mariel miles de lanchas repletas de personas hacia Estados Unidos. Desde luego, no salió del país todo el que quiso, sino todo el que Fidel Castro quiso que saliera: los delincuentes comunes que estaban en las cárceles, los criminales, los agentes secretos que quería infiltrar en Miami, los enfermos mentales. Y todo esto fue costeado por los cubanos del exilio que enviaron sus embarcaciones para buscar a sus familiares. La mayoría de aquellas familias de Miami se arruinó alquilando barcos para ir a buscar a sus familiares, pero cuando llegaban al Mariel, Castro las llenaba muchas veces de delincuentes y locos. Pero miles de personas honestas lograron también escapar.
Desde luego, para poder marcharse por el puerto del Mariel, las personas tenían que salir de la embajada del Perú con un salvoconducto que les daba la Seguridad del Estado e irse para su casa a esperar que el propio gobierno de Castro les diera la orden de salida. A partir de aquel momento era la Seguridad del Estado y no la embajada del Perú la que decidiría quiénes abandonarían el país y quiénes no. Muchos resistieron y no quisieron salir de la embajada, sobre todo los que habían estado más comprometidos con el régimen de Castro.
Las turbas organizadas por la Seguridad del Estado esperaban fuera de la embajada a las personas que salían con su salvoconducto y, en muchas ocasiones, les rompían el salvoconducto, con lo que perdían su condición de exiliados, y los apaleaban.
Se golpeaba sin cesar a la gente, ya no sólo por haber estado en la embajada del Perú, sino simplemente por haber puesto un telegrama a sus familiares en Miami, para que viniesen a buscarlos por el Mariel. Vi golpear a un joven hasta dejarlo inconsciente, tirado en la calle, por haber salido del correo después de poner uno de esos telegramas. Aquello se repetía a diario, por todas partes, durante los meses de abril y mayo de 1980.
A los veinte días, Lázaro llegó de la embajada; estaba casi irreconocible, pues no pesaba más de noventa libras y se moría de hambre. Había hecho mil peripecias para no ser golpeado. Ahora todo consistía en esperar a que le llegara la salida. El día en que le llegó, yo lo acompañé en un taxi hasta el sitio donde le hacían los documentos y me dijo: «No te preocupes que yo te voy a sacar de aquí, Reinaldo». Cuando salió de aquel taxi, vi cómo lo golpeaban aquellas turbas y le daban en la espalda con unas cabillas, mientras él corría bajo las piedras y las frutas podridas; en medio de aquello lo vi desaparecer hacia la libertad, mientras yo me quedaba allí, solo. Pero en el edificio casi todo el mundo se quería ir del país, por lo que encontré allí otra especie de asilo.
En medio de aquella guerra civil ocurrían cosas terribles. Un hombre, para evitar seguir siendo golpeado por aquella turba, había tomado su automóvil y se había lanzado contra algunas de aquellas personas que querían aniquilarlo. Inmediatamente, un agente de la Seguridad del Estado le dio un tiro en la cabeza y lo ultimó. Aquellas cosas eran publicadas por el propio periódico
Granma
; el hecho de que alguien hubiese matado a aquel «antisocial» era considerado como un acto heroico.
Las casas donde estaban las personas esperando su salida eran rodeadas por la turba y apedreadas; en el Vedado, hubo varias personas que fueron asesinadas a pedradas. Todo el horror que habíamos sufrido durante veinte años llegaba ahora a su máximo grado de espanto. Todo el que no fuera entonces un agente de Castro estaba en peligro.
Frente a la pared de mi cuarto habían colgado varios carteles que decían: que se vayan los homosexuales, que se vaya la escoria. Irme era, precisamente, lo que yo quería, pero, ¿cómo hacerlo? Irónicamente, el gobierno cubano a la vez que nos gritaba y nos insultaba para que nos fuéramos, nos impedía marcharnos. En ningún momento Fidel Castro abrió el puerto del Mariel para que saliera todo el que quisiera salir; sencillamente, su treta fue la de dejar salir solamente a aquellas personas que no pudieran perjudicar la imagen del Gobierno, pero no se les permitía salir a los profesionales graduados de la universidad, ni a escritores con libros publicados en el extranjero, como era mi caso.
Pero, como había la orden de dejar marchar a todas las personas indeseables y dentro de esa categoría entraban, en primer grado, los homosexuales, una inmensa cantidad de homosexuales pudo abandonar la Isla en 1980; otros, que ni siquiera lo eran, se hicieron pasar también por locas para abandonar el país por el puerto del Mariel.
La mejor manera de lograr la salida del país era demostrar con algún documento que uno era homosexual. Yo no tenía nada que me sirviera para demostrar aquello, pero tenía mi carné de identidad donde constaba que había estado preso por un escándalo público; ya eso era una buena prueba y me dirigí a la policía.
Al llegar me preguntaron si yo era homosexual y les dije que sí; me preguntaron entonces si era activo o pasivo, y tuve la precaución de decir que era pasivo. A un amigo mío que dijo ser activo le negaron la salida; él no dijo más que la verdad, pero el gobierno cubano no consideraba que los homosexuales activos fueran, en realidad, homosexuales. A mí me hicieron caminar delante de ellos para comprobar si era loca o no; había allí unas mujeres que eran psicólogas. Yo pasé la prueba y el teniente le gritó a otro militar: «A éste me lo mandas directo». Aquello quería decir que no tenía que pasar por ningún otro tipo de investigación política.
Me hicieron firmar un documento en el cual yo decía que me iba del país por problemas puramente personales, porque era una persona indigna de vivir en una Revolución tan maravillosa como aquélla. Me dieron un número y dijeron que no me moviera de la casa. El policía que me llenó los papeles me dijo: «Ahora ya sabes; si vas a dar una fiesta "de perchero", tienes que darla en tu casa, porque, si cuando te llega la salida no estás en tu casa, pierdes esta oportunidad». Creo que hasta aquel mismo policía hubiera estado encantado de ir a aquella imaginaria fiesta de perchero que decía iba yo a dar en mi casa.
Mi salida se había tramitado a nivel de barrio, de estación de policía, y todavía los mecanismos de persecución no estaban tan sofisticados en Cuba desde el punto de vista técnico. Por aquella razón pude salir sin que la Seguridad del Estado se enterara; salí como una loca más, no como un escritor; ninguno de los policías que me autorizaron, en medio del desorden general, sabía nada de literatura, ni tenía por qué conocer mi obra, por lo demás casi totalmente inédita en Cuba.
Después de una semana sin poder dormir, encerrado en aquel cuarto donde el calor era insoportable, una noche en que por fin me quedé dormido, tocaron a mi puerta; eran Marta Carriles y el padre de Lázaro que me gritaban: «Levántate, que te llegó la salida. Sabíamos que san Lázaro te iba a ayudar». Yo bajé en pijama corriendo y, efectivamente, en la puerta del edificio había un policía con un papel que me preguntó si yo era Reinaldo Arenas; yo le contesté que sí, lo más bajo que pude, y me dijo que tenía treinta minutos para estar listo y presentarme para salir del país en un lugar llamado Cuatro Ruedas.
Cuando subía corriendo por las escaleras, me tropecé con Coco Salá, que se mantenía muy alerta, y me dijo: «Allá abajo hay un policía buscándote, ¿qué es lo que quiere?». Yo, con el rostro lleno de terror, le dije que venían a buscarme para ponerme preso de nuevo, que me iban a hacer otro juicio. Se lo dije con tanto espanto, por el hecho de creerme descubierto por él, que me creyó.
Era muy difícil llegar entonces a Cuatro Ruedas en media hora, pero pasó una guagua y yo le dije al chofer que tenía la salida y que, si llegaba en menos de media hora a Cuatro Ruedas, le regalaba una cadena de oro. El chofer puso la guagua a toda velocidad y sin parar en ninguna parada, y llegué a tiempo. Allí me despedí corriendo de Fernando, el padre de Lázaro, y corriendo llegué al lugar donde esperaba un militar, le entregué mi libreta, el papel que me había dado el policía en mi casa y allí mismo me dieron un pasaporte y un salvoconducto que decía que yo era uno de los exiliados en la embajada del Perú. En la primera guagua que salió aquel día desde allí, me marché hacia el Mariel; para colmo, la guagua se rompió por el camino y hubo que esperar como dos horas para que otra guagua nos recogiera y nos llevara.
Llegamos al Mosquito, que era el campo de concentración que estaba situado cerca del Mariel; su nombre lo tenía muy bien puesto, por la cantidad de mosquitos que había allí. Esperamos dos o tres días en aquel lugar hasta que nos llegara el tumo para salir por el Mariel. Vi allí a algunos amigos y también a muchos que sabía eran policías, ante los cuales traté de pasar inadvertido. Nos registraron, ya que no podíamos llevar ninguna carta, ni siquiera números de teléfono de ninguna persona en Estados Unidos; yo me había aprendido de memoria el de mi tía en Miami.
Antes de entrar en la zona donde ya todo el mundo estaba aprobado para abandonar el país, había que hacer una larga cola y entregarle el pasaporte a un agente de la Seguridad del Estado, que chequeaba nuestros nombres en un inmenso libro; allí aparecían relacionadas las personas que no podían abandonar el país y yo estaba aterrado. Rápidamente, le pedí una pluma a alguien y, como mi pasaporte había sido hecho a mano y la
e
de mi Arenas estaba cerrada, la convertí en una
i
y pasé a ser de pronto Reinaldo Arinas y por ese nombre me buscó el oficial en el libro; jamás me encontró.
Antes de salir a tomar las guaguas para el puerto del Mariel, otro oficial nos reunió y nos dijo que todos salíamos «limpios», que en ningún pasaporte aparecía que hubiésemos cometido ningún delito y que, por tanto, al llegar a Estados Unidos, sólo teníamos que decir que éramos exiliados de la embajada del Perú. Indiscutiblemente, había detrás de aquello algo sucio y siniestro; lo que querían era, precisamente, crear una enorme confusión a las autoridades norteamericanas con el fin de que no pudieran saber quiénes eran verdaderamente los exiliados y quiénes no.
Antes de montar en los barcos nos habían distribuido en distintas naves: en una estaban todos los locos, en la otra los asesinos y delincuentes más terribles, en la otra las putas y los homosexuales, y en la otra los jóvenes agentes de la Seguridad del Estado que serían infiltrados en Estados Unidos. A medida que nos iban montando en los barcos, los iban rellenando con personas sacadas de los diferentes grupos.
También hay que tener en cuenta que por aquel éxodo salimos ciento treinta y cinco mil personas; la mayoría de las cuales eran personas que, como yo, lo que querían era vivir en un mundo libre y trabajar y recuperar su humanidad perdida.
Finalmente, en la madrugada del 4 de mayo, me tocó mi tumo. Mi bote se llamaba
San Lázaro
y me acordé de lo que me había dicho una vez Marta Carriles; era la una de la madrugada. Un militar nos tiró varias fotografías. A los pocos minutos nos alejamos de la costa. Ibamos escoltados por dos lanchas de la policía cubana; era una medida de precaución para evitar que personas que no hubiesen recibido el permiso de salida llegasen clandestinamente hasta aquellas lanchas.
Allí mismo, precisamente, se desarrolló un espectáculo terrible. Un guardacostas, en el momento en que salíamos, tiró su rifle al agua y comenzó a nadar hacia nosotros; rápidamente, las otras lanchas guardacostas se acercaron al militar y allí mismo, con las bayonetas, lo asesinaron en el agua.
El bote
San Lázaro
seguía alejándose de la costa; la Isla se fue convirtiendo en un conjunto de luces parpadeantes y luego todo fue una enorme sombra. Estábamos ya en el mar abierto.
Para mí, que desde hacía tantos años sólo deseaba marcharme de aquel horror, me era fácil no llorar. Pero había allí un joven, de unos diecisiete años, que en el Mariel lo habían montado en el barco y había dejado a su familia en Cuba, y estaba llorando desconsoladamente. Había allí unas mujeres con unos niños que, como yo, llevaban cinco días sin probar alimento. También había varios dementes.
El capitán del barco era un cubano que hacía veinte años se había marchado a Estados Unidos y había ido a Cuba a buscar a su familia; ahora se llevaba el barco lleno de desconocidos, con la promesa de que, cuando regresara otra vez, le dejarían sacar a su familia. En realidad, navegaba porque no le quedaba más remedio; me dijo que no sabía nada de navegación, pues él había alquilado aquella nave para buscar a su familia. No había tampoco nada que comer a bordo.
El viaje de La Habana a Cayo Hueso demoraba sólo unas siete horas, sin embargo nosotros llevábamos navegando más de un día y no llegábamos al dichoso Cayo Hueso. Finalmente, el capitán nos confesó que estaba perdido y no sabía con exactitud en qué punto se encontraba. Tenía una radio y trataba de comunicarse con otros barcos, pero no lo lograba.
Al segundo día, se le acabó la gasolina del bote y quedamos a la deriva en medio de la inmensa corriente del Golfo de México. Llevábamos tantos días sin comer que no podíamos siquiera vomitar; sólo vomitábamos bilis. Uno de los locos hizo varios intentos de lanzarse al agua y había que estarlo sujetando, mientras algunos de los delincuentes le gritaban que se controlara, que iba para la «Yuma»; el pobre loco gritaba: «Qué Yuma, ni Yuma, yo quiero irme para mi casa». Aquel hombre jamás se enteró de que íbamos para Estados Unidos. Los tiburones nos merodeaban, esperando que cayéramos al agua para devoramos.
Finalmente, el capitán pudo comunicarse por radio con otro barco y éste llamó a un guardacostas norteamericano, quien avisó a un helicóptero. A los tres días se apareció el helicóptero norteamericano; descendió casi al nivel de las aguas y nos tiró fotografías e inmediatamente se marchó. Le dio la orden de rescate a un guardacostas y esa misma noche llegó el guardacostas; nos lanzaron unas sogas y nos subieron a bordo; amarraron el bote a la parte de atrás de aquel barco norteamericano y partimos. Nos dieron de comer en el barco, y poco a poco comenzamos a recuperar nuestras fuerzas y a sentir una gran alegría. Llegamos finalmente a Cayo Hueso.