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Authors: Laura Gallego García

Alas negras (15 page)

BOOK: Alas negras
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—Ya conoces esa información —replicó el Consejero—. No pretendas hacerme creer que nos has dejado venir hasta aquí sin haber interrogado a Marla al respecto.

El demonio sonrió de nuevo.

—En efecto, sé que todo esto tiene que ver con una bola de cristal —miró a Ahriel cuando lo dijo, pero ella permaneció inalterable—. Una bola de cristal que contiene un mundo en su interior. Ese mundo ha desaparecido y lo estáis buscando... porque el hijo de un ángel ha quedado atrapado en él.

—Esa es una de las razones —respondió Ubanaziel—, pero no la única, ni la más importante. Si fuese un asunto personal, el Consejo Angélico jamás habría aprobado este viaje.

Sin embargo, Furlaag seguía mirando fijamente a Ahriel.

—No sabes quién te acompaña, ¿verdad, Consejero? —dijo—. ¿Te ha contado toda la verdad? ¿Te ha dicho que es una criatura cruel y sanguinaria que ha matado por el simple placer de hacerlo?

Ahriel no pudo evitar estremecerse, y miró a Ubanaziel; pero él no apartaba los ojos del demonio.

—Sí —prosiguió Furlaag—. Lleva el alma teñida en sangre. Una vez, ángel, ella fue como nosotros... y le gustó la experiencia.

Ahriel apretó los dientes. Todo era cierto; en Gorlian había sido una asesina, había disfrutado matando y haciendo daño a otros reclusos. Así se había ganado una reputación y el respeto de todos ellos, pero, ante todo, lo había hecho como venganza por la muerte de Bran, a quien aún echaba muchísimo de menos, todos los días. Y, aunque su sed de sangre se había mitigado tiempo atrás, el dolor causado por aquella pérdida no se había apagado aún. Ahriel intuía que en cualquier momento ese dolor podía volver a reconvertirse en odio, podía volver a conducirla por el camino de la violencia. La herida no estaba curada, ni mucho menos.

Y Furlaag lo sabía. Había llegado a lo más profundo de su alma y había visto más lejos que ningún otro demonio.

—Quizá quieras quedarse en el infierno, con nosotros —le dijo el demonio, sonriendo—. Con los que somos como tú. El odio, el deseo de venganza, la sed de sangre... no son cualidades muy angélicas, ¿verdad?

—Estás gastando saliva inútilmente —comentó Ubanaziel, volviendo a atraer la atención del demonio, ante el alivio de Ahriel—. Estamos aquí para interrogar a Marla y no vamos a discutir sobre ningún otro asunto. Y, volviendo al tema que estábamos tratando, no veo en qué puede beneficiarte la información que buscamos. Nos limitaremos a preguntarle al respecto y después nos marcharemos. Créeme: no tenemos ninguna intención de arrebatártela...

—¡No! —lo interrumpió un grito desgarrado.

Ángeles y demonios miraron, sorprendidos, a Marla, que se revolvía a los pies de Furlaag, con desesperación.

—¡No les diré nada! —chilló ella—. ¡No hablaré, a menos que me lleven con ellos!

Furlaag pareció desconcertado un momento. Después se echó a reír, y todos los demonios lo secundaron.

—La humana no es tonta, ¿eh? —dijo—. Sabe lo que le conviene. No va a hablar a cambio de nada, y es evidente que yo no os la voy a regalar.

—No la queremos —dijo Ubanaziel—. En nuestro mundo no ha dado más que problemas, y nadie la echa de menos.

Eran unas palabras duras, y Ahriel vio cómo Marla se encogía al escucharlas. Sin embargo, sacó fuerzas para alzar la cabeza y volver a gritar:

—¡Os ayudaré! ¡Os diré todo lo que queréis saber si me sacáis de aquí! ¡Ahriel! —llamó, tendiendo las manos hacia ella—. ¡Por favor!

Ahriel quiso sostenerle la mirada, pero no fue capaz. Desvió la cabeza hacia un lado para romper el contacto visual. Sin embargo, Marla no bajó los brazos. Furlaag la contemplaba, divertido.

—Ya la habéis oído —dijo, encogiéndose de hombros con un suspiro teatral—: no hablará, a no ser que os la llevéis con vosotros. No pongas esa cara, Ubanaziel: en el fondo, es lo que la dama está deseando, ¿no? Ella sabe que cualquiera puede cometer errores... cualquiera... Y lo sabe por experiencia, ¿verdad?

En realidad, el rostro de Ahriel seguía impasible, pero su corazón latía con fuerza, y descubrió que, en efecto, quería rescatar a Marla de allí. Encerrarla en prisión, tal vez, ponerla a disposición de la justicia angélica, pero no permitir que pasara el resto de su vida en el infierno. Como Furlaag había dicho, podía ser una vida muy larga. Los demonios se asegurarían de ello.

Ubanaziel dejó escapar un leve suspiro resignado.

—Muy bien, Furlaag. ¿Qué es lo que quieres por ella?

Los ojos amarillos del demonio relucieron, divertidos.

—Un poco de espectáculo solamente. Una buena pelea, como las de antes, ¿recuerdas? Hace mucho que no se ve ninguna por aquí.

Por primera vez, el rostro inalterable de Ubanaziel se deformó en un rictus de rabia, pero fue tan fugaz que Ahriel pensó que lo había imaginado.

—Una pelea —repitió—. Veo que el infierno continúa fiel a sus tradiciones. ¿Y cuál es el trato?

Furlaag rió, y con él, todo el auditorio. Sin contestar a la pregunta, bramó:

—¡Vultarog!

Y todos los demonios rugieron y golpearon sus asientos de roca, mostrando su conformidad. Entonces, una enorme sombra se alzó entre la neblina y avanzó hasta detenerse junto al trono de Furlaag.

Era el demonio más grande que Ahriel había visto nunca. Le sacaba varias cabezas a Ubanaziel, tenía cuatro brazos anchos como troncos, una larga y sinuosa cola y una cabeza erizada de espinas. Sus ojillos rojos relucían, sedientos de sangre, cuando gruñó a los ángeles y les mostró una boca plagada de colmillos.

—Vultarog es nuestro campeón —proclamó Furlaag, satisfecho—. Ubanaziel lo recuerda. ¿Verdad que sí?

—Quizá —respondió el Consejero con indiferencia; pero Ahriel notó que temblaba levemente.

Furlaag volvió a reír.

—Como en los viejos tiempos —proclamó—. Ángel contra demonio. Si cae mi campeón, os llevaréis a mi esclava.

—¿Y si gana él? —quiso saber Ubanaziel.

—En tal caso, deberás quedarte con nosotros... para siempre. Es una oferta generosa —añadió Furlaag, sonriendo—. He dejado fuera del premio a la dama —señaló, haciendo una breve inclinación hacia Ahriel—. Y eso que ha demostrado en el pasado tener una cierta... afinidad con nosotros.

Los demonios seguían bramando, ansiosos de contemplar la pelea. Ahriel pasó por alto las últimas palabras de Furlaag y se volvió hacia su compañero con urgencia.

—Ubanaziel... —susurró, pero él no la escuchaba.

—A muerte, imagino —dijo.

—Naturalmente —asintió Furlaag—. Veo que recuerdas bien nuestras normas.

—No podría haberlas olvidado —masculló el ángel, pero sólo Ahriel lo oyó—. Muy bien —añadió, alzando la voz—. Lucharemos a muerte: si venzo yo, saldremos los tres del infierno, incluida Marla. Si caigo, Marla y yo nos quedaremos, pero Ahriel se irá. ¿Es correcto?

—¡Ubanaziel, no! —exclamó Ahriel, incapaz de permanecer más rato callada—. ¡Tiene que haber otra manera!

—No la hay —aseguró el ángel—. Estamos en el infierno, y aquí se juega según sus normas. ¿Es correcto? —volvió a preguntar.

Vultarog volvió a bramar, y se golpeó el pecho con dos brazos, mientras que con los otros dos enarbolaba una inmensa hacha doble, que volteó en el aire con pericia. Los demonios lo aclamaron, enardecidos.

Furlaag alzó la mano, y la multitud calló para escuchar lo que tenía que decir.

—Es correcto —asintió, pero detuvo a Ubanaziel con un gesto cuando éste desenvainaba su propia espada—, salvo por un detalle. Tú no lucharás. Lo hará ella —añadió, señalando a Ahriel con un dedo ganchudo. Los de la otra mano se enredaban en el cabello rojo de Marla—. Por la libertad de tu protegida, ángel. ¿No juraste una vez que la defenderías con tu propia vida?

—Eso fue hace mucho tiempo —gruñó ella—, pero lucharé. Por la libertad de los presos de Gorlian —declaró, clavando una larga mirada en Marla.

—Un momento —interrumpió Ubanaziel—. Esto no es justo. Es su primera pelea en el infierno.

Furlaag rió a carcajadas.

—¿Justo? —repitió—. ¿Quién ha hablado de justicia? Estás en el infierno, ángel. Aquí no existe eso que vosotros llamáis justicia.

—Quiero ser yo quien luche contra tu campeón, Furlaag —insistió el Consejero—. Déjala fuera de esto.

Los demonios lo abuchearon. Ahriel advirtió que Ubanaziel temblaba, como si detrás de las condiciones de Furlaag hubiera una trampa que sólo él era capaz de ver.

—Soy yo quien decide las reglas —le recordó el demonio, desdeñoso—. O aceptáis mis condiciones, o podéis marcharos del infierno... sin Marla... y sin esa bola de cristal que estáis buscando.

Ahriel rechinó los dientes.

—Sea —aceptó en voz alta, y los demonios bramaron, encantados.

—Espera, Ahriel —la detuvo Ubanaziel—. No sabes lo que haces.

Pero ella clavó en él una larga mirada, límpida y profunda.

—¿Tenemos otra opción?

Ubanaziel abrió la boca para responder, pero no encontró argumentos. Y eso, lejos de satisfacer a Ahriel, la preocupó. Hacía un rato que había notado que su compañero había perdido el aplomo inicial.

—¿Y tú? —le preguntó en voz baja—. ¿Qué te pasa a ti? ¿Qué es lo que no me has contado?

El Consejero apretó los dientes y sacudió la cabeza.

—No es momento para recordar batallas del pasado —murmuró, y Ahriel se aproximó más a él para escuchar mejor sus palabras entre los bramidos de los demonios—. Creo que cometes un gran error, Ahriel. Creo que hemos perdido la negociación, y que deberíamos marcharnos sin esa bola de cristal, porque el precio que piden por ella es demasiado alto. Pero, si has decidido luchar, no puedo detenerte.

Ahriel inclinó la cabeza.

—Gracias...

—No me las des —cortó Ubanaziel con brusquedad, y ella advirtió, sorprendida, un destello de sufrimiento en sus ojos negros—. No las merezco. Debería obligarte a abandonar, y si tuviera un mínimo de decencia, créeme, lo haría. Porque no tienes idea...

—Eso ya lo has dicho —interrumpió ella, impaciente—. Me has forzado a hablar de mi pasado, pero tú no quieres hablar del tuyo, así que acabemos de una vez. Oblígame, si crees que puedes, a abandonar el infierno sin luchar. Pero no trates de convencerme por las buenas, porque no estoy ya segura de tener razones para confiar en ti.

Ubanaziel acusó el golpe, pero se recobró y asintió con aplomo.

—Sea —dijo—. Pero ten cuidado. Mucho, mucho cuidado.

Ahriel no respondió. Le dio la espalda y encaró a Vultarog, bastante segura de sí misma. Los demonios bramaron, y su campeón lanzó un largo y profundo grito de guerra. Seguía enarbolando la doble hacha, pero ahora, además, sostenía una pesada maza en su tercera mano, y volteaba un enorme mangual con la cuarta. Sin embargo, Ahriel no tenía miedo. La inquietaba más la aprensión de Ubanaziel que la inminente pelea. En Gorlian había luchado contra engendros el doble de grandes que aquel demonio, con garras y colmillos que hacían que las tres armas de Vultarog pareciesen juguetes en comparación.

—No voy a marcharme —oyó murmurar a Ubanaziel, a sus espaldas—. Estaré aquí, pase lo que pase. No te abandonaré.

Ahriel pensó que era un comentario extraño, viniendo de él, y eso la preocupó todavía más. El Consejero no se estaba comportando como de costumbre... ¿desde cuándo? Había aguantado, impasible, el escrutinio de los demonios y las acusaciones de Furlaag. Incluso la noticia de que debía jugarse la libertad de Marla en una pelea. No; lo que le había hecho perder la calma había sido la idea de que Ahriel debía luchar en su lugar.

¿Temía por su vida? No parecía propio de Ubanaziel dudar de su capacidad como guerrera. De ser así, habría estado preocupado desde el principio.

Pero no tuvo tiempo de seguir pensando en ello. Desenvainó su espada, y Furlaag anunció, con voz potente:

—Que comience la pelea.

Ahriel trató de ignorar el clamor de la multitud de demonios, y se esforzó por centrar al máximo sus sentidos, por no permitir que la niebla roja la cegara ni que el olor la distrajera.

Vultarog gruñó, haciendo rechinar todos los dientes. Ahriel no le respondió; se limitó a seguir mirándolo fijamente, seria y serena, y concentrada al máximo, dadas las circunstancias. El demonio se arrojó sobre ella, con un bramido, alzando el hacha sobre su cabeza. Ahriel lo esquivó con habilidad y lanzó una estocada hacia el pecho de la criatura; pero la hoja de su espada chocó contra la maza, y aún tuvo que hacer un quiebro brusco para esquivar un golpe del mangual. Se retiró un poco para analizar la situación. Era obvio que no iba a ser tan sencillo como había previsto. Su cuerpo, entrenado desde muy joven en la batalla, reaccionaba instintivamente con los movimientos que había empleado siempre en aquel tipo de duelos. Si el enemigo alzaba el arma por encima de su cabeza, dejaba el pecho desprotegido. Pero, naturalmente, y como acababa de comprobar, aquello no funcionaba con enemigos con más de un par de brazos.

El demonio chasqueó la lengua, entre risitas desagradables. Parecía bastante seguro de que el ángel no tenía nada que hacer contra él. Ahriel anotó mentalmente el dato; podría serle de utilidad.

Vultarog hizo amago de atacar de nuevo, y Ahriel retrocedió con agilidad. El demonio sonrió y la estudió con atención. No parecía dudar de su victoria, pero el ángel advirtió que estaba calibrando la mejor forma de llevarla a cabo. Los dos rivales se observaron mutuamente, dando vueltas en círculo. Los espectadores rugieron con impaciencia.

Entonces, el demonio atacó, y esta vez de verdad. Ahriel alzó la espada para detener el golpe del hacha, y al mismo tiempo dio un salto hacia atrás, batiendo las alas, lo que la impulsó lejos de su rival. Los demonios la abuchearon.

Vultarog avanzó de nuevo, con rapidez, sorprendiendo al ángel, que lo había imaginado mucho más lento. Ahriel sólo pudo, nuevamente, retroceder para esquivar sus armas, y se maldijo por ello. Tomando la iniciativa, lanzó un ataque, encadenando varios golpes seguidos, y obligó a Vultarog a detenerla y a echarse hacia atrás para esquivar el letal filo de su espada. El auditorio bramó, mostrando su aprobación. Envalentonada, descargó un nuevo golpe, pero el demonio detuvo su espada con uno de los filos del hacha, y la empujó con tanta fuerza que Ahriel, cogida por sorpresa, perdió el equilibrio y cayó de espaldas. Se echó hacia un lado en el preciso momento en que el hacha caía sobre ella, y se puso en pie de un salto. Reculó, observando a su rival con precaución y más respeto. Tenía que encontrar un punto débil, un lugar vital donde clavar su espada para que aquella criatura no volviera a levantarse. Pero sus cuatro brazos armados constituían no sólo una amenaza manifiesta, sino una defensa casi perfecta. Su única oportunidad, comprendió, era ganarle la espalda.

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