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Authors: Laura Gallego García

Alas negras (12 page)

BOOK: Alas negras
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Zor no bajó la mirada para examinar el resto de su cuerpo; ya había visto suficiente. Había algo común en los engendros, en todos los engendros, aunque cada uno fuera distinto de los demás, y era ese aspecto de no estar bien hechos, como si alguien hubiese cometido una gran equivocación a la hora de diseñarlos. Y esa tremenda sensación de dolor... Zor se estremeció involuntariamente. Desde pequeño, desde sus primeros encuentros con engendros, había tenido siempre la impresión de que aquellas criaturas sufrían horriblemente por el simple hecho de estar vivas. Su abuelo, en cambio, no notaba nada. «Son engendros», decía. «Lo único que sienten es hambre, y les gusta la carne de niño, así que no te acerques a ellos como no sea para matarlos.» Pero Zor jamás había podido quitarse de encima aquel sentimiento cada vez que los veía, pese a que, siguiendo las instrucciones de su abuelo, había aprendido a defenderse de los engendros o a huir de ellos si eran demasiado grandes.

Cosa también le transmitía aquella sensación de padecimiento. Sin embargo, el dolor estaba sólo en el fondo de sus ojos repletos de placidez, como si se hubiese acostumbrado a ser lo que era, a convivir con el sufrimiento.

—¿Quién eres? —dijo de pronto, sin poderlo evitar, y en el momento en que lo hizo comprendió que había deseado formular aquella pregunta desde la primera vez que se había topado con uno de los engendros de Gorlian.

Naturalmente, no lo había hecho, porque ninguno de ellos habría podido contestarle. Pero Cosa, sí.

Sin embargo, su respuesta fue sencilla y decepcionante:

—Iu Cccussa.

—Ya sé cómo te llamas —replicó Zor—. Pero me gustaría saber de dónde vienes. De dónde venís todos vosotros. Jamás oí hablar de un lugar donde los humanos tuviesen encerrados a los engendros. Si es una cueva, tiene que estar en la Cordillera. Pero, si fuese así, la gente lo sabría.

Cosa no vio la necesidad de contestar, por lo que el chico siguió cavilando:

—Tampoco he oído hablar nunca de un engendro inteligente, que hablara, como tú. Bueno, una vez mi abuelo me contó un cuento sobre un sapo que reinaba en la Ciénaga, pero era sólo un cuento. En la Ciénaga sólo hay una reina. O la había —añadió, recordando lo que había escuchado al respecto—. Oye, ¿tú has oído hablar de la Reina de la Ciénaga?

Cosa asintió con energía.

—¿Y la has visto alguna vez?

Cosa negó con la cabeza.

—Dicen que ha desaparecido, que nadie sabe dónde está —añadió Zor, pero ella se encogió de hombros—. No sé qué hacer ahora —prosiguió el muchacho—. Mi abuelo me dijo que buscara a la Reina de la Ciénaga, porque tenía algo importante que decirme. Pero ella se ha ido, y nadie sabe dónde encontrarla. Ni siquiera si está viva o no. No sé qué hacer —repitió.

—Vvulvvve —sugirió Cosa.

—¿Que vuelva?

—Vvulvvve ccunn Dddagg.

—¿Que vuelva con mi abuelo, dices? —repitió Zor, perplejo.

Ella asintió con seriedad.

—Dddagg bbunnno. Ddda cccummiddda Cccssa —le explicó pacientemente.

El muchacho cayó en la cuenta de que no se lo había dicho.

—Puedo volver a casa —empezó, con tacto—, pero no con mi abuelo. Él ya no está.

Cosa lo miró sin comprender.

—Era muy viejo —siguió explicando Zor—. Había vivido muchos años y estaba enfermo, así que un día... se apagó.

Cosa abrió mucho los ojos y parpadeó, incrédula.

—¿Ddagg? ¿Mmmurttto?

—Sí —asintió Zor, con un nudo en la garganta—. Dag está muerto. Y esta vez no lo ha fingido, Cosa. Esta vez es de verdad.

Entonces el engendro hizo algo extraño. Dejó caer la cabeza y sus hombros se convulsionaron un momento. Después volvió a alzar la barbilla, echó la cabeza atrás y lanzó un largo y prolongado gemido de dolor y de pena que acabó con una especie de aullido.

Cosa estaba llorando. El sonido era estremecedor, pero Zor no trató de hacerla callar. Cosa aulló un par de veces más, y el muchacho sintió que sus propios ojos se llenaban de lágrimas.

Y ambos lloraron al viejo Dag, el hombre sabio que había recogido a un extraño niño con alas y alimentado a un engendro, protegiéndolos a ambos de la cruel realidad de Gorlian.

Zor se quedó el resto del día haraganeando en la cabaña. Descubrió que no flotaba sobre el agua, sino que se sostenía sobre cuatro pilares firmemente asentados en el fondo del barrizal. También averiguó que había allí otras cosas que comer, aparte de pescado crudo. Cosa salió a media mañana y regresó poco después con unas retorcidas raíces cubiertas de barro. Se las ofreció a Zor, pero el muchacho las rechazó, y más cuando vio que ella las limpiaba frotándolas contra el suelo antes de llevárselas a la boca. Sin embargo, se le ocurrió una idea mientras la veía comer, y cogió la última de las raíces para pelarla con su cuchillo. Descubrió que por dentro eran blancas, jugosas y sorprendentemente sabrosas.

—¿De dónde has sacado esto? —le preguntó a Cosa. Se asombró aún más cuando ella le explicó que eran las raíces del árbol del fango, que crecía por doquier en la Ciénaga. No podía creerlo. Una comida tan buena y tan abundante... ¿cómo podía habérsele pasado por alto durante tanto tiempo?

—Iu ttraía cccummidda Dagg —le dijo Cosa—. Pppro Ddag nnu cccummía.

—¿Le trajiste raíces a mi abuelo? —tradujo Zor; ella asintió—. ¿A cambio de la comida que te dejaba? —Cosa asintió de nuevo—. ¿Pero no se las comía? —Cosa negó con la cabeza, y Zor reprimió una carcajada—. Vaya —comentó—, así que, al fin y al cabo, el abuelo no lo sabía todo, como siempre me hizo creer.

Cosa le trajo más raíces, y también un odre lleno de agua. No era un agua limpia, por supuesto, pero estaba bastante bien, teniendo en cuenta que el concepto «agua limpia» no existía realmente en Gorlian. Zor bebió y comió con avidez, y se sintió bien por primera vez en muchos días. Después, durmió un poco, arropado en su capa, acurrucado en un rincón de la cabaña, mientras Cosa vigilaba.

Despertó al atardecer, y, de nuevo, se reunió con ella en el porche. Ambos contemplaron la Ciénaga en silencio.

Zor no sabía qué hacer. Por un lado, ansiaba regresar al Desierto, a lo que él conocía, y dejar atrás aquella húmeda y hedionda Ciénaga. Por otro, le gustaba aquella cabaña, y el hecho de haber sido su hogar en tiempos pasados la hacía más entrañable a sus ojos. Y, además, tampoco quería despedirse de Cosa tan pronto. En aquel lugar hostil, era la única criatura amistosa que había encontrado.

—¿Vendrías conmigo al Desierto? —le preguntó—. ¿Dejarías la Ciénaga para acompañarme?

Ella lo miró, alarmada, y negó vehementemente con la cabeza.

—Ccabbbannia —dijo solamente, y Zor entendió que no podía abandonar la casa que Dag le había encomendado y que había acabado por convertirse en su hogar. Si aquella desdichada criatura se sentía a salvo y feliz en aquel lugar, ¿quién era él para obligarla a dejarlo?

—Bueno —murmuró finalmente—. Supongo que eso significa que...

—¡Ssssshh! —dijo entonces Cosa, irguiéndose con rapidez.

Zor la miró sin comprender y la vio en tensión, olfateando el aire. Por un momento se preguntó cómo era posible que el engendro oliese algo por encima del hedor de la Ciénaga, pero su expresión cauta lo alarmó.

—¿Viene alguien? —susurró.

Por toda respuesta, Cosa se precipitó hacia el interior de la cabana, tirando de él con violencia para arrastrarlo tras de sí. Cuando trató de esconderlo entre la basura, Zor inició una débil protesta; pero Cosa le tapó la boca con una mano y entonces el muchacho escuchó una voz conocida:

—... te juro que no miento, Gon. Lo vimos salir volando como un pajarillo, ¿verdad?

—¡Y tanto! —asintió otra voz—. Echó a volar sin más, zas, y nos cogió desprevenidos.

—Y, si le visteis las alas —replicó una tercera voz, una voz ronca y desagradable que era nueva para Zor—, ¿no se os ocurrió pensar que podía volar? ¿Para qué creíais que las tenía, zoquetes?

—Ella también tenía alas, y nunca la vimos volar.

—Porque se las habían atado, idiota. Intentó liberárselas de todas las formas posibles, pero nunca lo consiguió —Gon hizo una pausa y añadió—. Al menos, que nosotros sepamos. Puede que por fin encontrara la manera y se marchara de aquí volando.

—Pero no se habría marchado dejando atrás al chico, ¿no? —la voz de Ruk rezumaba malicia, y Zor, desde el interior de la cabaña, se estremeció.

—Eso si es que existe ese chico —replicó Gon—. Como estéis tratando de engañarme...

—No, no, te aseguro que no —se apresuró a contestar Ruk—. Los tres lo vimos, ¿verdad, muchachos? —preguntó, y sus dos compinches se apresuraron a confirmarlo—. Dijo que estaba buscando a la Reina de la Ciénaga, y que lo enviaba el viejo Dag.

—El viejo Dag está muerto, Ruk.

—Sí, pero dicen que su espíritu todavía ronda por aquí. Y por eso pensamos que...

—Pensasteis que el muchacho estaría en la antigua cabaña de Dag, ¿eh? Y por eso me habéis traído hasta aquí. Como me estéis haciendo perder el tiempo...

—Vamos, vamos, Gon —cortó otra voz, que Zor identificó como la de uno de los compañeros de Ruk—. Sabes que no puedes arriesgarte. Imagina que decimos la verdad: que la Reina de la Ciénaga tuvo un hijo y lo abandonó. ¿Sabes lo que quiere decir eso?

Gon refunfuñó algo ininteligible.

—Significa —prosiguió el rufián— que el pequeño imperio que has montado en su ausencia corre peligro. Porque ese muchacho podrá reclamar el trono de la Ciénaga en cuanto crezca un poco más, y mucha gente lo seguirá, lo sabes, en cuanto vean sus alas. Y eso sólo en el caso de que ella no regrese a buscarlo. Si lo hace, te dejará de lado, como hacía siempre, y volverás a ser un segundón, un simple matón a sus órdenes... a no ser que tengas algo con lo que negociar.

—Me estáis engañando —cortó Gon, malhumorado—. Ella no tuvo ningún hijo. Nos habríamos dado cuenta.

—¿Crees que iba a anunciarlo a los cuatro vientos, eh? —dijo Ruk—. ¿La temible Reina de la Ciénaga... cuidando de un bebé? ¿A quién le tendrías más miedo, a una poderosa guerrera o a una tierna mamá con su tierno retoño? Créeme, una mujer puede disimular su embarazo los primeros meses, y luego... Bueno, probablemente le bastó con taparse un poco más y dejarse ver un poco menos al final... Podría haberlo hecho, Gon, lo sabes. El zagal nos dijo que había estado viviendo con el viejo Dag en el Desierto. ¿Quién habría ido a buscarlos allí?

Gon gruñó, no muy convencido.

—Lo que pasa es que tienes miedo del fantasma de la cabaña —intervino otro de los rufianes.

—En esa cabaña no hay nada, imbéciles —declaró Gon, enfadado; pero le temblaba la voz—. Y ahora mismo... ahora mismo voy a entrar ahí para demostrarlo.

En el interior de la choza, Cosa se removió, alarmada, y miró a Zor con urgencia; éste, sin embargo, se había quedado petrificado desde hacía un buen rato.

Había múltiples señales que deberían haberlo conducido a aquella conclusión, pero hasta aquel momento la verdad no había quedado expuesta ante sus ojos con tanta claridad.

La Reina de la Ciénaga... fuera quien fuese... tenía alas, como él. Por eso todos los que le veían llegaban a la conclusión de que estaban emparentados... de que ella era su madre.

¿Podría ser cierto? ¿Era él el hijo de la cruel y sanguinaria Señora de Gorlian? ¿Era eso lo que su abuelo le había ocultado desde hacía tanto tiempo, lo que ella debía contarle cuando se encontraran?

Y, si era así... ¿dónde estaba ella? ¿Había muerto, como creían algunos, o se había marchado volando, quién sabía a dónde?

Volvió a la realidad cuando notó que Cosa tiraba de él con desesperación. Entonces oyó a los cuatro hombres chapoteando en el fango, cada vez más cerca.

Entendió la alarma de Cosa. Tenían que salir de allí cuanto antes. Sin embargo, si escapaban por la puerta, Gon y los demás los verían. Miró a su compañera y ella lo soltó, satisfecha al comprobar que había atraído su atención. La vio trastear al fondo de la cabaña, retirando objetos y despejando el suelo.

—¡No es momento para hacer limpieza! —susurró, irritado. Cosa negó vehementemente con la cabeza y empujó a un lado un montón de trastos, con tan mala fortuna que uno de ellos, un cuenco de madera, se cayó de lo alto de la pila y rebotó sonoramente contra el suelo.

Fuera, los hombres se detuvieron.

—¿Habéis oído eso? —dijo uno, temeroso—. ¡Es el fantasma!

—O nuestro amiguito con alas, que ha encontrado un nido en el que esconderse —dijo Ruk.

Gon vaciló un momento. Luego hizo rechinar los dientes y dijo:

—¡Vamos a comprobarlo!

Con el corazón lleno de miedo, pero dispuesto a morir luchando, Zor desenvainó su cuchillo cuando oyó cómo el primero de los hombres se enganchaba a la escalera que conducía a la entrada. Pero Cosa lo sacudió y lo obligó a desviar la vista hacia el suelo.

—¿Qué...? —empezó él muchacho, pero no terminó la frase.

A sus pies había una trampilla. Había estado oculta por el montón de trastos que Cosa había despejado, pero ahora podía abrirse con facilidad, como ella le demostró tirando de la manilla, y era una vía de escape.

El muchacho vaciló sólo un momento cuando vio al engendro desaparecer por el hueco. Recogió su capa y su macuto y la siguió, y cerró la trampilla apenas unos instantes antes de que Gon y los demás entrasen en la cabaña.

Se encontró de pronto chapoteando en el barro que había bajo la casa. Se sujetó a uno de los pilares de madera, mientras oía sobre su cabeza los improperios de los hombres.

—¡Que me aspen...! ¡No hay nadie!

—Os d-dije que esta cabaña estaba encantada. El fantasma del viejo Dag...

—¡No creo en fantasmas! ¡Me habéis tomado el pelo, vosotros tres, y sufriréis las consecuencias!

Zor vio a Cosa junto a él. Ella se llevó un dedo a los labios, indicando silencio, y trepó por el pilar hasta poner los pies de nuevo sobre la plataforma de madera, en la parte trasera de la cabaña. Entonces se volvió y tendió una mano a Zor, para ayudarle a subir.

El muchacho agradeció el gesto. Las puntas de sus alas se habían llenado de barro, y pesaban más que de costumbre. Logró izarse hasta la plataforma, y después, siguiendo a Cosa, hasta el tejado de la cabaña.

—¿Habéis oído eso? —dijo entonces la voz de uno de los hombres en el interior—. Hay algo ahí fuera.

Zor se quedó quieto, maldiciendo su mala fortuna. Cosa era rápida, ágil y silenciosa, y él era mucho más torpe en comparación. Trató de moverse hacia donde ella estaba, a punto de subirse a una rama que pendía sobre la cabaña, pero el tejado crujió bajo el peso de su cuerpo.

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