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Authors: Laura Gallego García

Alas negras (32 page)

BOOK: Alas negras
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—Si eso es lo que quieres —accedió—. Pero el mayor logro de un ángel no consiste en ser el mejor guerrero, sino en conseguir que en el mundo en el que habita nunca sea necesario empuñar las armas.

—Vosotros dos, dejaos de filosofía y poneos a hurgar en esas estanterías, por todos los engendros de Gorlian —los riñó la voz del Loco Mac desde detrás de una enorme pila de libros—. Ya no nos queda mucho tiempo.

Y estalló en una sarta de carcajadas dementes.

Furlaag había dejado que los demás demonios se divirtieran en el mundo de los humanos durante una jornada completa. Habían asesinado, torturado y destruido a placer, y aún quedaban muchas poblaciones que arrasar. Sin embargo, a Furlaag no le convenía que los demonios saciaran su sed de sangre, no todavía. Tenían una gran batalla por delante. Seguido de sus lugartenientes más fieles, pasó toda la noche volando de una puerta del infierno a otra, llamando a sus tropas, convocándolas para su próximo objetivo: asaltar Aleian. Derrotar a los ángeles que, tanto tiempo atrás, los habían encerrado en su propia dimensión, sellando todas las salidas para que se consumieran en un mundo muerto, alimentando su odio bajo una sangrienta luz carmesí.

No necesitó esforzarse mucho para que todos lo siguieran. El ejército infernal sobrevoló todos aquellos lugares donde la horda de demonios se entretenía masacrando a toda criatura viviente, y la noticia se extendió como la pólvora. Había llegado el momento. Furlaag los reclamaba para luchar contra los ángeles.

Uno tras otro, los demonios dejaban todo lo que estuvieran haciendo y alzaban el vuelo para unirse a las huestes infernales. Así, poco a poco, ciudades y aldeas fueron librándose de aquella terrible plaga; pero en la mayoría de los casos no quedaba nadie con vida para alegrarse de ello.

Y a medida que los enclaves humanos se vaciaban de demonios, las tropas de Furlaag aumentaban en número. Cuando, por fin, cientos de miles de demonios se reunieron en el cielo, tapando las estrellas con sus negras alas de murciélago, Furlaag se detuvo y se volvió hacia los suyos. Contempló con orgullo los ojos brillantes, las garras, las colas restallantes, los colmillos que asomaban de los hocicos entreabiertos y la malevolencia que se adivinaba en las sinuosas sonrisas de los demonios. Era consciente de que aquellas criaturas no lo seguían por lealtad, ni siquiera por agradecimiento. Se habían unido a él porque su liderazgo les prometía más violencia, más sangre, más vidas que segar, más criaturas a las que destruir. En resumen: más diversión. Pero una guerra contra los ángeles era mucho más que diversión. Los habitantes de Aleian eran muy poderosos, y todos sabían que cientos, quizá miles de demonios caerían en aquella batalla. Sin embargo, allí estaban: dispuestos a luchar, no por devoción hacia su líder, ni siquiera por el placer de matar, sino por deseo de venganza. Los ángeles eran sus enemigos más directos, todos los demonios lo sabían, y estaban dispuestos a enfrentarse a ellos. Porque, y todos eran también muy conscientes de ello, probablemente no tendrían una ocasión mejor para derrotarlos.

Suspendido en el aire, batiendo lentamente las alas, Furlaag aguardó a que los últimos rezagados se uniesen a su ejército, y entonces gritó, con una voz ronca, pero pletórica de energía:

—¡Por la caída de Aleian! ¡Por el exterminio de los ángeles! ¡Seguidme, habitantes del infierno!

Y todos los demonios, como una sola garganta, rugieron su conformidad.

Como si los hubiesen escuchado, todos los ángeles de Aleian alzaron la cabeza, con el corazón repleto de inquietud.

También Ahriel presintió la catástrofe. La habían encerrado en una sala de paredes marmóreas iluminada tan sólo por el haz de luz que se filtraba por una pequeña claraboya. Pese a disponer de una cómoda cama y de un par de asientos, ella había optado por sentarse en un rincón, abrazada a sus propias rodillas, dejando pasar el tiempo. Ni siquiera la inminente batalla la hizo reaccionar. Quedó un momento con la mirada fija en el pedazo de cielo que se adivinaba a través de la claraboya, pero luego volvió a dejar caer la cabeza y a cerrar los ojos. Ya nada le importaba. Tampoco la preocupaba el resultado de la batalla. Tanto si ganaban los ángeles como si resultaban derrotados, el mundo nunca volvería a ser el mismo. Y, en cualquier caso, ella no viviría para verlo. Si no la mataban los demonios, sería ejecutada por sus propios congéneres.

Y le daba igual.

Tras la pérdida definitiva de su hijo, tras aquella serie de terribles fracasos, tras la muerte de su última esperanza, su suerte y la de su mundo le resultaban indiferentes.

Respiró hondo, apoyó la cabeza en la pared y se dejó llevar hacia un estado de semiinconsciencia. Al otro lado del muro, en las blancas calles de Aleian, los ángeles corrían a unirse a su ejército para salir al paso de las hordas infernales. Ahriel podría haberles dicho que era inútil, que llegaban demasiado tarde, que la mayor parte del mundo de los humanos había sido ya destruido, y que, aun en el caso de que vencieran en aquella batalla, se había perdido ya tanto que no valía la pena luchar.

Podría habérselo dicho, pero, ¿para qué molestarse?

Lekaiel alzó la mirada para contemplar a las escuadras angélicas que, en perfecta formación, levantaban el vuelo desde Aleian, cubriendo el cielo nocturno con un manto de blancas alas. Muchos de los suyos morirían aquel día, y la Consejera era consciente de ello. Los ángeles podrían haberse encerrado en su bella y radiante ciudad y abandonado a los humanos a su suerte, en el convencimiento de que los demonios no serían capaces de llegar hasta ellos. Pero se sentían responsables y creían que debían ayudar a los mortales, aun cuando aquella ayuda llegara demasiado tarde. Lekaiel vio cómo la quinta escuadra levantaba el vuelo. Todos ellos eran guerreros fuertes y experimentados, y se preguntó si aquello bastaría. No habían movilizado a los veteranos, ni tampoco a los más jóvenes. Había habido una larga y encendida discusión en el Consejo acerca de esto. Había quien opinaba que los ángeles debían atacar con todo lo que tenían; otros, sin embargo, pensaban que no valía la pena arriesgarlo todo para salvar a los humanos. Los ángeles estaban seguros en Aleian, y si la abandonaban todos para pelear contra los demonios, las pérdidas podrían ser incalculables. La propia especie angélica podría no recuperarse jamás.

«Me pregunto qué habría hecho Ubanaziel en esta situación», se dijo. Era un pensamiento que llevaba todo el día rondándole por la cabeza.

Lekaiel era vieja, muy vieja, aunque la radiante tersura de su piel no lo demostrara. Ella recordaba muy bien el día en que Ubanaziel había regresado del infierno, aún profundamente turbado por la pérdida de su amigo Naradel. Los ángeles habían celebrado la derrota de los demonios y el cierre de todas las puertas del infierno con festejos que habían durado semanas enteras, pero el héroe de aquella batalla no había sonreído ni una sola vez en todo aquel tiempo. Lekaiel había adivinado que el infierno había dejado una marca indeleble en el alma del Consejero, e intuyó que un terrible secreto lo torturaba noche y día. ¿Qué habría sucedido en el mundo de los demonios que tanto lo había afectado? Lekaiel no lo sabía, pero había abrigado la esperanza de que el tiempo sanaría las heridas del Guerrero de Ébano.

No había sido así. Los ángeles se habían acostumbrado a verlo serio y circunspecto y habían acabado por considerar que aquello era un rasgo inherente de su carácter, pero Lekaiel recordaba muy bien al alegre joven que se había unido a la batalla contra los demonios aquel fatídico día. Cerró los ojos un momento, echándolo de menos una vez más. Ubanaziel había sido un gran guerrero hasta el final. Lekaiel deseaba que la muerte le hubiese traído por fin la paz que tanto anhelaba su corazón. Y, sin embargo, cuan necesario habría sido en Aleian en aquel momento...

Un murmullo la distrajo de sus pensamientos. La sexta escuadra acababa de partir, y la séptima aguardaba su turno. Pero parecían inquietos y no guardaban la formación con la férrea disciplina que los caracterizaba.

—¿Qué sucede? —preguntó la Consejera a un ángel que se acercó presuroso hasta ella.

—La generala Miradiel ha mandado un mensajero desde su posición. Lo he enviado a alertar al resto del Consejo, porque es sumamente importante —se detuvo un momento, incómodo.

Lekaiel entornó los ojos. Miradiel estaba al mando de la primera escuadra, pero era demasiado pronto como para que hubiesen alcanzado aún cualquiera de las poblaciones humanas cercanas a las puertas del infierno.

—¿Qué sucede? —repitió—. Habla, por favor.

—Dicen que... bueno, dicen que han avistado al enemigo.

—¿Tan pronto? Eso es imposible.

—No, Consejera —rebatió su interlocutor; Lekaiel habría jurado que temblaba de miedo—. Los demonios han... reunido un ejército... un gran ejército. El mayor que jamás se haya visto en este mundo. Y vienen... vienen hacia aquí.

—¿Hacia Aleian? No puede ser. Ningún demonio sería capaz de seguir la ruta hasta la Ciudad de las Nubes. Las defensas de la ciudad...

—Miradiel ha enviado también a alguien para que comprobase que estaban todas en su sitio antes de dar la alarma —cortó el emisario—. No hay error posible: el círculo de protección funciona. Pero los demonios sabían cómo atravesarlo.

El color huyó completamente de las mejillas de la Consejera. Melbanel les. había advertido ya de las intenciones de los demonios, pero le había parecido demasiado improbable como para ser cierto. Sin embargo... si ellos estaban en camino... si de verdad habían hallado la ruta hasta Aleian...

—¿Quiere decir eso... que alguien nos ha traicionado?

El ángel tragó saliva.

—No veo ninguna otra posibilidad —dijo.

Lekaiel entornó los ojos en una mueca de rabia.

—Ahriel —dijo solamente.

Se volvió hacia los ángeles más cercanos.

—¡Llamad a las armas a toda la ciudad! —exclamó—. ¡Reunid a todos los que puedan empuñar un arma! ¡Avisad a Yekael, Paladiel y Sidanel! ¡Que reúnan a sus escuadras y organicen la defensa de Aleian!

Desplegó las alas y, antes de batirlas para alzar el vuelo, dijo a su compañero:

—Encárgate de que los generales de todas las escuadras estén al tanto de lo que sucede —ordenó—. Después, reúnete conmigo en la sede del Consejo para presentar un informe. Si nos superan en número, como así parece, una buena estrategia podría ser lo único que nos salve del desastre.

Habló con energía y decisión, pero en el fondo de su corazón se sentía ya presa de la más completa desesperanza.

Una luna fantasmal lucía en el cielo cuando ángeles y demonios chocaron por primera vez. Las huestes infernales tenían dos ventajas de su parte: en primer lugar, eran claramente superiores en número; y en segundo lugar, que los ángeles no habían esperado encontrarlos tan pronto, ni tan cerca de su amada ciudad, por lo que su presencia los había cogido por sorpresa. La inquietud y la incertidumbre habían mermado los ánimos de los guerreros angélicos, pese a los esfuerzos de sus generales por organizar las tropas para entrar en batalla antes de lo esperado.

Los demonios se arrojaron sobre ellos en un confuso cúmulo de garras, cuernos y dientes, aullando ante el inminente placer de la batalla. Su energía y su fiereza tomaron desprevenidos a los disciplinados guerreros de Aleian. La primera escuadra fue la que más sufrió el embate de las criaturas infernales, y pronto empezaron a caer ángeles del cielo, ángeles con las alas quebradas y las blancas túnicas ensangrentadas. Los demonios parecían ser más rápidos, más fuertes y, sobre todo, imprevisibles. Muchos de ellos ni siquiera empuñaban armas: no les hacía falta. Mordían, arañaban y desgarraban, y las espadas de los ángeles parecían resbalar sobre su escamosa piel.

Confusos y aterrorizados, los ángeles de la primera escuadra se vieron superados por las hordas demoníacas, hasta que se escuchó la voz, clara y rotunda como el tañido de una campana, de la generala Miradiel:

—¡Por Aleian, guerreros! ¡Por la Luz y el Equilibrio!

Sus palabras, sencillas pero efectivas, tuvieron la virtud de recordar a los ángeles quiénes eran y para qué estaban allí.

—¡Por la Luz y el Equilibrio! —gritaron; en aquel momento, la segunda y tercera escuadras se unieron a ellos, y los ángeles lucharon con mayor brío, obligando a los demonios a retroceder un poco.

Pronto, la batalla en el cielo fue total y encarnizada. Los ángeles luchaban con total disciplina, seguros de sí mismos, de sus ideales y de la luz que brillaba en sus corazones. Luchaban por Aleian, la Ciudad de las Nubes, por los suyos y por el mundo entero, y la certeza de aquella responsabilidad les daba fuerzas para continuar. Los demonios, por el contrario, reían como locos y peleaban furiosa y caóticamente, por el simple placer de hundir sus garras en las entrañas de sus enemigos, de cortar sus hermosas cabezas, de arrancarles las alas a mordiscos. Sabían que Aleian estaba cerca, que los ángeles no habían esperado encontrarlos tan próximos a su hogar, que pronto podrían salpicar de sangre las blancas calles de la Ciudad de las Nubes. Aullaban, enardecidos por la emoción de la batalla, amenazando con cernirse como una negra nube sobre el hogar de los ángeles. Y, por encima de todos ellos, volaba Furlaag, satisfecho, sabedor de que probablemente no había nadie en todo el ejército angélico capaz de hacerle frente.

Mientras todo Aleian preparaba sus defensas, mientras los ángeles luchaban en una batalla sin cuartel, mientras docenas de criaturas aladas, de uno y otro bando, se precipitaban a tierra, heridas de muerte o ya sin vida alguna que alentase sus corazones, Furlaag contemplaba el espectáculo y reía.

—Yo no debería estar aquí —dijo Ubanaziel, cerrando de golpe un volumen y levantando una nube de polvo al hacerlo—. A estas alturas los ángeles ya habrán salido al encuentro de las huestes infernales. Y yo debería estar peleando junto a ellos.

Llevaban toda la noche examinando antiguos libros, pero no habían sacado nada en claro de ello. Al ángel no parecían afectarlo ni el hambre ni el cansancio, pero sus compañeros estaban agotados. Cosa se había dormido hacía un buen rato, hecha un ovillo, en un rincón de la sala, y Mac daba cabezadas de vez en cuando sobre los libros de hechicería. Zor estaba demasiado alterado como para pensar siquiera en dormirse, pero su estómago protestaba ruidosamente de vez en cuando.

—Estamos muy cerca —protestó Mac, pasando frenéticamente las páginas de un venerable volumen—. Ya hemos reunido mucha información, ¿no?

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