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Authors: Reinaldo Arenas

Tags: #prose_contemporary

Antes que anochezca (30 page)

BOOK: Antes que anochezca
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Durante toda aquella confesión, ellos insistían en que yo declarase haber corrompido a dos menores de edad, que eran aquellos dos delincuentes que se robaron mi ropa y la de Coco Salá en la playa. Por cierto, Coco Salá nunca fue a la cárcel por cuanto era informante de la Seguridad del Estado. Una vez que aclaró quién era en la estación de policía, salió libre, en tanto que a mí se me encarceló.
Mi juicio sería por un delito común grave: corrupción de menores. Hasta de violación se hablaba. De este modo, para evitar un escándalo internacional, yo sería condenado por un delito común. Así, encerrándome, por lo menos ocho años, me aniquilaban y separaban del mundo literario.
En los días siguientes a mi confesión, a veces, uno de los soldados que cuidaban el pasillo abría la escotilla y se ponía a conversar conmigo; me imagino que era por orientación del teniente Gamboa. Aquel guapo mulato abría la escotilla y a veces conversaba más de una hora conmigo; se rascaba los testículos y yo me erotizaba; así, muchas veces, yo me masturbaba mientras él caminaba frente a mi puerta.
Una noche, mientras yo dormía, él entró y me pidió fósforos; yo no podía tener fósforos en aquel lugar. Habló cinco minutos conmigo y después se marchó. Quizá fue una manera de inquietarme. Desde aquella noche soñaba que entraba a mi celda y hacíamos el amor. Tal vez él sabía que yo me masturbaba mirándolo y quizá se divertía con ello, pero de todas formas, nuestras conversaciones se prolongaron hasta que fue trasladado de allí.
Antes de la confesión yo tenía una gran compañía; mi orgullo. Después de la confesión no tenía nada ya; había perdido mi dignidad y mi rebeldía. Por otra parte, me había comprometido con el teniente a colaborar con ellos en lo que pudiera y podían pedirme que yo hiciese un acto público en el que recitase todo aquel texto. Además, después de mi confesión, podían eliminarme hasta físicamente.
Ahora, estaba solo con mi miseria; nadie podía contemplar mi desgracia en aquella celda. Lo peor era seguir existiendo por encima de todo, después de haberme traicionado a mí mismo y de haber sido traicionado por casi todos.
Otra vez el Morro

 

Finalmente, me llevaron de regreso para el Morro; me pusieron en la galera número diez, en la cual estaban los asesinos mayores ya de cuarenta y cincuenta años que habían cometido numerosos delitos; había muy poca humanidad entre aquellos presos recalcitrantes. El cazador de gorriones también estaba allí. Un día en que íbamos para la visita, un guardia se le acercó y le cayó a patadas; él era ya viejo y caminaba muy despacio, pero desde aquel día se quedó paralítico. No tenían silla de ruedas en aquel lugar, de modo que permanecía acostado o en un pequeño banquito se arrastraba hasta llegar al baño. No sé después qué fue de él; al salir lo dejé allí.
Como aquellos presos ya no tenían nada que esperar, las relaciones sexuales allí eran más obvias. Recuerdo a una loca negra que dijo: «Aquí hay que empezar a singar». Y ella misma, con una sábana, hizo una especie de tienda de campaña en su litera e inició allí una gran templeta; los hombres hacían cola para templarse a la loca. A veces, ella alquilaba por cigarros aquel apartamento hecho con sábanas.
En aquella galera también entraban marihuana y cocaína con mucha facilidad. Al parecer aquellos presos tenían viejas relaciones con los guardias y sabían cómo arreglárselas con ellos; existía un negocio entre los guardias y los presos que se pagaba con dinero en el momento de la visita.
Como yo había prometido rehabilitarme, un buen día me sacaron de aquella galera y me llevaron para la galera de los trabajadores, es decir, para la galera número seis. Aquella galera tenía muy poca ventilación y en ella había cientos de presos, pero tenía un privilegio: podíamos realizar trabajos en el patio o en la azotea del Morro y por lo menos así la vida no era tan aburrida y se corría quizá menos peligro de ser asesinado.
En aquella galera había personas que, como yo, habían firmado su retractación o eran militares de Fidel Castro que habían cometido algún crimen. Por ejemplo, había allí un hombre que había sido teniente y que estaba condenado a veinticuatro años por haber asesinado a su esposa y al amante de ésta; más adelante lo dejaron en libertad.
En la galera de los trabajadores, el ambiente no era tampoco de camaradería, sino de delación; casi todos allí eran chivatos y podían denunciar a otro preso por cualquier cosa, como por tener relaciones homosexuales, por entrar cualquier producto prohibido o fumar marihuana, que era el sueño de casi todos ellos. Delataban a los otros sin ningún escrúpulo con tal de obtener algún privilegio.
A mí me pusieron de lavandera junto a diez o doce presos más, guiados por un guardia llamado Rafael que era implacable con nosotros. Ibamos a la terraza del Morro y allí, con unos tanques de agua, teníamos que lavar la ropa de todos los oficiales y los soldados. Desde luego, la rapa de los presos nunca se lavaba, pero nosotros, cuando Rafael hacía la vista gorda, aprovechábamos y lavábamos nuestras ropas, quedándonos en calzoncillos.
Desde allí podíamos al menos ver La Habana y el puerto. Al principio yo miraba la ciudad con resentimiento y me decía a mí mismo que, finalmente, también La Habana no era sino otra prisión; pero después empecé a sentir una gran nostalgia de aquella otra prisión en la cual, por lo menos, se podía caminar y ver gente sin la cabeza rapada y sin traje azul.
Un día, desde la azotea, vimos a un preso amarrar una cuerda a la cerca de alambres de púas y lanzarse por la pendiente hacia el vado tratando de escapar. Descendió colgado de la cuerda y, cuando llegó al fin de ésta, le faltaban como cien metros de altura para llegar a la costa; se tiró entonces y llegó al suelo con las dos piernas partidas. Así, siguió arrastrándose en dirección a la orilla del mar. Los guardias, por puro sadismo, porque aquel hombre no tenía la más mínima posibilidad real de escaparse, lo mataron a tiros. Todo esto ocurrió durante la visita y todos los familiares tuvieron que estar allí durante horas, hasta descubrirse quién había traído la soga.
Varios fueron los intentos de fuga que se hicieron en el Morro; lógicamente, el sueño de todo preso es escaparse de la cárcel. Una vez uno lo logró y todos fuimos castigados durante un mes. Para los guardias constituía una especie de ofensa terrible el hecho de que un preso se hubiese escapado. Luego supimos que ya el preso había sido capturado; era de esperar que aquello ocurriera, pues no es nada fácil permanecer prófugo en Cuba, con todos los sistemas de vigilancia que han sido creados en el país.
Al hombre lo trajeron todo lleno de heridas y de golpes y lo pasearon por delante de nuestras celdas, dándole patadas y puñetazos; estaban dándonos el ejemplo de lo que nos podía suceder a nosotros si intentábamos escapar. Desde luego, un preso ya condenado que practica la fuga es condenado a más años de cárcel. Pero todos seguíamos soñando con la fuga, a veces, de una manera delirante.
Había un preso que soñaba con que la familia le trajese un globo que él inflaría allí mismo y que luego dirigiría hacia el norte, para llegar así a Estados Unidos. Otros pensaban en disfrazarse de civiles y escapar; cosa absolutamente imposible.
Cuando llegó mi juicio, lo primero que sorprendió al jurado fue que aquellos muchachos, supuestamente corrompidos por mí, no eran menores de edad; y además, que tenían una corpulencia de más de seis pies de alto. El fiscal y el presidente del tribunal indiscutiblemente querían condenarme. Uno de los muchachos, a los que decían yo había violado, fue interrogado; compareció vestido con su uniforme de colegial y peinado con la rayita a un costado; parecía un ángel. Pero cuando le preguntaron si había tenido relaciones sexuales conmigo, dijo que no. El tribunal volvió a repetir la pregunta, el muchacho me miró y dijo que no; este muchacho era el testigo de cargo más importante que existía contra mí. Hubo un momento en que el presidente del tribunal, enfurecido, se puso de pie y dijo: «Bueno, pero ¿te la mamó o no te la mamó?». El muchacho dijo que no.
No sé lo que sucedió con aquel muchacho que reaccionó de aquel modo. Se suponía que la Seguridad del Estado lo había trabajado para que dijera que yo era culpable, pero lo cierto es que no lo hizo; quizás en el último momento se llenó de dignidad o tuvo miedo o compasión; quizá lo hizo por machismo y para que aquello no quedara en su expediente. El muchacho se limitó a decir que había habido una proposición para ir un rato a compartir a una casa. El presidente del tribunal le preguntó quién le había hecho esa proposición y el muchacho, insólitamente, se volvió y señaló a Coco Salá. El presidente volvió a mirarlo enfurecido y repitió la pregunta; el muchacho volvió a señalar a Coco Salá. El presidente me miró entonces con un odio como nunca antes nadie me había mirado.
Faltaba la declaración del segundo testigo; un muchacho más joven aún con el cual tanto Coco como yo habíamos tenido relaciones sexuales. Cuando éste declaró fue más parco todavía que el anterior; dijo que él no sabía nada, que el otro amigo de él lo había llamado y le había dicho que dos maricones le habían hecho una proposición, pero que él le había dicho que dejara eso y no había ido a ninguna parte. Eso enfureció aún más al tribunal; los llamaron mentirosos y los amenazaron con la posibilidad de ser condenados por perjurio, pero los muchachos se mantuvieron firmes en su actitud.
De todos modos, el tribunal pronunció una larga arenga diciendo que yo era un contrarrevolucionario y un inmoral y que la pena que se me debía aplicar era la de corrupción de menores. El abogado de la defensa, acobardado por las amenazas de la Seguridad del Estado, apenas habló. El juicio quedó inconcluso para sentencia; Coco Salá quedó en libertad y a mí me llevaron nuevamente para el Morro.
Los mismos guardias que me acompañaron al juicio se encargaron de decirle a todo el mundo en la prisión que a mí se me acusaba de corrupción de menores y de mamarle el miembro a aquellos muchachos; desde entonces me apodaron La Ternera. Tuve, a partir de entonces, muchas ofertas dentro de la galera de los trabajadores, aunque yo, desde luego, me negaba por precaución.
En la azotea del Morro, un joven rubio que tenía unos veinte años, un día se sacó el miembro y comenzó a mas turbarse mirando el mar; me hizo una seña para que me acercara, pero yo no me atreví; sólo lo miré y él me miró y así eyaculó, entregando toda su vitalidad al oleaje.
En la azotea se efectuaban también los círculos de estudio. Consistían en leer de manera monótona los discursos de Fidel Castro y estar de acuerdo con todo lo que decía; generalmente, no había ningún contratiempo en esa rutina. Esto fue así hasta que subieron a la azotea a un grupo de jóvenes presos que eran testigos de Jehová; se habían negado a ir al Servicio Militar Obligatorio y por esa razón se encontraban encarcelados. El oficial le dio el periódico
Granma
con el discurso de Fidel a uno de aquellos jóvenes para que leyera y éste se negó, argumentando que su religión no le permitía leer aquello; el oficial le entró a culatazos con su fúsil y lo tiró en el suelo; allí lo pateó mientras le pegaba con el rifle en la cabeza, en el vientre, en las costillas. Le dio tantos golpes, que incluso otros oficiales corrieron y le dijeron que lo dejara porque lo iba a matar. El oficial le dio entonces el periódico a otro de aquellos muchachos y le ordenó que leyera; mientras leía, el muchacho temblaba y lloraba sin cesar. Han pasado quince años y no puedo olvidar a aquel muchacho.
Pero además de los testigos de Jehová, otros también se enfrentaron a las injusticias. Recuerdo a un negro joven que estuvo gritando en el patio de la cárcel durante más de una semana: «Abajo Fidel Castro, Fidel Castro asesino, hijo de puta, traidor». Los guardias llegaban y le daban patadas y culatazos. Lo habían amarrado pero seguía gritando contra Fidel Castro todos los improperios posibles, con ese odio típico del cubano, que empieza mentándole la madre y termina gritándole maricón a quien lo ofende. Nunca vi a nadie tan enfurecido contra el dictador. Los soldados no sabían qué hacer además de golpearlo.
Una semana demoró la Seguridad del Estado en determinar qué iban a hacer con aquel negro hasta que lo ataron en una camilla, le pusieron una inyección, dijeron que estaba loco de remate y lo llevaron para un manicomio. Sí, la valentía es una locura, pero llena de grandeza.
Un día fui llamado al «rastrillo», es decir a la puerta de entrada del Morro; otra vez los presos con gran algarabía decían que seguramente era para darme la libertad y que yo les dejara todo lo que tuviera porque me iba para la calle. Allí lo que me dieron fue la sentencia; me condenaban a dos años de cárcel por abusos lascivos; no pudieron condenarme por corrupción de menores. Aun en un país como Cuba entonces, los esbirros tenían que regirse por las mismas leyes que ellos habían hecho; por ese motivo no pudieron condenarme a veinte o treinta años. Aquello era un triunfo para mí.
Con mi sentencia regresé a mi celda; los presos al ver aquel papel fino en que estaba grabada mi sentencia, saltaron de alegría y me decían: «Danos ese papel para hacer una breba», es decir un cigarro; yo cogí la sentencia, se la tiré por entre las rejas y ellos fumaron esa tarde brebas hechas con el papel oficial del Ministerio de Justicia.
Al día siguiente, la Seguridad del Estado vino a buscarme para llevarme a Villa Marista. Allí me aguardaban los tenientes Gamboa y Víctor; este último parecía enfurecido. Me preguntó si ya sabía la sentencia y le contesté casi riéndome que sí lo sabía, que había sido condenado a dos años. La furia de Víctor era cada vez más evidente. Gamboa trataba de conciliar, diciendo que ésa no era la sentencia, sino sólo las conclusiones provisionales. Yo lo corté aclarándole que aquélla sí era mi sentencia.
Ahora, de no aceptar mi sentencia, sólo podían condenarme levantándome una causa política.
Ya en mi celda, volví a ver por la escotilla al mulato oriental que tanto conversaba conmigo; me saludó muy amablemente. El se entretuvo conversando conmigo, quizá para dar tiempo a que yo, mientras miraba sus piernas hermosas, pudiera masturbarme.
No estuve mucho tiempo esta vez en la Seguridad del Estado; a los tres días me llamaron de nuevo Víctor y Gamboa. Ahora tenían una expresión muy diferente y me saludaron sonriéndose de oreja a oreja; decían estar muy contentos porque mi condena fuera sólo por dos años y porque yo me incorporara al plan de rehabilitación y colaborara con ellos.
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