Authors: Laura Gallego García
No era la primera vez que llegaba tan lejos. El Desierto no siempre ofrecía suficiente alimento a sus moradores, por lo que Zor, desde muy joven, se había visto obligado a acercarse a los confines de la Ciénaga para pescar repulsivos peces del fango o recolectar ramas, musgo o lianas para hacer herramientas. Siempre lo hacía temprano, por la mañana, cuando la niebla era aún espesa, cuando las criaturas nocturnas habían regresado ya a sus cubiles, y las que cazaban de día todavía estaban sacudiéndose los últimos restos del sueño. Se movía como un fantasma, con los jirones de su larga capa aleteando tras él, ocultándose entre las rocas, atento a cualquier sonido extraño. Y no rehuía solamente a los engendros, sino también a los humanos. «No te acerques a ellos», solía gruñir su abuelo. «Son peores que las bestias. Y ella es, sin duda, la más sanguinaria de todos.»
Nunca pronunciaba su nombre, si es que ella tenía alguno, pero Zor sabía muy bien a quién se refería. La Reina de la Ciénaga. La Señora de Gorlian.
Tanto los habitantes de aquel lodazal como los de la Cordillera estaban a sus órdenes. Y eran gentes crueles y violentas. Personas de las que debía huir, igual que si se tratara del más voraz de los engendros.
Por eso, por ellos, el abuelo había abandonado la Ciénaga tiempo atrás, y se había instalado en el Desierto. Allí apenas había nada que comer o beber, pero tampoco había personas. Allí, la Reina de la Ciénaga no los molestaría.
Zor, sin embargo, siempre había soñado con explorar otros lugares. Y, aunque sabía que Gorlian no tenía nada que ofrecer más allá de la Ciénaga y la Cordillera, siempre sería algo más, algo nuevo, distinto de la monótona extensión pétrea y arenosa que lo había visto crecer. Y, en cuanto a las personas... bien, ésa era otra cuestión.
Oyendo hablar al abuelo, cualquiera podría pensar que todos los seres del mundo eran malvados, a excepción de ellos dos. Desde que era niño, le había prohibido acercarse a las personas, hablar con ellas, incluso dejarse ver. En los últimos tiempos el muchacho, cansado y aburrido de su vida en el desierto, se había rebelado contra aquellas normas, había discutido con su abuelo y había amenazado con escaparse. Pero nunca lo había hecho, porque en el fondo de su corazón temía que él estuviese en lo cierto.
Por eso ahora tenía la sensación de que estaba viviendo un mal sueño del que no tardaría en despertar.
Tras una larga y agónica enfermedad, finalmente su abuelo había muerto días atrás, acurrucado sobre su jergón, en el fondo de la pequeña caverna arenosa que ambos compartían. Sin embargo, antes de cerrar los ojos definitivamente, lo había obligado a hacer una promesa.
—Pajarillo —le dijo, con apenas un hálito de voz—. Cuando yo me vaya, vas a quedarte totalmente solo...
—No, abuelo... —balbuceó él, con los ojos llenos de lágrimas; pero el anciano lo hizo callar con un gesto autoritario y prosiguió:
—Creo que te he enseñado bien. Sabes valerte por ti mismo, sabes buscar comida y sobrevivir en nuestro mundo. Yo sabía que no estaría a tu lado siempre, y que llegaría el momento en que tendrías que saltar del nido y echar a volar tú solo. Ese momento ha llegado.
Zor negó con energía, tratando de decirle que no lo consentiría, que se iba a poner bien; colocó las manos sobre su frente para iniciar el círculo de curación, pero su abuelo las apartó de un golpe:
—Déjalo, pichón; ya es demasiado tarde para esto. Gracias a tus cuidados he vivido mucho tiempo, más del que me correspondía. Pero no soy eterno, y ambos sabemos que ha llegado mi hora. Por eso, y antes de que sea demasiado tarde, quiero pedirte algo. Jura por todo lo más sagrado que lo cumplirás.
El muchacho, inquieto ante el brillo febril que se encendió de pronto en la mirada del anciano, inquirió:
—¿De qué se trata, abuelo?
—¡Júralo! —insistió él, y su voz se quebró en un arranque de tos que amenazó con partirlo en dos.
—¡Está bien, está bien, lo juro! —se apresuró a responder el chico, alarmado.
El abuelo se calmó un poco, se recostó sobre el jergón y respiró hondo un par de veces. Zor se estremeció al escuchar el silbido que hacía el aire al entrar en sus pulmones.
—¿Qué es... lo que tengo que hacer? —se atrevió a preguntar, en un susurro.
El anciano lo miró con ojos cansados.
—Lo que tienes que hacer —respondió, con un suspiro— es marcharte de aquí.
—¿Marcharme de aquí? ¿Buscar otra cueva, quieres decir?
Pero su abuelo sacudió la mano con impaciencia.
—No, no, no. Marcharte de aquí. Del Desierto. Y quizá algún día, pichón, puedas volar lejos, muy lejos... fuera de Gorlian, tal vez.
«Está delirando», se dijo el muchacho. No existía nada más allá de Gorlian. Pero había jurado que cumpliría su promesa, y lo que había más allá del Desierto eran la Cordillera y la Ciénaga. El corazón le dio un vuelco. ¿De verdad pretendía su abuelo que abandonara su hogar para irse a explorar aquel lugar de pesadilla?
—¿Quieres decir... me estás pidiendo... que vaya a la Ciénaga? Pero, abuelo, tú siempre has dicho...
—No importa lo que yo siempre he dicho —cortó el viejo—. Ahora ya no. Escúchame de una vez y deja de interrumpirme. Tienes que irte de aquí, dejar atrás el Desierto, cruzar la Cordillera y adentrarte en la Ciénaga. Y buscarla a
ella
.
Y, esta vez sí, el corazón de Zor se encogió de terror.
—¿A
ella
? ¿A la Reina de la Ciénaga? —preguntó, y su voz sonó parecida al chillido de un ratón.
—A
ella
, sí. Cuando yo muera, ve a verla, y cuéntale lo que ha pasado, y que te has quedado solo. Dile que te envía Dag, el viejo Dag. Eso debería bastar.
Zor tragó saliva. Su abuelo jamás le había revelado su nombre hasta aquel momento. Para él, siempre había sido «el viejo» o «el abuelo».
—¿Lo recordarás?
—Dag, el viejo Dag —repitió él, con voz temblorosa.
—Bien —aprobó el anciano—. Pero escúchame, porque esto es importante: ¿te acuerdas de todo lo que te he enseñado acerca de no dejarte ver, y de no hablar con nadie?
Zor asintió débilmente.
—Pues eso sigue en pie, no lo olvides nunca. Cuando te vayas, llévate tu capa y la de repuesto, y no las pierdas por nada del mundo. No hables con nadie, no dejes que nadie te vea. Nadie, salvo ella.
—¡Pero me matará! —objetó el chico, presa de pánico.
Los labios del abuelo se curvaron en una torva sonrisa.
—No, no te matará, muchacho, si eres inteligente y sabes presentarte ante ella en el momento adecuado: a solas.
¿A solas con la Reina de la Ciénaga? Incluso ahora, tiempo después de la muerte de su abuelo, y pese a que ya había tomado su decisión, el joven seguía estremeciéndose de puro terror cada vez que pensaba en ello. No era para menos; desde que podía recordar, el anciano siempre le había hablado de la Señora de Gorlian como de la criatura más peligrosa que jamás había pisado aquellas tierras. Peor que los asesinos, que todos los criminales juntos, peor incluso que los engendros. Para el muchacho, la Reina de la Ciénaga era el más temible de los monstruos que poblaban su mundo. ¿Cómo pretendía ahora que fuese a visitarla, como si nada?
Zor habría sido capaz de romper su promesa, se habría justificado a sí mismo pensando que aquella absurda petición eran sólo los delirios de un moribundo, si no hubiese sido por algo que su abuelo dijo justo después de obligarlo a hacer aquel juramento.
—¿Y qué se supone que debería decirle? —había preguntado el chico, todavía conmocionado.
Y entonces, su abuelo le había dirigido una misteriosa sonrisa.
—Nada, pichón. Lo que deberías preguntarte es, más bien, qué es lo que ella tiene que decirte a ti.
—¿Ella? ¿Decirme, a mí? —repitió Zor, sin salir de su asombro.
—
Lo que tiene que contarte... —murmuró él, cerrando los ojos—, es muy, muy importante... Me ordenó en su día que no te lo dijera... y por eso te he mantenido alejado de ella... pero ha llegado la hora...
—¿La hora de qué, abuelo? ¿Qué es lo que tiene que contarme?
Sin embargo, el anciano sólo fue capaz de musitar de nuevo:
—...júralo...
Y cayó en un profundo sopor, del que ya no llegó a despertar.
Al día siguiente, estaba muerto.
Zor lloró amargamente la pérdida de la única persona que lo había acompañado durante toda su vida. Cavó una tumba y allí lo enterró, porque eso era lo que él había querido. Después, pasó el resto del día sentado a la sombra de un peñasco, con los brazos en torno a sus rodillas, pensando.
Aún tardó una semana más en decidirse a partir. No era que hubiese perdido el miedo a la Reina de la Ciénaga, ni tan siquiera que deseara fervientemente hacer cumplir la última voluntad de su abuelo. Se trataba de que, incluso en sueños, los ecos de aquella última pregunta que había quedado sin responder seguían atormentándolo: «¿Qué es lo que tiene que contarme? ¿Qué tiene que decirme a mí la Reina de la Ciénaga?».
—Esto es absurdo —se dijo a sí mismo aquella mañana, en lo alto del promontorio—. Me voy a jugar la vida por los desvaríos de un viejo...
Se le quebró la voz. Su abuelo había sido mucho más que un viejo. Había sido toda su familia. Todo lo que tenía. Y empezaba a sospechar que, si se había esforzado tanto en tratar de que la Reina de la Ciénaga figurara en sus peores pesadillas, no se debía a que fuera realmente tan peligrosa, sino por miedo a que ella le revelara antes de tiempo aquel secreto que se había llevado consigo a la tumba. «Pero, ¿y si no es así? ¿Y si de verdad estaba delirando?», se preguntó, una vez más.
Respiró hondo. La otra alternativa era pasar el resto de su vida en el desierto, solo.
Y la soledad ya le pesaba. Apenas cinco días después de la muerte de su abuelo ya gritaba al eco en lo alto de las peñas y hablaba con los insectos. Cuando se dio cuenta de lo que estaba haciendo, fue aún más consciente que antes de lo mucho que había significado su abuelo para él.
De modo que había partido, dando la espalda a su vida anterior. Había cruzado el Desierto, primero, y la Cordillera, después, y había llegado al margen de la Ciénaga. Hasta allí, era un camino conocido. Más allá, sin embargo, todo sería nuevo.
Pero no dejaba a nadie atrás, nadie que lo esperara o lo echara de menos... así que sólo le restaba seguir adelante.
Con un suspiro de resignación, empezó a descender por la pendiente.
Se internó en la Ciénaga con una precaución que rayaba en la paranoia. En los márgenes del pantano se había sentido tranquilo y seguro de sí mismo. Había crecido aprendiendo a ocultarse, a fundirse con la niebla, a ser una sombra que sólo podía llegar a atisbarse por el rabillo del ojo. Porque sabía que, a la menor señal de peligro, podía dar media vuelta y correr a ocultarse entre los peñascos de la Cordillera y, más allá, entre las dunas del Desierto, a donde nadie iría nunca a buscarlo. Pero aquel día, a medida que avanzaba por la sombra de los árboles del fango, tanteando paso a paso el barro que pisaban sus pies, esa sensación de seguridad se esfumaba con rapidez. Reprimió un ataque de pánico cuando el lodo le llegó a la rodilla, y se obligó a sí mismo a respirar hondo y tranquilizarse. Volvió la vista atrás. No fue capaz de distinguir ya la orilla. Si surgía algún peligro, no podría correr a refugiarse en su territorio, no con la suficiente rapidez. No había vuelta atrás.
El día fue largo y agotador. No tuvo problemas para pescar peces del fango, pues había aprendido a hacerlo desde que era muy niño. Sin embargo, pronto descubrió que algo tan sencillo y cotidiano como encender una hoguera para asarlos se volvía completamente imposible en el húmedo ambiente de la Ciénaga. Frustrado, resolvió guardar el pescado para más tarde, cuando encontrara un pedazo de suelo o de roca lo bastante seco como para prender un fuego sobre él.
Pronto descubrió que el concepto «suelo seco» no era algo que existiera en la Ciénaga.
Cuando empezó a oscurecer, Zor buscó con empeño algún lugar donde refugiarse, sin éxito. Apenas sentía los pies, porque los tenía totalmente entumecidos de arrastrarlos todo el día por el lodo, que en aquellos momentos le llegaba por encima de las rodillas. Tampoco había encontrado otra cosa que comer y, aunque aún guardaba los peces en su morral, todavía no había podido encender una hoguera. Y, pese a que su vida en el Desierto lo había acostumbrado a comidas frugales, no recordaba haberse sentido nunca tan hambriento.
«Se acabó», pensó, agotado y muerto de frío. «Mañana me vuelvo a casa.»
Pero no era una buena idea regresar justo en aquel momento, con la noche a punto de caer sobre la Ciénaga. Debía encontrar un lugar donde dormir. Al día siguiente daría media vuelta y regresaría al Desierto.
Finalmente, optó por trepar a uno de los árboles del fango y acomodarse sobre él. Utilizó su capa de repuesto para anudar una hamaca entre las dos ramas más sólidas y se envolvió en ella, con un suspiro de alivio. Mientras se masajeaba los pies, tratando de hacerlos entrar en calor, pensó que era una suerte que su cuerpo fuera tan ligero. «Como el de un pajarillo», recordó que solía decir su abuelo.
Zor no sabía lo que era un pajarillo. No había nada de eso en el Desierto, ni tampoco en la Cordillera, que él supiera, por lo que dio por sentado que sería algún tipo de cosa o criatura que habitaba en la Ciénaga. Cuando le había preguntado al anciano al respecto, mucho tiempo atrás, éste se había reído con amargura, pero no había respondido.
Con un suspiro, se acurrucó en su improvisada hamaca y trató de ignorar el sonido de su estómago, la humedad y el desagradable olor a podrido que impregnaba la Ciénaga. Pese a todo ello, no tardó en quedarse profundamente dormido.
Cuando se despertó, bien entrada la mañana, tardó unos instantes en recordar dónde estaba, y debido a ello casi se cayó del árbol. Se aferró con fuerza a su capa, tendida entre las dos ramas, y respiró hondo, intentando situarse. Lo primero que notó fue la niebla de Gorlian calándole hasta las entrañas. Lo segundo, el hambre. Gimió por lo bajo. Su casa estaba muy lejos, y no creía que fuera capaz de llegar hasta los márgenes de la Ciénaga sin comer, aunque sólo fuera un poco. Además, y aunque estaba acostumbrado a subsistir con poca agua, había amanecido especialmente sediento.
Rebuscó en su morral y topó con un paquete cuidadosamente envuelto en piel. Al sacarlo y examinar su contenido, descubrió los peces que había capturado el día anterior, pero que no había sido capaz de cocinar. Tras un breve instante de duda, se decidió a devorarlos crudos. Torció el gesto; tenían una textura repugnante, húmeda y resbaladiza, y el sabor a barro era mucho más intenso de lo normal. Pero, aun así, se los comió todos. Después, sacó el odre del morral. Chupó casi con desesperación y logró extraer de él dos o tres gotas de agua que aplacaron un poco su sed.