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Authors: Laura Gallego García

Alas negras (3 page)

BOOK: Alas negras
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Los rostros de los Consejeros no variaron un ápice, pero Ahriel detectó un brillo de alarma en sus ojos, y supo que estaba ganando la partida.

—Y, si tan importante es, ¿por qué razón deberías ser tú quien se ocupara de ello? —interrogó Radiel.

—Porque ya he tratado con ellos y he visto su obra. Los conozco. Y porque todo esto ha sucedido en Karish y es, por tanto, mi responsabilidad.

—Se le debe dar una oportunidad para enmendar su error —asintió Lekaiel.

—¿Permitiéndole abrir la puerta del infierno? —dijo Adenael.

—Si no existe otro modo...

—Existen muchos otros modos, Lekaiel. Por muy bien que se hayan escondido esos humanos, tienen que haber dejado huellas en alguna parte. Si dedicáramos más tiempo a investigar...

—¡Pero es que no tenemos más tiempo! —exclamó Ahriel, y los Consejeros se volvieron hacia ella, sorprendidos y molestos por su osadía—. No lo tenemos —repitió ella, en voz más baja—. Los días en Gorlian no transcurren a la misma velocidad que en el exterior. En este rato que hemos estado hablando, sus prisioneros han sufrido su encierro durante días, puede que semanas. Si nos demoramos más, transcurrirá años, o incluso décadas, antes de que los rescatemos. Muchos inocentes sufrirán y morirán antes de que eso suceda.

—Pareces muy preocupada por la suerte de esos criminales —observó Lekaiel.

—No todos son criminales —murmuró Ahriel—. Pero, incluso aunque lo fueran, los niños engendrados y nacidos en Gorlian no merecen ese destino. No tienen por qué pagar por los errores de sus padres.

—Si los criminales contuvieran su lujuria, no nacerían criaturas en ese lugar —gruñó Radiel.

—Estamos hablando de humanos —señaló Ahriel—. Es demasiado pedir que sepan contener su lujuria.

Naturalmente, no añadió que las cosas eran mucho más complejas, y que no se trataba de una simple cuestión de lujuria. Ella lo sabía muy bien. Sin embargo, conocía de sobra el concepto que los ángeles tenían de los humanos, y que aceptarían como válido aquel argumento.

Los Consejeros comentaron el caso en voz baja hasta que Lekaiel los hizo callar con un gesto.

—¿Has terminado ya de exponer todos los aspectos de tu petición, Ahriel? —preguntó.

—Sólo me queda insistir en una cosa —dijo ella—. Recordad, por favor, que lo que esa secta ha logrado requiere el dominio de magia negra muy avanzada. Que, igual que han seducido a una reina protegida por los ángeles, podrían embaucar a muchos humanos más. No sabemos hasta dónde ha llegado su influencia, pero es necesario... es imprescindible —recalcó— detenerlos antes de que sea demasiado tarde. Está en juego el equilibrio del mundo. Recordadlo, Consejeros, antes de tomar vuestra decisión.

Ahriel calló, dejando que sus palabras calaran en ellos. Como no añadió nada más, Lekaiel dijo:

—Bien; Ahriel solicita abrir la puerta del infierno para encontrar e interrogar a la reina Marla acerca de la suerte de esa prisión tan terrible de la que nos ha hablado y, al mismo tiempo, averiguar más cosas sobre esa secta que pretende resucitar la magia negra. Debemos valorar si todos los riesgos potenciales de esa incursión superan los beneficios que pueden derivarse de la misma o si, por el contrario, la suerte de los humanos de Gorlian y la información acerca de la secta no son asuntos que merezcan llevar a cabo una acción tan peligrosa. Y ahora, Consejeros, pronunciémonos sobre el particular.

Ahriel esperó mientras ellos cerraban los ojos y meditaban al respecto. Unos instantes después, Lekaiel volvió a hablar.

—¿Y bien? ¿Estáis a favor de concederle a Ahriel su petición?

La propia Lekaiel no podía participar en las votaciones, salvo cuando alguno de los miembros del Consejo no estaba presente. De este modo, había tan sólo siete votos útiles, por lo que no era posible que se diera un empate. Ahriel aguardó. Entonces, una mano se alzó, y después otra, y otra más.

Tres votos a favor.

Ahriel respiró hondo.

—Bien... —empezó Lekaiel, pero se interrumpió cuando un cuarto brazo se alzó, con energía, apoyando la petición. La Presidenta se quedó mirando a su dueño, perpleja—. ¿Ubanaziel? —pudo articular.

El Guerrero de Ébano se puso lentamente en pie. Su presencia era tan imponente que los presentes no tuvieron más remedio que prestarle toda su atención.

—Apruebo la demanda de Ahriel —dijo—, pero al mismo tiempo solicito del Consejo que se me permita acompañarla al infierno.

Hubo un murmullo sorprendido, y a la propia Ahriel le dio un vuelco el corazón. Miró a Ubanaziel, desconcertada. ¿Qué se proponía? ¿Por qué se había opuesto a ella con tanta firmeza, y ahora no sólo la apoyaba, sino que se ofrecía a acompañarla?

—Consejero... —empezó Lekaiel, todavía confundida.

—Si Ahriel no acepta mi compañía —prosiguió Ubanaziel—, entonces mi voto será negativo.

Dado que su voto sería decisivo para obtener la aprobación del Consejo, Ahriel comprendió que no tenía elección. Lekaiel lo entendió de igual manera.

—Consejero, me parece entender que exiges algo a Ahriel a cambio de tu voto favorable —comentó con voz helada.

—Lo hago por simple precaución, Lekaiel —respondió él—. No puedo votar a favor de que vaya sola al infierno, porque no está preparada para ello, aunque ella opine lo contrario. Si ha de ir, yo la acompañaré. De lo contrario, los riesgos de abrir la puerta del infierno resultarían incalculables, y por tanto no sería sensato apoyarla en su presunción.

Ahriel se esforzó por no descomponer la expresión neutra de su rostro, aunque su corazón latía con tanta fuerza que sentía que se le iba a salir del pecho.

Lekaiel inclinó la cabeza.

—Visto así...

—No creo que sea buena idea abrir la puerta del infierno, ni con Ubanaziel, ni sin él —declaró Radiel.

—Consejero, ya has expresado tu opinión con respecto a este tema en la votación —cortó Lekaiel con sequedad—. Si os parece bien, podemos volver a votar la demanda de Ahriel, incluyendo la matización de Ubanaziel. ¿Cuántos de vosotros estáis de acuerdo en que ella acuda a interrogar a Marla al infierno, acompañada del Consejero Ubanaziel?

El resultado fue el mismo de antes, pero en esta ocasión las manos a favor se alzaron con mayor decisión, y el propio Ubanaziel dio su voto a favor desde el principio.

—Ahriel —dijo entonces Lekaiel—, el Consejo Angélico aprueba tu demanda, con la condición de que Ubanaziel te acompañe en tu viaje. Irás al infierno para encontrar a Marla e interrogarla sobre el particular, y te asegurarás de que la puerta quede bien cerrada y no haya otras consecuencias.

Ahriel calibró rápidamente sus opciones. Viajar al infierno con Ubanaziel era, desde luego, una ventaja. El veterano Consejero tenía razón en que ella, pese a haber derrotado al Devastador, desconocía lo que podía agazaparse en el corazón del mundo de los demonios. Su expedición tendría muchas más probabilidades de éxito si él la acompañaba.

Pero, por otra parte, no podía quitarse de encima la sensación de que el Consejo le estaba imponiendo un perro guardián. En los últimos tiempos se había acostumbrado a hacer las cosas a su manera, y no le hacía gracia la idea de tener a Ubanaziel pegado a sus talones. Además, temía que él descubriera hasta qué punto era diferente de los demás ángeles. Porque no les había contado toda la verdad y, si viajaban juntos, era inevitable que saliera a la luz.

Sin embargo, si ahora rechazaba la compañía de Ubanaziel, el Consejo podía pensar que tenía algo que ocultar, que les había mentido o que sus razones no eran tan nobles como había tratado de aparentar.

No tenía otra salida. Inclinó la cabeza en señal de asentimiento.

—Será para mí un honor contar con la compañía del Consejero Ubanaziel —murmuró.

—En tal caso, no hay más que hablar —declaró Lekaiel—. Retírate, y que la Luz y el Equilibrio te guíen en tu camino.

Ahriel detectó que la bendición de la Consejera era más fervorosa de lo que era habitual en una simple fórmula de despedida. Sospechó que ella había entrevisto la oscuridad que se agazapaba en su alma y que había traído consigo de Gorlian, y la idea de que Ubanaziel iría con ella para vigilarla cobró todavía más fuerza. Sin embargo, asintió de nuevo y respondió:

—Gracias, Lekaiel. Gracias, Consejeros. Que la Luz y el Equilibrio continúen brillando sobre vosotros.

Después, dio media vuelta y salió de la sala, sintiendo en su nuca la penetrante mirada del Guerrero de Ébano.

Una vez fuera, buscó el abrigo de una glorieta que se abría sobre un impresionante acantilado y se asomó a la balaustrada para pensar. Sabía que los Consejeros aún hablarían del asunto durante un rato más, y que tendría que esperar a que la mandaran llamar para hablar de los detalles de su expedición.

No estaba segura de que su entrevista con el Consejo se hubiera desarrollado satisfactoriamente. Para ser sincera, ni siquiera tenía una idea clara de lo que quería o esperaba cuando se presentó en Aleian para pedirles audiencia. Quizá la aprobación de sus semejantes, o tal vez su rechazo, algo que la reafirmara en su determinación de hacer lo que consideraba correcto, pesase a quien pesase. Pero sí tenía claro que en ningún momento había imaginado que el mismísimo Ubanaziel se ofrecería voluntario para acompañarla. Tenía que reconocer, de todos modos, que eso no tenía nada de sorprendente. El Consejero era impredecible, todos lo sabían.

Su mirada vagó por el océano de nubes que se extendía a sus pies, mientras trataba de dilucidar si la compañía impuesta de Ubanaziel sería una ventaja o un inconveniente. «Terminará descubriéndolo todo», pensó. «Pero, con un poco de suerte, tal vez no le importe. Quizá...»

—Ahriel —dijo tras ella una voz grave, sobresaltándola. Se volvió, justo para encontrar frente a ella el rostro, serio e impenetrable, del Guerrero de Ébano—. Sospechaba que te encontraría aquí. Es un lugar bastante apartado y solitario.

«¿Por qué presupone que me gusta estar sola?», se preguntó ella, algo molesta. «¿Acaso porque soy diferente? ¿Cree que rehúyo a los otros ángeles como si estuviese apestada?»

—Pensaba que las deliberaciones se alargarían bastante más —respondió, sin embargo.

—No había mucho más de que hablar—replicó él, encogiéndose de hombros—. Al menos, no con ellos. Pero debía decirte algo antes de emprender el viaje. Y debía decírtelo a solas.

Ahriel se las arregló para componer una cierta expresión hermética, pero su corazón se aceleró un poco, alerta.

—Debes saber —prosiguió Ubanaziel— que, si he accedido a acompañarte, es porque sé que ibas a abrir la puerta del infierno de todos modos, con nuestro consentimiento o sin él.

La sorpresa que se pintó en el rostro de Ahriel fue absolutamente genuina.

—Yo no...

—Por favor —la interrumpió él, moviendo la mano con cierto gesto ofendido—. Quizá sepas mentir con cierta facilidad, pero no voy a ser yo quien te fuerce a hacerlo, así que te recomiendo que no lo intentes, no conmigo. Probablemente pienses que el hecho de pedir autorización al Consejo basta para que creamos que tienes en cuenta nuestra opinión, pero yo sé que no es así. Quién sabe qué retorcidas razones te han traído hasta aquí hoy, Ahriel; pero tú y yo sabemos que no necesitas nuestro permiso ni nuestra aprobación para hacer lo que estás planeando. Tus palabras decían una cosa, pero tu mirada te traicionaba. Lo que has hecho hoy ha sido advertirnos de tus intenciones, no solicitar nuestro beneplácito. Por eso, porque pienso que nadie va a detenerte, voy a acompañarte. Porque no sabes dónde te metes, niña, y no cambiarías de idea ni aunque el Consejo en pleno rechazase tu petición. Eres obstinada, Ahriel, y eso, aunque ahora no lo creas, puede volverse en tu contra.

Ahriel callaba. No tenía sentido negar que era así.

—Lo segundo que tenía que dejar claro —continuó él—, es que, aunque probablemente creas honradamente en las razones que has expuesto allí dentro, yo sé que tienes otro motivo para ir al infierno, un motivo que no has querido desvelarnos. Sé que no haces esto por responsabilidad, ni por altruismo. Lo haces por razones personales, razones poderosas que aún desconozco. Cuando hablabas de los prisioneros de Gorlian he leído la angustia en tus ojos; no dudo de que quieres rescatarlos, pero estás sufriendo por alguien en concreto, Ahriel, y es por ese alguien por quien estarías dispuesta a arriesgarlo todo. También sé que Marla no te es indiferente. La odias, y aún deseas vengarte por todo lo que te hizo. Eres obstinada y arrogante, y te consumen la desesperación y la sed de venganza. La gente como tú es presa fácil de los demonios. No durarías ni dos segundos en el infierno.

Ahriel no se molestó en responder. Entornó los ojos y dejó que Ubanaziel leyera en su mirada lo irritada que se sentía, ya que, al parecer, sabía hacerlo tan bien. El Consejero sonrió, y fue una sonrisa torva y torcida, impropia de un ángel.

—No sé qué hay en Gorlian que eches tanto de menos, ni me importa —concluyó—, pero has de saber que no voy a permitir que tus sentimientos nos lleven a todos al desastre. Por eso voy a acompañarte. Porque no tienes ni idea, no sabes a qué te estás enfrentando ni lo que implica abrir la puerta del infierno y tratar con demonios. Porque no quiero despertarme una mañana y volver a ver el cielo cubierto de alas negras. ¿Me he explicado bien?

Ahriel le devolvió una media sonrisa, un tanto feroz y bastante inquietante. La clase de sonrisa que habría desconcertado a Lekaiel y habría hecho desconfiar a los demás miembros del Consejo, porque reflejaba mucho de lo que había en el fondo de su alma. La había ocultado ante los demás ángeles, pero había comprendido que no tenía sentido fingir frente a Ubanaziel.

Porque él la estaba obsequiando con una sonrisa semejante.

—Te has explicado con total claridad, Consejero —respondió ella, con placidez.

II
Gorlian

Zor se detuvo en lo alto de un promontorio, hincó el bastón en el suelo y paseó su mirada por el horizonte, cubierto de una húmeda neblina gris. Bajo aquellos vapores, el muchacho lo sabía muy bien, se ocultaba la Ciénaga, una extensión de lodo pestilente y traicionero, en la que pululaban todo tipo de criaturas desagradables, la clase de seres contra los que su abuelo le había advertido desde que era un niño. Contempló las siniestras sombras de los árboles del fango, que alzaban sus ramas, desnudas y retorcidas como garras, hacia el cielo viciado de Gorlian, y se estremeció.

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