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Authors: Reinaldo Arenas

Tags: #prose_contemporary

Antes que anochezca (23 page)

BOOK: Antes que anochezca
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Olga, la esposa de Miguel, por esos días regresó de París. Por última vez, pues también ella tenía miedo de que en un momento determinado no la dejasen salir más de Cuba; le conté todo lo que me pasaba. Ella en París se pondría de acuerdo con mis amigos Jorge y Margarita Camacho y con mi editor. Algo harían para ayudarme a salir clandestinamente del país. Yo le dije el peligro inminente que corría de ser arrestado antes de que se celebrase el juicio. Lo mejor era que no tuviera que presentarme al juicio y que pudiera darme a la fuga. En ese caso me escondería en algún lugar y le enviaría un telegrama a Olga que dijera: «Envíen libro de las flores». Ellos enviarían un bote plástico, un pasaporte falso con mi fotografía y un equipo submarino; algo con lo que yo pudiese irme del país.
Eran, desde luego, esperanzas remotas; esperanzas de desesperado, pero casi siempre las esperanzas son de los desesperados. Yo no quería resignarme a la cárcel; antes de que Olga se fuera mecanografié rápidamente mi poema «Morir en junio y con la lengua afuera», cuyo borrador tenía en casa de unos amigos que todavía viven en Cuba, y «Leprosorio», escrito a partir de mi experiencia en la cárcel de Guanabacoa. Olga sacó estos poemas.
Yo tenía un amante negro bellísimo con quien iba con frecuencia a hacer el amor entre los matorrales del Monte Barreto. Ya no podía hacerlo en la casa de mi tía porque me amenazaba con llamar a la policía. Ser poseído por aquel hombre en medio de aquel campo, desnudo, y con aquel olor a yerba, era ya de por sí más excitante que si lo hubiera hecho en una cama. Le conté por lo que estaba pasando y me dijo que me encontraría al día siguiente en la playa; de allí nos iríamos a Guantánamo, y él me ayudaría a escaparme por la base naval.
Esa noche me reuní con Hiram Pratt y con Coco Salá. Le comuniqué a Hiram Pratt mi decisión de irme del país en una lancha por la base naval de Guantánamo. Fue un acto de extrema inocencia, indiscutiblemente; en Cuba no se puede confiar ningún secreto. El caso es que al día siguiente por la mañana, me levanté bien temprano. Ya le había entregado mi máquina de escribir a los hermanos Abreu y ellos me habían conseguido algún dinero para irme a Guantánamo. La policía, sin embargo, había madrugado más que yo.
Sentí un toque en la puerta y me asomé por el balcón. Había varios policías rodeando la casa; entraron, y al momento me arrestaron. Fui tratado con violencia innecesaria. Me dieron golpes, me quitaron la ropa para ver si llevaba algún arma, me hicieron vestir de nuevo y me condujeron al carro patrullero. En el momento en que me montaban en el carro mi tía abrió la puerta; vi su rostro radiante y su mirada de complicidad dirigida hacia aquellos policías que me arrestaban.
Me llevaron a una celda de una estación de policía de Miramar. Había allí más de veinte detenidos. Antes de entrar fui interrogado brevemente; los interrogatorios mayores vendrían después. El interrogador me preguntó la causa de mi arresto. Yo le contesté que no lo sabía, que estaba libre bajo fianza y que, por tanto, mi arresto era ilegal. Eso bastó para que el interrogador me cayera a golpes.
La fuga

 

En la celda no había baño y los detenidos pedían permiso constantemente para pasar al mismo, que quedaba fuera. El policía se quedaba en la puerta custodiando a los demás con el candado en la mano. En un momento dado en que el policía estaba en esa posición, llegó otro policía anunciando que había traído café, un privilegio en Cuba, donde el café está racionado a tres onzas por mes. Aquella voz desató una tremenda algarabía dentro de la estación; todos los policías se lanzaron sobre el termo. También el que cuidaba la reja se fue hacia allá, dejando el candado puesto en la reja, pero abierto. Rápidamente, descorrí el candado y en cuclillas me escapé de la prisión.
Salí corriendo por la puerta de atrás que daba al mar, me desprendí de la ropa y me tiré al agua; yo era entonces un buen nadador. Me alejé de la costa y nadé hasta el Patricio Lumumba, cerca de la casa de mi tía. Allí vi a un amigo con el cual había tenido algunas aventuras eróticas, le conté lo ocurrido y él se las arregló para conseguirme en la caseta de los salvavidas de la playa, un short. Me presenté de esa forma, inmediatamente, en la casa de mi tía. Ella quedó absolutamente asombrada de verme llegar a la casa, cuando hacía sólo un rato había salido arrestado en un carro patrullero. Le dije que todo había sido un error que se había aclarado rápidamente, y que sólo tenía que pagar una multa y había ido a buscar el dinero. Mi dinero ya no estaba allí; mi tía se había apoderado de él y se lo pedí, casi con violencia. Un poco intimidada, me devolvió sólo la mitad.
Corrí a la playa para encontrarme con mi amigo el negro, pero, en su lugar, la playa estaba llena de policías. Evidentemente, me buscaban. Por suerte no se les ocurrió ir a buscarme a mi casa y pude recoger el dinero y destruir todo lo que hubiera allí que pudiese comprometerme. El amigo que me consiguió el short me escondió en una de las casetas de la playa y caminó hasta cerca de mi casa comprobando que estaba custodiada por policías con perros. Me dijo que me lanzara al mar y que me escondiera detrás de una boya, porque allí los perros no podrían descubrirme. Allí estuve todo el día y por la noche mi amigo me hizo una seña que podía salir del agua y me compró una pizza con su dinero; el mío estaba completamente empapado. Me escondió en la caseta de los socorristas. Al otro día, toda la playa estaba llena de policías que me buscaban; era difícil salir de mi escondite. Mi amigo consiguió una goma de automóvil, una lata de frijoles y una botella de ron. Ya de noche caminamos por entre los pinares hasta la playa de La Concha. El me había conseguido también unas patas de rana y la única solución era que yo abandonara el país en aquella goma. Antes de tirarme al mar, cogí el dinero que tenía y lo escondí cerca de la costa en un montón de piedras. Mi amigo y yo nos despedimos. «Mi hermano, que tengas suerte», me dijo. El estaba llorando.
Yo me amarré la goma al cuello con una soga; él la había preparado de modo que yo me pudiese sentar en ella, con un saco debajo. En una bolsa, también de saco, me había metido una botella de aguardiente y la lata de frijoles negros. Deposité todo aquello en el fondo de la cámara y me introduje en el mar. Tenía que irme de allí huyendo por aquella misma playa donde había pasado los más bellos años de mi juventud.
A medida que me alejaba de la costa, el mar se hacía más violento; era ese oleaje tumultuoso de noviembre, que anuncia la llegada del invierno. Estuve alejándome toda la noche; a merced del oleaje, avanzaba lentamente. A cinco o seis kilómetros de la costa, comprendí que era difícil que llegara a algún sitio. En alta mar comprendí que no tenía forma de abrir aquella botella y ya tenía las piernas y las articulaciones casi congeladas.
De repente, en la oscuridad surgió un barco y se dirigió directamente hacia mí. Yo me lancé al agua y me escondí debajo de la cámara. El barco se detuvo a unos veinte metros de mí y sacó un enorme garfio, que parecía como un cangrejo gigantesco y lo hundió en el agua. Era, al parecer, un arenero que trataba de sacar arena allí; yo sentía sus voces, sus risas; pero no me vieron.
Comprendí que no podía seguir avanzando; más allá se veía una línea de luces a lo lejos; eran los guardacostas, los barcos pescadores, o los demás areneros, que formaban casi una muralla en el horizonte. El oleaje se hacía cada vez más fuerte. Tenía que tratar de regresar.
Recuerdo que algo brillaba en el fondo y sentí miedo de que algún tiburón pudiera comerme las piernas que, desde luego, llevaba fuera del agua. Unas pocas horas antes del amanecer me di cuenta de que aquello era un absurdo, que la propia cámara era un estorbo, que casi podía llegar primero a Estados Unidos nadando que con aquella goma, sin remos ni orientación. Abandoné la goma en el mar y nadé durante más de tres horas hacia la costa con la bolsa que contenía la botella y la lata de frijoles amarrada a la cintura. Estaba casi paralizado y mi mayor temor era que me diese un calambre y me ahogase.
Llegué a la costa de Jaimanitas y vi unos edificios vacíos. Me metí en uno de ellos; nunca había sentido un frío más intenso, ni una soledad tan grande. Había fracasado y en cualquier momento me arrestarían. Sólo me quedaba una posibilidad para escaparme: el suicidio; rompí la botella de ron y con los vidrios me corté las venas. Desde luego, pensé que era el fin y me tiré en un rincón de aquella casa vacía y poco a poco fui perdiendo el sentido. Pensé que aquello era la muerte.
Como a las diez de la mañana del otro día me desperté; pensé que había despertado en otro mundo. Pero estaba en el mismo lugar donde había intentado suicidarme sin resultados. Al parecer derramé bastante sangre pero, en un momento dado, dejé de sangrar. Con los vidrios de la botella abrí la lata de frijoles; aquello me fortaleció en algo. Después, enjuagué las heridas en el mar. Cerca de allí había venido a parar la goma.
Comencé a caminar por aquella playa un poco sin sentido y de momento me encontré a un grupo de hombres pelados al rape, tirados en el suelo. Me miraron un poco extrañados pero no dijeron nada. Comprendí que eran trabajadores forzados, presos de una granja del Reparto Flores. Pasé frente a ellos descalzo, con los brazos llenos de heridas; no podían pensar que se trataba de un simple bañista. Llegué hasta La Concha para rescatar el dinero que había escondido allí en las rocas.
Cuando me dirigí al lugar donde tenía el dinero, alguien me llamó; era mi amigo, el negro, que me hacía señales para que me acercara. Rápidamente le conté todo lo que me había pasado y él me dijo que aún podíamos irnos de inmediato para Guantánamo; él era de Guantánamo y conocía toda la zona. Tirados bajo unos pinos, él me dibujaba toda la zona de Caimanera en la arena y me explicaba cómo podría hacer para llegar hasta la base naval norteamericana.
Lo importante ahora era conseguir alguna ropa. Allí encontré a uno de mis primos y le conté que necesitaba ropa. Me dijo que la policía me estaba buscando por todos aquellos sitios. Era increíble la torpeza de la policía; me buscaban por todos aquellos sitios por los que yo andaba caminando. Mi primo me dijo que iba a hacer el intento de traérmela. Dejó a la muchacha con la que estaba y al poco rato regresó con una muda completa de ropa. Fue un gesto de bondad que no tenía por qué haber tenido conmigo, por lo que me sorprendió.
Me vestí rápidamente y fui con mi amigo el negro para su casa, que era en el reparto Santos Suárez. Era una casa enorme, llena de vitrinas. El negro me peló casi al rape, transformándome en otra persona. Realmente, cuando me miré en el espejo quedé espantado. Mi pelo largo había desaparecido y tenía ahora el pelo muy corto y con una raya al medio. También la camisa que me había dado mi primo desapareció y me dio una más rústica. Según él, sólo así podría llegar hasta Guantánamo sin ser detenido.
Con el dinero que yo tenía y un poco más que le dio a él su abuela, fuimos para la terminal de trenes. No era fácil conseguir un pasaje para Santiago de Cuba o Guantánamo, porque siempre había que hacer las reservaciones con mucho tiempo de antelación. Pero él se las arregló para hablar con un empleado, dándole algún dinero.
Me vi de pronto otra vez en uno de aquellos lentos y calenturientos trenes camino de Santiago de Cuba. El negro, inmediatamente, hizo amistad con todos los que íbamos sentados en el mismo asiento; había comprado una botella de ron y empezó a tomar. Me dijo en un momento que lo mejor era hacer amistad con todo el mundo para pasar inadvertido.
Durante todo el viaje, que duró tres días, estuvo tomando, invitando a los demás, riendo y haciendo chistes. Enseguida se hizo amigo de otros negros, algunos muy bellos, por cierto. Yo hubiera querido poder bajarme en un hotel y hacer el amor con el negro como lo hacíamos en Monte Barreto; siempre en los momentos de peligro he tenido la necesidad de tener a alguien a mi lado. El negro me dijo que era difícil conseguir un hotel en Santiago, que tal vez cuando llegáramos a Guantánamo podríamos hacer algo.
En Santiago teníamos que coger un ómnibus hasta Guantánamo. En Santiago comimos algunas croquetas del cielo, como se les llamaba en Cuba a aquellas croquetas que se vendían en las cafeterías, porque tenían la propiedad de pegarse en el cielo de la boca y de allí nadie podía desprenderlas.
Llegamos a Guantánamo, un pueblo que me pareció espantoso, más chato y provinciano que Holguín. El negro me condujo a un solar, donde el ambiente era de delincuentes. Allí me dijo que me quitara toda la ropa; me había conseguido otras aún más rústicas y me pidió que le dejara todo el dinero; no tenía sentido que, si iba a entrar al territorio de Estados Unidos, lo hiciera con aquel dinero cubano. Aquello, realmente, no me gustó, pero qué podía hacer. Me condujo a la terminal de ómnibus donde partía la guagua hacia Caimanera y no quiso ir conmigo en el viaje; me había dado ya las orientaciones pertinentes: bajarme en el primer punto de control, tomar hacia la derecha rumbo al río, caminar por la costa hasta ver las luces, esperar la noche escondido en los matorrales, cruzar el río a nado y seguir caminando por la otra orilla hasta llegar al mar, pasar el día escondido allí y a la noche siguiente tirarme al agua y nadar hasta la base naval.
No me fue difícil pasar inadvertido en la guagua; el negro había tenido razón al disfrazarme de aquel modo. Cuando me bajé de la guagua caminé a rastras para que no me vieran durante muchas horas. A media noche, mientras me arrastraba por aquellos matorrales salvajes, las codornices y otras aves salían asustadas. Yo seguía gateando. De pronto, sentí un estruendo; era el río. También sentí una inmensa alegría al ver aquellas aguas; mi amigo no me había engañado, allí estaba el río. Seguí caminando por toda su orilla; el lugar era verdaderamente pantanoso; yo llevaba en la mano un pedazo de pan que el negro me había dicho que sostuviera hasta el momento de tirarme al agua. De madrugada, vi al fin las luces del aeropuerto; fue como una fiesta. Las luces se encendían y se apagaban y, para mí, eran como una llamada. Era el momento de lanzarme al agua.
Durante toda mi travesía por la orilla del río había sentido unos ruidos que eran como chasquidos. No sé por qué, pero me pareció que la luna me decía que no entrara en aquellas aguas. Seguí caminando hasta encontrar un lugar donde no se escuchasen aquellos chasquidos para lanzarme al río. En aquellos momentos empezaron a aparecer por los matorrales extrañas luces verdes; eran como relámpagos, pero no venían del cielo, sino que se sucedían a ras de tierra, entre los troncos de los árboles. Seguí avanzando y las luces verdes se repetían. A los pocos instantes, sonó el estruendo de una ametralladora; era una balacera que pasaba rozándome. Más tarde me enteré de que aquellas luces verdes eran una señal; eran rayos infrarrojos. Se habían percatado de que alguien quería cruzar la frontera y trataban de localizarlo y, naturalmente, aniquilarlo. Corrí y me trepé a un árbol frondoso, abrazándome a su tronco todo lo más alto que pude. Carros llenos de soldados con perros se lanzaron a mi búsqueda; toda la noche estuvieron buscándome muy cerca de donde yo me encontraba. Finalmente, se marcharon.
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