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Authors: Reinaldo Arenas

Tags: #prose_contemporary

Antes que anochezca (25 page)

BOOK: Antes que anochezca
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Lagarde llegó allí a verme a la hora y el día señalados y le di aquel comunicado con la orden de que lo publicase en todos los órganos de prensa que pudiese. También le hice una carta a Margarita y a Jorge, diciéndoles que publicasen todos los manuscritos que yo les había enviado, en los que denunciaba abiertamente al régimen cubano. Los hermanos Abreu también aprovecharon para sacar todo lo que pudiesen con él. Quedamos en que yo resistiría el mayor tiempo posible allí, hasta que él pudiera venir y rescatarme de algún modo.
Llegó a Francia con la noticia de la situación en que yo me encontraba y todos mis amigos hicieron una campaña en mi favor. El documento fue publicado en París en el diario
Le Figaro
y también se publicó en México. Yo había tenido la idea de que Margarita y Olga le pusieran varios telegramas a distintos funcionarios en Cuba, firmados por mí y diciéndoles que había llegado muy bien. Así, mientras yo dormía en las alcantarillas del Parque Lenin, Nicolás Guillén recibió un telegrama en el que decía: «Llegué bien. Gracias por tu ayuda. Reinaldo». El telegrama estaba fechado en Viena.
Esto los desconcertó durante una semana, pero después se dieron cuenta de que yo no había escapado y comenzaron a vigilar más de cerca a mis amigos. La casa de los hermanos Abreu fue rodeada y el terror los hizo desenterrar los manuscritos de mis novelas y quemarlos junto con todas las obras inéditas que ellos habían escrito; unos doce libros. Nicolás y José se sentían demasiado vigilados y por eso no iban a verme al parque.
Varios amigos míos que ahora eran delatores habían ido a visitar a Nicolás Abreu donde él trabajaba como proyeccionista de cine, para preguntarle por mí; uno de ellos fue Hiram Pratt. José fue no sólo vigilado por la policía, sino que lo amenazaron con meterlo preso si no decía dónde estaba. El que dirigía la comitiva encargada de mi captura se llamaba Víctor y era teniente.
Una vez, un policía vestido de civil se sentó en el ómnibus donde viajaba José Abreu. Empezó a hablarle maravillas de Estados Unidos y dijo que su escritor preferido era Reinaldo Arenas. José se limitó a cambiarse de asiento, sin dirigirle la palabra. Cuando la vigilancia se hizo más intensa, Juan iba hasta el lugar donde habíamos acordado encontrarnos y, en lugar de esperarme, me dejaba algo de comer.
Allí comencé a escribir mis memorias, en las libretas que Juan me traía. Bajo el apropiado título de
Antes que anochezca
, escribía hasta que llegaba la noche, y en espera de la otra noche que me aguardaba cuando fuera encontrado por la policía. Tenía que apurarme en hacerlo antes de que oscureciera, definitivamente, para mí; antes de que fuera a parar a una celda. Desde luego, aquel manuscrito se perdió como casi todos los que hasta aquel momento yo había escrito en Cuba y no había logrado sacar del país, pero en aquel momento era un consuelo escribirlo todo; era un modo de quedarme entre mis amigos cuando ya no estuviera entre ellos.
Yo sabía lo que era una prisión: René Ariza había enloquecido en una de ellas; Nelson Rodríguez había tenido que confesar todo lo que le habían ordenado que confesara y después lo habían fusilado; Jesús Castro se encontraba en una celda siniestra de La Cabaña. Sabía que una vez allí no podría escribir más. Conservaba la brújula y no quería separarme de ella aunque comprendía el peligro que implicaba tenerla, pero era para mí como una suerte de talismán. La brújula, señalando siempre hacia el norte, era como un símbolo; hacia allí tenía que irme yo, hacia el norte; no importaba lo lejos que fuera de aquella Isla, pero siempre hacia el norte, huyendo.
Tenía también las pastillas alucinógenas que Olga me había enviado. Eran maravillosas; por muy deprimido que estuviera, me tomaba una de ellas y me entraban unos deseos de bailar y de cantar increíbles. A veces, de noche, bajo el efecto de aquellas pastillas corría por entre los árboles del parque, danzaba, cantaba y me trepaba a los árboles.
Una noche, producto de la euforia que me daban aquellas pastillas, me atreví a llegar al anfiteatro del Parque Lenin donde bailaba nada menos que Alicia Alonso. Me amarré varios arbustos al cuerpo y vi a la Alonso bailar su famoso segundo acto de
Giselle
. Después, cuando llegué a la calle, un auto frenó, súbitamente, frente a mí y me di cuenta de que había sido descubierto. Crucé cerca del escenario improvisado, que estaba en el agua, me lancé al agua y salí al otro lado del parque. Un hombre me seguía de cerca con una pistola, yo corrí y me subí a un árbol en el que estuve varios días sin atreverme a salir. El parque se llenó de policías y decían que había un agente de la CIA escondido en el parque. También corrieron voces de que se trataba de un asesino que había violado a una anciana.
Recuerdo que, mientras todos los policías me buscaban con perros sin hallarme, un perrito sato se paró debajo del árbol y me miraba sin ladrar, como con alegría; como si no quisiera delatarme. A los tres días bajé del árbol. Tenía un hambre enorme; era difícil poder ponerme en contacto con Juan en ese momento. Insólitamente, en el mismo árbol en que yo había estado subido, había un cartel con mi nombre, mis señales, una foto mía y un enorme titular que decía: SE BUSCA. Por aquellas señales que daba la policía me enteré yo de que tenía un lunar debajo de la oreja izquierda.
A los tres días de estar escondido vi a Juan caminando por entre los árboles. Se había atrevido a llegar hasta allí. Me dijo que mi situación era realmente terrible; para despistar, se había pasado el día tomando guaguas diferentes para llegar al parque y que al parecer no había escapatoria. Por otra parte, él no había recibido noticias de nadie en Francia; el escándalo internacional con mi fuga era tremendo y la Seguridad del Estado estaba alarmada. Fidel Castro había dado la orden de que había que encontrarme de inmediato, porque no era posible que en un país donde la vigilancia funcionaba de manera tan perfecta, ya hacía dos meses que me había escapado de la policía, y estuviese redactando documentos y enviándolos al extranjero.
Yo, metido en el agua hasta los hombros, pescaba con un anzuelo que me había traído Juan. Asaba los pescados en una hoguera improvisada cerca de la represa y procuraba permanecer la mayor parte del tiempo en el agua. Era mucho más difícil que me pudieran localizar de ese modo. Aun en aquella situación de peligro inminente tuve mis aventuras eróticas con muchachos pescadores, siempre dispuestos a pasar un rato agradable con alguien que les echase una mirada promisoria a la portañuela. Uno de ellos se empeñó en llevarme a su casa que era muy cerca para que conociera a sus padres. Yo al principio pensé que lo hacía por un reloj que me había regalado también Lagarde, pero no era por eso; sencillamente, quería presentarme a su familia. Comimos y pasamos un rato agradable y después regresamos al parque.
Lo más difícil era la noche; ya era diciembre y había frío, pero tenía que dormir en pleno descampado; a veces amanecía empapado. Nunca dormía en el mismo sitio. Me refugiaba en cunetas llenas de grillos, cucarachas y ratones. Juan y yo teníamos varios sitios para encontrarnos porque uno sólo era demasiado peligroso. A veces, en la noche, continuaba leyendo
La Ilíada
con ayuda de la fosforera.
En diciembre la represa terminó secándose completamente y yo me refugié contra sus grandes muros. Tenía allí una especie de biblioteca ambulante; Juan me había traído unos cuantos libros más:
Del Orinoco al Amazonas, La montaña mágica
y
El castillo
. Abrí un hueco al final de la represa y allí los enterré; yo cuidaba de aquellos libros como de un gran tesoro. Los enterré en unas bolsas de polietileno que proliferaban por todo el país; creo que era lo único que había producido aquel sistema con abundancia.
Mientras continuaba por el parque me veía, a veces, con el muchacho que había conocido allí, que estaba alarmado por el exceso de vigilancia del lugar. Me contaba que, según la policía, había un agente de la CIA escondido por aquella zona. También me informaba cómo otros pescadores y la Seguridad del Estado habían dado todo tipo de versiones distintas para alarmar a la población y que informaran si veían algún tipo de personaje sospechoso. Decían que se trataba de una persona que había asesinado a una anciana, que había violado a una niña; en fin, todo tipo de crímenes repulsivos que pudieran incitar a cualquier persona a denunciar a los sospechosos. Era insólito que todavía no hubiera sido capturado.
La captura

 

Hacía como diez días que casi no comía y, con mi
litada
debajo del brazo, me aventuré por una vereda hasta una pequeña tiendecita que estaba en el pueblo de Calabazar. Yo creo que en aquel momento ya tenía una actitud suicida. Así me lo dijo alguien con quien me tropecé en el parque, que era amigo mío entonces. Se llamaba Justo Luis y era pintor. El vivía por allí cerca y estaba consciente de todo lo que me ocurría; me trajo comida esa misma noche. Me dio cigarros y algún dinero y me dijo: «Pero aquí te estás regalando; tienes que ir para otro lugar».
Aquel día en Calabazar me compré un helado y regresé rápidamente al parque. Estaba terminando de leer
La Ilíada
; iba justamente por el momento en que Aquiles logra ser conmovido y entrega el cadáver de Héctor a Príamo, un momento único en toda la literatura, cuando sin darme cuenta por lo emocionado que estaba en mi lectura, un hombre se acercó a mi lado y me puso una pistola en la cabeza. «¿Cómo te llamas?», me preguntó. Y le dije que me llamaba Adrián Faustino Sotolongo y le extendí mi carné. «No me engañes; tú eres Reinaldo Arenas y hace tiempo que te estamos buscando por este parque. No te muevas o te meto un plomo en la cabeza», me replicó e inmediatamente empezó a dar saltos de alegría. «Me van a ascender, me van a ascender; te he capturado», decía, y casi sentí deseos de compartir la alegría de aquel pobre soldado. Inmediatamente le hizo señales a otros soldados que estaban cerca y me rodearon, me tomaron por los dos brazos y así, saltando por los matorrales, fui conducido a la estación de policía de Calabazar.
El soldado que me había atrapado se mostraba tan agradecido conmigo que me buscó una celda cómoda. Aunque mentalmente sabía que estaba preso, mi cuerpo se resistía a aceptarlo y quería seguir corriendo y dando brincos por los matorrales.
Allí estaba yo en aquella celda, aún con la brújula en un bolsillo. El policía se había quedado con
La Ilíada
y mi autobiografía. A las pocas horas, toda la población estaba concentrada frente a aquella estación de policía; se había dado la voz de alarma de que el agente de la CIA, el violador, el asesino de la anciana, había sido capturado por la policía revolucionaria. Allí estaba todo aquel pueblo pidiendo paredón, como lo pedían también desaforadamente para muchos a principios de la Revolución.
Aquella gente quería incluso entrar en la estación de policía y algunos se habían subido al techo. Las mujeres eran las más enfurecidas, quizá por lo de la violación de la anciana; me tiraban piedras y cualquier cosa que encontraran. El policía que me arrestó les gritó que la justicia revolucionaria se haría cargo de mí y logró contenerlos un poco, aunque seguían en la calle. En aquel momento ya era peligroso sacarme de allí pero, al fin, lo hicieron con una fuerte escolta de altos oficiales. Conocí entonces a Víctor, quien había estado interrogando a todos mis amigos.
Víctor había recibido, poco antes de sacarme de allí, una orden muy superior que le decía que yo tenía que ser trasladado, inmediatamente, a la prisión del Castillo del Morro. A nuestro paso por las calles de La Habana, veía a la gente caminando normalmente, libres de poder tomarse un helado o de ir al cine a ver alguna película rusa, y yo sentía una profunda envidia por ellos. Yo era el prófugo y ahora el arrestado; el preso que iba a cumplir su condena.
La prisión

 

El Castillo del Morro es una fortaleza colonial que fue construida por los españoles para defenderse de los ataques de corsarios y piratas al puerto de La Habana. Es un lugar húmedo que está precisamente enclavado en una roca y que constituye una prisión marina. La construcción tiene un estilo medieval con un puente levadizo, por el cual pasamos para entrar en ella. Luego, atravesamos un enorme túnel oscuro, cruzamos el rastrillo y entramos en la prisión.
A mí me llevaron para «admisión», que es una especie de celda donde reciben a todos los presos y los clasifican por delito, edad y preferencias sexuales, antes de ser llevados al interior de aquel castillo medieval donde cumplirían su condena. Insólitamente, el oficial de la Seguridad del Estado que me había capturado, y que esperaba recibir un ascenso por ello, y el alto oficial llamado Víctor no pudieron pasar el rastrillo; tal vez en aquel momento estaban tan nerviosos como yo y por eso no supieron hacer valer su jerarquía. Además, iban vestidos de civiles. Lo cierto es que yo entré en medio de la confusión con el carné a nombre de Adrián Faustino Sotolongo, la brújula, el reloj y con todas las pastillas alucinógenas.
En la celda de admisión había como cincuenta presos; algunos por delitos comunes, otros por accidentes de tráfico y otros por motivos políticos. Lo que más me impresionó al llegar allí fue el ruido; cientos y cientos de presos desfilaban hacia el comedor; parecían extraños monstruos; se gritaban entre sí y se saludaban, formando una especie de bramido unánime. El ruido siempre se ha impuesto en mi vida desde la infancia; todo lo que he escrito en mi vida lo he hecho contra el ruido de los demás. Creo que los cubanos se caracterizan por producir mido; es como una condición innata en ellos y también es parte de su condición exhibicionista; no saben gozar o sufrir en silencio, sino molestando a los demás.
Aquella prisión era tal vez la peor de toda La Habana. Allí iban a parar los peores delincuentes; toda la prisión era para delincuentes comunes, con excepción de una pequeña galera destinada a los presos políticos pendientes de juicio o de sentencia.
Yo quería conservar el reloj a toda costa para dárselo a mi madre, y me lo escondí en el calzoncillo. Un preso mayor con el cual hice luego amistad y que ya había tenido experiencia en varias cárceles, me dijo que escondiera rápidamente aquel reloj. Cuando le enseñé la brújula, me comentó que era increíble que hubiera podido entrar allí con aquel artefacto. Eduardo, que era como se llamaba aquel hombre, me dijo que en algunos casos le habían echado ocho años de cárcel a algunas personas por el solo hecho de tener una brújula encima, y que debía echarla inmediatamente por el caño del inodoro para que no pudieran probarme que la tenía.
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