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Authors: Reinaldo Arenas

Tags: #prose_contemporary

Antes que anochezca (41 page)

BOOK: Antes que anochezca
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Cayo Hueso

 

Cuando salí de mi edificio en Monserrate, la jefa de vigilancia del CDR se me acercó y me dijo: «No te preocupes que yo J no te voy a delatar; lo que quiero es que, si ves a mi hijo, le digas que estoy bien». Insólitamente, cuando llegué a Cayo Hueso, al primero que me encontré fue a su hijo y le pude dar el recado de su madre. El me llevó para unos almacenes donde tenían todas las cosas donadas por exiliados de Miami para los que llegaban por el Mariel y me dio un par de zapatos nuevos, unos jeans y una camisa reluciente; me dio jabón y una inmensa cantidad de comida. Me bañé, me afeité y comencé a parecer de nuevo un ser humano.
Allí me encontré con un bailarín de la compañía de Alicia Alonso, quien me contó que un momento después de salir yo del Mariel mi nombre era gritado por todos los altoparlantes; la policía me buscaba. Después supe que todos tenían que mostrar su pasaporte antes de entrar al puerto y que paraban todas las guaguas preguntando por mí; la Seguridad del Estado y la UNEAC ya estaban alertas y, pensando que aún estaba en El Mosquito, llevaron a cabo una enorme pesquisa para evitar que yo me fuera del país.
Nos llevaron para unos albergues en Cayo Hueso hasta ver qué ubicación posterior nos daría Inmigración. En medio de aquella multitud, me encontré con Juan Abreu; al fin podíamos abrazarnos fuera de Cuba y ya libres.
En cuanto llegué a Miami traté de ponerme en contacto con Lázaro, y también con Jorge y Margarita Camacho, que en ese momento estaban en España. A Lázaro lo vi, por suerte, al llegar a la casa de mi tío; me estaba esperando y todavía nos parecía imposible que los dos, aunque con una diferencia de una semana, estuviésemos en Estados Unidos. A Margarita y Camacho les escribí; ellos se habían enterado de mi salida por un cable que había sido publicado en España; ahora yo intentaba recuperar mis manuscritos, y Margarita y Jorge, que estaban en su casa en el campo, no los tenían allí. Llamé entonces a Severo Sarduy, a quien ellos le habían entregado mis manuscritos; en esa primera llamada Severo me dijo que no los tenía. Le escribí desesperado a mis amigos Camacho y Margarita de nuevo y ellos me calmaron diciéndome que no me preocupara, que ellos tenían los originales.
Por fin, recibí todos mis papeles, lo cual fue para mí una experiencia indescriptible. Ahora, podía verlos y acariciarlos tranquilamente, aunque sabía que me llevaría años poder corregir aquellos páginas escritas tan apresuradamente.
Miami

 

La Universidad Internacional de la Florida me invitó a dar una conferencia el primero de junio de 1980. La titulé «El mar es nuestra selva y nuestra esperanza» y hablé por primera vez ante un público libre. Junto a mí estaba Heberto Padilla; él habló primero. Realmente, su caso fue penoso; llegó absolutamente borracho a la audiencia y, dando tumbos, improvisó un discurso incoherente y el público reaccionó violentamente contra él. Yo sentí bastante lástima por aquel hombre destruido por el sistema, que no podía encararse con su propio fantasma, con la confesión pública que había hecho en Cuba. En realidad, Heberto nunca se recuperó de aquella confesión; el sistema logró destruirlo de una manera perfecta, y ahora parecía que hasta lo utilizaba.
Desde que comencé a hacer declaraciones contra la tiranía que había padecido durante veinte años, hasta mis propios editores, que habían hecho bastante dinero vendiendo mis libros, se declararon, solapadamente, mis enemigos. Emmanuel Carbailo, que había hecho más de cinco ediciones de
El mundo alucinante
y nunca me había pagado ni un centavo, ahora me escribía una carta, indignado, donde me decía que en ningún momento yo debí haber abandonado Cuba y, por otra parte, se negaba a pagarme; todo eran promesas, pero el dinero nunca llegó, pues aquélla era una manera muy rentable de practicar su militancia comunista. Ese fue también el caso de Angel Rama, que había publicado un libro de cuentos mío en Uruguay; en lugar de escribirme una carta al menos para felicitarme por haber salido de Cuba, porque él sabía la situación que yo tenía allí, por cuanto nos vimos en Cuba en el año 1969, publicó un enorme artículo en el diario
El Universal
de Caracas titulado: «Reinaldo Arenas hacia el ostracismo». Rama decía en aquel artículo que era un error que yo hubiese abandonado el país, porque todo se debía a un problema burocrático; que ahora estaría condenado al ostracismo. Todo aquello era extremadamente cínico; era ridículo, además, aplicado a alguien que desde 1967 no publicaba nada en Cuba y que había sufrido la represión y la prisión dentro de aquel país, donde sí estaba condenado al ostracismo. Comprendí que la guerra comenzaba de nuevo, pero ahora bajo una forma mucho más solapada; menos terrible que la que Fidel sostenía con los intelectuales en Cuba, aunque no por ello menos siniestra.
Para colmo, sólo se me pagó nada más que mil dólares por las versiones francesas de mis novelas, después de innumerables llamadas telefónicas.
Nada de aquello me tomó por sorpresa; yo sabía ya que el sistema capitalista era también un sistema sórdido y mercantilizado. Ya en una de mis primeras declaraciones al salir de Cuba había dicho: «La diferencia entre el sistema comunista y el capitalista es que, aunque los dos nos dan una patada en el culo, en el comunista te la dan y tienes que aplaudir, y en el capitalista te la dan y uno puede gritar; yo vine aquí a gritar».
El exilio

 

Recorrí por entonces varios países: Venezuela, Suecia, Dinamarca, España, Francia, Portugal. En todos dejé escapar mi grito; era mi tesoro; era cuanto tenía.
Ahora descubría una fauna que en Cuba me era desconocida; la de los comunistas de lujo. Recuerdo que en medio de un banquete en la Universidad de Harvard un profesor alemán me dijo: «Yo de cierta forma comprendo que tú puedas haber sufrido en Cuba, pero yo soy un gran admirador de Fidel Castro y estoy muy satisfecho con lo que él hizo en Cuba».
En aquel momento, aquel hombre tenía un enorme plato de comida frente a sí y le dije: «Me parece muy bien que usted admire a Fidel Castro, pero en ese caso no puede seguir con ese plato de comida, porque ninguna de las personas que viven en Cuba, salvo la oficialidad cubana, puede comerse esta comida». Cogí el plato y se lo lancé contra la pared.
Mis encuentros con esa izquierda festiva y fascista fueron bastante polémicos. En Puerto Rico eran bastante taimados; me invitaron a la Universidad y me pidieron que no hablara de política. Yo leí un trabajo sobre Lezama Lima y a continuación, un testaferro de Castro llamado Eduardo Galeano, leyó un largo discurso político atacándome, precisamente, porque yo había adoptado una actitud apolítica.
Evidentemente, la guerra contra los comunistas, los hipócritas y los cobardes no había terminado porque yo hubiera salido de Cuba.
Pero en el exilio, si bien es cierto que encontré toda una serie de oportunistas, hipócritas y traficantes con el dolor de los cubanos, también encontré personas honestas y extraordinarias, muchas de las cuales me ayudaron. El profesor Reinaldo Sánchez me invitó a trabajar como profesor visitante en la Universidad Internacional de la Florida, donde preparé e impartí un curso de poesía cubana; conocí allí a estudiantes excelentes; era como una forma de volver a lo cubano pero de una manera más profunda porque no estábamos en nuestra tierra.
Además tuve la oportunidad de establecer relaciones con tres escritores, para mí fundamentales, de nuestra historia: Lydia Cabrera, Enrique Labrador Ruiz y Carlos Montenegro.
La sabiduría de Lydia me hacía sentirme otra vez junto a Lezama. Se había dado a la tarea de reconstruir la Isla, palabra por palabra, y allí estaba en un pequeño apartamento de Miami, escribiendo sin cesar, padeciendo toda una serie de calamidades económicas, con una enorme cantidad de libros sin publicar y habiendo tenido que costearse ella misma todos los que había logrado publicar en Miami.
Otros escritores vivían en situaciones aún más penosas; ése era el caso de Labrador Ruiz, uno de los grandes de la novela contemporánea; vivía y vive todavía de los servicios sociales. Tenía escritas sus memorias y no había encontrado nunca un editor.
Era paradójico cómo aquellos grandes escritores que habían salido de Cuba buscando libertad, ahora se encontraban con la imposibilidad de publicar sus obras aquí.
En ese caso estaba también Carlos Montenegro, un novelista y cuentista de primera magnitud, viviendo también de los servidos públicos en un pequeño cuarto de un barrio pobre de Miami; ése era el precio que había que pagar por mantener la dignidad. En realidad, al exilio cubano no le interesaba mucho la literatura; el escritor es mirado como algo extraño, como alguien anormal.
Al llegar a Miami me reuní con personas acaudaladas, dueños de bancos y comercios, y les propuse crear una editorial para publicar a los mejores escritores de la literatura cubana, que estaban ya casi todos en el exilio. La respuesta de todos aquellos señores, todos ellos multimillonarios, fue tajante; la literatura no da dinero, a casi nadie le interesa comprar un libro de Labrador Ruiz; Lydia Cabrera puede venderse en Miami, pero tampoco tanto; en fin, no resultaría.
«Nos interesaría tal vez publicar un libro tuyo, porque tú acabas de salir de Cuba y eres noticia», me dijeron. «Pero a esos autores nadie los va ya a comprar.»
Montenegro murió al año siguiente en un hospital público, absolutamente olvidado. Labrador agoniza en un pequeño cuarto de Miami. En cuanto a Lydia, completamente ciega, sigue escribiendo y publicándose ella misma sus libros en unas ediciones modestísimas que casi no circulan más allá del ámbito de Miami.
Una vez, fui a una presentación de un libro de Lydia Cabrera; había una anciana sentada debajo de una mata de mango, frente a una mesita, firmando sus libros; era Lydia Cabrera. Había dejado su enorme quinta en La Habana, su enorme biblioteca, todo su pasado, y ahora vivía en Miami en un modesto apartamento y firmaba a la intemperie, debajo de una mata de mango, sus propios libros que ella misma se publicaba. Al verla allí —ciega— comprendí que representaba una grandeza y un espíritu de rebeldía que tal vez ya no existía en casi ningún otro escritor, ni en Cuba ni en el exilio. Una de las mujeres más grandes de nuestra historia, completamente confinada y olvidada; o rodeada por gente que no había leído ninguno de sus libros y que lo que buscaba era una figuración periodística momentánea bajo el fulgor de aquella anciana. Era una especie de paradoja y, a la vez, ejemplo de las circunstancias trágicas que han padecido todos los escritores cubanos, a través de todos los tiempos; en la Isla éramos condenados al silencio, al ostracismo, a la censura y a la prisión; en el exilio, al desprecio y al olvido por parte de los mismos exiliados. Hay como una especie de sentido de destrucción y de envidia en el cubano; en general, la inmensa mayoría no tolera la grandeza, no soporta que alguien destaque y quiere llevar a todos a la misma tabla rasa de la mediocridad general; eso es imperdonable. Lo más lamentable de Miami es que allí prácticamente todo el mundo quiere ser poeta o escritor, pero sobre todo poeta; yo quedé sorprendido cuando vi una bibliografía de los poetas de Miami, escrita también por otra poeta miamense que, desde luego, no se hacía llamar poeta, sino poetisa; había más de tres mil poetas en aquella bibliografía. Ellos mismos se publicaban sus libros y se autonombraban poetas, y daban enormes tertulias a las que uno tenía que acudir porque si no quedaba como un apestado. Lydia le llamaba a aquellas poetisas «poetiesas», y tampoco llamaba Miami por su nombre sino «El Mierdal». Lydia me decía siempre que yo tenía que irme inmediatamente de Miami a Nueva York, a París, a España, pero me decía que allí no me quedara; ella nunca ha tenido cabida dentro de aquel contexto chato, envidioso y mercantil, pero con ochenta años, no tenía otro sitio donde meterse. Lydia Cabrera pertenecía a una tradición más refinada, más profunda, más culta; y estaba muy lejos de aquellas poetisas de moños batidos y de constantes cursilerías, donde lo que predominaba era la figuración momentánea, y quien pudiera publicar un libro en el extranjero, que alcanzara cierta resonancia, era considerado casi un traidor.
Me di cuenta inmediatamente de que Miami no era un sitio apropiado para quedarme a vivir. Lo primero que me dijo mi tío cuando llegué a Miami fue lo siguiente: «Ahora te compras un saco, una corbata, te pelas bien corto y caminas de una manera correcta, derecha, firme; te haces además, una tarjeta que diga tu nombre y que eres escritor». Desde luego, lo que quería decirme era que tenía que convertirme en todo un hombrecito machista. La típica tradición machista cubana en Miami ha logrado una especie de erupción verdaderamente alarmante. Yo no quise estar mucho tiempo en aquel lugar, que era como estar en la caricatura de Cuba; de lo peor de Cuba: el dime que te diré, el chanchullo, la envidia. No soportaba tampoco la chatadura de un paisaje que no tenía siquiera la belleza insular; era como una especie de fantasma de la Isla; una península arenosa e infecta tratando de convertirse en el sueño para un millón de exiliados de tener una isla tropical, aérea y bañada por el mar y la brisa. En Miami el sentido práctico, la avidez por el dinero y el miedo a morirse de hambre, han sustituido a la vida y, sobre todo, al placer, a la aventura, a la irreverencia.
Durante los pocos meses que viví en Miami no pude encontrar allí ni un poco de calma; viví envuelto en incesantes chismes y bretes y por lo demás, en incesantes cócteles, fiestas, invitaciones; uno era como una especie de extraño ejemplar que había que exhibir, que había que invitar, antes de que perdiese su brillo, antes de que llegase un nuevo personaje y uno fuese arrinconado. Yo no tenía paz para trabajar allí y mucho menos para escribir. También la ciudad, que no es ciudad, sino una especie de caserío disuelto, un pueblo de vaqueros donde el caballo ha sido sustituido por el automóvil, me aterraba. Yo estaba acostumbrado a una ciudad con aceras y calles; una ciudad deteriorada, pero donde uno podía caminar y reconocer su misterio, disfrutarlo a veces. Ahora estaba en un mundo plástico, carente de misterio y cuya soledad resultaba, muchas veces, más agresiva. No tardé, desde luego, en sentir nostalgias de Cuba, de La Habana Vieja, pero mi memoria enfurecida fue más poderosa que cualquier nostalgia.
Yo sabía que en aquel sitio yo no podía vivir. Desde luego, diez años después de aquello, me doy cuenta de que para un desterrado no hay ningún sitio donde se pueda vivir; que no existe sitio, porque aquél donde soñamos, donde descubrimos un paisaje, leímos el primer libro, tuvimos la primera aventura amorosa, sigue siendo el lugar soñado; en el exilio uno no es más que un fantasma, una sombra de alguien que nunca llega a alcanzar su completa realidad; yo no existo desde que llegué al exilio; desde entonces comencé a huir de mí mismo.
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