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Authors: Laura Gallego García

Alas negras (8 page)

BOOK: Alas negras
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Se preguntó entonces, por primera vez, cómo era posible que los hechiceros de Marla hubiesen descubierto el símbolo que faltaba. Ella no había enseñado a Marla a leer el lenguaje angélico y, aunque lo hubiese hecho, había que tener mucho más que conocimientos superficiales para la apertura. Comprendió que detrás de todo aquello había un misterio mucho más inquietante de lo que había sospechado en un principio.

Marla y sus acólitos habían tardado mucho en abrir aquella puerta. Habían repetido las palabras una y otra vez, en una larguísima letanía que los había entretenido durante horas. Ubanaziel, sin embargo, sólo necesitó pronunciar la fórmula una sola vez y la lápida adquirió un aspecto extraño, como si estuviese hecha de lava fundida. Entonces se abrió un oscuro agujero en el aire, primero del tamaño de una moneda, que poco a poco se fue agrandando hasta convertirse en un siniestro portal circular que giraba lentamente sobre sí mismo. Ahriel tuvo la impresión de que del otro lado emanaba una maldad tan intensa que podría llegar a corromper hasta al ángel más puro, y se estremeció. Una parte de ella odiaba y temía lo que había más allá... pero algo en su interior se sentía atraído por ello y anhelaba explorarlo.

Se dio cuenta entonces que Ubanaziel la miraba fijamente.

—¿Estás preparada?

Ahriel se obligó a sí misma a recordarse el motivo por el que estaba haciendo todo aquello, y asintió.

Tras ellos, los dos humanos habían retrocedido, con los ojos clavados en la puerta abierta. Kiara temblaba como una hoja, pero trataba de parecer serena, y Kendal, no menos impresionado, intentaba reconfortarla con su abrazo. Ubanaziel se volvió hacia ellos.

—Cuando hayamos cruzado —dijo—, la puerta se cerrará tras nosotros. No quedaremos atrapados mientras recordemos la palabra que abre el sello, y mientras nadie vuelva a cerrarlo a nuestras espaldas. Y, a menos que alguien los invoque desde fuera, o abra todas las puertas al mismo tiempo, los demonios tampoco pueden salir, así que estaréis a salvo. De todos modos, ya no tenéis nada que hacer aquí. Volved a Saria y dejadlo todo en nuestras manos.

Los dos asintieron enérgicamente.

—De acuerdo —dijo Kendal—. Tened cuidado... y mucha suerte.

—Que la Luz y el Equilibrio os guíen —añadió Kiara, utilizando una fórmula angélica.

Ubanaziel sonrió.

—También a vosotros, jóvenes humanos —respondió.

Miró a Ahriel, que asintió a su vez. Después, los dos se volvieron hacia la puerta y avanzaron hasta que la oscuridad del infierno se los tragó.

Lenta, muy lentamente, el agujero se redujo hasta volver a desaparecer. Ninguno de los dos humanos se atrevió a decir nada durante un rato, hasta que Kendal balbuceó:

—¿Creéis... creéis que están atrapados?

Kiara negó con la cabeza.

—Ya has oído a Ubanaziel. En teoría, pueden volver a abrir la entrada cuando se les antoje.

—... En teoría —repitió Kendal.

—Bueno, ese ángel parece saber lo que hace —murmuró Kiara.

—Esperémoslo.

Sus miradas se encontraron, y fueron entonces conscientes de que estaban abrazados. Kendal la soltó, sonrojado hasta las orejas.

—Disculpad mi osadía, mi señora. Yo...

—Déjalo estar —cortó ella, recobrando parte de la dignidad regia que se suponía debía mostrar—. Te agradezco tu apoyo, pero será mejor que mantengas las distancias. Sobre todo en público.

—Co... como deseéis, Majestad.

Pero las palabras de ella sonaban más como un consejo que como una reprimenda. Los dos habían vivido mucho juntos. Habían huido de Saria de incógnito en medio de una guerra, habían organizado una conspiración, se habían infiltrado en el castillo de Marla y habían ido a Gorlian a rescatar a un ángel. Y después habían escapado de allí para abrir la puerta del infierno, habían luchado contra demonios y nigromantes y habían salvado al mundo. Aunque la vuelta a la normalidad los había colocado a ambos en su lugar, no podían dejar todo aquello atrás tan fácilmente. Kiara apreciaba a Kendal y confiaba en él. Eran amigos, aunque tal palabra no resultase apropiada, tratándose de una reina y su secretario. Pero no podían actuar como si todo lo que habían pasado juntos nunca hubiese sucedido.

Kendal recobró la compostura y trató de adoptar un aire profesional.

—Iré a buscar a los palafreneros. Hace tiempo que esperan y sin duda estarán inquietos.

Habían dejado al séquito de Kiara, apenas cuatro caballeros y un par de sirvientes, al pie del volcán. Habían subido hasta allí a caballo, con un sirviente de apoyo para guiar a las monturas, pero Kiara había insistido en que volviese a bajar y aguardase con los demás. Cuanta menos gente supiese lo que estaba haciendo allí, mejor.

—Un momento —lo detuvo ella—. Vamos a esperar a que salgan.

Kendal la miró, preocupado.

—¡Pero podrían tardar días!

—En la mula de carga tenemos lo necesario para acampar. Montaremos la tienda aquí, en el cráter.

—¿Les digo entonces a los demás que suban?

Kiara lo meditó.

—No, no será necesario. No quiero que vean lo que hay aquí. Harían demasiadas preguntas.

Kendal sacudió la cabeza.

—No es buena idea, Majestad. No deberíais pasar la noche en un lugar como éste... sola.

—No estoy sola, Kendal. Estoy contigo.

—Por eso mismo, mi señora.

Kiara resopló, exasperada. Después de haber sobrevivido a Gorlian, le costaba volver a adaptarse a los convencionalismos de la corte.

—No te preocupes por eso. Deben de haber visto a los ángeles sobrevolando el volcán. Y no los han visto marcharse, así que supondrán que he venido aquí a reunirme con ellos. Y, de todos modos, una reina no tiene por qué dar explicaciones. Esperaremos aquí a Ahriel y Ubanaziel, y no se hable más.

Kendal esbozó una simpática sonrisa y le dedicó una reverencia.

—Como deseéis, mi señora.

Sin embargo, mientras se alejaba ladera abajo por el empinado camino de cabras que llevaba a la base del volcán, se preguntó cómo iba a explicarles a los demás que tenían que permanecer más tiempo —quién sabía cuánto— en aquel lugar que les ponía a todos la piel de gallina. El joven sonrió de nuevo. Se contaban muchas historias escalofriantes acerca de las tierras de Vol-Garios, pero ninguna se acercaba a la verdad. Desde luego, si la gente hubiera sabido que en el interior del volcán se hallaba una de las siete puertas del infierno, la reina y él habrían tenido que emprender el viaje solos.

Lo cual no habría estado tan mal, pensó, sin poderlo evitar.

Cuando la puerta se cerró tras ella, Ahriel tuvo un breve acceso de pánico que se esforzó por reprimir. Miró a su alrededor, inquieta. Ante ellos se abría una vasta extensión de suelo de piedra agrietado y cubierto de ceniza, y el horizonte aparecía desgarrado por altas agujas rocosas, envueltas en una inquietante neblina espectral. Lo diferente, lo extraño de aquel lugar, era su luz. Pese a que no había sol, ni luna, el cielo estaba iluminado por una claridad escarlata, un tono rojizo denso y brillante, como el de la sangre.

—Siniestro, ¿verdad? —dijo Ubanaziel, con aspereza—. Esta es la luz del mundo de los demonios. La luz que no se apaga jamás. No tardarás en odiar el color rojo con todas tus fuerzas.

Ahriel se sorprendió ante la amargura que destilaban sus palabras. Con todo, respondió:

—No parece tan terrible.

Por el momento, nada de lo que había visto había logrado perturbarla. Gorlian era mucho, mucho peor.

El Consejero le dirigió una mirada indescifrable.

—Aún no has visto nada —replicó—. Pero, antes de seguir, voy a darte unos consejos. Y vas a seguirlos, sin cuestionarlos, porque de ellos depende que regresemos los dos sanos y salvos. ¿Me has entendido?

Ahriel asintió, pero seguía sin sentirse impresionada.

—En primer lugar, cuando nos encontremos con un demonio, déjame hablar a mí. No luches a no ser que él te ataque primero. No caigas en sus provocaciones. No dejes que te afecte nada de lo que diga.

—¿Por qué? —quiso saber ella, intrigada.

Ubanaziel suspiró.

—En tiempos remotos —explicó—, los demonios fueron expulsados del mundo y arrojados al infierno para que no siguieran causando daño a los humanos. Pero no fue un castigo tan cruel como pueda parecer: en aquel entonces, el infierno era un lugar tan fértil y hermoso como nuestro propio mundo. Pero los demonios son una estirpe violenta y belicosa, y lo destruyeron por completo durante alguna de sus interminables guerras. Su propio mundo es la base de su poder y, desde que su mundo está muerto, su poder también ha mermado mucho. Ésta es la razón por la que quieren regresar a nuestra dimensión y conquistarla, la razón por la cual necesitan a otras personas para hacerse más poderosos. Los humanos que los invocan y que pactan con ellos les dan, sin saberlo, la fuerza que requieren para recuperar parte de ese poder perdido. Antaño fueron enemigos terribles, pero ahora, después de milenios retenidos en el infierno, sólo unos pocos de entre todos los demonios son rival para nosotros. Su fuerza lejos de su mundo radica en su número: son muchos, muchos individuos. La última vez que estuve aquí, hace más de cuatrocientos años, superaban a los ángeles en una proporción de cuatro a uno. Y se reproducen con mucha facilidad.

—Aun así... —empezó Ahriel, pero Ubanaziel cortó, con brusquedad:

—Déjame terminar. Los demonios se han visto obligados a subsistir como han podido, y se han vuelto sumamente astutos. Tienen dos maneras de obtener poder: matando a otras criaturas o corrompiéndolas. Cuanto más elevado sea el espíritu de esa criatura, tanto más poder obtendrán de ella. Los demonios mayores pueden matar a humanos, incluso a ángeles, con cierta facilidad, y están deseando hacerlo. El dolor, la muerte y el sufrimiento de otros seres los vuelven más fuertes. Sin embargo, los demonios menores no pueden enfrentarse a los humanos más nobles, y mucho menos a un ángel. Por eso han desarrollado hasta la maestría el arte de la corrupción. Te hablarán, te engatusarán, te mentirán y te engañarán. Te dirán lo que quieres escuchar, porque saben leer en el fondo de tu alma. Te prometerán lo que más deseas. Y, antes de que quieras darte cuenta, tu corazón se habrá vuelto negro como el suyo. Y te habrán vencido.

Ahriel frunció el ceño.

—No es tan fácil corromperme.

Ubanaziel negó con la cabeza.

—No subestimes el poder de los demonios. Todos tenemos debilidades, y ellos son maestros en descubrirlas y utilizarlas en su provecho.

Ella apretó los labios, pero no dijo nada. No hacía mucho había derrotado al Devastador, uno de los demonios más poderosos, y eso le daba cierta confianza en sí misma para enfrentarse a ellos. Sin embargo, también el Devastador había matado a Yarael, un ángel guardián tan capacitado como la propia Ahriel.

—Por eso es muy importante que no los escuches —insistió el Consejero—. Déjame hablar a mí y no intervengas. Y no pelees sin motivo. Intentarán que tu corazón se llene de rabia y de odio, y en el momento en que lo consigan, habrán vencido. ¿Lo has entendido?

Ahriel asintió.

—Bien —dijo Ubanaziel—. Recuérdalo. Ah, y otra cosa: no aceptes ningún regalo que te ofrezcan. Ninguno en absoluto, aunque parezca aquello que más deseas. Hemos venido a buscar a Marla, y es a ella a quien queremos. Nada más. Y nada menos.

—Entendido —asintió ella.

Ubanaziel la miró inquisitivamente. Por fin, sacudió la cabeza y dijo:

—Andando, pues.

—¿No vamos volando? —inquirió ella.

—Lo haremos, cuando sepamos a dónde tenemos que ir. Por el momento, es mejor no llamar demasiado la atención.

Emprendieron la marcha por aquel paisaje inerte y silencioso. Por alguna razón, Ahriel había esperado ver ríos de lava, volcanes en erupción, el rugido de cientos de demonios y los aullidos de dolor de millones de almas en pena. Pero nada de eso había en el infierno que estaban recorriendo. Sólo una extraña calma sobrenatural, y aquella densa luz que teñía su piel de un tono carmesí. Pese a que no parecía tan terrible como lo había imaginado, a Ahriel no le costó nada entender que los demonios quisieran abandonar aquel lugar. Había algo en esa luz roja, en ese silencio, que resultaba desquiciante.

Llegaron por fin a los confines de la planicie y se internaron por una zona rocosa salpicada de crestas, grietas y quebradas. Mientras avanzaban por el fondo de un estrecho cañón, Ahriel pensó, inquieta, que aquél era un lugar perfecto para una emboscada. Se preguntó si Ubanaziel sabía lo que hacía.

De pronto, una súbita sensación de peligro la puso en tensión. Irguió las alas, extrajo su espada de la vaina y miró a su alrededor, alerta.

—Hay alguien —informó a su compañero.

—Ya lo sé —respondió él, con exasperante calma. No había desenfundado su arma, pero se había detenido y escudriñaba las grietas con atención—. No te muevas. No te precipites y, ante todo... déjame hablar a mí.

Ahriel se volvió para mirarlo y vio, por la dirección de su mirada, que había localizado algo o a alguien en lo alto de una roca. Contuvo la respiración al distinguir allí a un diablillo que los observaba con unos ojos reptilianos, de color amarillo, repletos de malicia.

Lo estudió con atención y cautela. El diablillo no era muy grande. Tenía el tamaño de un niño de unos ocho o nueve años, y estaba escuálido. Las costillas se le marcaban por debajo de una piel correosa de un cierto tono rojizo que podía ser natural o podía deberse al color de la luz que bañaba aquel mundo. Su cabeza era huesuda, triangular, rematada por dos pequeños cuernos retorcidos. Un par de alas de murciélago se plegaban a su espalda, y una larga cola acabada en punta de flecha se enroscaba entre las rocas.

—No parece gran cosa —murmuró Ahriel entre dientes.

—No lo subestimes —respondió Ubanaziel en el mismo tono—. Saludos, demonio —dijo en voz alta.

El diablillo abrió su amplia boca sin labios y se relamió con una larga lengua bífida.

—Ángeles —dijo y se rió—. ¿Qué buscan dos poderosos ángeles en el infierno? No es lugar para vosotros.

—Buscamos a una humana —dijo Ubanaziel, sin perder su aire tranquilo. Ahriel, por el contrario, estaba cada vez más inquieta. Aquel ser le resultaba tan repulsivo que a duras penas podía contener las ganas de ensartarlo con su espada. Ni siquiera los engendros de Gorlian habían despertado en ella tanta animadversión; quizá se debía a que, por monstruosas que fueran aquellas criaturas, su aura destilaba dolor y agonía, mientras que el diablillo sólo transmitía malignidad.

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