Alas negras (30 page)

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Authors: Laura Gallego García

BOOK: Alas negras
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—¡Ahriel! —la reconvino Lekaiel, poniéndose en pie de un salto—. ¡No toleraré...!

—Castigadme si lo deseáis, Consejeros —los desafió ella, calmándose un poco—. Acataré vuestra decisión sin una protesta. Pero, por la luz bendita y el sagrado Equilibrio... haced algo, os lo ruego. Llamad a las armas a toda la ciudad, acudid a prestar batalla. Es lo único que pido, y no lo estoy pidiendo para mí...

—Lo cual es toda una novedad —interrumpió Radiel—. ¿Eres consciente de que, si lo que dices es cierto, tú sola has desencadenado la mayor catástrofe sufrida por nuestro mundo en muchos milenios?

—Yo sola, no —sonrió Ahriel torvamente—. No le arrebatéis a Marla el crédito que merece. Ni tampoco a nuestro buen amigo Furlaag. Sin embargo, soy consciente de mis errores y no eludiré mi castigo. Pero os lo suplico nuevamente, Consejeros, no perdamos más tiempo. Hay que detener a los demonios...

Se interrumpió de pronto, porque hasta la Sala del Consejo llegó un estrépito procedente del exterior; voces airadas, un grito desesperado, el rumor de pasos que se acercaban a la carrera... Ahriel y los Consejeros se volvieron hacia la entrada, sorprendidos, y vieron precipitarse al interior a un ángel que mostraba un aspecto lamentable; tenía el rostro y las ropas cubiertas de sangre, y una de sus alas estaba ligeramente torcida.

El recién llegado avanzó unos pasos y cayó de bruces ante la mesa del Consejo, a los pies de Ahriel. Justo entonces llegaron los dos ángeles que vigilaban la entrada.

—¡Consejeros, os ruego...! —pudo decir el herido, alzando una mano ensangrentada hacia ellos.

—Pedimos disculpas, Consejeros —intervino uno de los guardias—. Tratamos de decirle a Melbanel que estabais reunidos, intentamos llevarlo a la casa de sanación, pero no quiso escuchar...

—¡Demonios! —aulló el recién llegado, y Lekaiel se levantó de nuevo, lívida, y alzó una mano solicitando silencio.

—Melbanel —dijo, con suavidad—. ¿Qué te ha sucedido?

El ángel trató de incorporarse, rechazando la ayuda de Ahriel, que se había agachado junto a él, y respiró hondo antes de decir:

—Hordas de demonios, Consejeros... se abatieron sobre la hermosa ciudad de Sin-Kaist, poco antes del crepúsculo. Sus alas negras cubrieron el cielo y llenaron nuestros corazones de oscuridad. Y entonces se arrojaron sobre todas las criaturas vivientes... animales, humanos... hombres, mujeres... niños... —sollozó sin poderlo evitar—. Eran tantos... tantos... y no se contentaron con matarlos rápidamente. Ellos...

—Está bien, amigo —trató de tranquilizarlo Ahriel.

—... No pude salvarlo —gimió el pobre ángel—. Mi pobre, pequeño Saldabar... Ni siquiera a él...

Ahriel respiró hondo, apenada. Saldabar era el príncipe heredero del reino de Kaist. No sabía mucho de él, salvo que había nacido apenas tres años antes de que Marla la encerrara en Gorlian, y que los ángeles también le habían asignado a él un guardián nada más nacer.

«Pobre, pobre Melbanel», se dijo Ahriel, mientras el desgraciado ángel hundía la cabeza en su hombro y se echaba a llorar, sin poderse contener. Ella lo abrazó, tratando de consolarlo, mientras alzaba la mirada hacia los Consejeros, que los contemplaban, mudos de espanto. Era tan insólito ver a un ángel llorando que ninguno de ellos era capaz de apartar la mirada de él.

—Y bien, Consejeros... ¿pensáis enviar ya a las tropas a detener a los demonios, o vamos a seguir discutiéndolo hasta que los tengamos ante las puertas de la ciudad?

Lekaiel reaccionó.

—No pueden llegar hasta aquí —declaró—. Hace ya muchos siglos que dotamos a Aleian de una protección adecuada. Ningún demonio sería capaz de sortearla.

—¡Pero están de camino, Consejera! —intervino Melbanel, aún alterado—. ¡Los oí hablar! ¡Vienen hacia aquí, porque su propósito es conquistar la Ciudad de las Nubes y exterminarnos a todos!

—¡Cómo se atreven! —estalló Radiel, indignado.

—Son demonios —dijo Lekaiel, con calma—. Bien, Consejeros: ha llegado la hora de detener a esas criaturas... y espero que en el futuro no haya ninguna otra ocasión.

A pesar de la seguridad que parecía mostrar la Consejera, Ahriel no se sintió mejor. Los demonios habían engañado al mismísimo Ubanaziel, y no le parecía que el resto de Consejeros estuviesen mejor preparados que él para afrontar la crisis que se les venía encima. Sin embargo, permaneció en silencio mientras el Consejo se disolvía para cumplir las órdenes de Lekaiel. Había que dar la alarma, reunir a los guerreros, informar a los generales de la situación y nombrar un sustituto para Ubanaziel. Ahriel se quedó allí, de pie, sintiéndose agotada de pronto. Contempló a Melbanel mientras se lo llevaban a la casa de sanación y se preguntó qué sería peor, ver morir a un protegido inocente o contemplar cómo su pupila se las arreglaba para destruir el mundo.

—No me olvido de ti, Ahriel —dijo a su espalda la clara voz de Lekaiel, sobresaltándola—. Espero que comprendas que todo esto es en gran parte responsabilidad tuya.

Ahriel se volvió lentamente. Su mirada se encontró con la de los ojos violetas de la Consejera. La sorprendió ver que no había en ellos ira, ni siquiera reproche: sólo dolor y resignación.

—Tomaste una serie de decisiones erróneas con respecto a la educación de tu protegida —prosiguió ella—, y luego no supiste solucionar los problemas que causó. No sólo eso: tu egoísmo y tu obcecación en actuar sólo en provecho propio nos ha conducido a todos al desastre. Un desastre del que ni siquiera Ubanaziel ha sido capaz de escapar. Lamento decir que has demostrado sobradamente ser un peligro no solamente para la sociedad angélica, sino para el mundo entero. Sabes que hacía siglos, puede que milenios, que ningún Consejero tenía que tomar una decisión semejante, y me duele mucho tener que ser yo quien lo haga. Pero deberemos encerrarte, Ahriel; y, cuando todo esto termine, serás juzgada.

Ahriel asintió.

—Lo comprendo, y lo acepto. No opondré resistencia.

Pero Lekaiel negó con la cabeza.

—Me temo que no entiendes la gravedad de la situación, Ahriel. Ha habido otras ocasiones en las que hemos tenido que privar de su libertad a algún ángel enajenado, temporal o definitivamente. No sucede a menudo, pero se conocen casos, especialmente entre aquellos que han debido pasar mucho tiempo entre humanos. Sin embargo, que yo recuerde, jamás...

Parecía que le costaba continuar, y Ahriel la ayudó, con amabilidad:

—... ¿jamás se había ejecutado antes a un ángel?

Ella pareció sorprendida.

—¿Cómo...?

Ahriel sonrió.

—He pasado muchos años en Gorlian, Consejera. He visto demasiados asesinatos y he estado demasiado cerca de la muerte como para que me impresione la posibilidad de ser ejecutada.

—Es... es prematuro hablar de esto antes del juicio...

—Pero no soy una ingenua, Lekaiel. Sé que, si vencemos a los demonios, el Consejo votará a favor de mi ejecución inmediata. Tú lo has dicho, soy un peligro. Y, si el mundo sale de ésta, será un mundo mejor sin mí.

—Eso... lo hará más fácil para todos —dijo ella, a media voz—. Pero lo siento mucho por ti.

Ahriel se encogió de hombros y le devolvió una amarga sonrisa. Recordó todo lo que había perdido: a Marla, a Bran, a su hijo... incluso a Ubanaziel. Pero lo que echaba de menos era todavía más íntimo e intangible: algo, cualquier cosa, que reavivara sus deseos de seguir viviendo.

—No lo sientas —murmuró—. Ya no me queda nada por lo que luchar.

Lekaiel alzó una mano para colocarla sobre el hombro de Ahriel, consoladora. Aquél era el contacto más íntimo que habían tenido jamás.

—También lamento oír eso —dijo—. Créeme.

—Te creo, Lekaiel —sonrió Ahriel.

Los dos ángeles cruzaron una larga mirada, dolorosa, sincera.

Momentos más tarde, cuando los dos guardias regresaron para conducirla a la prisión donde había de ser recluida, Ahriel los siguió, dócilmente, sin una sola palabra de protesta.

X
Enfrentamiento

Shalorak se apoyó sobre la balaustrada del mirador y contempló el crepúsculo rojizo que se abatía sobre la ciudad de Karishia. A sus pies, entre el castillo y las murallas exteriores, millares de almas se ocultaban en sus casas, presas de terror y en el más absoluto silencio. Marla había ordenado cerrar las cinco puertas que daban acceso a la ciudad, y de nada habían servido los gritos y las súplicas de todos los granjeros y campesinos que habían quedado fuera. Shalorak se había encargado de reforzar la muralla con su propio poder, de modo que los pobres desgraciados no habían tenido ninguna oportunidad. Los demonios habían llegado horas antes y habían arrasado con todo lo que se extendía más allá de los muros de Karishia.

Pero no habían entrado en la ciudad.

Los labios del joven se curvaron en una suave sonrisa. Los demonios están obligados a respetar los pactos, eso le había enseñado Fentark. Pobre Fentark.

Los ciudadanos de Karishia no habían aceptado de buena gana el regreso de Marla, pero ahora no quedaba nadie que se atreviera a alzar la voz contra ella. El mundo entero estaba siendo atacado por el ejército más temible que jamás hubiese visto, y sólo los súbditos de Marla, y no todos, se verían a salvo de aquella pesadilla. Se lo agradecerían en el futuro rindiéndole su más fervorosa lealtad. Y, si cuando todo hubiese acabado, aún quedaban siervos sediciosos que sospecharan que era ella la causante de aquella catástrofe, desde luego no olvidarían que no sólo tenía de su parte el poder del mismo infierno, sino que era la única capaz de protegerlos de él. Y lo recordarían en el futuro, noche tras noche, cuando los gritos de agonía de las víctimas de aquel fatídico día resonaran en sus pesadillas. Recordarían que ninguno de ellos había tenido el valor de salir a socorrerlos, que se habían contentado con refugiarse bajo sus camas, temblando, agradeciendo a los dioses que no eran ellos quienes estaban sufriendo aquel horror al otro lado de la muralla. Sintiéndose, al mismo tiempo, avergonzados de que la desgracia ajena les resultara tan espantosamente reconfortante.

«Todos son iguales», pensó Shalorak con desprecio. «Seres débiles, cobardes y mezquinos. Demasiado timoratos como para imponer su voluntad a los demás, y demasiado miserables como para plantar cara por los suyos cuando huelen peligro. No son mejores que las ratas, después de todo.»

Recordó, con desagrado, los días posteriores a la caída de Fentark en Vol-Garios. Había sido culpa de Ahriel, pero Shalorak no le guardaba rencor. Después de todo, el ángel había luchado por su vida y por aquello en lo que creía. No; a quien el joven hechicero se sentía incapaz de perdonar era a todos aquellos a quienes su maestro Fentark había llamado «hermanos». Casi todos ellos habían salido huyendo en desbandada, habían abandonado la Hermandad por la que habían jurado dar la vida, dejando a Marla y a Fentark en el infierno. Apretó los puños, irritado. Había tenido que ser él, el más joven de sus discípulos, y el más prometedor, quien se encargara de volver a levantar todo lo que su maestro había construido; de reunir a los pocos hermanos leales que quedaban; de negociar con Furlaag la liberación de Marla. Y no había sido fácil, por supuesto que no. Pero podía hacerse. La diferencia entre Shalorak y los demás era que él había decidido actuar, en lugar de refugiarse en un rincón oscuro a gimotear y a lamerse patéticamente las heridas. Después de todo lo que había logrado, ninguno de los suyos había osado disputarle el liderazgo de la Hermandad.

Sintió de pronto una presencia tras él, y se volvió para recibir a quien acababa de entrar, y una buena parte de su desprecio hacia la raza humana se esfumó nada más verla. Había muy pocas personas que merecieran los respetos de Shalorak, y Marla era una de ellas.

La contempló, extasiado. Había tomado un baño, devorado una opípara comida y dormido durante horas, y ahora se mostraba ante él, de nuevo vestida con sus ropajes principescos, y tan bella como la recordaba. Las luces del atardecer arrancaban reflejos cobrizos de su larga cabellera, y su boca esbozaba una alentadora sonrisa.

Con todo, los vestigios de la dura prueba sufrida en el infierno aún eran claramente visibles en ella. Shalorak la encontraba demasiado delgada, casi esquelética, y su rostro mostraba unas profundas y oscuras ojeras. Su mirada escondía un destello de terror irracional que probablemente nunca se apagaría del todo. Shalorak se odió a sí mismo, una vez más, por no haber podido rescatarla antes. Se sentía responsable por cada uno de los días que Marla había sufrido en el infierno.

La recibió con una sentida reverencia.

—Bienvenida seáis, mi señora, de vuelta al reino que os pertenece por derecho.

Ella sonrió y avanzó hasta situarse junto a él, en la terraza.

—Gracias, Shalorak. Y, hablando de eso, ¿qué ha sido de mi tío Bargod?

—Prisionero en las mazmorras, como ordenasteis. Aunque sigo pensando que debería ser sacrificado, por vuestra seguridad.

Marla frunció el ceño. No terminaba de acostumbrarse a la peculiar manera de hablar del joven, ni a que utilizara palabras como «sacrificar» en lugar de «ejecutar».

—Ha cuidado bien del reino durante mi ausencia.

—Ha predispuesto a la plebe contra vos, mi reina.

Marla suspiró.

—¿Y qué importa eso? A este paso, pronto ya no me quedarán súbditos a los que gobernar.

—No los necesitáis —replicó Shalorak con fervor; ante la mirada inquisitiva de Marla, añadió—: no os merecen. Deberíais reinar sobre seres leales y esforzados, criaturas perfectas, dignas de serviros, que os adoren como yo os adoro.

Ella se sintió halagada, pero trató de ocultarlo. Con todo, Shalorak reparó en el leve rubor que teñía sus mejillas cuando enarcó una ceja para decir:

—¿Criaturas perfectas? ¿Insinúas que debería reinar sobre los ángeles?

Shalorak no respondió, pero le brindó una enigmática media sonrisa.

—No quiero volver a saber nada de los ángeles —prosiguió Marla—. Ojalá se hubiesen quedado todos en su mundo más allá de las nubes y se hubiesen olvidado de los humanos. Ojalá me hubiesen dejado en paz. Lo único que me alegra de la invasión de los demonios es que van a darles su merecido a esos... esos...

—... Engreídos, severos y estirados tiranos con alas emplumadas —completó él, acentuando su sonrisa.

Hacía ya años que Marla odiaba a los ángeles en general y a Ahriel en particular. Jamás había soportado la rígida y estricta tutela del ángel, y había acabado por cansarse de verla fruncir el ceño ante el mínimo error que cometía. Tras comprender que nunca podría cumplir las expectativas de Ahriel y que tampoco tenía sentido compararse con ella, simplemente se había rendido y había buscado una vía de escape. Con el tiempo, el resentimiento hacia su protectora se había convertido en algo más intenso y profundo. Y Fentark le había ofrecido el poder y la libertad que Ahriel le negaba, abriéndole las puertas a un mundo de infinitas posibilidades. El hecho de poder escabullirse del palacio y aprender a su lado en un rincón secreto donde el ángel no podía encontrarla la hacía sentir independiente y segura de sí misma.

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