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Authors: Reinaldo Arenas

Tags: #prose_contemporary

Antes que anochezca (21 page)

BOOK: Antes que anochezca
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Una visita a Holguín

 

Una de las pocas escapadas que podía realizar en aquellos tiempos era irme a Oriente y visitar la casa de mi madre. Desde luego, una de las más grandes odiseas era llegar hasta allí; había que hacer largas colas para tomar un tren, siempre repleto. El pasaje había que sacarlo con varios meses de anticipación y, luego, al llegar a Holguín, ver aquel pueblo lleno de tiendas cerradas, y las aglomeraciones de campesinos que dormían varios días frente a ellas para ver si podían conseguir un par de zapatos.
Antes de llegar a la casa donde vivía mi madre, siempre la veía a ella en el portal o en la calle misma barriendo el piso. Ella tenía esa cualidad de barrer tan levemente como si lo que le importase no fuese recoger la basura sino pasar la escoba. Su forma de barrer era como un símbolo; tan etérea, tan frágil, con aquella escoba que nada barría, pero que por una costumbre ancestral tenía que seguir manejando. Quizá trataba de barrer con aquella escoba la vida, tanta soledad, tanta miseria y yo, su único hijo, convertido en un homosexual en desgracia, en un escritor perseguido.
Aún ahora, la veo resignada y triste moviendo aquella escoba sobre el portal de madera, atisbando hacia el horizonte, esperando todavía, tal vez, a su amante, a su novio, a aquel hombre que la raptó un día y que nunca más volvió a aparecer, ni quiso saber nada más de ella.
El terror de mi madre era que yo fuera a parar a la cárcel. Cada vez que yo iba a visitarla a Oriente, me decía que me casara; era tan triste y tan absurda su petición. Terminé haciéndole caso. ¿Por qué no darle a aquella mujer, que tan pocos placeres había conocido, un último gusto? Me decía que tuviera un hijo y se lo llevara para no pasar su vejez tan sola.
Y regresaba a La Habana más triste de lo que había salido.
Mi tía me quería echar a toda costa de su casa y me creaba toda clase de problemas con los vecinos. Decía que yo metía a hombres en el cuarto, que era un contrarrevolucionario y que si la cuadra estaba llena de ladrones era a causa de las amistades con las que yo me reunía. Por cierto, mi tía también me robaba las pocas cosas que yo tenía, las ropas que Margarita y Jorge me hacían llegar del extranjero. Su marido, un ser grotesco y gordo, era miembro del Partido Comunista; siempre creí que era un maricón reprimido y, por eso, se enfurecía cada vez que veía a uno de aquellos hermosos reclutas o becados entrando a mi cuarto. Mi tía lo traicionaba con cuanto hombre estuviera dispuesto a acostarse con ella, pero no eran muchos: un bodeguero, un viejo expropiado de la esquina, el esposo de Gloria, una de sus mejores amigas, que también trabajaba para la Seguridad del Estado. Mientras mi tía realizaba el amor con aquellos hombres en el cuarto, mi tío Chucho fregaba los platos en la cocina.
Sus dos hijos ya eran jóvenes; el mayor se había casado y el otro, aunque homosexual, también quería casarse, ya que no le quedaba otro remedio. El pequeño cuarto que yo ocupaba en la casa era necesario que lo desalojase.
Mi tía no sólo era chismosa, lujuriosa, intrigante, sino también verdaderamente cruel. Era como un personaje picaresco; por ejemplo, cuando se mudó para aquella casa en Miramar, que le había conseguido un alto funcionario del gobierno de Castro, lo primero que hizo fue desvalijar todas las casas cercanas que habían sido propiedad de la alta burguesía que antes había vivido allí y se había marchado al extranjero. Aquella zona había sido declarada «congelada» y sólo la directora de la misma, Noelia Silvia Fonseca, podía entregar una de aquellas casas; pero se necesitaban tantos requisitos para obtener una de ellas, que durante años siguió cerrada la mayoría de las mismas. Mi tía, aprovechándose de aquello, entraba de noche con sus hijos y robaba cuanto se le antojaba. En La Habana abundaban los apagones; el Gobierno cortaba la luz eléctrica durante la noche para ahorrar energía. Mi tía aprovechaba los apagones para invadir aquellas residencias desiertas y apoderarse de todo lo que en ellas hubiese. Una noche, mientras cruzaba la calle con un escaparate repleto de loza y copas de cristal, volvió la luz y mi tía se lanzó a correr, dejando aquel escaparate en el medio de la calle. La misma policía se sintió extrañada al encontrar aquel mueble en plena Quinta Avenida, pero nunca se supo que había sido mi tía la autora de aquellas fechorías.
El acto más cruel de mi tía no lo cometió conmigo, sino con una anciana, vecina de su casa. Esta señora tenía a todos sus hijos en el extranjero y se había quedado sola en su casa con una hija anormal. Mi tía, que era presidenta del Comité de Defensa y, según decía ella misma, alto informante de la Seguridad Cubana, prometió a aquella señora que le iba a resolver la salida del país con tal de que ella le diera todos sus muebles. La casa de la señora quedó completamente vacía. Ella era la madre de Alfonso Artime, quien había sido un famoso preso político. El Gobierno pensaba que Artime iba a regresar un día por el mar para ver a su madre clandestinamente y lo querían arrestar; por tal motivo jamás iban a dejar salir a aquella pobre señora. Y mi tía, mientras le prometía a aquella anciana que la iba a ayudar a salir, hacía terribles informes sobre ella a la Seguridad del Estado para que nunca la dejaran marchar. La señora murió en Cuba en una casa absolutamente vacía; todos sus muebles habían pasado a la residencia de mi tía.
Yo no sólo tenía que temer por la policía, sino también por la vigilancia de mi tía, que resultaba para mí mucho más peligrosa. De este modo, durante los últimos años que viví en esa casa, todo lo que escribía durante el día tenía que correr y esconderlo ese mismo día en el tejado.
Por aquellos años, es decir, en 1972 o 1973, yo era conocido en el extranjero por mis novelas
El mundo alucinante
y
Celestino antes del alba
, que habían sido traducidas a varios idiomas, y por mis relatos. Con frecuencia las editoriales me enviaban cartas que nunca llegaban a mí; mi tía, que era la encargada de recibir la correspondencia, las interceptaba. Otras veces, la Seguridad del Estado no le daba tiempo a realizar aquella actividad «heroica» y no permitía que llegaran ni siquiera a sus manos.
Cuando Hiram Pratt fue enviado a un campo de concentración en Oriente, me escribía incesantes cartas donde hacía referencia no sólo a sus aventuras eróticas, sino también a las que yo había tenido. Un buen día un teniente de la Seguridad, Vladimir Cid Arias, primo político mío e íntimo amigo de mi tía, subió a mi cuarto. Me dijo: «Reinaldo, tienes que largarte de esta casa porque eres un inmoral; tengo aquí la prueba». Y me sacó una carta de Hiram Pratt dirigida a mí; era una carta que yo nunca había leído pues no la había recibido. Mi tía se había tomado la libertad de abrirla, leerla y llamar a aquel primo para que me echara del cuarto. Eso ya era el colmo; me indigné y le dije que eso era una violación de correspondencia. Aunque sabía que era absurdo, le dije que llamaría a la policía y los acusaría a todos de violación de correspondencia. Finalmente, aunque no me devolvió la carta, dijo que prefería no meterse en aquel chanchullo.
Mi tía ejercía también una feroz vigilancia con los adolescentes que me visitaban. Cuando alguno de ellos saltaba el muro para entrar a mi cuarto, ella salía con una escoba y, dando enormes alaridos, amenazaba con llamar a la policía.
Entre los poetas que me visitaban a escondidas de mi tía estaba Guillermo Rosales, quien entonces era un hermoso joven que había escrito una excelente novela y tenía en la cabeza el proyecto de cincuenta más, cuyos argumentos eran en verdad formidables. Guillermo se sentaba en el balcón de mi pequeño cuarto hasta que yo terminaba de escribir alguno de los capítulos de la novela que por entonces estaba componiendo. Una vez, estando Guillermo en el balcón esperando a que terminase de escribir, llegaron también Nelson Rodríguez y Jesús Castro Villalonga, ambos también escritores.
Cuando terminé el capítulo, creo que de
El palacio de las blanquísimas mofetas
, pasé de la agonía que estaba escribiendo a las agonías de mis amigos que estaban desesperados; Guillermo quería marcharse de la Isla aunque fuera en un globo; siempre tenía planes increíbles: irse en una balsa conducida por peces veloces; disfrazarse de Nicolás Guillén y tomar un avión, ya que éste era entonces el único escritor cubano que viajaba a cualquier país. Por cierto, cuando el arresto de Padilla, nosotros habíamos pensado también en el rapto de Nicolás Guillén para pedir a cambio la libertad de Padilla y que éste fuera puesto en un avión rumbo a un país libre de Occidente. Era una idea mía, pero descabellada en un país comunista. Si no obedecían a nuestra petición, nosotros le enviaríamos la cabeza de Guillén al administrador de la UNEAC, el temible Bienvenido Suárez.
Pero, además de ser una locura, Padilla no nos dio tiempo de llevarla a cabo. Por cierto, sería bueno aclarar aquí que Nicolás Guillén, seguramente enterado de lo que iba a ocurrir en la UNEAC, tuvo por lo menos la dignidad de no ser quien presentase a Padilla en su confesión, cosa que como presidente de la UNEAC debía realizar. Un mes antes se «enfermó» súbitamente y se autoingresó en uno de los hospitales oficiales que para los altos funcionarios de Cuba tiene el gobierno. Allí Guillén se enclaustró y no salió hasta que Padilla hizo su flamante confesión.
El encargado de dirigir todo aquel teatro sucio fue José Antonio Portuondo; una de las figuras más siniestras de toda la cultura cubana, junto a Roberto Fernández Retamar.
Nelson Rodríguez
7

 

La inquietud de Guillermo Rosales aquella tarde en mi casa era por leemos un capítulo de una novela que estaba escribiendo inspirado en la personalidad de Stalin. Lo leyó torrencialmente y se marchó. Nelson y Jesús me invitaron a dar un paseo por la playa. Nelson había estado en uno de los campos de concentración en 1964 y ahora, con la nueva persecución, estaba aterrorizado; no se encontraba con fuerzas para volver a pasar por aquel horror. Me dijo que necesitaba mi ayuda porque lo que quería era abandonar el país, pero no me dijo de qué manera pensaba hacerlo. La ayuda que Nelson quería era de tipo intelectual; quería que yo le hiciese una carta recomendando un libro de cuentos que había escrito; era un libro extraordinario constituido por innumerables viñetas donde narraba cosas ocurridas en el campo de concentración donde había estado.
Fue a mi casa, le hice la carta y después fuimos a la UNEAC donde yo tenía que firmar un libro para poder cobrar mi sueldo. Yo ya no podía, desde luego, escribir para la UNEAC; ni siquiera me dejaban revisar los textos que publicaba
La Gaceta de Cuba
, pero, como todavía no me habían echado del trabajo, era obligatorio que firmara aquel libro. Al terminar en la UNEAC, Nelson y Jesús me invitaron a tomarme un helado en el Carmelo de la calle Calzada; hicimos una larga cola y, finalmente, nos sentamos. Había poco que hablar en un restaurante en Cuba, donde uno no sabe quién está al lado y puede oír las conversaciones, pero yo notaba que Nelson trataba de prolongar su estancia allí. Hubo un momento en que me dijo: «El único que nos hubiera podido salvar de esta situación era san Heberto». Calificaba así a Heberto Padilla cuando éste estaba preso, pero ya Padilla no era un santo; se había convertido ante toda aquella gente en un traidor. «Ahora sólo queda escaparse del país. Eso es lo que pienso hacer», me dijo cuando salimos.
Caminábamos por las calles del Vedado criticándolo todo, hasta el sol, el calor; todo nos molestaba. Nelson estaba muy agradecido por la carta que yo le había hecho; era una recomendación para mi editor en Francia. Finalmente, tarde en la noche, nos abrazamos y nos despedimos. Tuve toda la noche la impresión de que Nelson quería decirme algo más, pero no se atrevió a decírmelo. Nos despedimos con un abrazo.
A los dos días, en la primera página del periódico
Granma
, venía la siguiente noticia: «Dos contrarrevolucionarios homosexuales, Nelson Rodríguez y Angel López Rabí intentaron desviar un avión de Cubana de Aviación rumbo a Estados Unidos». La nota decía que todo el público del avión había reaccionado contra aquellos antisociales y los habían reducido rápidamente. Decía además que uno de los contrarrevolucionarios había lanzado una granada, pero que por suerte el avión había aterrizado forzosamente en el aeropuerto José Martí, y que los contrarrevolucionarios serían condenados por un tribunal militar. Eso era todo cuanto decía el
Granma
; evidentemente, no querían darle ningún tipo de publicidad al hecho de que fueran escritores.
Yo estaba aterrorizado. Nelson tenía que haber montado en el avión con mi carta de recomendación para su manuscrito sobre los cuentos de la UMAP. Después supimos cómo sucedieron las cosas. Nelson, su amigo Angel López Rabí, poeta de dieciséis años, y Jesús Castro habían sacado boletos para un avión de vuelos nacionales que volaría rumbo a Cienfuegos. Tomarían el avión con todas sus maletas y sus viejos libros, con la idea de partir hacia Estados Unidos. Jesús y Nelson, durante su servicio militar, se habían apoderado de unas granadas que tenían escondidas en el patio y su plan consistía en amenazar a los pilotos del avión con tirar las granadas si no desviaban el avión. Pero a última hora Jesús Castro tuvo miedo, se arrepintió y no tomó el avión. Cuando el avión despegó, Nelson sacó la granada y le dijo al público que si no desviaban el avión la tiraría. Inmediatamente, varios agentes de la Seguridad y la escolta oficial provista de armas largas, que viaja en todo avión cubano, se lanzaron sobre Nelson para matarlo. Alguien que iba en el avión, y cuyo nombre prefiero no decir porque aún vive en Cuba, me contó toda la historia. Nelson corría por todo el avión con la granada y la metía detrás de los pasajeros aterrorizados en forma de amenaza, mientras sus perseguidores trataban de darle un tiro certero. Nelson le gritó a Angel que lanzara su granada, pero éste no se atrevió y Nelson lanzó la suya. Uno de los jefes de la Seguridad se lanzó sobre la granada para que ésta no hiciese explosión, pero estalló y le hizo un hueco enorme al avión que ya se encontraba a gran altura. En cuanto el avión logró aterrizar, Nelson aprovechó la confusión y se lanzó por el hueco del avión; las hélices del avión lo atraparon y durante un año estuvo hospitalizado en estado de gravedad. Cuando los médicos de la Seguridad del Estado lograron curarlo, fue sentenciado a muerte y fusilado, junto con su amigo Angel López Rabí, de sólo dieciséis años de edad.
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