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Authors: Laura Gallego García

Alas negras (27 page)

BOOK: Alas negras
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—Yo no creo que esos dos sean enemigos —dijo—. Más bien diría que son todo lo contrario. Yo creo que Shalorak estaba esperando a Marla con impaciencia, pero a los ángeles no quiere ni verlos. Se oculta de ellos y finge no estar en casa, y habló de defenderse si fuera necesario.

Mac lo obsequió con una serie de risotadas dementes.

—Bueno, ¿y qué prueba todo eso? —se impacientó—. Puede que no seas aún consciente de ello, chaval, pero estamos en un lugar muy peligroso, y para mayor desgracia hemos venido a parar aquí justo al mismo tiempo que Marla y Ahriel. Cualquiera de esos dos nombres debería hacer que mojaras los pantalones de puro miedo, pero si además tienes en cuenta que hay engendros, demonios y expertos en magia negra... Mira, jamás pensé que diría esto, pero ahora mismo, la Fortaleza es un sitio aún más peligroso que Gorlian. Déjalos que se peleen y que se maten, si quieren; pero nosotros deberíamos estar muy lejos de aquí cuando se enfrenten.

—¡Pero es que no lo entiendes! Quizá Ahriel no está aliada con esos magos negros, después de todo. Han venido a buscar la esfera de Gorlian, Mac. Tenía intención de rescatarnos.

—¿Tú crees? ¿Y por qué estaba con Marla, entonces?

—Quizá... quizá la necesitara a ella para algo... para encontrar la esfera, por ejemplo.

—Te recuerdo que Ahriel también escapó de Gorlian. Debía de saber muy bien dónde encontrar esa condenada bola de cristal. Déjalo, muchacho, en serio: esto no puede ser bueno para ti. Acepta de una vez que el corazón de tu madre se ha vuelto duro como el acero y negro como el carbón, asúmelo, dale la espalda y serás más feliz. Y créeme, yo no le reprocho a Ahriel que haya cambiado tanto. Sé lo que Gorlian puede hacerle a una persona, incluso a la más bienintencionada. Sobre todo a las más bienintencionadas —añadió, con una estridente carcajada.

Zor sacudió la cabeza.

—Marchaos vosotros si queréis, pero yo necesito averiguar algo más, descubrir qué está haciendo mi madre aquí. Si no lo hago, me quedaré siempre con la duda.

—¿No te ha bastado con oírla hablar en el bestiario para saber qué clase de persona es?

Zor calló un momento. Mac había puesto el dedo en la llaga: las duras palabras del ángel le habían dolido más de lo que quería admitir. Y también habían hecho mucho daño a Cosa, Zor lo sabía. Colocó una mano tranquilizadora sobre el brazo del engendro, ofreciéndole su apoyo, antes de replicar:

—Hablaba de los engendros en general, Mac. Reconoce que muchos en Gorlian piensan como ella. Y, además, no conoce a Cosa. Estoy seguro de que si tuviera la oportunidad...

—No se la va a dar, ya lo sabes —cortó él—. La mataría antes de que tuvieses tiempo de explicarle que ella es diferente. Además, Ahriel sabe de sobra que existen engendros inteligentes. El Rey de la Ciénaga, al que ella asesinó para ocupar su lugar, era uno de ellos. Ya te lo conté, ¿no?

Zor se había quedado mudo de la impresión. Sabía que Ahriel, en su sangrienta represalia por la muerte de su compañero, había matado al Rey de la Ciénaga. También recordó en aquel momento que Mac le había contado que uno de los engendros inteligentes de Fentark había llegado a ocupar aquel puesto, pero no lo había creído del todo entonces y, además, tampoco se le había ocurrido relacionar ambos hechos.

—Entonces, será mejor que te marches tú con Cosa —acertó a farfullar—. Sólo por si acaso. Pero yo tengo que saber qué está pasando exactamente.

Mac suspiró. Después miró sucesivamente a Zor y a Cosa y volvió a suspirar.

—Bueno —dijo por fin—. ¿Tú qué dices, pequeña?

Cosa se colgó del brazo de Zor, posesivamente, y declaró:

—Nnnnu sssolu. Mmmiggu.

El Loco Mac se rascó la cabeza.

—Bueno —repitió, sin poder reprimir una serie de risotadas nerviosas—. No me quedará más remedio que acompañaros para que no os metáis en líos. Pero esto es un suicidio, Zor, te lo advierto.

—Iremos con cuidado —le prometió el chico—. Vamos, deprisa; nos llevan mucha ventaja.

Bajaron por las escaleras y llegaron al nivel inmediatamente inferior sin encontrarse con nadie. Una inquietante calma sobrenatural lo envolvía todo y, casi sin darse cuenta, se pegaron más unos a otros. Recorrieron el pasillo, con precaución, pero todo parecía estar desierto.

—Habrán ido directamente a esa Sala de las Grandes Invocaciones —susurró Mac—. Creo que no existía cuando yo formaba parte de la Hermandad, pero abajo del todo había un gran salón de reuniones que pueden haber reconvertido para tal fin. No se me ocurre ninguna otra habitación lo bastante grande como para reunir a un montón de gente.

Descendieron por la que Mac les aseguró que era la última escalera. Desembocaron en una antecámara circular, al fondo de la cual había una gran puerta de madera esculpida con docenas de figuras de diversos demonios y diablillos.

—Esto no estaba aquí antes —murmuró Mac—. Oh, vamos, Zor —le reprochó, al ver que retrocedía un par de pasos, asustado—. No son más que tallas.

—No son las tallas. Hay algo malvado al otro lado de esa puerta, ¿no lo notas?

Con sumo cuidado, los dos se apoyaron contra la puerta para tratar de escuchar lo que sucedía al otro lado. Pero no oyeron nada.

Zor se apartó un poco, decepcionado, y buscó una manera de abrir la puerta. Mac lo detuvo cuando estaba a punto de mover el picaporte.

—¿Qué haces, loco? —dijo, tratando de contenerse para no dejar escapar una risita histérica—. ¿Quieres que nos descubran? Si no me equivoco, están todos al otro lado, chaval: los magos, los ángeles, Marla...

—¿Entonces...?

—¡Calla! —susurró Mac—. Pasa algo ahí dentro.

Los dos volvieron a pegar la oreja a la puerta, pero sólo obtuvieron un tenso silencio.

—Qué raro —murmuró Mac—. Habría jurado que...

—¡Vete! —se oyó de pronto la voz del ángel de piel oscura. Zor reaccionó deprisa. Tiró de Mac hacia atrás y lo apartó de la puerta un instante antes de que ésta se abriera de golpe. Los tres amigos quedaron ocultos tras ella y contemplaron, conteniendo el aliento, cómo Ahriel salía disparada de la sala, desplegaba las alas y echaba a volar escaleras arriba, casi pegada al techo. Fue tan sólo un instante, pero Zor habría jurado que había lágrimas corriendo por sus mejillas.

Sin embargo, no tuvo tiempo de pensar en ello, porque la voz del demonio retumbó en las mentes de todos:

«Y ahora, ¿vais a matar al ángel de una vez?»

Mac y Zor cruzaron una mirada.

—¡No tiene ninguna oportunidad! —dijo el muchacho, extrayendo su cuchillo del cinto.

—¡Para, loco! ¿A dónde crees que vas?

Pero Zor ya se precipitaba en el interior de la sala.

Se detuvo de golpe, intimidado, cuando vio lo que le esperaba allí.

Tres encapuchados, vestidos de riguroso negro, entonaban una siniestra salmodia reunidos en torno a un enorme demonio que flotaba en medio de una extraña niebla roja. Sus contornos parecían algo difuminados, como si fuese un fantasma, pero Zor estaba seguro de que se trataba del mismo demonio que había visto antes, hablando con Shalorak.

Y allí estaba el propio Shalorak, delante de una joven pelirroja, pálida y demacrada, y tan desaliñada como si acabase de escapar de Gorlian. Había extendido un brazo por delante de ella, en ademán protector, y con el otro señalaba al ángel de piel negra, que parecía haber quedado congelado, como una estatua de obsidiana, en mitad de un gesto ofensivo, levantando la espada por encima de la cabeza. Pero también la sonrisa malvada de Shalorak se heló en sus labios cuando vio a Zor entrar de pronto en la sala. Por un brevísimo instante, los dos se miraron; el medio ángel, tratando de decidir cuál sería su siguiente paso, y arrepintiéndose ya de haberse precipitado; el hechicero, intentando adivinar a qué se debía la presencia de aquel intruso.

—¿Quién...? —empezó Shalorak, pero no pudo terminar. En aquel preciso momento, Cosa entró corriendo en la sala y se abalanzó sobre él para arrojarlo al suelo, sin darle tiempo a reaccionar. Los dos rodaron por tierra, en un confuso revoltijo de brazos, piernas y pliegues de túnica negra. Los otros acólitos callaron, sorprendidos.

«¡No interrumpáis el ritual!», bramó el demonio. Trató de abalanzarse sobre Zor, pero éste comprobó, aliviado, que el mágico óvalo que relucía a su alrededor parecía contenerlo, puesto que no fue capaz de avanzar más allá. Los sectarios reanudaron su letanía.

Shalorak también se repuso. Zor no pudo ver lo que hacía, pero de pronto Cosa chilló, y algo la lanzó con violencia hacia atrás, arrojándola contra el medio ángel. Éste trató de frenarla, y ambos cayeron de espaldas al suelo. Cuando Zor volvió a mirar, Shalorak ya se había levantado. Su negra capucha había caído hacia atrás, y su cabello rubio estaba alborotado. Sus ojos relucían, llenos de ira.

—¿Cómo os atrevéis?

—Vaya, vaya, muy interesante —dijo entonces la joven pelirroja—. Son presos de Gorlian. Unos presos muy peculiares, además.

Shalorak contempló, desconcertado, los restos de lo que parecía haber sido una bola de cristal, a los pies de su compañera.

—Oh, no, no ha sido por esto —dijo ella, al advertir la dirección de su mirada—. Han venido de fuera. Han tenido que haberse escapado antes. Y me gustaría saber cómo —añadió, lanzándole una mirada incendiaria.

«Tiene que ser Marla», comprendió Zor, de pronto. «Encomendó a Shalorak el cuidado y la vigilancia de la esfera...»

Un gemido de Cosa lo distrajo de sus pensamientos. Ella yacía entre sus brazos, con una extraña herida humeante en el pecho, y Zor advirtió, alarmado, que nunca antes la había visto tan pálida.

—¿Qué le has hecho? —exigió saber, pero Shalorak no respondió. Había clavado la mirada en Cosa, y la contemplaba, con los ojos entornados y una curiosa expresión de miedo y odio pintada en su rostro.

—Mira por dónde —sonrió Marla—. Has escapado por los pelos, pequeño bastardo. ¿Eres consciente de que, si te hubieses quedado en Gorlian apenas unos días más, habrías muerto con todos los demás?

—¿Qué quieres decir? —Zor dirigió la mirada, involuntariamente, hacia los cristales que había a los pies de Marla, y una horrible sospecha le oprimió el corazón—. ¿No habrás...?

—Basta ya de juegos —cortó Shalorak, irritado—. Hemos hablado ya demasiado, mi señora. Las puertas están a punto de abrirse. Si dais vuestro permiso, eliminaré a todos los intrusos de una vez por todas.

«Ya era hora», sonó la voz del demonio, con un tono entre molesto y aburrido. Su cola batía el aire con impaciencia.

—Espera, Shalorak —lo detuvo Marla—. Acaba con el ángel y con el engendro, pero el bastardo debe permanecer con vida —sus ojos relucieron, divertidos—. ¿Eres consciente de que Ahriel se nos ha escapado, y de que podremos mantenerla controlada si lo tenemos a él?

«Déjate de juegos, Marla», dijo el demonio. «Matadlos a todos. Inmediatamente.»

Ella se volvió hacia la criatura, consternada.

—Pero...

«Es una orden», bramó el demonio, y los dos humanos se encogieron de miedo.

—Como gustes, Furlaag —murmuró Shalorak; miró a Marla, y ella asintió brevemente.

Zor llevaba ya un buen rato arrepintiéndose de haber irrumpido en aquella sala sin pensar en las consecuencias, pero en aquel momento supo que todo estaba perdido. Había tenido la esperanza de que el ángel lo ayudara; sin embargo, éste seguía paralizado, sin mover un solo músculo, como si ya no fuese una persona de carne y hueso, sino una estatua inanimada. Bajó la mirada para contemplar a Cosa. La horrible herida que Shalorak le había infligido no tenía buen aspecto. Apretó los dientes, furioso consigo mismo y con el mundo en general. ¿Cómo podía enfrentarse a alguien que utilizaba trucos tan sucios? ¿Era aquélla la «magia negra» que dominaban los miembros de la secta? Si era así...

Levantó la cabeza para contemplar a Shalorak. El joven sectario había alzado los brazos, y sus manos brillaban con un leve resplandor azulado. Sus ojos relucían de forma siniestra. Cosa gimió bajito, y murmuró algo que sonó como:

—... rmmmannu...

Y Zor la abrazó con fuerza y cerró los ojos. «Es el fin», pensó. Había sobrevivido durante años en Gorlian, pero nadie le había enseñado las reglas del mundo real, y éste iba a acabar con él al primer asalto. Oyó un leve zumbido cuando Shalorak lanzó su magia contra ellos.

Sin embargo, la muerte no llegó. Zor notó que algo relucía intensamente a su alrededor, escuchó el grito de rabia de Shalorak, y abrió los ojos con precaución.

—Hablando de encuentros interesantes —dijo tras ellos la inconfundible voz del Loco Mac—. ¿No me has echado de menos, querida Marla?

—¡Tú...! —exclamó Marla al reconocerlo, y Zor creyó distinguir un punto dé miedo en su voz—. ¡Se suponía que estabas muerto!

—¿Muerto? ¿Muerto? —repitió el Loco Mac, con voz chillona—. ¿Te parezco muerto ahora, bruja traidora? ¡Pronto vas a saber tú lo que es estar muerta!

Entonces, con un rugido de ira, la estatua que era el alto ángel negro cobró vida de pronto y descargó su espada contra Marla. Shalorak tuvo el tiempo justo de apartarla de un tirón e interponerse entre ambos. Zor lo vio alzar los brazos y esperó que el próximo golpe lo matara sin remisión, pero la espada del ángel chocó contra un escudo invisible, y éste no tuvo más remedio que recular.

—¡Déjalo! —le gritó Mac—. ¡Tenemos que irnos de aquí mientras podamos!

—¡Nunca! —bramó el ángel, volviéndose de nuevo contra Shalorak—. ¡Hemos de impedir que abran la puerta!

Entonces, súbitamente, la luz rojiza que emergía del óvalo mágico se hizo más intensa, y el demonio atrapado en su interior lanzó un aullido de triunfo. Las voces de los tres acólitos se apagaron, y ellos cayeron al suelo, desvanecidos, o acaso muertos. El demonio rugió otra vez, extendió los brazos a ambos lados y el círculo luminoso se deshizo. Zor advirtió, aterrado, que los contornos de la criatura estaban ya totalmente definidos.

—Demasiado tarde —murmuró Mac, y se rió como un loco, sin poderlo evitar.

—Por fin —dijo Furlaag, con una sonrisa llena de dientes; y su voz sonó en sus oídos, y no sólo dentro de su cabeza—. Por fin somos libres.

El demonio dio un paso adelante y cayó suavemente al suelo. Sus pies se posaron sobre las baldosas de piedra.

Estaba allí. Furlaag había llegado a la dimensión de los humanos.

Y, tras él, millones de demonios aguardaban su turno.

IX
Consecuencias
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