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Authors: Laura Gallego García

Alas negras (6 page)

BOOK: Alas negras
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El hombre lo sacudió sin contemplaciones.

—¡Te he hecho una pregunta, zagal! —le gritó—. ¡Contesta, si no quieres que te arranque la piel a tiras!

—¡Sólo estoy de paso! —chilló Zor, aterrado, y su voz sonó como un agudo graznido.

Los tres hombres rieron como si hubiese contado un chiste.

—¿Ah, sí? —dijo Gaub—. ¿Y a dónde vas, si puede saberse?

Zor tragó saliva. Decidió jugársela y dijo, tratando de sonar altivo y seguro de sí mismo:

—A ver a la Reina de la Ciénaga.

Los tres rieron aún más alto.

—¿Para qué?

—¡Porque me han enviado a verla!

—¿Quién?

Zor empezaba a cansarse de aquel interrogatorio. Recordó lo que le había dicho su abuelo antes de morir, y pensó que, si su nombre significaba algo para la Reina de la Ciénaga, también debía de impresionar a las gentes del barro, así que se arriesgó:

—Dag... El viejo Dag.

Funcionó, a medias. El nombre los hizo reaccionar, pero no de la forma en que había esperado. Ruk entornó los ojos y dijo, rechinando los dientes:

—¿Me tomas el pelo? El viejo Dag está muerto.

Zor no pudo disimular su turbación. ¿Cómo lo sabían? Era imposible que se hubiesen enterado tan pronto.

—El viejo Dag lleva muchos años muerto —añadió el rufián.

El chico dejó escapar una carcajada nerviosa. Eso era imposible. Sólo hacía doce días que lo había enterrado. El hombre, creyendo que se burlaba de él, levantó una mano para abofetearlo, pero el tercer miembro del grupo, el tipo larguirucho y de barba rojiza al que habían llamado Torken, lo detuvo.

—No, espera, Ruk —'dijo; sus ojos relucían divertidos—. Quiero escuchar el final de la historia. De modo, chico, que el viejo Dag te ha enviado a hacerle una visita a la Reina de la Ciénaga...

Los tres volvían a reírse sin disimulo. Zor empezaba a enfadarse al ver que no lo tomaban en serio.

—¡Es verdad! —protestó—. Dag ha muerto, es cierto, pero no hace años de eso, sino días. Vivíamos en el Desierto hasta entonces. Y antes de morir me pidió que le entregara un mensaje a la Reina de la Ciénaga. Un mensaje tan, tan importante —añadió— que, si la Reina no lo recibiese, se enfurecería... mucho.

Los tres cruzaron una mirada, y Zor pensó que se habían tragado su farol.

—Zagal, el viejo Dag lleva años muerto, y la Reina de la Ciénaga desapareció hace meses —le aseguró Ruk, sonriendo de forma desagradable.

Zor lo miró, inseguro; si la reina hubiese desaparecido, comprendió de pronto, su abuelo podría no haberse enterado. Después de todo, la enfermedad lo había tenido postrado en cama durante mucho tiempo.

—Así que, si dijeras la verdad —prosiguió Ruk—, nadie te estaría esperando, ni en casa, ni en tu lugar de destino. Creo que estás solo, muchacho, y creo que nadie te echará de menos cuando desaparezcas.

—Pero, ¿por qué? —chilló Zor—. ¡No os he hecho nada malo!

Torken suspiró casi con pesar.

—Lo sabemos, hijo, pero son malos tiempos... siempre son malos tiempos en Gorlian. Y las presas escasean —añadió, con una torcida sonrisa.

Zor vio cómo Gaub se relamía al mirarlo, y se quedó paralizado de horror.

—No estaréis pensando...

Ruk tiró de su brazo para sacarlo de debajo de la capa y examinarlo bajo la grisácea luz de la mañana. Chasqueó la lengua con disgusto.

—Muy flaco —sentenció.

—¿Y qué esperabas de un pimpollo de Gorlian? —replicó Gaub, relamiéndose de nuevo—. A mí me basta con eso. Es mejor que los peces del fango. Seguro que estará mucho más sabroso.

—¡No podéis comerme! —gritó el chico, debatiéndose con desesperación. Aquello debía de ser una pesadilla. En cualquier momento despertaría y descubriría que seguía en su cueva, junto a su abuelo...

—¿Por qué no vamos a poder comerte? —rió Ruk—. Llevamos años alimentándonos de pescado fangoso y carne de engendro. Los muslos de un muchachito serán todo un manjar. Los cocinaremos a la parrilla.

—Seguro que saben a cochinillo asado —suspiró Torken con nostalgia.

—Oh, sí, cochinillo asado —repitió Gaub, relamiéndose por tercera vez.

Zor no sabía lo que era un cochinillo, pero no tenía la menor intención de averiguarlo. Se revolvió y casi logró zafarse, pero Ruk lo atrapó limpiamente por la capa cuando ya casi se veía libre.

—Eh, zagal, ¿a dónde te crees que...?

Siguió un silencio incrédulo, asombrado. Zor no necesitaba mirar para darse cuenta de lo que estaba pasando.

—Mirad lo que tiene en la espalda —dijo Gaub, atónito.

—Son alas —dijo Torken en tono reverente—. Como las de
ella
. ¿Creéis que será algo suyo?

Zor estaba a punto de aprovechar aquel momento de sorpresa para escapar, pero las palabras del hombre lo dejaron clavado en el sitio. ¿Ella? ¿Alas?

—Vamos a averiguarlo —dijo Ruk, y le agarró el ala derecha con rudeza. Zor emitió un sonido que era a medias un sollozo y a medias un gruñido de advertencia. Detestaba que le tocaran las alas, y mucho más si se trataba de un desconocido—. Eh, parece de verdad —anunció el rufián, tironeando de ella.

Zor se desprendió del contacto de un manotazo y los miró, desafiante. Los tres lo observaban con una mezcla de desconfianza y curiosidad.

—Caramba, muchacho —dijo Torken—. ¿Por qué nos has hecho perder el tiempo con toda esa tontería del mensaje y el viejo Dag cuando tenías una historia mucho más interesante que contar?

Gaub se rió tontamente.

—Sí, y vaya historia. Apuesto a que la dama de hielo no era tan fría como aparentaba. «Soy un ángel y vosotros sois solo humanos» —dijo con voz de falsete—. Apuesto a que eso no le importaba tanto a la hora de buscar quien le calentara la cama.

Ruk se encogió de hombros.

—Ya ves, al final resulta que era tan zorra como todas las demás. ¿Cuántos principitos como éste habrá en la Ciénaga? —se preguntó en voz alta, examinando a Zor con suspicacia.

Zor temblaba de miedo y de nerviosismo. ¿De qué estaban hablando? ¿Qué insinuaban?

—Si se lo llevamos de vuelta, ¿creéis que nos recompensará? —preguntó Torken.

Zor no entendía del todo lo que estaban diciendo, pero aprovechó la oportunidad:

—¡Pues claro que os recompensará! ¡Y muy bien!

Los tres cruzaron una mirada.

—Y, naturalmente, tú sabes dónde encontrarla... —aventuró Ruk.

—¡Naturalmente! —aseguró el chico, asintiendo con energía; pero el hombre lo miró con fijeza y volvió a exhibir su sonrisa desdentada.

—No mientas al viejo Ruk —lo regañó—. Acéptalo: la Reina de la Ciénaga ha abandonado Gorlian, y lo ha hecho sin ti. Así que ahora ya no vales nada.

—Y te comeremos para almorzar —anunció Gaub, feliz—. Pero primero te desplumaremos. Como a una gallina.

—Como a un pollo —añadió Ruk, y los tres se echaron a reír a carcajadas.

Zor no pudo aguantarlo más. Le dio un fuerte empujón y, para su sorpresa, Ruk perdió el equilibrio. El muchacho se desasió y retrocedió de un salto. Pero el rufián no llegó a caer. Se enderezó y se lanzó contra él.

—¡Eh, que se escapa!

Los otros dos, cogidos por sorpresa, tardaron en reaccionar.

Zor sabía que ya no tenía elección. Se retiró la capa a un lado.

—Atrás, o... —advirtió, interponiendo su cuchillo entre él y los tres hombres.

Ellos rechinaron los dientes.

—Atrás... ¿o qué? —gruñó Ruk

—... o echaré a volar —terminó él

Los tres se rieron.

—Ella también tenía alas. ¿Y qué? No sabía volar.

—Como las gallinas —colaboró Gaub.

—O los pollos —añadió Torken-

Y se lanzaron a la vez sobre él.

Zor batió las alas una, dos, tres veces, y se elevó sobre ellos. Los tres hombres cayeron de bruces sobre el fango. El muchacho sintió que Ruk lo agarraba por la capa, pero tiró de ella para liberarla y se vio, por fin, a salvo, muy por encima de ellos. Mientras ascendía hacia los cielos de Gorlian, los vio allá abajo, cubiertos de barro, despidiéndolo con maldiciones e improperios. Alzó la cabeza y no volvió a mirarlos.

Por fin era libre.

Se zambulló en el cielo neblinoso, sintiéndose feliz por primera vez en mucho tiempo. Hizo piruetas en el aire, se elevó y luego se lanzó en picado para remontar el vuelo momentos después.

Su abuelo le había prevenido en contra de volar. Le había dicho que sólo podía hacerlo cuando estuviera cerca del refugio, y sólo tras asegurarse de que no había nadie en las inmediaciones. Lejos del Desierto, en lugares más poblados, en las estribaciones de la Cordillera y, por supuesto, en las orillas de la Ciénaga, debía comportase como uno más, sin despegar nunca los pies del suelo. Pues si alzaba el vuelo, alguien podría verlo, y eso era mucho, mucho más peligroso que afrontar los peligros de la superficie.

Pero en aquel momento, habiéndose salvado de ser asado y devorado por Ruk y sus malcarados amigos, no lo veía así. Por primera vez, sus alas eran una ventaja, y no un inconveniente. Por primera vez, saber volar le había salvado la vida.

Allí arriba se sentía invencible. ¿Por qué razón había insistido tanto su abuelo en que no lo hiciera? ¿Tenía algo que ver con la Reina de la Ciénaga?

Zor no había comprendido del todo las palabras de los tres rufianes, pero había algo que sí creía haber captado: la Reina de la Ciénaga tenía alas.

Como él.

Pero ella se había marchado, había desaparecido, y eso desconcertaba al muchacho. ¿Dónde estaría? En Gorlian no había muchos lugares a donde ir. Quizá, como habían insinuado los pescadores, estaba muerta. En tal caso, ya nadie podría explicarle por qué ella tenía alas, por qué él las tenía, y por qué era diferente en eso a todos los demás... o a casi todos los demás.

En aquel momento se oyó un trueno y comenzó a llover, casi sin previo aviso. Zor resopló, contrariado. En apenas unos instantes, y dado que ya no contaba con la protección de los árboles, quedaría totalmente empapado. Además, la lluvia venía cargada de fango, como toda la que caía sobre la Ciénaga; si permitía que se le embarraran las alas, se le endurecerían después y no podría volar. De modo que, con resignación, descendió un poco y planeó sobre las copas de los árboles, buscando un lugar donde aterrizar.

Y en aquel momento oyó un extraño grito chirriante, un aullido que no podía ser humano, y una sombra se cernió ante él, tras la pesada cortina de lluvia. Por un breve instante, Zor llegó a creer que era la Reina de la Ciénaga, que acudía a buscarlo... pero entonces eso se acercó y se hizo más visible, y el joven se topó de bruces con una enorme criatura de ojos rojos y enormes alas correosas.

Tardó apenas un segundo en reconocerla.

El Murciélago.

Llamaban así a un gran engendro alado que habitaba en la Cordillera, pero que solía sobrevolar la Ciénaga en busca de presas. El Murciélago tenía seis patas, como un insecto, y una pequeña cabeza cuyos sentidos estaban, sin embargo, sorprendentemente desarrollados. Como la mayoría de los engendros, era letal; su boca contaba con un doble juego de dientes afilados que trituraban cualquier cosa que se llevara a la boca. Y, como la mayoría de los habitantes de Gorlian, solía estar hambriento muy a menudo.

Zor trató de virar en el aire para escapar de él, pero el Murciélago era más rápido. Con un nuevo chillido, se arrojó sobre él, y el chico sintió que lo aferraban por el ala derecha por segunda vez en el mismo día. Desesperado, dio media vuelta en el aire para golpearlo con el zurrón. La fuerza centrífuga hizo el resto. La bolsa le dio al monstruo en la cabeza y lo hizo soltar su presa un instante.

Zor sabía que, si volvía a atraparlo, no volvería a escapar con vida. Tenía que despistar al engendro, como fuera.

Replegó las alas.

Inmediatamente, empezó a caer en picado, como una piedra. Oyó el chillido del Murciélago, escuchó el poderoso batir de sus grandes alas y supo que lo perseguía. Apretó los dientes mientras seguía precipitándose en una mortífera caída libre hacia el suelo. Tenía que esperar hasta el último momento, o el engendro lo alcanzaría. Pero, si tardaba demasiado, se estrellaría contra el fangoso suelo de la Ciénaga.

Casi pudo sentir el hediondo aliento del Murciélago en su nuca cuando, por fin, desplegó las alas y frenó su caída con brusquedad. Realizó un repentino giro para dejar atrás a su perseguidor y planeó sobre las copas de los árboles del fango. Sin embargo, las garras del monstruo lo golpearon y lo hicieron perder el equilibrio. Dio varias vueltas de campana en el aire y comprobó, aterrado, que aún seguía cayendo. Batió las alas mientras se precipitaba hacia el lodo y las ramas de los árboles arañaban dolorosamente su cuerpo.

Por fin, aterrizó pesadamente en el barro. Chapoteó, aturdido, mientras oía el grito frustrado del Murciélago sobre su cabeza, y la lluvia seguía golpeándolo sin misericordia. Logró abrir los ojos y alzar la cabeza, y vio algo entre la bruma.

«Qué raro... una casa que flota sobre el fango», pensó, antes de perder el sentido.

III
Infierno

Vol-Garios, en los confines del reino de Saria, era un enorme volcán que hacía siglos que permanecía dormido. Había transcurrido demasiado tiempo como para que los humanos, criaturas de cortas vidas y frágil memoria, recordasen todavía la devastación que vomitaban sus entrañas cuando retemblaba la tierra y la montaña despertaba. Sin embargo, ninguna población, ni una sola granja solitaria, se alzaba a sus pies, ni los cultivos arañaban sus laderas. Saria era un reino rico y próspero, pero eso no bastaba para justificar que sus habitantes hubiesen dado la espalda a aquellas tierras.

«Lo saben», pensó Ahriel mientras ambos ángeles sobrevolaban los alrededores del volcán. «Puede que no de forma consciente; pero, de alguna forma, intuyen que algo muy oscuro habita en este lugar.» Miró de reojo a su compañero, pero Ubanaziel no hizo ningún comentario. Sus penetrantes ojos de águila estaban fijos en el cráter de Vol-Garios, y Ahriel se preguntó si comprendía lo que había en aquel lugar.

Por supuesto que sí, se dijo ella enseguida. Aunque nadie fuera capaz de enumerar las puertas que conducían al infierno, seguramente el Guerrero de Ébano guardaba a buen recaudo la llave de todas ellas.

O de casi todas.

Ahriel le indicó con señas que había que descender hasta el cráter, y Ubanaziel asintió, en absoluto sorprendido. Los dos ángeles planearon sobre la boca de Vol-Garios y fueron descendiendo lentamente, aprovechando las corrientes de aire. Las poderosas alas de Ubanaziel batían el aire de vez en cuando, con majestuosa lentitud. El viento revolvía su cabello trenzado, despejando su rostro, que parecía esculpido en obsidiana. Ahriel era consciente de que su propio vuelo era más torpe que el del Consejero, porque sus alas no se habían recuperado del todo de los largos años de reclusión en Gorlian, y echó de menos tiempos mejores. Sacudió la cabeza y trató de centrarse en el presente.

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