Authors: Laura Gallego García
Preso de una súbita sospecha, Zor batió las alas y se elevó un poco más. Aunque sabía que ya debería haber regresado al campamento, se demoró un buen rato examinando la pared rocosa. Sabía que por detrás, en las entrañas de la montaña, discurría un camino que podía llevarlos a la libertad. Palpó la pared, incansable, hasta que topó con una zona irregular. La estudió de cerca: sí, no cabía duda: aquello no era roca, sino una especie de argamasa utilizada para tapar algún tipo de agujero. Era totalmente imposible de alcanzar —y mucho menos detectar— desde abajo, y sólo se veía desde el aire si uno estaba casi pegado a ella. Por eso no se habían tomado demasiadas molestias con los materiales utilizados. Zor arañó la superficie y desprendió un poco de barro apenas sin esfuerzo. Llevado por el entusiasmo, golpeó el parche con un extremo de la antorcha y comprobó que podía romperlo casi sin dificultad.
Emocionado, agrandó el agujero hasta poder pasar a través de él.
Una vez en el interior del túnel, se sacudió la tierra de las alas y miró a su alrededor. No se había equivocado: aquello era una escalera que discurría por el interior de la montaña, probablemente hasta la cima.
De pronto se le ocurrió que tal vez las personas que habían cavado aquel túnel lo utilizaban a menudo. Se quedó un momento inmóvil, escuchando con atención, pero lo único que oyó fue el lento gotear de un hilo de agua en alguna parte. Tras un breve instante de vacilación, decidió seguir los escalones hacia arriba.
Subió hasta que la grieta por la que había entrado quedó muy atrás, y su luz dejó de iluminarle el camino. Pero aquello no lo detuvo: el resplandor rojizo se detectaba cada vez con mayor intensidad y lo guiaba hacia lo alto.
Finalmente desembocó en una sala circular y, fascinado, descubrió en ella exactamente lo que le había dicho el Loco Mac: un círculo pintado en el suelo, un círculo de diseño complejo e intrincado cuyas líneas emitían un leve brillo de color rojo.
El círculo de teletransporte que los sacaría a todos de allí.
Se estremeció de emoción. Si todo lo que le había contado el Loco Mac era cierto, allí estaba la clave para liberar a todos los presos de Gorlian. ¡Y la había descubierto él! Podía rescatarlos a todos...
De repente se acordó de la Reina de la Ciénaga. Se preguntó si había encontrado aquel túnel y llegado hasta allí. Tal vez se hubiese marchado por aquel círculo, a dondequiera que éste condujese. Pero, si era así, ¿por qué no había vuelto para buscarlo?
Sacudió la cabeza para evitar que los ojos se le llenasen de lágrimas. Bien; lo que la Reina hiciese no era asunto suyo. Él sabía cómo debía comportarse, y tenía muy claro que, si optaba por marcharse de Gorlian, no se iría sin sus amigos.
Pero, ¿cómo iban a subir hasta allí arriba? Tal vez podría llevar volando a Cosa, pero Mac era otro cantar. Zor comprendió, desalentado, que le resultaría imposible cargar con su peso.
Tenía que haber otra manera.
Decidido a encontrarla, dio la espalda al círculo de teletransporte y descendió por las escaleras, hacia las entrañas de la mole de piedra.
Cosa no dejaba de mirar a lo alto, inquieta.
—Nnnnu vvvvinnne —dijo.
—No te preocupes, ya bajará —respondió Mac, que había dado buena cuenta de un par de raíces y ya iba por la tercera—. ¡Caramba! Sí que está bueno esto, ¿quién lo habría dicho? Tranquila —añadió al ver que Cosa seguía con los ojos fijos en los picos de las montañas—. No hay nadie por los alrededores, no lo descubrirán. Y hace bastante tiempo que no llega ningún preso nuevo. Quizá sea porque Marla ya se ha librado de todos sus oponentes y en su reino sólo quedan lameculos —lanzó una oscura y siniestra carcajada—. Así que, si nuestro amigo el medio ángel se ha dejado llevar por el celo profesional y está dispuesto a perderse la comida por husmear más cavernas húmedas y pestilentes, yo no me voy a quejar. Ya volverá.
—Nnnnu vvvviu —fue la única respuesta de Cosa.
—¿Qué has dicho? ¿Que no lo ves? —Mac dejó de lado la raíz mordida para otear las cumbres de las montañas. El sol estaba ya alto y debería verse con toda claridad la diminuta silueta del muchacho alado sobrevolando las laderas—. ¿Cuánto rato hace que no lo ves?
Cosa no respondió, pero hizo un gesto con las manos, abarcando un gran espacio.
—¿Desde que se fue con la antorcha? ¿Lo viste subir con la antorcha, y luego ya no más? —Cosa asintió. Mac dejó escapar una maldición—. ¿Y por qué no lo has dicho antes? ¡Puede que el chico haya encontrado la salida de Gorlian y haya cometido la estupidez de marcharse sin nosotros! Si aparece en el palacio de la reina Marla, ella... bah, da igual —se rindió, al comprobar que Cosa lo entendía sólo a medias—. Lo mejor será que vayamos a buscarlo. Arriba, criatura; tenemos trabajo que hacer.
Habían terminado ya de recoger sus escasas pertenencias y estaban listos para ponerse en marcha cuando, súbitamente, Cosa lanzó un chillido alborozado:
—¡Zzzzzur! —anunció, señalando al horizonte—. ¡Zzzzur vvvulvvve!
Mac se irguió y miró hacia el punto que ella le indicaba. Detectó claramente la silueta de Zor, recortada contra el cielo, aleteando con todas sus fuerzas.
—Parece que tiene prisa —masculló—. ¡Por todos los demonios! Espero que sean buenas noticias.
Aguardaron a que el muchacho se posara junto a ellos. Tenía un aspecto lamentable: estaba cubierto de tierra y de polvo hasta las cejas, le sangraba una rodilla y tenía la ropa desgarrada, pero parecía contento y muy satisfecho de sí mismo. Aún llevaba la antorcha apagada en la mano.
—¡Lo he encontrado, Mac! —exclamó en cuanto hubo recuperado el aliento—. ¡El círculo del que me hablaste! Tenías razón: es rojo, y brilla, y está oculto en un sitio al que sólo puedes acceder volando, a no ser que ya sepas cómo llegar. ¿Quieres verlo?
El anciano, aturdido, se dejó caer de rodillas ante Zor y lo sacudió por los hombros.
—¿Es eso cierto? —farfulló—. ¿No me engañas? ¿Has encontrado la salida?
Zor asintió, con una radiante sonrisa que iluminaba su rostro sucio y desgreñado. El loco Mac elevó una silenciosa oración de agradecimiento a aquellos dioses que le habían dado la espalda durante tanto tiempo y se puso en pie, decidido.
—Muéstramelo, chaval. Estoy dispuesto a seguirte.
Pero fue mucho más complicado de lo que habían imaginado. Primero, Zor los guió por un desfiladero entre montañas que acababa bruscamente en un impresionante precipicio. No había forma de bordearlo y, además, al otro lado sólo se veía otra montaña. Era un callejón sin salida.
Zor, sin embargo, renunciando a usar las alas, descendió de un breve salto hasta un peñasco que colgaba peligrosamente sobre el vacío.
—¿Estás seguro de que es por ahí?
Por toda respuesta, Zor saltó al siguiente saliente. Era una cornisa estrecha y alargada que recorría la pared rocosa y terminaba unos metros más allá. Era evidente que no se podía ir a ninguna parte por allí. Sin embargo, Zor avanzó, con la cara pegada al muro, tratando de equilibrar el peso de sus alas, y Cosa lo siguió, muy decidida.
Mac se quedó mirándolos, inquieto, y, cuando Zor llegó al final de la cornisa, lo vio tantear en la pared. Momentos después se oyó un extraño sonido, como si la montaña entera se estuviese quejando. Y, para su sorpresa, el Loco Mac vio desde allí cómo se abría en la pared rocosa un orificio del tamaño de una puerta pequeña, lo bastante grande como para que pudiera pasar un hombre adulto agachándose sólo un poco. Cosa desapareció por él de un ágil salto, pero Zor aguardó sonriente, casi colgando al borde del abismo, a que su amigo se recuperase de la sorpresa.
—¿Vienes con nosotros, o no?
Por toda respuesta, Mac saltó —esta vez sí— a la roca, y de ahí a la cornisa. Con sumo cuidado deslizó los pies por el saliente de piedra hasta que alcanzó la puerta. Zor le tendió la mano para ayudarlo a entrar y pasó tras él.
Se encontraron en una sala pequeña, fresca y oscura. A un lado arrancaba una escalera ascendente cuyo final no se divisaba desde allí.
—Sube a lo largo de la fachada sur de la montaña —explicó Zor—. Está muy oscuro, así que será mejor que encendamos la antorcha. ¿Habéis traído el pedernal? Muy bien, así. Voy a cerrar la puerta; tiene un mecanismo que permite manipularla tanto desde fuera como desde dentro, y es mejor que se quede sellada. Ya he dejado huellas de mi paso por aquí en el túnel y no creo que sea buena idea dejar más. Si todavía usan esta entrada, será mejor que no descubran que la conoce alguien más.
Accionó una palanca oculta en una pared y la puerta volvió a cerrarse con un chirrido.
—No puedo creerlo —murmuró Mac—. ¡Hemos encontrado la salida!
—No estoy seguro de que sea la salida —puntualizó Zor—. Sé que al final de esta escalera hay un círculo iluminado que, según lo que me has contado, debe de llevar a alguna parte. Pero no sé qué encontraremos al otro lado.
—Si la bola de cristal sigue perteneciendo a Marla, es posible que vayamos a parar a su palacio —gruñó Mac—. Y, si ella tiene por costumbre observar a sus presos, como creo que hace, quizá ya esté al tanto de nuestro intento de fuga. Pero tenemos que arriesgarnos, ¿no te parece? —finalizó, con una carcajada desquiciada, ignorando el gesto alarmado de Zor.
Cosa decidió por ellos. Con una breve exclamación de alegría que resonó en el corredor, echó a correr escalera arriba. Zor y Mac no tuvieron más remedio que seguirla.
La ascensión fue larga y penosa. Incluso Zor, que ya había recorrido aquel túnel, tenía la sensación de que se había vuelto interminable, y sólo cuando alcanzaron el boquete que había hecho en la pared aquella misma mañana comprobó, aliviado, que estaban avanzando de verdad.
—Ya falta poco —anunció, y apagó la antorcha; cuando dejaron atrás el agujero y la luz natural que entraba por él, Mac detectó, por fin, el resplandor rojizo que había guiado a Zor en su primera exploración.
Y, un rato más tarde, llegaron a la sala del círculo. Se detuvieron para recuperar el aliento, mientras Mac contemplaba la luz rojiza con los ojos llenos de lágrimas.
—Por fin —musitó—. Después de tantos años. La salida.
Estalló en una salva de carcajadas histéricas y abrazó a Zor de improviso, ahogándolo en el hedor que despedían sus greñas.
—Muchas gracias, chaval. Sin ti, no lo habríamos conseguido.
—De nada —masculló el chico, quitándoselo de encima—. Pero prométeme que cuando salgas de ahí te darás un baño de una vez. Lo necesitas con urgencia.
Mac le dedicó otra de sus risotadas dementes.
—¿Un baño? ¡Qué sabrás tú lo que es un baño, hijo de Gorlian! No has visto agua limpia en toda tu vida. ¿O acaso has topado alguna vez con un charco de agua transparente?
—¿Transparente? —repitió Zor, pasmado—. ¿Cómo va a ser transparente el agua?
—Sígueme y lo verás, amigo mío —replicó Mac, risueño.
Avanzó un par de pasos hacia el círculo, pero Zor no lo siguió. Se sentía inquieto. Bien, habían hallado la salida, pero él no estaba seguro de querer escapar de allí. Mac lo había definido a la perfección: él era un hijo de Gorlian. No conocía otra cosa y tampoco estaba convencido de querer ir más allá. En aquel tiempo que habían pasado en la Cordillera, buscando grietas en las montañas, Mac le había contado muchas otras cosas acerca del mundo al que ansiaba volver. Y no todo eran nigromantes creadores de engendros ni reinas chifladas que construían prisiones mágicas. Había muchas otras cosas con las que Zor ni siquiera se habría atrevido a soñar. El mundo que se extendía fuera de Gorlian era grande y maravilloso.
Pero, sobre todo, era un mundo desconocido, y Zor no estaba seguro de querer explorarlo.
El Loco Mac percibió su indecisión y se volvió hacia él.
—¿No vienes? —le preguntó.
Pero Zor no tuvo tiempo de responder, porque Cosa, que trotaba junto a Mac alegremente, no se detuvo cuando él lo hizo, sino que irrumpió en el círculo rojo antes de que ninguno de los dos se diera cuenta de lo que estaba sucediendo. Hubo un fogonazo de luz y el engendro desapareció de pronto.
—¡Cosa! —llamó Mac; pero, naturalmente, no hubo respuesta—. Zor, no podemos dejarla sola. ¡Si alguien la ve, la matarán!
Y Zor ya no se detuvo a pensar. Preocupado por la suerte de Cosa, siguió a Mac a través del círculo de luz que los conduciría lejos de Gorlian, hacia la libertad...
Lo primero que pensó Zor fue que el aire olía muy raro. Olfateó el ambiente, como un animalillo, y torció el gesto.
—Lo que hueles es aire limpio —respondió la voz de Mac a su muda pregunta—. Pese a que estamos en una habitación cerrada, cualquier sótano húmedo y sellado olería mucho mejor que el aire viciado de Gorlian. Dioses, después de tanto tiempo...
Se le quebró la voz, pero Zor estaba demasiado aturdido como para prestarle atención.
Se hallaban en una estancia tan pequeña que los tres se encontraban demasiado estrechos. Junto a las paredes había estanterías repletas de objetos extraños que Zor, que había pasado toda su vida en Gorlian, no supo identificar.
—Es un trastero —dijo Mac, sorprendido—. ¿Dónde estamos? ¿Por qué hemos aparecido aquí? Deja eso —riñó a Zor, que lo toqueteaba todo, entre curioso y maravillado—. No tenemos tiempo para jugar.
Pero entonces el chico vio algo en una de las baldas.
—Mira, Mac —dijo, y no pudo evitar que la voz le temblara al hablar. Mac inspiró hondo al ver el objeto que le señalaba.
Era una bola de cristal.
Estaba sobre uno de los estantes, parcialmente cubierta por un paño lleno de polvo.
—No puede ser Gorlian —susurró Mac—. No pueden habernos olvidado aquí todo este tiempo... en el fondo de un trastero.
Tomó la esfera entre las manos, con temor reverencial, pero no se atrevió a retirar el paño del todo.
—¿Nosotros hemos salido de ahí? —preguntó Zor, incrédulo—. ¡Déjame echar un vistazo!
Pero no hubo tiempo para ello: Cosa había estado examinando la puerta, tratando de averiguar cómo funcionaba, y por fin lo había conseguido. La abrió de golpe, sobresaltándolos, y se precipitó al exterior, exclamando:
—¡Cccuvvva Sssiccca! ¡Ammmu, stttuy'nn cccasssa!
—¡Maldita sea! —masculló Mac; echó un vistazo al corredor que se abría al otro lado de la puerta y repitió—. ¡Maldita sea! No estamos en el palacio de Marla, sino en un lugar peor.
—¿La Cueva Seca?
—Sí, la Cueva Seca. O, mejor dicho, la Fortaleza Negra; el cuartel general de la Hermandad de la Senda Infernal. No sé qué hacía Gorlian olvidada en un armario como un vulgar trasto viejo, pero no podemos quedarnos a averiguarlo: hay que detener a Cosa antes de que alguien la vea.