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Authors: Reinaldo Arenas

Tags: #prose_contemporary

Antes que anochezca (6 page)

BOOK: Antes que anochezca
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Por cierto que las causas de la muerte de mi bisabuela estaban de algún modo vinculadas a la de Chibás. Desde hacía años, mi abuelo había instalado en la casa una radio de oído para poder oír el discurso de Chibás; aquel aparato tenía una enorme antena de alambre que salía fuera de la casa, alzándose sobre unos palos de bambú. Esa antena, actuando como pararrayos fulminó a mi bisabuela, que en ese momento estaba cerca de la radio, donde nos reuníamos todos, pues el aparato sólo tenía un auricular por el que, generalmente, era mi abuelo quien escuchaba y nos transmitía las noticias al mismo tiempo que las escuchaba. A veces, cuando mi abuelo estaba disgustado con mi abuela, él intercalaba frases que no decía la radio; eran diatribas contra las mujeres e insultos que mi abuela escuchaba en silencio porque ella pensaba que venían de la radio.
Una de mis tías tenía el privilegio de poder escuchar alguna novela radial; a la vez que la iba escuchando se la iba contando a sus hermanas. Resumía las aventuras amorosas de la mujer de una novela que se transmitía a las doce del día y que se llamaba
Divorciada
. El título y la historia en general tenía mucho que ver con la vida de mis tías y de mi madre, pues eran todas mujeres abandonadas que, según decía el narrador al comienzo de la novela, «soñaban con un matrimonio ideal o habían gozado de la felicidad». Yo recuerdo que, sentado en las rodillas de mi madre, mi tía contaba las escenas eróticas que escuchaba; las piernas de mi madre se estremecían y yo, sobre ella, recibía aquellos reflejos eróticos, que mi madre, joven y seguramente ansiosa de tener una relación sexual, me transmitía.
Parte de la casa se quemó con el rayo que mató a mi bisabuela, y nosotros seguimos llorando, no por aquellas yaguas que podían reponerse sino por la muerte del hombre que había prometido «Vergüenza contra Dinero».
Después de la muerte de Chibás, todo fue más fácil para los delincuentes políticos, que siempre de una manera u otra han controlado la isla de Cuba. En 1952 se produjo el golpe militar de Fulgencio Batista y con ello la imposibilidad de que el Partido Ortodoxo, ni ningún otro, pudiese ganar las elecciones. La dictadura de Batista se inició desde el principio con una gran represión que no sólo tenía un carácter político, sino también un carácter moral.
Un día estábamos picando ñames que iban a servir de semillas para sembrar en la finca, cuando vimos llegar una pareja de guardias rurales. Aquello nos llenó de temor; ningún guardia nos iba a visitar por una razón amistosa. Venían a arrestar a mi tío Argelio, que había tenido relaciones con una campesina menor de edad y el padre de la muchacha le había denunciado. Mi tío fue arrestado y conducido a la cárcel; por último, se descubrió que la muchacha había tenido varios amantes antes que mi tío y éste salió en libertad; pero de todos modos decidió emigrar a Estados Unidos, como ya tenía pensado. En aquella época de enorme miseria, el sueño de todos los que se morían de hambre en Cuba era irse a trabajar al Norte. Mi tío Argelio se fue para Estados Unidos y, desde allá, nos enviaba fotos en las que aparecía manejando una lujosa lancha, con los cabellos impecablemente peinados a pesar de que la lancha parecía ir a una gran velocidad. Muchos años después descubrí que todo aquello no era más que un truco; la persona iba a un estudio preparado para el caso, se sentaba en una lancha de cartón, con un mar también de cartón, y se hacía una foto. En Cuba todos pensaban que mi tío estaba manejando su propia lancha de motor.
Con el tiempo, algunos de mis familiares decidieron ser reclamados por mi tío e irse a Estados Unidos. Aquello no era fácil; eran miles los que querían emigrar, y conseguir una visa era muy difícil. Mi tía Mercedita dio más de veinte viajes al consulado de Santiago de Cuba, solicitando una visa que por años le negaron. Pero, finalmente, pudo irse con Dulce; nuestros juegos de «enfermeros», detrás de la cama, terminaron. Más adelante, emigró mi madre. Se iba, aparentemente, como turista y no tenía autorización para trabajar, pero lo hacía clandestinamente cuidando a los hijos de las personas que tenían el privilegio de poder trabajar en alguna fábrica. Me imagino a mi madre en algún apartamento pobre de Miami, en los años cincuenta, cuidando a niños llorones tal vez más insoportables que yo. Me la imagino también tratando de consolarlos y acunarlos; de darles un cariño y amor que a mí casi nunca tuvo tiempo de mostrarme o que tal vez le avergonzaba mostrar.
Holguín

 

A medida que la dictadura de Batista continuaba en el poder, la situación económica se hacía peor, al menos para los campesinos pobres como mi abuelo o para mis tíos, que ya casi nunca encontraban trabajo en los centrales azucareros a los que iban a cortar caña. Mi tío Rigoberto se pasó más de cuatro meses fuera de casa y todos pensábamos que había encontrado trabajo en algún central azucarero; al cabo de ese tiempo volvió sin un centavo y con unas fiebres terribles; había deambulado por casi toda la provincia de Oriente sin encontrar ningún lugar donde lo admitieran como cortador de caña. Mi abuela lo curó con unos cocimientos.
La situación económica se hizo tan difícil que mi abuelo decidió vender la finca —unas tres caballerías de tierra— y mudarse para Holguín, donde pensaba abrir una pequeña tienda para vender viandas y frutas. Desde hacía años mi abuelo y mi abuela querían vender la finca, pero nunca se ponían de acuerdo. El caso es que, finalmente, vendieron la finca; se la vendieron a uno de los yernos de mi abuelo, que en aquel momento era batistiano y tenía cierta posición económica.
Vino un camión del pueblo y allí se echaron todas las cosas: los bastidores, los taburetes, los balances de la sala. ¡Cómo lloraban mi abuela, mi abuelo, mis tías, mi madre, yo mismo! Sin duda, en aquella casa de yagua y guano, donde tanta hambre habíamos pasado, también habíamos vivido los mejores momentos de nuestra vida; terminaba tal vez una época de absoluta miseria y aislamiento, pero también de un encanto, una expansión, un misterio y una libertad, que ya no íbamos a encontrar en ninguna parte y mucho menos en un pueblo como Holguín.
Holguín era para mí —ya por entonces un adolescente— el tedio absoluto. Pueblo chato, comercial, cuadrado, absolutamente carente de misterio y de personalidad; pueblo calenturiento y sin un recodo donde se pudiera tomar un poco de sombra o un sitio donde uno pudiera dejar libre la imaginación. El pueblo se levanta en medio de una explanada desoladora, coronado al final por una loma pelada, la Loma de la Cruz, llamada así porque al final se erguía una enorme cruz de concreto; la loma tiene numerosas escaleras de concreto que conducen a la cruz. Holguín, dominado por aquella cruz, a mí me parecía un cementerio; en aquella cruz apareció una vez un hombre ahorcado. Yo veía Holguín como una inmensa tumba; sus casas bajas similaban panteones castigados por el sol.
Una vez, por puro aburrimiento, fui al cementerio de Holguín; descubrí que era una réplica de la ciudad entera; los panteones eran iguales que las casas, aunque más pequeños, chatos y desnudos; eran cajones de cemento. Yo pensé en todos los habitantes de aquel pueblo y en mi propia familia, viviendo tantos años en aquellas casas-cajones para luego ir a parar a aquellos cajones menores. Creo que allí mismo me prometí irme de aquel pueblo cuando pudiera, y, si fuera posible, no regresar nunca; morir bien lejos era mi sueño, pero no era fácil de realizar. ¿Dónde ir sin dinero? Y, por otra parte, el pueblo, como todo sitio siniestro, ejercía cierta atracción fatal; inculcaba ciertos desánimos y una resignación que le impedía a la gente marcharse.
Yo trabajaba en una fábrica de dulces de guayaba; me levantaba por la mañana y empezaba a hacer cajas de madera donde luego se depositaba la mermelada hirviente, que luego se endurecía y formaba aquellas barras que tenían una etiqueta que decía «Dulce de Guayaba La Caridad», donde figuraba una Virgen de la Caridad. No creo que hubiese mucha caridad por parte del dueño de la fábrica, que nos hacía trabajar hasta doce horas por un peso al día. El día del cobro yo me iba para el cine, que era el único lugar mágico de Holguín; el único lugar al que uno podía entrar y escapar de la ciudad, al menos por unas horas. Por entonces iba solo al cine, pues me gustaba disfrutar de aquel espectáculo sin compartirlo con nadie. Me sentaba en el gallinero, que era el lugar más barato, y veía a veces hasta tres películas por cinco centavos. Era un enorme placer ver a aquellas gentes cabalgando praderas, lanzándose por unos ríos enormes o matándose a tiros, mientras yo me moría de aburrimiento en aquel pueblo sin mar, sin ríos, ni praderas, ni bosques, ni nada que pudiera ofrecerme algún interés.
Quizás influido por aquellas películas, casi siempre norteamericanas o mexicanas, o quién sabe por qué, comencé a escribir novelas. Cuando no iba al cine, yo me iba para mi casa y al son de los ronquidos de mis abuelos comenzaba a escribir; así llegaba a veces la madrugada y de la máquina de escribir —que me había vendido en diecisiete pesos mi primo Renán— iba para la fábrica de dulces de guayaba donde, mientras hacía las cajas de madera, seguía pensando en mis novelas; a veces me daba un martillazo en un dedo y no me quedaba más remedio que volver a la realidad. Las cajas que yo hacía eran cada vez peores y escribía enormes y horribles novelas con títulos como
¡Qué dura es la vida!
y
Adiós, mundo cruel
Por cierto, creo que mi madre aún conserva esas novelas en Holguín y dice que son lo mejor que yo he escrito.
Mis tías y mi madre, ya en Holguín, pudieron tener una radio eléctrica y ahora podían escuchar todas a la vez la misma novela que oían en el campo. Creo que esas novelas radiales, que yo también escuchaba, influyeron en mis novelas escritas hacia los trece años.
El Repello

 

En Holguín se respiraba un ambiente machista que mi familia compartía y en el cual yo había sido educado. Mis amores a los trece años eran, sin embargo, un poco ambiguos. Me enamoré de Carlos, un muchacho de la fábrica con el que tenía muchas cosas en común, incluso nos parecíamos físicamente; ambos habíamos sido abandonados por nuestros padres y éramos hijos únicos apegados a nuestras madres. Ahora yo iba al cine con Carlos; nuestras relaciones se limitaban a sentamos juntos en el cine y juntar nuestras rodillas, como por casualidad; así, con las rodillas muy pegadas, veíamos desfilar indios feroces o cantar a Pedro Infante, durante horas. Tenía también novias, tal vez influido por el ambiente del pueblo: Irene, Irma, Lourdes, Marlene. También sostenía batallas con los enamorados de aquellas novias o con los novios a los cuales yo les quitaba la muchacha; me recuerdo trincándome a trompadas con un joven guapísimo llamado Pombo, quien por cierto me propinó un tremendo piñazo en la cara; con el tiempo yo creo que me sentí más enamorado de Pombo que de Lourdes, que era la novia que yo le había «levantado»; pero quizá, precisamente para mortificarlo, seguía con ella.
Mientras todo esto sucedía, yo seguía deseando a Carlos; él fue el que me llevó al Repello de Eufrasia, que era un enorme burdel con un gran salón de baile. Estaba situado en la cumbre de la loma de tierra colorada que se llamaba La Frontera; el nombre era muy apropiado, pues, una vez que se atravesaba aquel barrio, se había traspuesto la barrera de la civilización o de la hipocresía y cualquier cosa podía suceder; casi todos los que allí vivían eran delincuentes y prostitutas. Para mí fue una gran revelación y una indiscutible atracción visitar aquel lugar. Lo llamaban Repello porque las mujeres que allí bailaban movían de tal manera la cintura, que más que bailar era como una frotación contra el sexo del hombre. El repello es un movimiento circular que va pegando algo que después resulta muy difícil de despegar; en este caso el sexo de la mujer repellaba el sexo del hombre y, una vez terminada la pieza, el hombre invitaba a la mujer a hacer el amor, cosa que por dos o tres pesos se realizaba en la casa que quedaba en frente. Por cierto, cada pieza costaba cinco centavos; el bailador tenía que pagar cinco centavos por bailar con la mujer que lo repellaba; el órgano comenzaba a tocar, y Eufrasia, la dueña del Repello, vestida de rojo y provista de una enorme cartera blanca, le daba un golpecito a cada bailador en la espalda en señal de que le diera los cinco centavos. De aquellos cinco centavos, dos pertenecían a la bailadora; Eufrasia llevaba en la mente la cuenta de las piezas que había bailado cada una de las putas y les daba su parte. Yo bailé con Lolín, una mulata joven de unos muslos poderosísimos; al fin, por embullo de algunos amigos, entre ellos Carlos, fui a la casa de enfrente a templar con Lolín. Recuerdo que lo hicimos a la luz de un quinqué y recordé a mi madre en el campo; yo estaba nervioso y no se me paraba, pero Lolín se las arregló de tal modo que, finalmente, me eroticé. ¿O fui yo el que me las arreglé pensando en el rostro de Carlos, que me esperaba afuera? De todos modos, fue la primera vez que eyaculé en el sexo de una mujer.
La casa de mis abuelos no era ni siquiera de ellos; se la había semicomprado Osaida, una de sus hijas, que tenía pensado irse para Estados Unidos con su marido. A Osaida se le había muerto una de sus hijas y nunca volvió a recuperarse completamente; quizá Florentino, su esposo, esperaba que marchándose para el Norte pudiera sentirse mejor. No creo que fuera así; dentro de la soledad y el horror de los pantanos de Miami, Osaida creo que, con el tiempo, se volvió un poco más desdichada.
La casa siguió siendo pequeña para nosotros; había solamente dos cuartos para diez personas, por lo que yo a veces iba a dormir a la casa de mi tía Ofelia. Desde luego, nadie podía tener el privilegio de dormir separado, sino de dos en dos o de tres en tres. Mis abuelos en el campo podían dormir separados y odiarse a cierta distancia y con cierto respeto; ahora tenían que dormir juntos; tal vez por eso reiniciaron sus relaciones sexuales. A veces yo, mientras escribía, los sentía en la cama en combates sexuales que eran bastante escandalosos; yo aprovechaba aquellas circunstancias para deslizarme debajo de la cama en que fornicaban y sustraer algún dinero de la caja de madera de la tienda, que mi abuelo todas las noches depositaba debajo de la cama; ésa era, por decirlo así, la caja contadora.
Pero, generalmente, iba a dormir a la casa de mi tía y compartía la cama con mi primo Renán, un adolescente de unos dieciséis años, un don Juan, según decían. Renán, después de tener unas semiaventuras eróticas, llegaba a la casa y se masturbaba en la misma cama donde yo dormía; yo disfrutaba de aquellas masturbaciones y, a veces, como si estuviera dormido, creo que lo ayudaba.
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