Authors: Laura Gallego García
—Veo que ya estáis despierta, mi reina —dijo él, devolviéndola a la realidad.
Marla contempló su oscura figura recortada contra la luz del ventanal, y sonrió de nuevo. Shalorak no precisó más indicaciones. Aunque no era necesario en realidad, volvió a darle la espalda para dejarle más intimidad. Sólo un momento más tarde, ella se reunió con él, envuelta en una larga bata blanca.
—No deberías llamarme así —lo riñó, con suavidad—. Casi todo mi reino está convertido en cenizas y, además, no soy tu soberana. Tú y yo somos iguales.
—Para mí, siempre seréis mi reina —respondió Shalorak con sencillez, besándole fervorosamente la mano.
Ella sonrió tristemente.
—Si me hubieses visto en el infierno...
—Os vi —cortó él, con una tensa nota de dolor en su voz—. Cientos de veces. Furlaag disfrutaba mostrándome vuestra agonía, y yo... —cerró el puño, con rabia—, yo no podía hacer nada por ayudaros...
Conmovida ante la sincera angustia del joven, Marla entrelazó sus dedos con los de él.
—Pero ya estoy aquí. Y todo gracias a ti. Viva y a salvo, aunque ya no sea reina de nada.
—Sois la reina de mi corazón —le aseguró él, con una ardiente mirada—. Y siempre lo seréis.
Marla tragó saliva. Había sido testigo del poder de Shalorak, un poder que no había tardado en superar al de su maestro. Era consciente del desprecio que el joven sentía hacia las personas en general, quizá por no dominar, como él, los secretos de la magia, quizá porque pocos tenían una inteligencia y determinación comparables a las suyas. Pero aquel hechicero, tan poderoso y seguro de si estaba loco por ella.
—Vámonos de aquí —le dijo impulsivamente—. Tú y yo solos. A cualquier otra parte, lejos de todo esto. A ese pequeño paraíso que habías preparado para nosotros.
Shalorak le dedicó una serena sonrisa y una elegante reverencia.
—Vuestros deseos son órdenes para mí, mi señora.
—Aunque... —añadió ella, pero no fue capaz de terminar. Su mirada se había desprendido de los ojos de Shalorak para pasear por la imagen de su reino que le ofrecía el ventanal: una ciudad silenciosa y un horizonte arrasado y yermo.
El joven hechicero leyó en su corazón, como de costumbre.
—Dejadlo todo atrás —la alentó—. Ellos creen que habéis muerto. Son demasiado estúpidos como para apreciar vuestra valía, y no os echarán de menos. Pero —añadió—, si lo que deseáis es recuperar Karish, estoy a vuestro servicio. Ya lo sabéis.
Marla cerró los ojos un momento.
—Lo que quiero hacer... frente a lo que debo hacer —murmuró—. Siempre es igual. Ahriel habría dicho que mis obligaciones no son sólo lo primero, sino lo único que importa. Porque soy una reina y tengo responsabilidades —concluyó, con amargura—. Y siempre ha sido así. ¿Y qué hay de mi vida? ¿De mi felicidad? ¿No tengo derecho a eso?
Shalorak la escuchó con paciencia, pese a que no era la primera vez que ella pronunciaba semejantes palabras.
—Yo aceptaré cualquier decisión que toméis —le dijo, como solía—. Cualquier cosa que hagáis, bien estará. Además... —Se interrumpió de pronto, clavó la mirada en el firmamento y frunció el ceño, preocupado.
—¿Qué...? —empezó Marla, pero calló al ver lo que Shalorak le señalaba.
Una figura, negra y blanca, sobrevolaba los tejados de la ciudad. Sus grandes alas batían el aire alejándolo del castillo en dirección al sol naciente.
—Un ángel —murmuró Shalorak—. No se trata de Ahriel —se apresuró a aclarar, al ver que Marla se había puesto pálida—. Pero, aun así, no es una buena señal. Pase lo que pase en la batalla que Furlaag tiene entre manos, los ángeles no nos olvidarán fácilmente. Ahriel vendrá, tarde o temprano, y entonces...
Marla cerró los ojos un momento. Su frágil felicidad había vuelto a hacerse pedazos.
—Deberíais haberla matado cuando tuvisteis ocasión —le recordó Shalorak con delicadeza.
—Lo he intentado, de veras. Pero no sería capaz de matarla yo misma, así que...
—... Así que siempre se lo dejáis a otros. Pero Ahriel sobrevivió a Gorlian y venció al Devastador, y mientras ella viva, vos no tendréis un instante de paz. Aun así —reiteró, dirigiendo una nueva mirada pensativa a la silueta alada que se alejaba—, sigo sin entender qué hacía ese ángel por aquí. Y me inquieta, mi reina. Temo que no esté solo. Quizá haya venido a acompañar a Ahriel. Quizá ella esté ya en este mismo castillo, buscándoos.
Dio media vuelta, separándose de Marla, con brusquedad. Ella se envolvió aún más en su bata, rogándole con la mirada que no se fuera.
—Confiad en mí —la tranquilizó Shalorak—. Sólo voy a asegurarme de que estáis a salvo. No tardaré.
Y, con un susurro de ropas negras, el hechicero abandonó la alcoba.
—Vaaaya —murmuró Zor, impresionado, mirando a su alrededor.
—Cierra la boca, que te van a entrar moscas —gruñó Mac, pero el chico se sentía incapaz de ignorar las maravillas que había a su alrededor.
Había encontrado absolutamente sorprendente el mundo que se abría más allá de la Fortaleza. Tan grande, tan verde, tan brillante... Aunque Mac y Ubanaziel habían dicho que la devastación producida por los demonios era claramente visible, a Zor seguía pareciéndole un lugar hermoso. Cierto, los caminos estaban bordeados de cadáveres desmembrados, y los pueblos aún ardían en llamas, lanzando negras columnas de humo hacia el firmamento. Era verdad que aquel silencio mortuorio parecía cubrirlo todo... pero el cielo era grandioso, el horizonte no tenía límites y el mar era tan azul... y había tantas criaturas hermosas... bellas de verdad, no pegajosas como los peces del fango, ni contrahechas como los engendros. En su breve vuelo hacia la ciudad de Karishia, Zor había creído que, a diferencia de lo que sucedía en Gorlian, ningún hogar, por cómodo y confortable que fuera, podría compararse a la experiencia de dormir al raso, con aquella inmensa cúpula celeste sobre su cabeza.
Había cambiado de idea al entrar en el palacio de la reina Marla.
Lo había sorprendido el concepto de «ciudad». Jamás habría podido imaginar que pudiesen vivir tantas personas juntas en un mismo sitio. Y todas ellas habitaban en casas sólidas, bien construidas. Zor no podía creerlo. Los habitantes del exterior eran increíblemente hábiles e inteligentes. Allí, hasta la cabana más cochambrosa superaba a los mejores refugios de Gorlian.
Y el palacio... era tan inmenso que, cuando Mac le dijo que allí sólo vivían la reina Marla y sus sirvientes, pensó que le estaba tomando el pelo. Sólo aquel palacio podía dar cobijo a todos los habitantes de Gorlian juntos. Y aún sobraría sitio.
Habían aterrizado en lo alto de una de las torres. No había guardias allí; todo el palacio, en realidad, parecía estar anormalmente desierto. Ubanaziel había adivinado lo ocurrido tras contemplar la ciudad intacta, en contraste con los pueblos arrasados que habían visto por el camino.
—La guardia ha abandonado al rey Bargod —dijo—. Algunos habrán salido a defender los pueblos vecinos, encontrando la muerte en manos de los demonios. Otros han acudido a proteger a sus familias —movió la cabeza, preocupado—. Si Marla y Shalorak están aquí, no habrán encontrado problemas para reducir al rey. Quizá esté ya muerto.
—Nos ocuparemos de eso después —prometió Mac—. Ahora, nuestra prioridad debe ser encontrar a Shalorak.
—Tened mucho cuidado —les aconsejó el ángel—. Ese joven puede reservaros más de una sorpresa.
Se despidieron de él y se quedaron un momento junto a las almenas, observándolo mientras se perdía en el horizonte. Entonces, el Loco Mac se volvió hacia sus compañeros.
—Muy bien, escuchadme atentamente: hemos venido aquí a matar a Shalorak. Dudo mucho que ninguno de vosotros dos haya matado alguna vez a sangre fría. Tal vez en defensa propia, pues Gorlian es un mundo cruel... Pero esto es distinto.
—Yo lo considero defensa propia —replicó Zor, molesto porque Mac parecía tenerlo por un pusilánime—. Ese tal Shalorak por poco nos mata en la Fortaleza, y lo intentaría de nuevo si nos sorprendiera aquí; además, ha abierto las puertas del infierno y ha provocado un gran desastre. Es un tipo peligroso y, si no podemos escondernos de él ni evitarlo de ninguna manera, habrá que matarlo.
Mac miró fijamente a Zor, y comprendió que lo decía en serio. El muchacho podía ser ingenuo y muy impresionable en ciertos aspectos, pero en otros se notaba que era un hijo de Gorlian, y que había crecido en un mundo en el que la única ley era la de la supervivencia.
Zor extrajo su puñal de la vaina. Se lo había hecho su abuelo, mucho tiempo atrás, con un hueso de engendro. El chico recordaba cómo había pasado días enteros afilándolo hasta convertirlo en una hoja mortífera. Y había aprendido a utilizarlo con habilidad, pero también era consciente de que su arma no podía compararse con los puñales y espadas de acero que tenían otros guerreros de Gorlian. Y, aunque Mac le había aplicado el conjuro de disolución, Zor seguía sin tenerlas todas consigo.
Mac lo vio sopesar la daga, dubitativo, y adivinó sus pensamientos.
—Eso podría servirte en Gorlian, y podría incluso valerte contra un hombre armado, si eres lo bastante rápido. Pero vamos a enfrentarnos a un mago, lo cual significa que, probablemente, no tendrás ninguna posibilidad de acercarte a él lo suficiente como para que puedas usarlo —concluyo, con una serie de escandalosas risotadas.
Zor alzó la cabeza, desconcertado, recordando cómo Shalorak había paralizado a dos poderosos ángeles y casi los había matado a él y a Cosa con un hechizo sin necesidad de tenerlos cerca.
—¿Qué se supone que debemos hacer, entonces?
—Cogerlos por sorpresa —respondió Mac—. Shalorak cree que habéis muerto bajo los escombros. Además, probablemente apenas se haya fijado en vosotros, porque cree que no sois rivales para él. Sin embargo, yo desbaraté su magia, y, si me ve, centrará su atención en mí.
—Comprendo —asintió Zor—. Quieres desafiarlo abiertamente mientras nosotros nos mantenemos escondidos. Así, mientras lo distraes, podremos acercarnos por detrás y...
No terminó la frase, pero todos entendieron lo que quería decir.
—Con un poco de suerte, podré derrotarlo yo con el conjuro de disolución —prosiguió Mac—, pero, si me viera en dificultades, tendrías que intervenir tú, muchacho. Recuerda que un ataque físico sólo servirá para nuestros objetivos si lo realizas con ese puñal. ¿De acuerdo?
Zor asintió, muy decidido. Cerró los dedos en torno a la empuñadura de su daga, y sintió que la magia negra que la alimentaba le cosquilleaba en la piel. No encontró que fuera una sensación desagradable, al contrario de lo que le sucedía a Ubanaziel. Zor sólo era medio ángel y, además, había crecido en Gorlian, que respiraba magia negra por los cuatro costados.
Mac se volvió para mirar a Cosa:
—Y tú, ¿cómo estás? —le preguntó.
Parecía que su herida estaba ya casi curada, gracias a los cuidados de Ubanaziel, pero se había dado cuenta de que el engendro no se movía con la agilidad acostumbrada.
—Bbbbinn —respondió ella, dedicándole una sonrisa en la que le mostró una hilera de dientes torcidos. Mac asintió.
—Me alegro —dijo—. Pero, de todos modos, ándate con ojo, ¿me oyes?
Cosa asintió con energía. Mac los contempló a ambos un momento antes de proseguir:
—Vamos a entrar a buscar a Shalorak, pero vosotros debéis ocultaros de él. Si no sabe que estáis aquí, tendremos más oportunidades de derrotarlo.
De modo que ahora estaban allí, recorriendo los pasillos del palacio de Marla, en busca de Shalorak. Al principio, Zor había caminado con cautela y algo de miedo, echando de menos la reconfortante presencia del poderoso Ubanaziel, pero enseguida se había dejado llevar por el asombro ante lo que veía. Todo le llamaba la atención: las vidrieras, las mullidas alfombras, los cuadros, las enormes arañas de cristal...
—Mantente alerta, chaval —le recordó Mac más de una vez—. No hemos venido aquí de excursión.
Zor se obligó a sí mismo a centrarse. Él y Cosa caminaban varios pasos por detrás de Mac, dejando que fuera él quien entrara primero en las habitaciones o torciese las esquinas de los pasillos. A Zor no le gustaba la idea de dejarlo solo en la vanguardia, pero era la única manera de asegurarse de que Shalorak no los descubriese si se topaban casualmente con él.
Sucedió en una amplia galería adornada con los retratos de los antiguos reyes de Karish. Una de sus fachadas daba al exterior, y las ventanas estaban cubiertas con amplios cortinajes de terciopelo. Por eso, Zor y Cosa pudieron ocultarse entre ellos en cuanto oyeron la voz, suave y templada, del joven hechicero:
—Ah, de modo que eras tú.
Mac se puso en tensión y dio un paso atrás. Shalorak lo miró con indiferencia y un cierto desprecio.
—¿Y esto es todo? —preguntó—. ¿El ángel te ha traído a ti solamente para detener a Marla? ¿Dónde está Ahriel?
—Lo último que supe de ella fue que había ido a alertar a los ángeles de la que habéis montado, pimpollo —se burló Mac—. Qué, jugar con magia negra tiene consecuencias imprevistas, ¿eh?
Shalorak le dedicó una fría sonrisa.
—Sé quién eres. Marla me ha hablado de ti. El maestro Karmac, arrojado a Gorlian por tener demasiados escrúpulos. ¿Qué te hace pensar que todo lo que ha sucedido no estaba planeado de antemano?
—¿La invasión de los demonios? —Mac sacudió la cabeza y se le escapó una serie de risotadas convulsivas—. No me hagas reír. Comprendo que Marla estuviera dispuesta a pagar el precio para salvar su miserable pellejo, pero a ti ni te iba ni te venía. Y ninguna mujer vale tanto como para destruir el mundo por ella. Te lo dice alguien que habría roto todos los límites del espacio-tiempo con tal de recuperar a la suya.
Zor, que atendía a la conversación desde su escondite, estudiando la manera de ganarle la espalda a Shalorak, detectó que Cosa se movía a su lado, y la vio trepar en silencio por los cortinajes y encaramarse a la barra que los sostenía. La penumbra disimulaba su presencia, y si Shalorak no alzaba la cabeza, no tenía por qué detectarla. El muchacho inspiró hondo, preocupado. A pesar de que el engendro había ganado una posición un poco más ventajosa, seguía estando demasiado lejos de su enemigo.
—Me aburres —dijo Shalorak—. ¿Para eso has regresado de Gorlian, viejo harapiento y apestoso, para sermonearme? Mis sentimientos por Marla no son asunto tuyo.
—Más respeto, pimpollo, que estás hablando con uno de los grandes maestros de la Hermandad —replicó Mac, ofendido—. Y sí es asunto mío si tu obsesión por esa bruja lleva a la destrucción de mi mundo. Advierte que lo llamo obsesión y no amor, muchacho, porque si tuvieras un mínimo de eso que te atreves a llamar sentimientos, los remordimientos no te dejarían vivir.