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Authors: Laura Gallego García

Alas negras (18 page)

BOOK: Alas negras
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Zor quedó bastante decepcionado. Durante todo el viaje, Cosa no había dejado de parlotear acerca del día en que había despertado en Gorlian. Para ella, que no comprendía cómo ni por qué había llegado hasta allí, aquel era un lugar mágico, místico, donde todo era posible; pero Zor no lo vio muy diferente al resto de la Cordillera: un paisaje yermo y pedregoso, donde el viento soplaba con furia, colándose por entre los retorcidos picachos de roca.

—¿Seguro que es aquí? —preguntó.

Cosa asintió con energía, y después echó a correr entre las rocas. Zor la siguió, esforzándose por encontrar en aquel lugar cualquier detalle que le indicase que allí existía alguna clase de puerta mágica capaz de conducirle lejos de Gorlian.

Pero no vio nada. Se detuvo un momento y alzó la cabeza para abarcar con la mirada los picos de las montañas. Se preguntó si la «Cueva Seca» de Cosa estaría en alguno de ellos. Ella había insistido en que aquel hogar que había perdido se hallaba muy lejos de allí, y que no estaba en Gorlian, pero quizá se equivocaba, y el lugar donde nacían los engendros no era más que una caverna escondida en la Cordillera. Tal vez sólo se podía llegar hasta ella volando, y por eso nadie la había alcanzado todavía. Nadie salvo, quizá, la Reina de la Ciénaga.

Aquélla que tal vez fuera su madre.

—¿Seguro que no recuerdas nada más? —le preguntó a Cosa, aún con la vista clavada en las alturas.

—Recuerdo muchas cosas —le respondió una voz chillona, sobresaltándolo—, pero no tantas como las que he olvidado, y las que no he olvidado las recuerdo de forma tan difusa que no estoy seguro de si las recuerdo o las he soñado.

Zor se volvió a todos lados, alerta. Descubrió entonces a un hombrecillo encaramado a una roca, que lo observaba con un brillo de salvaje curiosidad en la mirada. Rápidamente, se envolvió todavía más en su capa, sujetándola bien para que el viento no la sacudiese.

—Atrapado como un pez en una pecera, ¿eh? —dijo el desconocido.

El muchacho retrocedió un par de pasos, mientras dirigía fugaces miradas alrededor, buscando a Cosa. Pero ella había desaparecido. Muy probablemente, había descubierto antes que él la presencia del hombre y se había ocultado entre las rocas para que no la viera.

—¿Quién eres? —preguntó, para ganar tiempo.

El otro le respondió con una carcajada estridente.

—¿Quién soy? —repitió—. Otro pez. La pecera se nos está quedando pequeña, ¿verdad? ¿Tú también echas de menos el mar, chaval?

Zor no sabía lo que era una pecera, ni tampoco el mar.

—No sé de qué hablas —respondió, dando otro paso atrás y llevándose la mano al cuchillo que tenía prendido en el cinto; el hombre parecía amigable, pero había algo en la expresión de su rostro que le producía una cierta inquietud.

—Oh, oh, es aún mejor de lo que pensaba —se rió el desconocido—. Un alevín nacido en cautividad. Quieres escapar, ¿verdad? ¿Quién te ha hablado del mundo que hay fuera de la pecera? ¿Crees que puedes salir por donde otros han entrado? No puedes, pequeño, no puedes. No, a menos que seas un ave.

—Será mejor que me vaya —dijo Zor, nervioso. Pero el hombre dio un salto desde la roca y aterrizó en el suelo, ante él.

—¿Ya te rindes? —dijo, con una sonrisa en la que enseñó dos hileras de dientes oscuros y torcidos—. No has cavado un túnel ni robado unas alas; no has subido a todas las montañas ni dado la vuelta al mundo. No eres como yo. Soy el único que sigue intentándolo, y el único que sabe por qué es imposible.

Zor lo miró con más atención cuando mencionó las alas. Todos los habitantes de Gorlian eran greñudos y harapientos, pero éste los superaba a todos. Su mal olor, desagradable incluso para aquellos acostumbrados al hedor de la Ciénaga, dejaba patente que no se molestaba en bañarse ni siquiera en los charcos de agua fangosa. Con todo, lo más inquietante era su mirada extraviada y su salvaje sonrisa.

—Sé quién eres —murmuró el muchacho, recordando de pronto las historias de su abuelo—. Eres el Loco Mac.

El se rió como un demente, confirmando sus sospechas.

—El Loco Mac, Mac el Loco, el chiflado, el necio, así me llaman —dijo—. Y tú eres un listillo, como todos los demás.

Zor sonrió, algo incómodo. Su abuelo le había contado que, mucho tiempo atrás, el Loco Mac había capturado a un engendro alado y había sobrevolado Gorlian montado sobre su lomo. Cuando regresó, había perdido el juicio y decía cosas sin sentido. Por lo general no era peligroso, pero a veces sufría bruscos cambios de humor que lo llevaban a atacar a las personas sin motivo aparente.

La primera vez que había escuchado aquella historia, Zor se había preguntado qué habría visto aquel hombre durante su vuelo, que lo había alterado hasta el punto de volverlo loco. Con el tiempo, había llegado a pensar que aquél no era más que un cuento que se había inventado su abuelo para impedir que volase demasiado lejos de casa.

Pero era real. Allí estaba el Loco Mac y, si era cierta o no la historia de la captura del engendro, Zor no podía saberlo.

Entonces recordó otra cosa que su abuelo había dicho al respecto, y miró al hombrecillo con cierta suspicacia.

—Un momento —dijo—. Se supone que el Loco Mac está muerto.

El viejo se irguió para contemplarlo como si fuera un insecto desagradable.

—¿Muerto? ¿Muerto? —repitió en voz alta—. ¿Quién ha dicho eso, si puede saberse?

—Mi... mi abuelo lo dijo —balbuceó Zor, inquieto ante la súbita agitación de su interlocutor—. Que al Loco Mac lo devoró un engendro hace años. Es lo que se cuenta... por ahí.

—¡Por ahí! ¡Bah! ¿Qué sabrán ellos? ¡El Loco Mac se muda a la otra punta de la Cordillera y ya lo dan por muerto! ¡Inaceptable!

—Entonces, ¿fingiste tu muerte para ir a vivir a otro sitio? —preguntó Zor, recordando la historia del viejo Dag.

—¡Fingir mi muerte! —chilló el Loco Mac—. ¿Para qué tomarse tantas molestias? En esta miserable pecera basta con que uno se vaya sin avisar para que todo el mundo se figure que acabó en la panza de un engendro cualquiera. ¡Bah! —resopló, molesto—. ¡Idiotas sin seso!

Si no era el Loco Mac, desde luego se parecía bastante a lo que contaban las historias y, en tal caso, podía ser peligroso, pensó Zor. Sin embargo, el hombre había mencionado algo acerca de «robar unas alas», y todo lo que tuviese que ver con alas le llamaba poderosamente la atención.

—¿Es verdad que robaste unas alas? —le preguntó, y la sonrisa de Mac se amplió.

—Oh, sí, unas alas para llegar al cielo y escapar de aquí —dijo—, pero no se puede, no se puede salir de Gorlian por ahí arriba, aunque tengas alas.

—Dicen que la Reina de la Ciénaga se ha marchado —respondió Zor—. Ella tenía alas.

—Ah, la Reina —suspiró Mac—. La bella Ahriel Alas Rotas. Si escapó volando no podría decirlo, porque el cielo abierto no es un cielo abierto aquí en Gorlian, ¿me entiendes, muchacho? No podrías volar tan alto como desees. Nadie puede. Ni siquiera ella.

Zor lo miró con curiosidad. Nunca se lo había planteado. En sus excursiones había volado muy alto, pero no se había preguntado hasta dónde podía llegar. Había supuesto que el cielo, a diferencia de la tierra, era infinito.

—¿Dices que el cielo se acaba en alguna parte? —dijo, levantando la cabeza para mirar a lo alto—. No lo parece. Mi abuelo siempre decía que, aunque parezcan pequeños, el sol, la luna y las estrellas son inmensos, y están tan lejos que nadie podría alcanzarlos.

—No en Gorlian, pequeño, no en Gorlian. En esta maldita pecera, los astros son tan minúsculos como lentejas, y están al alcance de cualquiera que sepa volar —añadió, alzando una mano hacia el sol, como si quisiera atraparlo entre sus dedos—. Yo me acerqué lo suficiente como para tostarme las cejas, chaval, y llevo años diciendo que ese sol tan deslumbrante que veis ahí arriba no es más que una bola de luz del tamaño de un guisante.

—¿Del tamaño de un guisante? —repitió Zor, sin comprender.

—Sí, porque nosotros, pececillo, todos nosotros, somos enanos, ¿me entiendes? Nos han encogido para encerrarnos aquí dentro, no somos más que hormigas en un hormiguero de cristal, pulgas en un maldito espectáculo, cruel y absurdo.

A medida que hablaba, el Loco Mac se alteraba más y más, haciendo aspavientos y hablando cada vez más alto, y sus ojos relucían con un brillo de salvaje locura. Asustado, Zor dio otro paso atrás.

—Muy... interesante—tartamudeó.

—Tú también piensas que estoy chiflado, ¿verdad? —dijo el Loco Mac, con una estridente carcajada—. Piensas que me lo he inventado... Necio. Necios, necios todos. No sabéis que ellos nos observan desde ahí arriba, que ven todo lo que hacemos... nos vigilan, nos espían, ¡y vosotros ni siquiera queréis creer que están allí! ¡Necios! —escupió.

—Bueno... encantado de conocerte —se apresuró a interrumpirle Zor—. He de irme...

—¿Y a dónde vas a ir, pececillo? No hay ningún lugar a donde ir en esta maldita jaula de cristal, ya te lo he dicho. ¡Pero nadie quiere escucharme!

Zor ya se arrepentía de haberle dado conversación. El Loco Mac estaba fuera de sí y, cuando saltó de su atalaya y avanzó hacia él, farfullando incoherencias y con la mirada extraviada, el muchacho, sobresaltado, se alejó de él, con tan mala fortuna que soltó la capa y ésta aleteó, sacudida por el viento. Zor sólo se dio cuenta al ver que el Loco Mac se detenía y lo miraba, atónito. Se apresuró a cubrirse de nuevo con la capa, pero el hombre ya lo había visto.

—¡Alas! —exclamó—. ¡Puedes volar!

—No, en realidad... —empezó Zor, pero no pudo terminar porque, de pronto, el loco se lanzó sobre él, con un agudo chillido, y lo hizo caer al suelo.

El chico jadeó y trató de desembarazarse de él, pero Mac lo golpeaba incesantemente con una mano, mientras que con la otra tiraba de su ala derecha, como si tratase de arrancársela, a la vez que gritaba:

—¡Dámelas! ¡Dámelas! ¡Dámelas!

Rodaron por el suelo, mientras Zor luchaba por quitárselo de encima, y el Loco Mac seguía chillando y golpeándolo. Y justo cuando el muchacho, aturdido por un puñetazo que le había acertado en la barbilla, estaba a punto de desvanecerse, una sombra veloz se arrojó sobre ellos, empujando a Mac lejos de él, y permitiéndole respirar.

Zor parpadeó y se incorporó, con dificultad. Asombrado, vio cómo el Loco Mac forcejeaba contra Cosa, que era quien había acudido al rescate. Ella no parecía muy ducha en peleas, pero se las arregló para agarrar del pelo a su oponente y hacerlo aullar de dolor cuando se colgó, literalmente, de sus sucias greñas grises. El Loco Mac, furioso, le dio un golpe que la lanzó lejos de él. Cosa, sin embargo, no se amilanó. Sacudió la cabeza para despejarse y se agachó, cogiendo impulso para saltar de nuevo sobre el Loco Mac. Pero no llegó a hacerlo, porque, de pronto, sucedió algo extraño: cuando Cosa clavó la mirada en su oponente, su expresión beligerante se transformó, primero, en un gesto de extrañeza, y, finalmente, en una mueca compungida. Dejó escapar una especie de sollozo gutural y, en lugar de atacar, se echó de bruces ante el Loco Mac.

—¡Ammmu! —gimió, desconsolada—. ¡Ammu, pppard-dunna Cccsa!

El Loco Mac entornó los ojos con suspicacia, pero el engendro seguía gimoteando a sus pies.

—¡Iu nnnu qquría! ¡Iu nnnu sabbbía! ¡Pppardddúnna-mmmi, Ammmu Kkkkarmmacc!

El rostro del Loco Mac se transfiguró en una genuina expresión de asombro.

—Karmac —repitió—. Hacía mucho, mucho tiempo que nadie me llamaba así. ¿Te conozco, criatura?

Cosa levantó su feo rostro, sucio y congestionado por el llanto, hacia él.

—Iu Ccssa —dijo, con un hilo de voz que parecía más una súplica que una afirmación.

El Loco Mac se inclinó para mirarla con atención.

—¡Por todos los dioses! —exclamó—. ¡Si eres la cosa de Fentark!

Cosa asintió, casi con desesperación.

—¡Ammmu Fffinnntarkkk, ssí! ¿Dddúnnndde?

El hombre sonrió, y esta vez lo hizo con una mezcla de melancolía y simpatía, y sin el menor asomo de demencia en sus ojos.

—Ojalá lo supiera, pequeña —dijo, acariciándole el pelo con cierta ternura.

Cosa no debía de estar muy acostumbrada a recibir gestos amables por parte de aquel humano al que había llamado «Amo Karmac», porque dio un respingo y se echó de bruces otra vez, temblando.

—No tengas miedo —dijo el Loco Mac con dulzura—. No voy a hacerte daño. Demasiado daño hemos causado ya.

Cosa alzó la cabeza, sin dar crédito a lo que oía. Seguía mirándolo con una mezcla de temor y veneración, y esta última se hizo aún más intensa con las palabras del hombre.

—Ammmu bbbunnno —aseguró, con una sonrisa vacilante.

Por el rostro del Loco Mac cruzó una amarga sombra de tristeza.

—No, hija, no lo soy. Pero ya es demasiado tarde para lamentarse por eso.

Alargó la mano para acariciar de nuevo a Cosa, pero ella la atrapó y la cubrió de besos babeantes. Al Loco Mac, sin embargo, no pareció importarle, pues no retiró la mano, y hasta sonrió al engendro con simpatía.

Zor los contemplaba a ambos, atónito. No entendía qué estaba sucediendo allí, pero una cosa sí parecía estar clara:

—¿Vosotros dos... os conocíais? —preguntó, boquiabierto. Cosa le había contado que no había hablado con nadie desde su llegada hasta su encuentro con Zor, y, de todos modos, ella no llamaba Amos a todos los humanos en general; sólo a aquéllos con los que había convivido en la «Cueva Seca». Se los había descrito como seres sabios y poderosos; nada parecido al sucio y greñudo individuo que acababa de conocer.

El Loco Mac alzó la cabeza hacia él y le sonrió con cansancio.

—Esta criatura era la... mascota, por así decirlo, de un hombre a quien conocí hace tiempo —explicó—. El nunca la trató bien, pero no pensé que acabaría abandonándola en Gorlian, como hizo con todos los demás. Porque ella... bueno, era diferente a todos los demás.

Zor asintió.

—Te refieres a todos los demás engendros —dijo—. Sí que es distinta. Es buena y lista. No como los otros.

—Buena y lista —repitió el Loco Mac, sonriendo a Cosa, que parpadeó, sin poder creerse que estuviera hablando de ella. Cuando lo asimiló, enrojeció y, temblando de gozo, volvió a cubrir de besos la mano del hombre.

Zor se quedó mirándolos, todavía sin entender del todo lo que estaba pasando. El Loco Mac ya no parecía tan loco.

—Ella dice... —vaciló un momento, y después inspiró hondo y continuó—, dice que no pertenece a Gorlian. Que vino de otro sitio.

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