Authors: Laura Gallego García
Mientras volvía a guardarlo todo en su bolsa, dispuesto a partir, oyó de pronto el sonido de unas voces humanas, y se quedó helado, en el sitio. Se asomó con precaución por el borde de la hamaca y oteó entre la bruma, aterrado. No tendría tiempo de bajar del árbol, recoger su capa de repuesto, buscar un escondite y ocultarse en él antes de que lo vieran. Y no debían verlo. Nadie debía verlo.
En un gesto automático, se envolvió todavía más en su manto, ocultando especialmente su espalda. Era algo que le habían enseñado a hacer desde niño en presencia de otras personas. Esconder
aquello
de la mirada de otra gente.
Aquello
que lo hacía diferente.
Descubrió entonces las siluetas de los dueños de las voces. Se acercaban hacia su árbol, pero, comprobó Zor con alivio, eran pescadores. Mantenían la mirada baja y sus palos afilados cerca de la superficie del fango. Los pescadores no tenían por costumbre mirar hacia arriba, sino hacia abajo, a sus pies. Había posibilidades de que no lo vieran en lo alto de su árbol, por lo que Zor se aovilló en el interior de su hamaca, cerró los ojos y deseó que el peligro pasara rápidamente.
—...otra batida por la zona sur de la Cordillera —estaba diciendo uno de los pescadores.
—¿De verdad? Bueno, es una pérdida de tiempo —opinó el otro. Hablaban en voz baja, como toda la gente de la Ciénaga, pero Zor los oía con claridad—. No van a encontrar nada. Ella se ha ido, te lo digo yo.
—¿De Gorlian? —el primer pescador dejó escapar una risa seca—. Sigue soñando.
—¿Por qué no? Ella no era como nosotros, ya lo sabes. Era cuestión de tiempo que se marchara. Alguien se habrá dado cuenta y la habrá sacado de aquí, o tal vez...
—¿Sí? ¿Crees que se fue volando? —se rió de nuevo—. Te diré lo que yo creo: pienso que alguien fue capaz de ganarle la espalda y la derrotó, y dejó su cadáver flotando en la Ciénaga, donde ha sido pasto de los engendros —escupió con desprecio—. Y es lo que se merecía.
—No sé si lo merecía o no —replicó el segundo—, pero voy a decirte una cosa: vamos a tener problemas, muchos problemas, si ella no regresa. Porque no tardará en aparecer alguien que quiera ocupar su lugar, ya sabes lo que quiero decir. ¿Y quién será? ¿Ese bestia de Gon? ¿Los locos de la Cordillera? ¿O la pandilla de Tora?
El otro pescador chasqueó la lengua, dejando claro que opinaba que ninguno de ellos era una buena opción.
—¿Quieres apostar? No creo que sea una buena idea.
—Pero pronto habrá que elegir un bando, ya lo sabes. Y también sabes que todo el que no toma partido se convierte en un paria; y cuando hay varios bandos, o perteneces a uno de ellos y tienes un grupo que te protege, o te quedas solo y te matan. Eso era lo bueno que tenía ella: que, mientras estuvo al mando, se acabaron las guerras de bandas.
—Porque sólo había una banda a la que pertenecer, y era la de ella. Ahora, por lo menos, hay más donde elegir...
Zor no llegó a escuchar la respuesta, porque los pescadores ya se alejaban. No había entendido gran cosa de la conversación, pero .tenía una sospecha. ¿Estaban hablando los pescadores de la Reina de la Ciénaga? Y, si era así, ¿significaba eso que ella se había ido? Un inmenso alivio lo inundó por dentro. No había ningún sitio a donde ir más allá de la Ciénaga, así que, probablemente, el pescador estaba en lo cierto, y la reina estaba muerta. Eso quería decir que no podría hablar con ella y, por tanto, no tenía que cumplir el juramento que le había hecho a su abuelo.
Naturalmente, ello implicaba que se quedaría sin saber qué era aquello tan importante que tenía que decirle. Pero en aquel momento, acurrucado en lo alto de un árbol en un lodazal pestilente, hambriento, cansado y aterido de frío, a Zor no le preocupaba lo más mínimo.
Se asomó con precaución por el borde de su manto y espió a los pescadores mientras se alejaban. Como tenía por costumbre cuando veía a otras personas, se fijó especialmente en sus espaldas.
Desnudas. Por supuesto.
Ya no sintió la leve punzada de decepción que experimentaba cada vez que esto sucedía. Ya se había acostumbrado a la idea de que él era único, diferente. Sin embargo, aún no se había sacudido de encima la costumbre instintiva de mirar la espalda de los demás. Desde aquella primera vez.
Su abuelo solía tratar de vez en cuando con gente de la Cordillera, o incluso de la Ciénaga, para hacer trueques. Se le daba especialmente bien tejer utensilios de cañas, tallar instrumentos de piedra o fabricar ropas de piel. Debía de ser porque, debido a su enfermedad, le costaba mucho caminar y no podía correr para cazar o pescar. De modo que permanecía mucho tiempo en su cueva, sentado, confeccionando objetos. Tampoco sus dedos eran tan ágiles como antaño, y Zor sabía que le costaba incluso moverlos, pero el anciano se negaba a perder la movilidad de sus manos, como había perdido la de sus rodillas, y por eso insistía en seguir trabajando. Todo lo que hacía lo intercambiaba por comida o materias primas: las cañas que no podía recolectar, la piel de engendros que ya no podía cazar...
Cuando Zor era un bebé, su abuelo solía llevarlo a su espalda, atado, como un fardo. Pero al crecer, y cuando eso se hizo más evidente, el anciano se dio cuenta de que ya no podría llevarlo consigo sin que llamara la atención. De modo que, durante un tiempo, se acabaron los trueques y las expediciones a la Cordillera. Sin embargo, cuando la necesidad lo obligó a salir de nuevo, confeccionó para Zor una capa larga, la primera que tuvo, y lo obligó a ponérsela.
—Vamos a ir a la Cordillera a hablar con unas personas —le dijo, muy serio—. Vas a venir conmigo. Pero, y escúchame bien, porque esto es importante, no vas a quitarte esta capa por nada del mundo, ¿me oyes? Quédate junto a mí, quieto, callado y sin llamar la atención. Y, como se te ocurra quitarte la capa, te juro por mi madre que te voy a dar una buena tunda cuando lleguemos a casa. ¿Me has entendido?
Zor era demasiado pequeño como para comprender las razones por las cuales debía llevar la capa, pero no lo bastante como para no saber lo que pasaría si desobedecía, de forma que asintió, intimidado, y durante el trayecto no se quitó el manto ni una sola vez, pese a que el calor asfixiante del Desierto lo hacía sudar por todos los poros.
El viaje transcurrió sin incidentes. En la Cordillera se encontraron con tres hombres que apestaban igual que la Ciénaga de la que habían salido. Siguiendo las instrucciones de su abuelo, Zor permaneció quieto, junto a él, bien oculto bajo su capa, mientras los adultos regateaban. Sin embargo, el niño estaba demasiado nervioso, y le costaba trabajo quedarse
quieto.
Contempló a los hombres con curiosidad y llegó a la conclusión de que, salvo por el olor y por el color del cabello y la barba, no eran muy diferentes de su abuelo. Ninguno de ellos llevaba capa, y no pudo evitar preguntarse si también «en aquello» serían como él. De modo que, aprovechando un momento en el que estaban distraídos, se apartó del anciano para mirarlos por detrás. Sólo quería echar un vistazo... un vistazo rápido, y volvería a su sitio, y nadie se daría cuenta. Pero uno de los hombres detectó su presencia y se volvió bruscamente, sobresaltándolo. Zor dio un respingo y retrocedió, tropezó con algo y cayó de espaldas, quedando sentado en el suelo.
—¿Qué tenemos aquí? —dijo el hombre, enseñando todos los dientes—. ¿Una pequeña rata husmeadora?
—No le hagas caso —dijo enseguida el abuelo—. Es sólo un niño revoltoso e impertinente. Zor, ven aquí —le ordenó.
El chiquillo se puso en pie, pero los hombres ya se habían fijado en él.
—¿Qué es ese bulto que tiene en la espalda?
—Una deformidad de nacimiento —respondió el abuelo—. Es un pobre crío jorobado. Y ahora, ¿podemos hablar de negocios?
—Entonces deberías sacrificarlo —dijo el segundo hombre—. Gorlian no es un lugar para mocosos débiles y lisiados. Si quieres, te puedo ahorrar la molestia —añadió, sonriendo de forma desagradable.
Zor dio un grito y salió corriendo, pero el otro lo retuvo por la capa y lo obligó a detenerse con brusquedad.
Se hizo un breve silencio, un silencio atónito, casi horrorizado.
—La madre que... —empezó uno.
—¿Qué demonios es eso?
Zor notó que lo tocaban ahí y, de pronto, todo su miedo desapareció. Se revolvió como un salvaje y logró soltarse de los hombres de las Ciénaga. Después, corrió a refugiarse en brazos de su abuelo.
—Sólo es un pequeño lisiado —repitió éste, con calma—. Naturalmente, no vivirá mucho tiempo.
De pronto, los hombres parecían asustados.
—Na-naturalmente —convino uno.
—Y, por supuesto, no vale la pena mencionar su existencia a nadie. Especialmente a nadie a quien pueda interesarle.
Y los hombres se asustaron todavía más. El abuelo hablaba con mucha seriedad, incluso había una nota de amenaza en su voz. El hecho de que llevara el rostro oculto bajo las profundidades de la capucha —Zor no comprendió hasta mucho más tarde que, por algún motivo, el anciano no quería dejarse ver... quizá para que nadie lo reconociera— hacía que sus palabras resultasen todavía más ominosas.
—Porque este niño es tan poco importante que ni siquiera existe —prosiguió—. Y tiene tan pocas posibilidades de sobrevivir que no verá un nuevo amanecer. Por eso, es mejor que no corra la voz de que lo habéis visto... o alguien podría enfadarse.
De pronto, los tres se mostraron visiblemente aliviados.
—Claro, no lo hemos visto —convino uno.
—Y, si lo hemos visto, no nos hemos fijado en él —puntualizó el otro.
—No queremos que
alguien
se enfade —asintió el tercero.
Terminaron de cerrar el trato y se marcharon, más deprisa de lo que habían llegado.
Cuando se fueron, el abuelo se inclinó trabajosamente para mirar a Zor a los ojos.
—¿Estás bien?
El niño asintió, amedrentado.
—¿Qué les pasa, abuelo?
El anciano suspiró con pesadumbre.
—Nada, pichón, que tienen miedo de lo que es diferente. Por eso te dije que te ocultaras. Y es muy importante que no le enseñes eso a nadie. Se asustarán, o se enfadarán, o intentarán hacerte daño, sólo porque eres distinto. Por eso no deben saber que lo eres.
Zor era lo bastante mayor como para saber, a aquellas alturas, en qué consistía esa diferencia.
—No lo sabrán —le aseguró a su abuelo, muy serio.
—Bien —asintió él, satisfecho.
Y entonces le dio la tunda que le había prometido
.
Muchos años después, encaramando a un árbol del fango, Zor se retiró un poco la capa y acarició las sedosas plumas de sus alas, aquellas alas que habían brotado de su espalda nada más nacer y que eran parte de sí mismo, como sus brazos, o sus piernas. Su abuelo le había asegurado que, en contra de lo que les había dicho a los hombres de la Ciénaga, aquellas alas no eran algo malo ni anormal. Se trataba, simplemente, de que él tenía algo de lo que las demás personas carecían. No debía avergonzarse de ello, porque con aquellas alas podría hacer cosas maravillosas. Pero, como la gente era malvada, necia y envidiosa, era mejor que no supieran que las tenía.
Sólo cuando fue un poco más mayor comprendió Zor que, si vivían en el Desierto, lejos de la gente, era por su causa. Para que él pudiera pasearse a plena luz del día sin tener que cubrir su
diferencia
con una capa; para que nadie volviera a mirarlo de la forma en que lo habían hecho aquellos hombres. Para que pudiera aprender a volar.
Como un pajarillo, solía decir su abuelo. Y por eso lo había llamado Zor. Era una abreviatura de «azor», un ave orgullosa, poderosa y libre. Como aquel niño sería algún día.
El muchacho seguía sin saber qué era un ave, y mucho menos, cómo era un azor. Pero sí tenía clara una cosa: fuera como fuese, tenía alas. Como él.
Aguardó aún un largo rato antes de decidirse a abandonar su escondite, por si acaso. Entonces, con un suspiro, bajó de un salto al suelo cenagoso. Se estremeció de asco cuando sus pies chapotearon en el barro, pero se consoló diciéndose a sí mismo que no tardaría en estar de vuelta en su cálida cueva. Se encaramó al árbol para desatar ambos extremos de la capa, y después, de nuevo en el suelo, volvió a guardarla en su macuto. Estaba terminando de anudar el cierre cuando una mano cayó sobre su hombro, sobresaltándolo.
—Vaya, vaya... —masculló una voz ronca.
Zor se dio la vuelta de un salto para encararlo, ocultando su espalda a los ojos del desconocido. Era un hombre de mediana edad, de rostro arrugado y sucios cabellos grises. Por un momento le recordó a su abuelo, pero cuando él le dedicó una sonrisa desdentada y una mirada repleta de malicia, se corrigió inmediatamente: no, no se parecían en nada, decidió. Trató de zafarse, pero el individuo lo sujetó con firmeza por el cuello.
—Quieto, zagal, no te vayas tan deprisa... Vamos, sé bueno y cuéntale al viejo Ruk lo que haces aquí... ¿estás solo?
Zor atrapó la oportunidad al vuelo.
—¡No! —exclamó—. Mi gente anda cerca y no tardará en notar mi ausencia. Son todos feroces guerreros y...
—Mientes —se rió el extraño, echando su fétido aliento sobre el rostro del muchacho—. ¡Torken! ¡Gaub! —llamó—. ¡Mirad lo que he encontrado!
Zor se retorció, tratando de escapar de las manos como garras del desconocido y de alcanzar el cuchillo de hueso que siempre llevaba atado al cinto. Pensó, sin embargo, que si se movía con demasiado ímpetu, su capa podía resbalar, y entonces sus alas quedarían expuestas a los ojos del hombre. Se detuvo un momento, inquieto, y ese instante de indecisión fue su perdición: su captor aprovechó para aferrarlo con más fuerza, y lo retuvo hasta que sus compañeros lo alcanzaron.
—Bah, Ruk, pero si es sólo un mocoso —dijo uno de ellos, decepcionado; era un tipo grande, de frente ancha y largas greñas castañas, que no parecía tener muchas luces—. No tendrá más de doce años.
—Es mayor de lo que parece, Gaub —señaló el viejo, un poco ofendido—. Lo que pasa es que está muy esmirriado. Yo le echo trece, quizá catorce, si es un hijo de Gorlian, como parece. De todas formas, si es joven, mejor: cuanto más mozo, más tierno.
Los tres lo contemplaron con atención y con un brillo extraño en los ojos. A Zor se le revolvieron las tripas de puro miedo.
—¿De dónde has salido, muchacho? —preguntó Ruk, con fingida amabilidad—. No eres de por aquí, ¿verdad?
El chico calló, temblando de miedo, mientras pensaba frenéticamente qué era lo que debía decir. Su abuelo nunca lo había preparado para eso.