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Authors: Laura Gallego García

Alas negras (17 page)

BOOK: Alas negras
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»Sin embargo, yo no me conformé con verlos huir, y los seguí hasta el mismo infierno para matar a Vartak... obligando a mi compañero, Naradel, a acompañarme.

Calló de nuevo, y Ahriel inspiró hondo, adivinando cómo seguiría la historia.

—No tuvimos ninguna oportunidad. Fui capturado por los demonios, por el mismo Vartak, y Naradel acudió a rescatarme. Y Vartak lo obligó a pelear, ante cientos de demonios, para salvar mi vida. Escogió a su campeón más poderoso para aquella pelea, ese Vultarog al que has derrotado hoy. El trato era que, si Naradel vencía, me dejaría en libertad... pero sólo a mí: él tendría que quedarse. Y eso sólo si vencía. Si Vultarog lo derrotaba, nos matarían a los dos. Hiciera lo que hiciese, Naradel estaba condenado, pero aun así aceptó pelear.

»La pelea fue eterna, y estoy convencido de que los demonios hicieron trampa. Porque de pronto, sin ninguna razón aparente, Naradel tropezó y cayó al suelo. Su rival no aprovechó para rematarlo entonces, al contrario. Lo inmovilizó y comenzó a torturarlo lenta y cruelmente.

Se le quebró la voz. Ahriel se estremeció.

—Te obligaron a mirar —murmuró.

Ubanaziel asintió.

—Desde el principio. Todavía recuerdo las carcajadas de Vartak mientras su esbirro le arrancaba las plumas de las alas a Naradel, una por una. Después, se las cortaron, y él seguía vivo y consciente cuando lo hicieron —cerró los ojos, con una mueca de dolor—. Sus gritos aún resuenan en mis peores pesadillas.

—¿Y qué pasó entonces? —se atrevió a preguntar Ahriel.

—Me enfurecí y logré librarme de mis captores, que estaban entretenidos con su espectáculo —pronunció la palabra con amargura y repugnancia—. Recuperé mi arma y maté a Vartak a traición, pero no pude salvar a Naradel. Ni siquiera lo intenté. Escapé volando y lo dejé allí... Y regresé a Aleian de milagro. Pero lo dejé atrás, Ahriel, y eso es algo que jamás me he perdonado.

—No podrías haber hecho otra cosa —dijo ella, impresionada—. Y, si él aceptó pelear, fue porque quería que tú salieras con vida de allí.

Ubanaziel sacudió la cabeza.

—El Consejo me consideró un héroe por haber acabado con la amenaza —prosiguió—, y honraron a Naradel junto con todos los demás caídos en aquella guerra. Pero nunca confesé a nadie la verdad: que lo había abandonado, como una rata cobarde. Que no merezco el puesto en el Consejo que me ofrecieron después, y que me vi obligado a aceptar.

—¿Por qué lo aceptaste, si no te consideras digno de él? —inquirió Ahriel, con suavidad.

—Porque era la única forma de asegurarme de que no volveríamos a repetir los errores del pasado. De que ningún otro ángel abriría nunca la puerta del infierno. Y por eso te he acompañado: porque sabía que lo harías de todos modos, con nuestro permiso, o sin él.

Ahriel calló. Ubanaziel se incorporó un poco, y su rostro volvía a ser de piedra cuando dijo:

—Ahora ya lo sabes. Ya sabes por qué me comporté de forma tan extraña ante Furlaag. No esperaba que tuviera una relación tan estrecha con Vartak, ni tampoco que nadie me recordara. Y ahora comprendes que no ha sido casual que él te obligara a pelear contra ese demonio. Lo hizo a propósito para obligarme a revivir aquella pesadilla. ¿Te sientes mejor ahora?

—No —reconoció Ahriel, compungida—. Pero gracias por contármelo. Lo siento mucho.

—Y también sabes —añadió él— por qué te dije que te comprendía muy bien. También yo sé lo que es abandonar a alguien, dejarlo atrás... y perderlo. Pero yo lo viví hace mucho tiempo, y tu herida, en cambio, es mucho más reciente. Y sé lo que se siente: la furia, el odio, el dolor, la impotencia... cosas que la mayoría de los ángeles jamás han experimentado. Yo pasé por todo ello, y sé lo destructivos que pueden llegar a ser esos sentimientos si se canalizan mal.

—Entiendo —murmuró ella.

Ubanaziel volvió la cabeza hacia Marla, que abría los ojos lentamente. La mantuvieron echada cuando se incorporó, con un grito, tratando de escapar de un peligro invisible.

—Tranquila, Marla —dijo el Consejero—. Todo está bien. Te hemos sacado del infierno.

Los ojos castaños de Marla se abrieron de par en par, incrédulos. Miró a Ubanaziel, y luego a Ahriel.

—A cambio de información —le recordó ella, con cierta dureza—. Hemos cumplido nuestra parte del trato, y ahora te toca cumplir a ti. ¿Dónde está Gorlian?

Poco a poco, Marla pareció volver a la realidad. Miró a los ángeles de nuevo.

—Cumpliré lo pactado —dijo, con voz temblorosa—, lo prometo. Pero, por favor, no me llevéis con ellos otra vez... no me entreguéis a los demonios...

—¿Dónde está Gorlian, Marla? —insistió Ahriel.

Ella inspiró hondo, tratando de calmarse.

—En la Fortaleza —murmuró.

—¿La Fortaleza? —repitió el ángel, frunciendo el ceño—. ¿Te refieres al castillo de Karishia? Ya lo he registrado de arriba abajo, y allí no hay...

—No, no, no —cortó ella. Le entró un ataque de tos y su débil y escuálido cuerpo se convulsionó con violencia—. La Fortaleza Negra. La sede de la Hermandad de la Senda Infernal. Esos a los que tú llamabas los Siniestros.

Ahriel entornó los ojos, tratando de reprimir su ira. Aquella secta... Los mismos que le habían inmovilizado las alas, los mismos que habían despertado al Devastador, que habían creado Gorlian y todos los engendros que contenía... Alzó a la joven reina por el cuello y la sacudió sin miramientos.

—¿Dónde está esa Fortaleza Negra? ¿Dónde puedo encontrarlos?

—Para —la detuvo Ubanaziel—. Déjala respirar.

Marla cerró los ojos un momento e inspiró hondo, tratando de recuperarse.

—No podrías encontrarla por ti misma ni aunque te dibujase un mapa —murmuró—. Está protegida por una magia poderosa... Por eso sigue siendo secreta. Si quieres llegar hasta ella, tendré que acompañarte.

Las dos cruzaron una larga mirada. Pese al deterioro físico, Marla seguía conservando aquella fuerza interior que la caracterizaba, y Ahriel se preguntó si debía fiarse de ella. Comprendió que no tenía otra alternativa, pero procuró que Marla no se diera cuenta de lo desesperada que se sentía.

—Nos llevarás hasta allí —dijo Ubanaziel, con severidad—, pero sigues siendo una prisionera, Marla, no lo olvides. Si cumples con tu parte y no tratas de engañarnos, no te devolveremos a Furlaag; podrás cumplir tu condena en una prisión humana. No será el castillo de Karishia, pero sí la encontrarás bastante más cómoda y segura que el infierno, incluso que esa inmunda bola de cristal que creaste para deshacerte de tus enemigos. Y eso es mucho más de lo que mereces, así que yo en tu lugar no desaprovecharía esta generosa oportunidad. ¿Lo has entendido?

Marla bajó la vista, intimidada ante la seriedad de Ubanaziel.

—Sí —musitó.

VI
Rarmac

El sol salió sobre Gorlian, y volvió a ponerse, y emergió nuevamente por el horizonte, sobre las brumas de la Ciénaga, y en todo aquel tiempo Zor no se movió de su refugio, una grieta al pie de la montaña, ni siquiera para buscar comida. Cosa le trajo algunos alimentos, pero el muchacho los masticó con desgana y apenas pudo tragarlos.

Sospechaba que, tarde o temprano, Gon y los demás los alcanzarían. Debían partir cuanto antes, regresar al Desierto, buscar un escondite en el que aquellos matones no llegaran a encontrarlos. Pero no se sentía con fuerzas para seguir huyendo.

Por fin conocía su verdadera historia, aquella que su abuelo, el viejo Dag, le había ocultado durante tanto tiempo. Sin embargo, aquellas respuestas sólo le habían proporcionado nuevas preguntas.

La tiránica Reina de la Ciénaga, de quien tantas historias terroríficas había oído contar, era en realidad una criatura con alas, como él. Sólo que, en su caso, alguien se las había atado —Zor se estremecía de horror sólo de pensarlo—, impidiéndole volar.

Existía la posibilidad de que aquella misteriosa reina alada fuese en realidad su madre. Eso explicaría por qué su abuelo le había ordenado que fuese a hablar con ella, pero no por qué había insistido tanto en mantenerlos separados, ni tampoco por qué ella lo había abandonado cuando tan sólo era un bebé. Si no lo había querido entonces, no había ninguna razón para que estuviese interesada en él ahora. Quizá ella, pensó, esperanzado, se lo había entregado a Dag para protegerlo... y por eso el anciano había fingido su propia muerte y abandonado su casa, por eso le había enseñado a mantenerse alejado de los desconocidos y a ocultar sus alas. Para que nadie lo reconociera.

Pero aquello tampoco tenía sentido. Según se decía, la Reina de la Ciénaga era fuerte, muy fuerte; tanto, que había subyugado a todos los habitantes de Gorlian, y hasta los hombres como Gon la obedecían. Nadie habría podido protegerlo mejor que ella misma.

Pero lo había abandonado.

Zor comprendió que necesitaba verla cara a cara, averiguar si era cierto que se trataba de su madre y, en tal caso, preguntarle por qué le había dado la espalda.

Pero, por lo que parecía, la Reina de la Ciénaga se había marchado. ¿A dónde? Gorlian no era tan grande. Si la hubiesen buscado con empeño, la habrían encontrado. A no ser, claro, que existiese algo más allá de Gorlian. Cosa así lo afirmaba, y hasta su abuelo lo había insinuado en su lecho de muerte.

Sacudió la cabeza. Él mismo había contemplado los límites del mundo y sabía que era imposible traspasarlos. Su abuelo le había dicho que el Muro de Cristal rodeaba todo Gorlian y que no había un solo resquicio por el que escapar.

Pero ella se había marchado.

¿Tal vez... volando?

—No sé qué hacer —le confió a Cosa, cuando ella volvió, al caer la tarde—. Mi abuelo me ordenó antes de morir que buscara a la Reina de la Ciénaga; y lo obedecí, de mala gana. Y, ahora que deseo de corazón encontrarla, a pesar de todas las historias que cuentan de ella, resulta que se ha ido y no sé por dónde empezar a buscarla.

Cosa se encogió de hombros, pero no respondió.

—¿A dónde podría haber ido? —se preguntó Zor—. Ella era la dueña y señora de este lugar. Si es cierto que hay algo más allá de los límites de Gorlian, sin duda tiene que valer la pena, o, de lo contrario, no se habría marchado. Pero la Cueva Seca de la que me hablaste no parece mucho mejor que Gorlian.

—Ccuvvva mmmijjor —le aseguró Cosa—. Ccuvvva Sssiccca. Rrmmannus nnncerradddus.

—Bueno, el Desierto también es un lugar seco —adujo el muchacho—. Y, aunque los eng... quiero decir, tus hermanos, están libres, por lo menos no hay muchos de ellos vagando por ahí —miró a su compañera con curiosidad—. Los has llamado «hermanos». A las demás criaturas, quiero decir —añadió, omitiendo deliberadamente el término «engendros»—. ¿Lo son realmente?

Cosa le dijo que sí, porque todos habían nacido en el mismo lugar, aunque eran muy diferentes. Y, pese a que a ella la apenaba verlos en jaulas, sabía que debía ser así, porque no sabían lo que hacían, y atacaban a todo el mundo sin pensarlo, y podían causar mucho daño.

Zor pensó entonces, de pronto, que tal vez la Reina de la Ciénaga hubiese ido a la Cueva Seca para averiguar más cosas acerca de los engendros y de aquellos Amos que los gobernaban. Si todos los engendros procedían del mismo sitio, ¿cómo habían ido a parar a Gorlian? ¿Se habían escapado de sus jaulas o los habían soltado allí deliberadamente? Estaba claro que, con la sola excepción de Cosa, todos los demás engendros eran un peligro para los habitantes humanos de Gorlian. «Si yo fuese Rey de la Ciénaga», reflexionó, «iría a investigar ese sitio donde nacen los engendros. Exigiría a los Amos que dejasen de soltarlos en Gorlian, o les ayudaría a capturarlos de nuevo, si es que se les han escapado.» Y lo vio con claridad: naturalmente, la Reina de la Ciénaga había ido a la Cueva Seca. Si se había marchado de Gorlian, ¿en qué otro lugar podría estar?

—¿No recuerdas por dónde se iba a la Cueva Seca? —le preguntó a Cosa.

Ella sacudió la cabeza y le explicó que había viajado hasta Gorlian en sueños. Una noche se había acostado en su jergón, más cansada que de costumbre, y al despertar ya no se encontraba en la Cueva Seca, sino allí, al pie de las montañas. Al principio creyó que estaba soñando; cuando descubrió que seguía bien despierta, buscó a su Amo por todas partes, pero no lo encontró. Había tratado de regresar muchas veces, sin éxito. Incluso hoy, le confesó, muchos años después de su llegada a Gorlian, cerraba los ojos todas las noches con la esperanza de que, al despertar, se hallaría de nuevo en su hogar.

Pero hacía ya tiempo que había dejado de rondar por el lugar donde se había encontrado aquella primera vez, y por eso se mostró encantada ante la perspectiva de mostrárselo a Zor. Y, por la forma en que le brillaron los ojos cuando se lo dijo, el joven comprendió que aún no había perdido la esperanza de que su Amo regresara a buscarla.

Como Cosa no había conseguido encontrar el camino de vuelta a su hogar, Zor no esperaba que a él fuera a resultarle más sencillo. Sin embargo, tenía que verlo, tenía que intentarlo al menos. Además, por lo que ella le había dicho, el lugar se encontraba allí, en la Cordillera. No les costaría nada acercarse a echar un vistazo. Si no lograban llegar a la Cueva Seca, regresarían al Desierto, al menos hasta que Gon y los suyos se olvidasen de su presencia.

Así que al día siguiente, al amanecer, Zor desayunó con apetito por primera vez desde su accidentada huida, recogió sus cosas y se puso en marcha, con Cosa trotando alegremente ante él.

En la Cordillera vivía bastante gente. Personas que no soportaban la dura vida de la Ciénaga ni el inmenso vacío del Desierto, y que se ocultaban en las pocas cavernas que los humanos habían logrado arrebatar a los engendros. Por eso Zor se colocó su capa de repuesto, asegurándose de que le ocultaba bien las alas, y le dijo a Cosa que corriera a esconderse si tropezaban con alguien. Ella lo miró, socarrona; llevaba muchos años sin dejarse ver por nadie, y era experta en ocultarse, así que no hacía falta que aquel jovenzuelo se lo recordara.

Por suerte para ellos, sólo se encontraron con un pescador y con una artesana que ofrecía objetos de hueso y madera de árbol del fango, confeccionados por ella, a cambio de comida, pieles y cualquier otra cosa que necesitara. No había muchos comerciantes en Gorlian, pero, por lo que Zor sabía, habían proliferado en los últimos tiempos bajo el auspicio de la Reina de la Ciénaga, que los protegía. Zor habló con la mujer, y ésta le indicó una ruta segura que no cruzaba los dominios de ningún clan violento ni de ningún engendro de los grandes. El muchacho agradeció la información, y la utilizó, aunque eso supuso, para desencanto de Cosa, que tuvieron que dar un gran rodeo para llegar hasta su destino, que tardaron tres días en alcanzar.

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