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Authors: Reinaldo Arenas

Tags: #prose_contemporary

Antes que anochezca (3 page)

BOOK: Antes que anochezca
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Cuando tenía cinco años contraje una enfermedad mortal por aquella época: la meningitis. Casi nadie podía sobrevivir a esa enfermedad; se me hincharon los ganglios de la cabeza, no podía mover el cuello y me daban unas fiebres terribles. ¿Cómo curar o al menos combatir aquella enfermedad en el campo, sin atención médica, sin ningún tipo de medidas sanitarias? Mi abuela me llevó a un templo donde oficiaba un famoso espiritista del barrio de Guayacán; el hombre se llamaba Arcadio Reyes. Me dio unos despojos y una botella de agua que se llamaba Agua Medicinal, porque él la santiguaba, y me recetó unas medicinas que hubo que ir a comprar al pueblo. También me dio, mientras me santiguaba, unos ramalazos en la espalda y en todo el cuerpo con unas hierbas y, luego, con esas mismas hierbas me hizo un cocimiento que yo debía tomar en ayunas. Me salvé. También me salvé cuando se partió el gajo más alto de la mata de ciruelas en el que yo estaba encaramado y me vine al suelo entre los gritos de mi madre que me daba por muerto. Salí ileso también cuando me caí del potrico cerrero que intentaba domar y fui a dar con mi cabeza entre las piedras; incluso me salvé también cuando rodé por el brocal del pozo, que no era más que unos pedazos de madera cruzados, y fui a dar al fondo que, por suerte, estaba lleno de agua.
Mi mundo seguía siendo el de la arboleda, el de los techos de la casa, donde yo también me encaramaba a riesgo de descalabrarme; más allá estaba el río, pero llegar a él no era cosa fácil; había que atravesar todo el monte y aventurarse por lugares para mí entonces desconocidos. Yo siempre tenía miedo, no a los animales salvajes ni a los peligros reales que pudiesen agredirme, sino a aquellos fantasmas que a cada rato se me aparecían: aquel viejo con el aro bajo la mata de higuillos y otras apariciones; como una vieja con un sombrero enorme y unos dientes gigantescos que avanzaba no sé de qué manera por los dos extremos, mientras yo me encontraba en el centro. También se contaba que por un lado del río salía un perro blanco y que quien lo viera, moría.
El río

 

Con el tiempo el río se transformó para mí en el lugar de los misterios mayores. Aquellas aguas fluían atravesando los más intrincados recovecos, despeñándose, formando oscuros charcos que llegaban hasta el mar; aquellas aguas no iban a volver. Cuando llovía y llegaba el temporal, el río retumbaba y su estruendo llegaba hasta la casa; era un río enfurecido y a la vez acompasado que lo arrastraba todo. Más adelante pude acercarme y nadar en sus aguas; su nombre era el Río Lirio, aunque nunca vi crecer ni un solo lirio en sus orillas. Fue ese río el que me regaló una imagen que nunca podré olvidar; era el día de San Juan, fecha en que todo el mundo en el campo debe ir a bañarse al río. La antigua ceremonia del bautismo se convertía en una fiesta para los nadadores. Yo iba caminando por la orilla acompañado por mi abuela y otros primos de mi edad cuando descubrí a más de treinta hombres bañándose desnudos. Todos los jóvenes del barrio estaban allí, lanzándose al agua desde una piedra.
Ver aquellos cuerpos, aquellos sexos, fue para mí una revelación: indiscutiblemente, me gustaban los hombres; me gustaba verlos salir del agua, correr por entre los troncos, subir a las piedras y lanzarse; me gustaba ver aquellos cuerpos chorreando, empapados, con los sexos relucientes. Aquellos jóvenes retozaban en el agua y volvían a emerger y se lanzaban despreocupados al río. Con mis seis años, yo los contemplaba embelesado y permanecía extático ante el misterio glorioso de la belleza. Al día siguiente, descubrí el «misterio» de la masturbación; desde luego, con seis años yo no podía eyacular; pero, pensando en aquellos muchachos desnudos, comencé a frotarme el sexo hasta el espasmo. El goce y la sorpresa fueron tan intensos que pensé que me iba a morir; yo desconocía la masturbación y pensaba que aquello no era normal. Pero, aunque creía que de un momento a otro podía morirme, seguí practicándola hasta llegar casi al desmayo.
En aquella época uno de mis juegos solitarios era el de los pomos: un grupo de botellas vacías de todos los tamaños representaba a una familia, es decir, a mi madre, mis tías, mis abuelos. Aquellos pomos se convirtieron súbitamente en jóvenes nadadores que se tiraban al río mientras yo me masturbaba; por último, uno de aquellos jóvenes me descubría, se enamoraba de mí y me llevaba a los matorrales; el paraíso era entonces total y mis espasmos se hicieron tan frecuentes que me salieron enormes ojeras, me puse muy pálido y mi tía Mercedita temía que yo hubiese contraído de nuevo la meningitis.
La escuela

 

A los seis años comencé a ir a la escuela; era la escuela rural número noventa y uno del barrio de Perronales, donde nosotros vivíamos. Aquel barrio lo formaban unas sabanas y unas lomas bastante despobladas; todo él era atravesado por un camino real que no era más que una explanada de tierra que iba a desembocar al pueblo de Holguín, situado a unas cuatro o cinco leguas de distancia. Perronales estaba entre Holguín y Gibara, un pueblo que era puerto de mar y que yo todavía no había visitado. La escuela estaba lejos de la casa y yo tenía que ir a caballo. La primera vez que fui me llevó mi madre. La escuela era una casa grande de yaguas con techo de guano, igual que el bohío en que nosotros vivíamos. La maestra era de Holguín. Tenía que tomar un ómnibus o una guagua, como se dice en Cuba, y luego caminar varios kilómetros a pie; en el primer paso del Río Lirio uno de los alumnos mayores iba a recogerla a caballo y la llevaba hasta la escuela. Era una mujer dotada de una sabiduría y de un candor innatos; tenía ese don, que no sé si todavía existe en las maestras actuales, de comunicarse con cada alumno y enseñarles a todos las asignaturas desde el primero hasta el sexto grado. Las clases duraban más de seis horas y los fines de semana había una especie de velada literaria que entonces se llamaba «El Beso a la Patria». Luego de saludar a la bandera, cada alumno tenía que recitar un poema que había aprendido de memoria. Yo tomaba mucho interés en recitar mi poema, aunque siempre me equivocaba. Una vez el aula se vino abajo por el estruendo de la risa, cuando recitando el poema «Los dos príncipes», de José Martí, en vez de decir el verso «entra y sale un perro triste», dije: «entra y sale un perro flaco». La solemnidad de aquel poema, que hablaba de los funerales de dos príncipes, no admitía un perro flaco; seguramente mi subconsciente me traicionó y yo trastoqué el perro de Martí por Vigilante, el perro flaco y huevero de nuestra casa.
Desde luego, yo me enamoré de algunos de mis condiscípulos. Recuerdo a uno, Guillermo, violento, guapo, altanero, un poco enloquecido, que se sentaba detrás de mí y me pinchaba con su lápiz. Nunca llegamos a tener relaciones eróticas, sólo miradas y juegos de mano; los típicos retozos de la infancia detrás de los cuales se oculta el deseo, el capricho y a veces hasta el amor; pero, en la práctica, a lo más que se llegaba era a que uno le enseñara el sexo al otro, así como por casualidad, mientras se orinaba. El más atrevido era Darío, un muchacho de doce años; cuando regresábamos del colegio, él, desde su caballo, se sacaba su miembro, por cierto bastante considerable, y lo exhibía a todo el que quisiese contemplar aquella maravilla.
Aunque yo no tuve relaciones con aquellos muchachos, por lo menos su amistad me sirvió para comprender que las masturbaciones solitarias que yo practicaba no eran algo insólito ni iban a causarme la muerte. Todos aquellos muchachos se pasaban la vida hablando de la última «paja» que se habían hecho y gozaban de una magnífica salud.
Mis relaciones sexuales de por entonces fueron con los animales. Primero, las gallinas, las chivas, las puercas. Cuando crecí un poco más, las yeguas; templarse una yegua era un acto generalmente colectivo. Todos los muchachos nos subíamos a una piedra para poder estar a la altura del animal y disfrutábamos de aquel placer; era un hueco caliente y, para nosotros, infinito.
No sé si el verdadero placer consistía en hacer el acto sexual con la yegua o si la verdadera excitación provenía de ver a los demás haciéndolo. El caso es que, uno por uno, todos los muchachos de la escuela, algunos de mis primos y algunos incluso de aquellos jóvenes que se bañaban desnudos en el río, hacíamos el amor con la yegua.
Sin embargo, mi primera relación sexual con otra persona no fue con uno de aquellos muchachos, sino con Dulce Ofelia, mi prima, que también comía tierra igual que yo. Debo adelantarme a aclarar que eso de comer tierra no es nada literario ni sensacional; en el campo todos los muchachos lo hacían; no pertenece a la categoría del realismo mágico, ni nada por el estilo; había que comer algo y como lo que había era tierra, tal vez por eso se comía... Mi prima y yo jugábamos a los médicos detrás de la cama y no recuerdo por qué extraña prescripción facultativa, terminábamos siempre desnudos y abrazados; aunque aquellos juegos se prolongaron durante meses, nunca llegamos a practicar la penetración, ni el acto consumado. Quizá todo se debía a una torpeza de nuestra precocidad.
El acto consumado, en este caso, la penetración recíproca, se realizó con mi primo Orlando. Yo tenía unos ocho años y él tenía doce. Me fascinaba el sexo de Orlando y él se complacía en mostrármelo cada vez que le era posible; era algo grande, oscuro, cuya piel, una vez erecto, se descorría y mostraba un glande rosado que pedía, con pequeños saltos, ser acariciado. Una vez, mientras estábamos encaramados en una mata de ciruela, Orlando me mostraba su hermoso glande cuando se le cayó el sombrero; todos éramos guajiros con sombrero. Yo me apoderé del suyo, eché a correr y me escondí detrás de una planta, en un lugar apartado; él comprendió exactamente lo que yo quería; nos bajamos los pantalones y empezamos a masturbamos. La cosa consistió en que él me la metió y después, a petición suya, yo se la metí a él; todo esto entre un vuelo de moscas y otros insectos que, al parecer, también querían participar en el festín.
Cuando terminamos, yo me sentía absolutamente culpable, pero no completamente satisfecho; sentía un enorme miedo y me parecía que habíamos hecho algo terrible, que de alguna forma me había condenado para el resto de mi vida. Orlando se tiró en la hierba y a los pocos minutos los dos estábamos de nuevo retozando. «Ahora sí que no tengo escapatoria», pensé o creo que pensé, mientras, agachado, Orlando me cogía por detrás. Mientras Orlando me la metía, yo pensaba en mi madre, en todo aquello que ella durante tantos años jamás había hecho con un hombre y yo hacía allí mismo, en la arboleda, al alcance de su voz que ya me llamaba para comer. Corriendo me desenganché de Orlando y corrí para la casa. Desde luego, ninguno de los dos habíamos eyaculado. En realidad, creo que lo único que había satisfecho era mi curiosidad.
El templo

 

Al otro día fuimos al templo de Arcadio Reyes, y, mientras las mediumnidades dirigidas por Arcadio nos «despojaban» a mi madre y a mí, girando a nuestro alrededor, yo sentí un miedo terrible. Pensé que una de aquellas médiums, entre las cuales se encontraba una de mis once tías, caería poseída por un espíritu y éste revelaría allí, ante todo el barrio, lo que Orlando y yo habíamos hecho en los matorrales.
Cayó mi tía Mercedita con el espíritu y yo me di por muerto. Al caer se dio varios cabezazos contra la pared, por suerte de madera, del templo. Pero mi tía no dijo nada de lo que me preocupaba; estaba envuelta en llamas y pedía muchas oraciones para que aquel fuego que la abrasaba, o que nos abrasaba a nosotros, desapareciera. Quizás era un espíritu discreto y no quería hacer alusiones muy directas a mis relaciones con Orlando.
Yo, aunque seguía sintiéndome culpable, me sentí más tranquilo; los espíritus no habían revelado claramente mi pecado; pecado que, por otra parte, yo tenía muchos deseos de seguir cometiendo. Con el tiempo, Orlando se convirtió en un joven hermoso y llegó a tener hasta una bicicleta, cosa insólita en el lugar donde nosotros vivíamos. Se casó y ahora tiene muchos hijos y nietos.
El pozo

 

Una tarde fui al pozo, que no quedaba muy cerca de la casa, a buscar agua. Nunca me he podido explicar por qué las casas en el campo no se construyen cerca de los pozos. El caso es que una de mis labores era ir regularmente al pozo a buscar agua: para regar las matas del jardín, para bañarse, para los animales, para los barriles, para las tinajas.
Detrás del pozo estaba mi abuelo; se bañaba desnudo tirándose cubos de agua en la cabeza. Mi abuelo se volvió de pronto y entonces comprendí que tenía unos cojones inmensos; nunca había visto nada semejante. Era un hombre con un sexo prominente y, sobre todo, con testículos gigantescos y peludos. Regresé a la casa sin el agua; aquella imagen de mi abuelo desnudo me perturbó. Durante mucho tiempo sentí celos de mi madre con mi abuelo; en mi imaginación la veía poseída por él; lo veía violándola con su enorme sexo y sus inmensos testículos; yo quería hacer algo, pero me era imposible. En realidad, no sabía si sentía celos de mi madre o de mi abuelo; tal vez eran celos múltiples. Después supe que mi abuelo era quebrado. Sentía también celos de mis tías, y qué decir de los celos que sentía de mi abuela que, aunque dormía en una cama separada, tenía más derecho que nadie a disfrutar de aquellos huevos. Aunque todo aquello era producto de mi imaginación, durante mucho tiempo la imagen de mi abuelo desnudo fue para mí una gran obsesión.
Nochebuena

 

En el campo había otras ceremonias que me llenaban de alegría y me hacían olvidar mis obsesiones eróticas. Una de ellas, con la llegada de la Navidad, era la Nochebuena. Toda la familia se reunía en la casa de mi abuelo. Se asaban lechones, se fabricaban turrones de Navidad, se abrían botellas de vino, se preparaban bateas llenas de dulce de naranja, se abrían papeles de brillantes colores con manzanas rojas dentro que para mí venían del fin del mundo, se cascaban nueces y avellanas, y todo el mundo se emborrachaba. Se reía y se bailaba. A veces, hasta se improvisaba una orquesta con un órgano de manigueta, un guayo y unos tambores; aquel campo se transformaba en un lugar mágico. Ese era uno de los momentos que yo más disfrutaba, trepado a un árbol mirando a la gente divertirse en los patios y caminar por la arboleda. En la casa, Vidal, uno de mis tíos, que era un verdadero inventor, fabricaba helados amarillos en un barril provisto de una manigueta. Para lograr aquel producto insólito, mi tío había traído un enorme pedazo de hielo desde la fábrica de Holguín; aquel pedazo de hielo, que después se convertía en una nieve amarilla y deliciosa, era el símbolo más glorioso de que allí se estaba celebrando la Navidad.
BOOK: Antes que anochezca
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