Alas negras (26 page)

Read Alas negras Online

Authors: Laura Gallego García

BOOK: Alas negras
7.98Mb size Format: txt, pdf, ePub

Atisbo por el pequeño hueco que había dejado entre la paja, y pudo distinguir tres figuras merodeando por el bestiario. Dos de ellas eran altas y majestuosas, y la tercera, pequeña y casi escuálida. Pero estaban demasiado lejos como para que pudiera distinguir algo más.

—Jamás imaginé que pudiera existir algo así —dijo uno de los intrusos; su voz era profunda y sonora al mismo tiempo; tenía un timbre ultraterreno que sobrecogió a Zor y, de alguna forma, lo llenó de una extraña nostalgia—. ¿Qué han hecho?

Le respondió una segunda voz, esta vez femenina. También tenía aquel bello tono sobrehumano, pero estaba teñido de dureza y acritud:

—Gorlian está repleto de ellos. Todos igual de espantosos. Es lo que más odiaba de ese horrible lugar; maté a decenas de ellos, pero siempre aparecían más.

¡Gorlian! El corazón de Zor latió con más fuerza. ¿Quería decir aquello que se trataba de una reclusa fugada, como ellos tres?

—Allí son una auténtica plaga —continuó ella—, y deberíamos acabar con todos éstos cuanto antes. Es lo único que merecen.

Zor vio que Cosa se echaba a temblar, y temió que aquella feroz desconocida cumpliese su amenaza. Para su alivio, la primera voz replicó:

—No tenemos tiempo ahora, y, de todos modos, ellos no tienen la culpa de ser como son.

Zor había temido a los engendros toda su vida, pero en aquel punto estaba de acuerdo con el desconocido, y más después de conocer la historia de Mac. No, los engendros no tenían la culpa de ser así, porque los habían fabricado así. Eran fruto de los experimentos de unos hombres crueles que jugaban a ser dioses y se dedicaban a llenar su mundo de criaturas desdichadas que no odiaban a los humanos mucho más de lo que se odiaban a sí mismas. Si bien su creación había sido un desatino, también Cosa tenía el mismo origen. Y ella nunca había hecho daño a nadie.

Sin embargo, la segunda intrusa no parecía estar de acuerdo.

—Pero no deberían existir —afirmó—. Lo mejor que se puede hacer con un engendro es cortarle la cabeza. Sin titubeos, sin compasión, sin preguntar siquiera. Ésa es la ley de Gorlian.

Zor tragó saliva. Sus palabras la señalaban como una mujer cruel y despiadada, así que quizá fuera aquella horrible reina Marla de quien todo el mundo hablaba. Después de todo, Shalorak había dicho que ella estaba allí, en la Fortaleza.

Una tercera persona, otra mujer, intervino en la conversación, para observar, con cierto sarcasmo:

—Sin preguntar siquiera. Muy noble por tu parte. ¿Se te ha ocurrido pensar que quizá no todos los engendros sean como tú los pintas?

Zor asintió internamente, aprobando su actitud. Y estaba seguro de que Cosa, que escuchaba la conversación sin perder detalle, estaría de acuerdo también.

—No conocí a ninguno que fuera diferente y, de todas formas, míralos, Marla —Zor parpadeó con sorpresa; era la mujer despiadada quien había llamado «Marla» a su compañera, más compasiva. ¿Cómo era posible?—. Atrévete a observarlos detenidamente por una vez en tu vida y compáralos con las criaturas del mundo natural. Son grotescos, estúpidos, sin un ápice de belleza ni de bondad...

Zor vio que Cosa se encogía con cada palabra que salía de los labios de aquella mujer malvada, y sintió que la ira crecía en su interior. Tuvo que contenerse para no salir de su escondite a consolar a su amiga y decirle cuatro cosas a la desconocida del corazón de piedra. Se dio cuenta entonces de que ésta había dejado de hablar de pronto, y prestó atención, intuyendo algún peligro.

Y entonces la vio con claridad. Se había detenido frente a su jaula y observaba a Cosa con suspicacia. Ella seguía temblando, hecha un ovillo, dándole la espalda, y Zor comprendió que lo que había llamado la atención de la intrusa era, justamente, aquel comportamiento sumiso frente a la furia que mostraban los demás engendros. Zor se sintió satisfecho de que aquella engreída mujer tuviera que tragarse sus palabras, a pesar de que comprendió que la actitud de Cosa los ponía en peligro a todos. Con el corazón latiéndole con violencia, espió por entre las briznas de paja para verla mejor.

Y se quedó sin aliento.

Tal y como había sospechado, el rostro de la desconocida, aunque bello y en apariencia sereno, mostraba una expresión dura como el acero, y también su mirada se le antojó de una frialdad casi inhumana. Su indómita cabellera negra, que llevaba suelta sobre los hombros, le daba una cierta apariencia fiera y salvaje. En definitiva, no parecía el tipo de persona en quien pudiera confiar.

Pero lo que casi hizo que se detuviera su corazón de la impresión fue detectar, con claridad, las dos grandes alas blancas que pendían a su espalda.

Alas como las suyas.

Una mujer con alas. Un ángel. ¿Podría ser...?

Pero, en aquel momento, Cosa interrumpió el curso de sus pensamientos, al volverse con brusquedad hacia la extraña y lanzarse contra los barrotes con brutal violencia y un grito salvaje que imitaba a la perfección los de los otros engendros. La mujer alada se apartó de la jaula, con un evidente gesto de aversión y desprecio, y Zor la odió por ello, porque, por muy ángel que fuese, no había sabido ver la bondad oculta tras la pantomima de Cosa.

Entonces el primer intruso entró en el campo de visión de Zor, y éste descubrió que era un hombre alto e imponente, de piel negra como el azabache y un par de majestuosas alas a su espalda, más blancas y airosas que las de su compañera. La tocó en el hombro y dijo solamente, confirmando los peores temores de Zor:

—Tenemos que irnos, Ahriel.

Y Ahriel, el ángel, la Reina de la Ciénaga, la Señora de Gorlian, quien posiblemente fuese la madre de Zor, se separó de la jaula de Cosa y le dirigió una última mirada de repugnancia antes de reunirse con sus compañeros.

El joven se quedó temblando en su escondite hasta mucho después de que los tres hubiesen dejado atrás el bestiario y los engendros se hubiesen calmado. Entonces Mac lo sacó a rastras del montón de paja y lo sacudió para obligarlo a volver a la realidad. Zor fue vagamente consciente de que Cosa había recuperado las llaves y manipulaba con ellas la cerradura de la celda.

—Vámonos —dijo Mac cuando la puerta se abrió de nuevo ante ellos.

Pero Zor lo aferró con fuerza.

—¡Espera! Necesito saberlo. Dime, ¿era ella?

—¿Quién?

—Lo sabes perfectamente. Era ella, ¿verdad?

—Sí, era la reina Marla. No me sorprende que siga rondando por aquí, si quieres que te diga la verdad. Y, además, ya nos habíamos enterado por Shalorak.

—¡No me refiero a Marla! —casi gritó Zor—. ¡Maldita sea! Sabes de qué te estoy hablando, ¿por qué te haces el loco?

—Porque lo soy —replicó Mac, con una risita desquiciada.

—Sólo cuando te conviene —le espetó Zor, enfadado— . ¿Crees que soy tonto? Marla ha venido con dos ángeles, ¿verdad? Y a uno de ellos, a la mujer, la han llamado Ahriel. ¿Es ella la Reina de la Ciénaga? ¿La que se supone que es mi madre? —como Mac no respondió, Zor lo sacudió, cada vez más frustrado—. ¿Por qué no respondes a mis preguntas?

—Porque no te van a gustar las respuestas —Mac se volvió hacia él; lanzó una serie de carcajadas y luego se controló para añadir, más serio—. Mira, he intentado no remover el lodo, y si fueses mínimamente inteligente habrías captado las indirectas y lo habrías dejado correr. ¿Quieres respuestas a tus preguntas? Bien, pues allá van: sí, sí, sí... y sí. ¿Contento?

Un largo y pesado silencio cayó entre los dos. Finalmente, Zor bajó la mirada, con los ojos llenos de lágrimas. Mac dejó de prestarle atención para inclinarse junto a Cosa.

—Escúchame, pequeña —le dijo con dulzura—, no sé lo que está pasando aquí, pero no creo que éste vuelva a ser un lugar acogedor para ti. Si te quedas, serás una esclava toda tu vida y, honestamente, no creo que sea una vida muy larga. Tú no eres como ellos —añadió, señalando a los otros engendros, que se removían en sus jaulas—. No importa lo que otras personas digan: eres buena y lista, y tienes un alma demasiado hermosa como para vivir entre estos engendros y los humanos que los crearon. Si confías en mí, nos marcharemos juntos, iremos a un lugar donde nadie te moleste y te prometo que siempre cuidaré de ti y que nunca más volverás a estar sola. ¿Me comprendes?

Ella asintió, con los ojos húmedos. —Bien, ¿qué me dices?

Por toda respuesta, Cosa le cogió la mano y, como solía hacer, se la cubrió de besos. Mac sonrió.

—Tendremos que trabajar esto un poco —dijo—. Te han enseñado a comportarte de forma servil con los humanos, como si no fueses digna de mirarlos a la cara. Yo te llevaré conmigo en calidad de amiga y no de esclava. Y espero que algún día... —se interrumpió cuando Cosa lo soltó con brusquedad y se lanzó en una loca carrera a través del bestiario, ignorándolo por completo y dejándolo atrás—. ¿Pero qué...?

Se dio cuenta entonces de que Zor había salido corriendo hacia el corazón de la Fortaleza, siguiendo a los dos ángeles y a la reina Marla, llevado por alguna clase de ciego impulso nacido del dolor y la decepción. Sin duda, no había sido capaz de encajar que Ahriel, la madre a la que nunca había llegado a conocer, no sólo fuera la sanguinaria Reina de la Ciénaga, sino que, además, se tratase de una persona tan cruel e insensible que, por añadidura, se había aliado con la malvada Marla que era objeto de las maldiciones de todos los presos de Gorlian. Quizá no fuese capaz de creerlo, quizá quería preguntar a Ahriel al respecto, o quizá sólo sentía alguna especie de curiosidad insana y masoquista, Mac no lo sabía. Pero el caso era que corría hacia su perdición, y Cosa iba tras él, tratando de detenerlo.

Mac lanzó una sonora maldición y luego estalló en una salva de nerviosas risotadas. Cuando logró controlarse, siguió a la atolondrada pareja, refunfuñando:

—... Y luego dicen que el loco soy yo...

Zor se detuvo de pronto y se ocultó tras un saliente de la pared, justo antes de llegar a la escalera. La reina Marla y los dos ángeles habían descendido por ella hacía rato, pero el chico tuvo la sensación irracional de que Ahriel había echado un vistazo a su espalda, intuyendo que los seguían. Permaneció en su escondite hasta que sus voces se apagaron del todo. Entonces resbaló hasta el suelo, apoyó la espalda en la pared, hundió la cara entre las manos y se echó a llorar sin poder evitarlo. Sabía que debía esconderse, que podían encontrarlo en cualquier momento, pero no le importaba. Se secó las lágrimas con el dorso de la mano, furioso consigo mismo. «¿Qué me pasa?», se reprochó. «Sabía que la Reina de la Ciénaga era una mujer peligrosa e insensible, incluso malvada, así que, ¿de qué me sorprendo? El hecho de que puede que sea mi madre no cambia nada. Y, de todos modos, ¿quién necesita una madre? He pasado toda mi vida sin ella y no la he echado de menos; y está claro que ella tampoco me necesita a mí, puesto que me abandonó en Gorlian.» Pero la odiaba, y se sintió molesto por eso. Debería resultarle indiferente. No debería importarle lo más mínimo quién era o qué hacía. No tenía nada que ver con él.

Y, sin embargo...

Habían sido las historias de Mac, comprendió. Él le había hablado de la protectora de la reina Marla, de cómo los ángeles luchaban por la justicia y defendían a los débiles, y de cómo Ahriel había sido traicionada por su pupila y arrojada al cruel Gorlian con las alas atadas. Allí había conocido a un humano por quien debía de haber sentido algo, puesto que vengó su muerte con gran ferocidad. Todo ello, las pérdidas, las traiciones, el despiadado mundo de Gorlian, podría haber bastado para justificar que el corazón de Ahriel se endureciera más de lo que era habitual en un ángel, y quizá, sólo quizá, existía la posibilidad de que hubiese una explicación al hecho de que abandonara a su propio hijo a su suerte. Tal vez Ahriel fuera tan sólo una criatura de fondo bondadoso a quien las circunstancias de la vida habían obligado a tomar una serie de decisiones difíciles; o, al menos, comprendió Zor, eso había querido creer cuando empezó a asimilar que la Reina de la Ciénaga podía ser su madre. Por eso le había dolido tanto descubrir la verdad: que Ahriel era indudablemente tan desalmada como se decía. La clase de persona que mataría a Cosa sin mediar palabra sólo por ser un engendro. La clase de mujer que abandona a su hijo en medio de un cenagal. La clase de reina que deja atrás a los suyos y se alia con el enemigo de aquellos a quienes supuestamente debía proteger. Ésa era su madre.

Inmerso en sus sombríos pensamientos, Zor no se dio cuenta de que Cosa lo había alcanzado hasta que sintió su mano sobre su hombro. Alzó la cabeza, sobresaltado.

—Nnnnu tttisttte —trató de consolarlo ella.

Zor contempló su rostro deforme, su gesto de ansiosa preocupación, sus enormes ojos disparejos y el destello de callado sufrimiento que anidaba en el fondo de su mirada. Y se sintió estúpido y egoísta por creer que sus problemas eran importantes, por llorar por alguien que jamás le había dado motivos para quererla, cuando la pobre Cosa, cuya existencia era mucho más miserable que la suya, no se había quejado jamás.

Sonrió débilmente.

—Tranquila, Cosa, se me pasará. Es sólo un desahogo.

—Ah, estás aquí, chaval —dijo la voz del Loco Mac, y Zor levantó la mirada para verlo llegar—. En serio, tenemos que irnos. Aquí se está preparando una gorda, y será mejor que no nos pille a nosotros en medio.

—¿A qué te refieres? —inquirió Zor, intrigado.

—Bueno, no sé si te habías dado cuenta, pero creo los ángeles no deberían estar aquí. Recuerda lo que hablaban esos dos sectarios: tenían que prepararse para defenderse de ellos.

Una luz de esperanza renació en el corazón de Zor. Trató de reprimirla, pero el recuerdo de la conversación entre Shalorak y su demonio le otorgó más fuerza:

—¡Han venido a buscar Gorlian! —exclamó, poniéndose en pie de un salto—. Se lo oí decir a Shalorak. Por eso sacó la esfera del trastero, para que ellos no la encontraran.

Mac lo miró casi con lástima.

—Vienen con Marla, Zor —le recordó—. Y Marla es nuestra enemiga, no lo olvides. Me parece mucho más probable que estemos asistiendo a una lucha de poder entre dos de los discípulos de Fentark, que tratan de hacerse con el control de la Hermandad ahora que él no está. Puede que incluso Marla sacase a Ahriel de Gorlian con la condición de que la ayudara a derrotar a Shalorak.

Zor frunció el ceño.

«...si algo sale mal», había dicho el demonio, «encontraré la manera de vengarme, y será Marla quien pagará. Recuérdalo.» Y había sonado más como una amenaza que como una promesa.

Other books

Broken Skin by Stuart MacBride
A Matter of Grave Concern by Novak, Brenda
The Twisted Sword by Winston Graham
The Icing on the Corpse by Mary Jane Maffini