Authors: Laura Gallego García
Además, gracias a Fentark había conocido a Shalorak. Marla apoyó la cabeza en el hombro de él y suspiró cuando sintió su brazo ciñéndole la cintura. Mientras había estado prisionera en el infierno, en las garras de Furlaag, sólo dos cosas habían mantenido viva su esperanza: el deseo de venganza y la certeza de que Shalorak la estaba aguardando en alguna parte.
Y él la había amado total e incondicionalmente desde el principio, con todos aquellos defectos e imperfecciones que eran parte de su personalidad, y que Ahriel se había esforzado tanto por corregir. Shalorak la amaba por ser como ella era. Y, aunque nunca lo habría admitido en voz alta, Marla pensaba secretamente que él era perfecto.
Juntos contemplaron el crepúsculo que se abatía sobre su ciudad, tan silenciosa que parecía un tumba. Los demonios habían arrasado con todo lo que había más allá de las murallas y después se habían marchado, pero los aterrados habitantes de Karishia aún no se atrevían a dar señales de vida. Marla sabía que las criaturas infernales se estaban reagrupando, bajo el mando de Furlaag, para atacar a los ángeles. Había muchos demonios poderosos en el infierno, y no era fácil que uno de ellos prevaleciese sobre los demás; pero Furlaag los había liberado y, al menos por un tiempo, todos lo seguirían, enardecidos, a dondequiera que los guiase, siempre que siguiera proporcionándoles cosas que destruir y criaturas a las que matar.
—¿Quién vencerá en esta batalla? —preguntó Marla, preocupada.
Shalorak se encogió de hombros.
—Es difícil de decir, pero no creo que ninguno de los dos bandos extermine totalmente al otro. Indudablemente, caerán muchos alados, de uno y otro lado. Los demonios que sobrevivan no estarán dispuestos a regresar al infierno y, cuando hayan devastado nuestro mundo, se volverán contra nosotros.
—Los demonios deben respetar los pactos —le recordó Marla.
—Pero nosotros hemos pactado con Furlaag solamente. De momento, los otros demonios lo obedecen, pero cuando este mundo ya no sea lo bastante grande para ellos, tratarán de destruir a los pocos humanos que se salvaron, no importa lo que pactara Furlaag al principio.
—Entonces, estamos condenados.
—No, mi reina —la contradijo él, con una serena sonrisa—. Tenemos dos opciones: puedo crear un pequeño mundo artificial para nosotros...
—¿Como Gorlian? —bromeó ella.
—Mucho mejor que Gorlian. Sería un paraíso privado en el que estaríamos juntos y a salvo para siempre. Un mundo hecho a vuestra medida, del que vos seríais la única y verdadera emperatriz.
—No suena mal. ¿Y cuál es la otra opción?
—Puedo abrir un portal a otro mundo lo bastante rico y próspero como para que los demonios se sientan atraídos por él. Podríamos dejar que se marcharan cuando ya no les quede mucho con lo que arrasar. Entonces, cerraría el portal tras ellos...
—... Y yo sería la soberana de un mundo muerto que tendría que reconstruir.
—Nadie dijo que fuera fácil, mi reina.
Marla calló. Su mirada se perdió en el horizonte durante unos largos instantes.
—Ha sido un precio muy alto a cambio de mi liberación, Shalorak.
—Fue lo único que aceptó Furlaag. Me ofrecí yo mismo para ocupar vuestro lugar en el infierno, pero no fue suficiente para él.
—Aun así... —empezó ella, pero Shalorak la hizo callar, sellándole los labios con su dedo índice, y la miró a los ojos, extraordinariamente serio.
—Para mí, vuestra vida y vuestra libertad no tienen precio —dijo, con suavidad—. Habría cumplido con cualquier exigencia de ese demonio... cualquiera. Y daría mi vida por vos una y mil veces sin dudarlo un instante. Sería capaz de destruir un millón de mundos con tal de manteneros a salvo, mi reina.
Ambos cruzaron una larga mirada y se besaron tierna y apasionadamente.
Encontrar la biblioteca les costó más de lo que habían previsto. Una vez de vuelta a los túneles, resultó que la memoria del Loco Mac no era tan infalible como había creído. La buena noticia era que, en efecto, la Fortaleza parecía estar totalmente desierta, de modo que subieron sin incidentes al piso superior, donde se hallaban los aposentos de los miembros de la Hermandad. La mayoría de ellos eran apenas pequeñas celdas y estaban vacíos, pero, tras asomarse a varias puertas, Mac descubrió un nuevo túnel que se les había pasado por alto al principio.
—Sabía que era por aquí —comentó, satisfecho, con una risotada estridente—. Las habitaciones de los maestros. La biblioteca no está lejos.
Los guió hasta una puerta que era en apariencia igual que todas las demás. Pero, cuanto trató de abrirla, el picaporte debió de reaccionar de alguna manera, puesto que Mac lo soltó con un grito.
—Condenados bastardos —masculló, sacudiendo la mano, como si se hubiese quemado los dedos.
Entre maldiciones y palabras malsonantes, Mac examinó la puerta y estuvo un buen rato tratando de desentrañar el hechizo que la mantenía cerrada. Finalmente, trazó un símbolo sobre la puerta y ésta se abrió con un chirrido.
—¿Lo veis? —exclamó, satisfecho—. Cada vez puedo recordar más cosas si me lo propongo...
—Deberías intentar olvidar esos conocimientos, no recordarlos —replicó Ubanaziel con frialdad.
—Tonterías —replicó el Loco Mac, entrando en la estancia—. En otras circunstancias, tal vez lo haría, pero ahora estamos en guerra y tenemos que enfrentarnos a ellos con sus mismas armas...
Se interrumpió de pronto, deteniéndose en seco, y Zor, que iba detrás, chocó contra su espalda.
—¿Qué pasa?
—Esto no es la biblioteca —balbució Mac, perplejo.
Era una cámara bastante amplia, mucho más que cualquier otro dormitorio que hubiesen visto en la Fortaleza, a pesar de que resultaba evidente que de eso se trataba. El aposento estaba dividido en varias estancias: un despacho, una alcoba, una pequeña sala de invocaciones, un estudio y un laboratorio. Todo ello parecía abandonado, como si llevara meses sin utilizarse.
—Son las habitaciones de Fentark —dijo Mac de pronto, y comenzó a curiosear entre los libros de los estantes—. Con un poco de suerte, no tendremos que registrar toda la biblioteca.
Un grito ahogado lo distrajo de su tarea. Venía del laboratorio, y un breve vistazo bastó para confirmar a Mac que Zor y Cosa habían entrado allí.
—¡Maldita sea! —se le escapó, y corrió a buscarlos—. ¡Salid de ahí inmediatamente! ¡No deberíais...!
Pero era demasiado tarde. Para cuando él y Ubanaziel se reunieron con sus compañeros en el interior del laboratorio, Zor lo contemplaba todo con ojos desorbitados de terror, y Cosa se había hecho un ovillo en el suelo, temblando.
—Pero qué... —murmuró Ubanaziel a su lado.
En el centro de la estancia había una mesa de piedra; al fondo, una chimenea con un caldero colgando sobre las cenizas. El resto de las paredes estaban forradas de estanterías abarrotadas de todo tipo de recipientes e instrumentos de formas extrañas y retorcidas. En la mayoría de los tarros sólo se guardaban polvos, líquidos y ungüentos de diversos colores y texturas; pero había también un buen número de botes de cristal de distintos tamaños cuyo contenido era bastante más macabro. En algunos de ellos había miembros de animales: ojos, uñas, garras o entrañas. En muchos otros, flotando en un líquido verdoso, había pequeñas criaturas horriblemente deformes. A pesar de que era evidente que llevaban mucho tiempo muertas, se conservaban bastante bien, y su aspecto indicaba que se trataba del resultado de una serie de experimentos fallidos: proyectos de engendros que, por un motivo o por otro, su creador había decidido conservar en tarros de cristal.
Para Mac, aquello no era ninguna novedad. Conocía el laboratorio de Fentark; allí mismo, mucho tiempo atrás, había sido testigo de cómo aquel hombre brillante y sin escrúpulos había dado vida a muchas de sus criaturas. Pero para sus compañeros resultaba un espectáculo espeluznante, especialmente para la pobre Cosa, quien había entendido muy bien que ella misma podría haber acabado en uno de aquellos botes. Incapaz de permanecer allí ni un momento más, corrió hasta la puerta de lo que parecía un armario y se encerró en su interior.
—Esto es... —murmuró Zor, pero no fue capaz de añadir nada más.
—Inmundo —completó Ubanaziel, torciendo el gesto—. Vámonos de aquí.
Mac estaba examinando los tarros, entre horrorizado y maravillado.
—Algunos de ellos casi parecen humanos —dijo—. Podrían haber sido embriones arrancados del vientre de sus madres. Si sólo...
—Ni una palabra más —atajó Ubanaziel, viendo que Zor se ponía enfermo por momentos—. Salgamos de este antro.
Encontraron a Cosa escondida en un pequeño cuarto anexo al laboratorio, acurrucada sobre un lecho de paja. Ni Zor ni el ángel prestaron atención al lugar, preocupados como estaban por abandonar el laboratorio cuanto antes; pero Mac lo contempló con curiosidad, tratando de recordar si había estado allí alguna vez. Era un cuarto a medio camino entre una celda y una habitación. En un rincón había un montón de libros viejos, y lo sorprendió comprobar que eran manuales de magia negra. Se preguntó por qué los escondería Fentark allí; parecían muy básicos. En cualquier caso, ninguno de ellos era lo que buscaba, de modo que siguió a sus compañeros de vuelta al pasillo.
—Espero que la próxima puerta que abras nos conduzca a la biblioteca —dijo Ubanaziel—. No creo que el muchacho sea capaz de soportar otro espectáculo como ése y, para ser sincero, tampoco a mí me apetece demasiado.
Mac echó un vistazo al rostro de Zor, de un enfermizo tono verdoso.
—Está bien, está bien —masculló.
Por fortuna para todos, los siguientes intentos los condujeron a estancias más agradables, y terminaron desembocando en una enorme sala abovedada cuyas paredes estaban abarrotadas de libros.
—Vaya —comentó Zor, impresionado—. No creo que nadie sea capaz de leer todo esto.
—La mayoría de los libros son sólo de consulta —respondió Mac, claramente orgulloso de la colección de la Hermandad.
Ubanaziel sacudió la cabeza.
—Nunca he sido partidario de quemar libros, pero este lugar debería arder por completo —manifestó—. Gracias a estos libros, Marla aprendió cómo crear Gorlian, y Shalorak, cómo invocar demonios. Y por todo ello nos hallamos hoy al borde de la destrucción total.
—Bueno, pero, de momento, el conocimiento que hay en estos libros podría salvarnos a todos —se defendió Mac, pasando un dedo por los lomos de los volúmenes; escogió uno y lo llevó hasta la larga mesa rectangular que presidía la estancia—. Echadme una mano, ¿queréis?
—¿Cómo? —preguntó Zor, incómodo de pronto.
—Bueno, he olvidado los títulos de la mayoría de los manuales especializados, pero podrían servir todos aquellos que lleven escritas en la cubierta palabras como «inframundo», «infierno», «invocaciones», «seres de otros planos» o «pactos demoníacos».
—Ah... vale —asintió Zor, aunque no parecía muy convencido.
Durante un buen rato, los cuatro trabajaron en silencio. Mac se sentó a la mesa, frente a un buen montón de libros, y Ubanaziel hizo lo propio, mientras Zor rebuscaba en las estanterías. Cosa se encargaba de llevar a la mesa los volúmenes que él iba escogiendo.
Pronto, Mac se dio cuenta de que la mayor parte de los libros que le entregaba no tenían nada que ver con lo que le había pedido. Desconcertado, examinó los títulos del último montón que le había acercado Cosa. Encontró una enciclopedia de plantas venenosas, el sexto volumen de un tratado de historia universal, un exhaustivo estudio de anatomía humana y animal, una extensa y sesuda disertación sobre los límites espacio-temporales de la realidad y hasta un manual de apicultura. Lo único que tenían en común aquellos libros tan dispares era su considerable grosor. Se volvió hacia Zor y le preguntó a bocajarro:
—Oye, muchacho... El viejo Dag nunca te enseñó a leer, ¿verdad?
Ubanaziel alzó la mirada del volumen que estaba leyendo, mientras Zor enrojecía hasta las orejas.
—Yo... yo... —tartamudeó.
—Está bien, está bien —cortó Mac—, no tienes por qué avergonzarte. Después de todo, eres un hijo de Gorlian. Olvidé que no habías visto un libro en tu vida.
—¡Eso no es verdad! —protestó Zor—. Mi abuelo tenía un libro... no tan grande y grueso como los que hay aquí, claro, ni tan bonito. Se lo dio un mercader de la Cordillera y él solía mirarlo a menudo y decir que ojalá hubiese aprendido a leer y pudiese enseñarme...
—Gorlian era un pozo de ignorancia —suspiró Mac—. Probablemente el viejo Dag conservara el único libro que hubo nunca allí...
—Sí —cortó Ubanaziel con sequedad—, ya veo lo mucho que añorabas esta biblioteca repleta de libros sobre magia negra.
—No todo son libros sobre magia negra —protestó Mac— y, de todos modos, te recuerdo que no serán precisamente las novelas de amor las que salvarán nuestro mundo —añadió.
Tomó una pluma que descansaba sobre el escritorio y, tras mojarla en un tintero, garabateó unas cuantas palabras en un trozo de pergamino.
—Ten —le dijo a Zor, entregándoselo—. Busca libros que tengan escritos en la tapa símbolos parecidos a éstos. ¿Podrás?
—Lo intentaré —prometió el chico, aunque al examinarlo descubrió, desalentado, que aquellos caracteres no significaban nada para él.
—Yo te ayudaré —se ofreció Ubanaziel—, siempre y cuando nuestro amigo el mago negro no se distraiga leyendo cosas que no tienen nada que ver con lo que estamos buscando —añadió, lanzando una mirada amenazante a Mac, que cerró de golpe el libro sobre estudios espacio-temporales, con expresión culpable y una breve carcajada histérica.
Zor volvió a echar un vistazo al pergamino, con un gesto tan desolado que Ubanaziel colocó una mano sobre su hombro y le dijo:
—Tranquilo, Zor; si salimos de ésta, yo mismo te enseñaré a leer, y no sólo el lenguaje humano, sino, también, los símbolos angélicos.
El chico alzó la cabeza hacia él, sin terminar de creerlo.
—¿De verdad?
El ángel asintió.
—Naturalmente. Pese a quien pese, eres hijo de un ángel y, por tanto, perteneces en parte a nuestro mundo. Eso sí —puntualizó, frunciendo el ceño—, me aseguraré de que ni tú ni nadie vuelva a acercarse a uno de estos manuales de magia negra.
Palmeó el hombro del muchacho, y Zor lo contempló con arrobada admiración.
—¿Me enseñarás también a pelear? —preguntó con timidez.
El ángel suspiró.