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Authors: Reinaldo Arenas

Tags: #prose_contemporary

Antes que anochezca (24 page)

BOOK: Antes que anochezca
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Me quedé en el árbol toda la noche, y el día siguiente. Era difícil descender de allí sin ser visto y, más aún, cuando ya estaba dada la voz de alerta en aquella zona. Al anochecer descendí del árbol; estaba fatigado y tenía que reunir todas mis fuerzas para regresar a Guantánamo y allí planificar alguna manera de escaparme por otra ruta, quizá menos peligrosa, para llegar a la base naval. Me arrastré por el fango y ya muy cerca de la carretera, entre la hojarasca, me quedé dormido. Al día siguiente por la mañana, me limpié como pude la ropa y la cara, y volví hasta el punto de control número uno y tomé el ómnibus hasta Guantánamo. Llegué al pueblo sin saber cómo encontrar a mi amigo el negro, y deambulé por aquellas calles, cosa muy peligrosa en mi caso. No tenía dinero. En la terminal de trenes de Guantánamo me encontré con el negro. Me miró asustado; evidentemente, él pensaba que ya o me había muerto o me había ido por la base naval. Me dijo que era imposible hacer el intento de nuevo, que aquel lugar era el mejor, que sus amigos le habían dicho que ahora todo estaba mucho más vigilado. Me dijo que, después de todo, había tenido mucha suerte, porque unas cajas que yo le dije haber visto, eran minas que de haber sido pisadas me hubieran hecho volar en pedazos.
Pero yo no me daba por vencido; regresar era un fracaso. Volví de nuevo a hacer el intento; ahora la vigilancia era mayor pero yo no tenía nada que perder. Era absurdo haberle hecho caso a la luna. Esta segunda vez me metí en el agua y ya a la luz de la luna pude ver de qué se trataban los chasquidos: todo el río estaba infestado de caimanes; nunca vi tantos animales siniestros en tan poco espacio de agua. Esperaban allí que yo entrara para devorarme. Era imposible cruzar el río. Regresé de nuevo a Guantánamo lleno de fango. Seguramente, el chofer de la guagua ya pensaba que yo era uno de los nuevos guardacostas de la Seguridad del Estado que habían sido trasladados para aquel sitio.
Deambulé tres días, sin comer, por Guantánamo. No tenía ni un centavo y seguía durmiendo en la terminal. Nunca más volví a ver al negro. Allí hice cierta relación con unos jóvenes que querían viajar a La Habana en el tren como polizontes. Me explicaron que todo consistía en meterse en el baño cada vez que pasara el conductor; yo no tenía otra solución y opté por viajar de esa manera.
Tomamos el tren y los tres nos metimos en el baño cuando pasó el conductor. No tardaron en erotizarse y así pude disfrutar de aquellos muchachos calenturientos mientras el tren se deslizaba por todas las lomas de Oriente. El tren se detenía en todos los pueblos y yo me bajaba. Después seguíamos el viaje y cada vez que pasaba el conductor, más o menos cada cuatro horas, nosotros nos volvíamos a meter en el baño y siempre ellos se excitaban y yo me enredaba con aquellas hermosas piernas. Yo les dije que era un prófugo del Servicio Militar Obligatorio que estaba tratando de regresar para mi casa en La Habana. Ellos lo eran realmente y querían irse para La Habana porque pensaban que allí pasarían más inadvertidos que en Guantánamo, su pueblo natal. En un momento en que nos bajamos, Adrián, uno de ellos, me dio un carné; me dijo que él tenía otro y que eso me podía ayudar. Era un carné con su fotografía, pero esas fotografías son tan opacas e impersonales que cualquier persona puede parecerse a la que está en ellas. Pasé entonces a llamarme Adrián Faustino Sotolongo. Llegué a Cacocún y eché a caminar rumbo a Holguín; era un largo trayecto. Finalmente, monté en un camión de obreros que no me hicieron ninguna pregunta. Llegué a mi casa de madrugada. Volvía a mi casa solo, perseguido, defraudado. Mi madre fue la que me abrió la puerta, dio un grito al verme y yo le dije que se callara. Comenzó a llorar bajito y mi abuela se tiró de rodillas y empezó a rezar, pidiéndole a Dios que me salvara. Mis otras tías dijeron que lo mejor era que me metiera debajo de la cama. Mi madre me llevó allí un pedazo de pollo y me dijo que le daba mucha tristeza verme así, debajo de la cama, comiendo escondido, como un perro. Aquello me dio tanto desconsuelo, que no pude probar la comida aunque hacía varios días que no comía nada.
Mi abuela seguía tirándose de rodillas en el suelo para suplicarle a Dios que me ayudara. Nunca me sentí tan compenetrado con mi abuela; ella sabía que sólo un milagro podía salvarme. En un momento dado pude hablar con ella; yo no sabía qué decirle. No la había visto desde antes de la muerte de mi abuelo; ella lo quería mucho a pesar de que él la golpeaba a cada rato. En un momento en que entró al cuarto, salí de abajo de la cama y la abracé. Me dijo que no podía vivir sin mi abuelo Antonio, que era un hombre tan bueno. Lloré con ella; él la golpeaba casi todas las semanas y, sin embargo, vivieron cincuenta años juntos. Evidentemente, existía un gran amor. Mi abuela había envejecido abruptamente.
Al día siguiente, mi madre y yo salimos para La Habana. Un tío político mío, Vidal, nos acompañó hasta la terminal de trenes y nos prestó algún dinero. Yo tenía la esperanza de que tal vez Olga, a quien le había dejado la dirección de los hermanos Abreu, hubiera hecho alguna relación con alguien en el extranjero. Le había puesto ya el telegrama desesperado que habíamos acordado: «Mándame el libro de las flores». Ella sabía que esto indicaba que me sacaran de allí como pudieran.
Pude dormir en el tren. Nunca había viajado con mi madre y en una litera. Ella me dijo: «¡Qué lástima que un viaje tan bonito tenga que darlo en estas condiciones!». Mi madre siempre se estaba lamentando por todo, pero en ese momento tenía razón. En aquel momento pensé lo bello que sería disfrutar de aquel paisaje si uno no fuera un perseguido, lo agradable que sería viajar en aquel tren al lado de mi madre si no estuviera en aquella situación. Las cosas más simples, adquirían para mí un valor extraordinario. Durante todo el viaje mi madre me pedía que me entregara; decía que eso era lo mejor que podía hacer. Mi madre me contaba que un vecino de ella, condenado a treinta años, sólo había cumplido diez y ahora, ya libre, pasaba todos los días cantando por frente a su casa. Yo no me podía ver cantando frente a la casa de mi madre después de diez años de prisión; no era éste, realmente, un destino muy prometedor. Yo quería escaparme de aquel infierno fuese como fuese.
Al llegar a la terminal de trenes de La Habana fui arrestado por dos policías disfrazados de civil. Mi madre estaba aterrada; su cuerpo flaco temblaba terriblemente y tomé sus manos flacas entre las mías y le dije que me esperara, que no pasaría nada. Los policías me llevaron a un cuartico y me hicieron unas preguntas. Yo dije que venía de Oriente, les mostré mi boleto, y que mi nombre era Adrián Faustino Sotolongo y allí tenía también el carné con ese nombre. Me dijeron que me parecía mucho a una persona que andaban buscando, que se había escapado de una estación de policía allí en La Habana y yo le dije que no tenía sentido que fuera yo esa persona porque yo venía para La Habana y lo lógico era que aquella persona tratara de salir de la ciudad y no de entrar en ella. La respuesta era lógica y yo había demostrado otra identidad, así que me soltaron después de haberme tomado no sé qué medida en el cuello. Mi madre estaba allí temblando de una manera cada vez más patética. Le dije que no podíamos seguir juntos y que era mejor que se fuera a la casa de mi tía Mercedita, que vivía en La Habana del Este; yo la llamaría con un timbrazo y colgaría el teléfono. Si recibía esa llamada, eso indicaría que debía volver para la terminal y allí nos encontraríamos y haríamos algún plan.
Yo trataría de esconderme en la casa de algún amigo. Tenía la esperanza de que si alguien hablaba con el embajador francés, tal vez podría hacerse algo para que me asilara en la embajada francesa; quizás el embajador podría esconderme en su casa, lograrme una visa. Después de todo, todos mis libros estaban publicados en Francia. Mi esperanza era que mi madre fuera a la casa de un francés que había sido profesor mío, con el cual habíamos tenido cierta amistad; para él era fácil hablar con el embajador. Desde Holguín salimos con la carta dirigida al embajador; era una idea descabellada, pero tal vez podía funcionar.
Toqué en la casa de Ismael Lorenzo, que vivía con su mujer. Se portó generoso conmigo y me dijo que allí me podía quedar. En muchas ocasiones, planificamos juntos nuestra huida, pensando en la base naval de Guantánamo. Me dijo que me había salvado de milagro porque, una vez que los rayos infrarrojos aparecen, el ejército no descansa hasta dar con la persona; la única ventaja que tienen esos rayos infrarrojos, según me explicó él, es que aparecen por el calor y ese calor lo puede producir alguna presencia vital que esté cerca de los detectores. Tal vez pensaron que era algún animal y por esa razón habían cesado en la búsqueda.
Su casa estaba chequeada porque se había presentado para irse del país y el Comité de Defensa frecuentemente le hacía alguna visita supuestamente amistosa. Yo no quería comprometerlo. Después de dormir una noche allí, salí y me presenté en la casa de Reinaldo Gómez Ramos, el cual me miró aterrorizado. Sabía, lógicamente, lo de mi fuga y me dijo que le era absolutamente imposible darme albergue, que tenía que irme de allí inmediatamente.
Volví a la terminal de ómnibus y llamé a mi madre. Nos dimos cita en un parque cercano a la terminal. Mi tío Carlos había llegado de Oriente y ya estaba al tanto de todo. Carlos era del Partido Comunista, pero para él la familia era primero que todo y se portó muy bien conmigo. Se brindó para ir con mi madre a ver al profesor de francés con mi carta.
Regresaron a las pocas horas. Habían visto al profesor, que se portó muy gentilmente y llevó a mi madre y a Carlos a la presencia del embajador en pocas horas. El embajador dijo rotundamente que era imposible, que no podía hacer nada por mí, aunque se había quedado con la carta. Ellos me trajeron la noticia.
Le di a mi madre y a Carlos la dirección de los hermanos Abreu. Yo no podía seguir en la terminal de ómnibus; era absurdo. Aquél era el centro de acción de la policía, donde le pedían el carné a todo el mundo. De noche, cuando veía las perseguidoras, pensaba que todas se habían lanzado en mi búsqueda.
Tomé la decisión de esconderme en el Parque Lenin; era un parque oficial y tal vez el último lugar donde la policía iría a buscar a un prófugo político. Yo le hice un breve mensaje a Juan Abreu. Le daba una fecha y una hora para encontramos en el lado izquierdo del anfiteatro del parque. El anfiteatro estaba rodeado de matorrales donde podía pasar inadvertido.
Con Juan no tuve que hablar mucho sobre los planes de fuga mediante Olga. Le dije que quizás Olga habría enviado a una persona desde Francia para que viniera a sacarme del país. Abreu me miró y me dijo: «Ya la persona está aquí; llegó hace tres días. Estábamos desesperados buscándote. Pasé por la casa de tu tía y por poco me mete en la cárcel». Me dijo que al día siguiente había quedado en verse con la persona, que parecía ser un francés muy inteligente y que hablaba español perfectamente.
La vigilancia sobre la casa de los Abreu era enorme; todos sabían que ellos eran de mis mejores amigos. El francés se había aparecido con un pomo de perfume a la casa de los Abreu y les había dicho que traía un recado de Olga sobre el «libro de las flores». Había burlado la vigilancia de la policía del hotel y, sin conocer La Habana, había cogido tres o cuatro ómnibus diferentes para despistar a la policía y llegar a donde estaba Juan Abreu. Este le dijo la verdad, que yo estaba prófugo y no se sabía dónde estaba. El francés tenía aún unos días de permiso para permanecer en La Habana. Había llegado en el momento oportuno.
Mis amigos Jorge y Margarita en París, enterados por Olga de mi situación, decidieron que era necesario encontrar de inmediato a alguien que no estuviese señalado por el régimen, para que entrara al país y me sacara de allí. Así, se pusieron en contacto con el joven Joris Lagarde, hijo de unos amigos suyos, que era un aventurero y hablaba perfectamente el español; había recorrido toda la América del Sur y la América Central buscando tesoros, supuestamente enterrados por los españoles, y tesoros submarinos. Tenía la teoría de que algunos galeones habían naufragado cerca de las costas de Maracaibo y que todo aquel oro estaba en el fondo de aquel mar, esperando que algún experto nadador lo encontrase; él era un nadador excelente y practicaba además el deporte del bote de vela. Lagarde era la persona indicada para que fuera a rescatarme. Jorge
y
Margarita compraron un bote de vela, una brújula y Olga le dio unas pastillas alucinógenas para que me mantuviese eufórico; le compraron un pasaje hacia México con escala en Cuba, para disimular su intención. Debía explicar a las autoridades cubanas que iba a participar en unas regatas deportivas en México y que le interesaba practicar en las costas de Cuba; de ahí que llevaba un bote. Mientras él llegaba a La Habana, yo intentaba escapar por la base naval de Guantánamo.
A media noche llegó Lagarde acompañado por Juan al Parque Lenin. Era, realmente, un joven intrépido que hizo todo lo posible por entrar con el barco de vela, pero las autoridades del aeropuerto le dijeron que él estaba autorizado a entrar en la Isla, pero que el bote de vela se quedaba bajo custodia hasta que marchase a México. El bote era, lógicamente, un medio de transporte prohibido en Cuba. Sólo algunos oficiales de alto rango podían usarlos, y algunos de ellos se habían ido hacia Estados Unidos.
Otra vez se iban por tierra las esperanzas de marcharme de Cuba. Joris Lagarde me regaló una fosforera y todos los cigarrillos extranjeros que tenía, me dio la brújula y la vela del bote; prometió irse a Francia y regresar por mí de algún modo. Conversó toda la noche conmigo; sentía pena por abandonarme en aquella situación y me dijo que nos veríamos de nuevo en cuatro días, antes de que se fuera.
Al día siguiente Juan me trajo una cuchilla de afeitar, un pequeño espejito,
La Ilíada
de Homero y una pequeña libreta para que escribiera. Redacté de inmediato un comunicado;
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estaba fechado en La Habana, en el Parque Lenin, 15 de noviembre de 1974. Era un comunicado desesperado, que estaba dirigido a la Cruz Roja Internacional, a la ONU, a la UNESCO y a los pueblos que aún tenían el privilegio de poder conocer la verdad. Daba cuenta en él de toda la persecución a que estaba sometido; comenzaba diciendo textualmente: «Desde hace mucho tiempo estoy siendo víctima de una persecución siniestra por parte del sistema cubano». De ahí pasaba a enumerar toda la situación de censura y persecución que habíamos sufrido, los escritores que habían sido fusilados, el caso de Nelson Rodríguez, la prisión de René Ariza, la incomunicación a que era sometido el poeta Manuel Ballagas. En una parte señalaba lo desesperada que era mi situación y cómo, mientras la persecución se multiplicaba, redactaba en forma clandestina aquellas líneas, esperando en cualquier momento el fin, a manos de los aparatos más sórdidos y criminales. Y aclaraba: «Quiero apresurarme a decir que esto que digo aquí es lo cierto, aun cuando las torturas me obliguen luego a decir lo contrario»
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