Alas negras (25 page)

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Authors: Laura Gallego García

BOOK: Alas negras
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El joven de la túnica negra, a quien la voz había llamado Shalorak, estaba de espaldas a la puerta. Y ante él, suspendido en el aire, sobre un círculo trazado en el suelo y delimitado con velas encendidas, flotaba el ser más horrible que Zor hubiese visto jamás. Sus cuernos, sus ojos ocres, sus alas y su piel escamosa le recordaron, en parte, a los engendros de Gorlian; pero los engendros eran criaturas deformes, y aquel ser estaba perfectamente proporcionado. Por otro lado, lo que emanaba de él no era odio, ni sufrimiento, sino una intensa y oscura maldad.

Zor no pudo evitarlo: retrocedió de un salto y ahogó una exclamación de miedo. Los dos alzaron la cabeza inmediatamente y se volvieron hacia la puerta.

—¿Quién anda ahí? —preguntó Shalorak.

Zor no se detuvo a contestar. Impulsándose con las alas, ganó las escaleras de un salto y, cuando el joven nigromante salió al pasillo, él ya estaba en el piso inferior. Se ocultó en un hueco en sombras, temblando, tratando de pasar lo más desapercibido posible, mientras la figura de Shalorak se asomaba a lo alto de la escalera. Cuando se disponía a descender los primeros escalones, otra silueta oscura se reunió con él.

—Hermano Shalorak —le dijo—, te estaba buscando.

—Ah, de modo que has sido tú.

—¿Perdón?

—No deberías caminar por los pasillos de forma tan furtiva, hermano Relmor. Por un momento he creído que había intrusos en la Fortaleza.

—Te pido disculpas si te he sobresaltado, hermano Shalorak —repuso el otro hombre, algo perplejo—. Justamente venía a avisarte de que han llegado aquellos a quienes aguardábamos.

La voz de Shalorak no pudo ocultar su ansiedad al preguntar:

—¿La reina Marla está aquí?

—Sí, y también los ángeles que debían acompañarla. ¿Les salimos al encuentro?

—No; lo mejor será recluirnos en la Sala de las Grandes Invocaciones e iniciar el ritual cuanto antes. Dejémosles creer que la Fortaleza está abandonada. Para cuando nos encuentren, estaremos preparados para hacerles frente...

Las dos siluetas volvieron a internarse por el pasillo, desapareciendo del campo de visión de Zor, y el muchacho no oyó nada más. Alargó el cuello, tratando de captar las últimas palabras de la conversación, pero de pronto alguien lo agarró por detrás y tiró de él para introducirlo en el interior de una de las habitaciones, al tiempo que una mano le tapaba la boca para impedirle gritar. Zor trató de resistirse y batió las alas, golpeando con ellas la cara de su atacante. Le oyó soltar una maldición por lo bajo, pero no se sintió feliz por ello, porque conocía muy bien aquella voz:

—¡Estáte quieto, chaval! —le recriminó en un susurro furioso—. ¡Me has llenado la boca de plumas!

Zor se dio la vuelta, perplejo.

—¿Mac? ¿Eres tú?

—¡Baja la voz, muchacho! ¿Es que quieres que nos encuentren?

Zor cerró la boca inmediatamente. Junto a él estaba su amigo, el Loco Mac, aún escupiendo plumas y frotándose los ojos irritados. Se hallaban ambos en un pequeño dormitorio, tan oscuro, austero y abandonado como el que Zor acababa de utilizar como escondite.

—¿Dónde está Cosa? —preguntó, en voz baja.

—Se ha ido corriendo hacia el bestiario. Tenemos que reunimos con ella antes de que la vean, o descubrirán que nos hemos escapado.

Zor se acordó del hechicero de negro y de la esfera de cristal.

—Atiende, Mac, esto es importante: ¿has oído a esos dos hombres, los que por poco me pillan? Pues he visto al más joven entrando en el trastero y llevándose la esfera de Gorlian.

Mac dejó escapar otra maldición.

—Tendríamos que haber cogido esa bola de cristal —le reprochó Zor—. Ahora será más difícil recuperarla.

Pero Mac negó con la cabeza.

—También ha sido mala suerte —suspiró—. La esfera estaba cubierta de polvo, como si nadie la hubiese tocado en meses. ¿Quién habría imaginado que se la iban a llevar justamente ahora? Por otro lado, si la hubiésemos cogido, se habrían dado cuenta enseguida de que faltaba, y habrían descubierto que se les ha colado un intruso, o varios, así que tal vez haya sido lo mejor para nosotros. Si no recuerdo mal, este lugar era imposible de localizar por miembros ajenos a la Hermandad. Nuestra mejor baza es el hecho de que no saben que estamos aquí. Y cuanto más tiempo sigan sin saberlo, más posibilidades tendremos de escapar.

—¿Quién es ese joven de negro? —quiso saber Zor, intrigado—. El otro lo ha tratado como si fuera el jefe y lo ha llamado Shalorak.

—Pues no me suena, pero probablemente sea un aprendiz especialmente ambicioso. Aunque me extraña que Fentark permita que tenga tanto poder en la Hermandad...

—Fentark está muerto —informó Zor.

A Mac se le escapó una de sus risotadas dementes.

—¿Muerto? ¿Cómo lo sabes? —preguntó con voz aguda.

Zor le contó la escena que había presenciado.

—Veo que aquí no pierden las viejas costumbres —dijo Mac con gravedad—. Además, Furlaag era el demonio al que Fentark solía invocar —frunció el ceño—. Uno muy poderoso, por cierto. Uno que no responde a la llamada de cualquier humano. ¿Qué se traerá entre manos ese muchacho? ¿Y será cierto que Marla está aquí... acompañada por dos ángeles?

—Bueno, eso da igual ahora —cortó Zor—. En cualquier caso, tenemos que encontrar a Cosa antes que ellos.

Mac se mostró de acuerdo. Ambos se asomaron al pasillo con precaución y, tras comprobar que no había nadie cerca, salieron del dormitorio.

—Por aquí —susurró Mac, y empezó a caminar corredor abajo, ágil y silencioso. Zor no tuvo ningún problema en seguirlo; los dos habían vivido en Gorlian durante largos años y habían aprendido a ser sigilosos como espectros. Todo aquel que no lo hacía, no subsistía mucho tiempo allí.

Llegaron al final del túnel sin novedad, y allí encontraron otras escaleras descendentes. Bajaron, con precaución. Los recibió un olor fuerte y penetrante.

—Buff —se quejó Zor, en voz baja—. Huele como la guarida de un engendro.

—O de varios —rió Mac—. Bienvenido al bestiario de la Fortaleza, muchacho. Pero no temas; con excepción de nuestra amiga Cosa, todos los demás engendros están en jaulas. Además, no eres quién para quejarte del olor: en este mundo, todos los presos de Gorlian apestamos, así que más te vale no acercarte demasiado a nadie. Has tenido suerte de que ese tal Shalorak estuviese hablando con un demonio; seguramente los efluvios de todas esas cosas nauseabundas que echan los invocadores en sus braseros han tapado tu olor, amigo. Ten más cuidado la próxima vez.

—Tú sí que apestas —protestó Zor—. Deberías...

Pero un atronador estrépito de gruñidos, rugidos y gritos escalofriantes le puso la piel de gallina.

—¿Lo ves? —le espetó el Loco Mac, con una torcida sonrisa—. Nos han olido.

El chico se había quedado clavado al pie de la escalera, pero su compañero avanzó por el corredor hasta una amplia estancia escasamente iluminada. Como nada saltó sobre él para devorarlo —aunque los gruñidos y chillidos aumentaron de intensidad—, Zor se animó a seguirlo hasta reunirse con él en el bestiario. Una vez allí, miró a su alrededor. Se trataba de una larguísima caverna repleta de engendros, encerrados en sus respectivas jaulas, que se abrían a derecha e izquierda, como nichos oscuros y malolientes. De una de ellas, cuya puerta estaba entreabierta, salió trotando un pequeño y veloz engendro. Zor retrocedió un par de pasos hacia la escalera antes de darse cuenta de que se trataba de Cosa, que corría hacia ellos, feliz de volver a verlos.

—¡Mmmigggus! —los saludó—. ¡Stttuy'nn cccassa! ¡Cccuvvva Siccca!

Mac se inclinó para acariciarle la cabeza, sonriendo.

—Ya lo veo, Cosa. Sin embargo, ha pasado mucho tiempo desde que te fuiste. Por eso es posible que las personas a las que conocías ya no estén aquí. Ni siquiera los engendros son los mismos, ¿a que no?

Ella lo miró, con los ojos muy abiertos, y negó con la cabeza, comprendiendo las implicaciones de lo que le estaba diciendo.

—¿Ammmu Fffennntttarkk?

—Ya no está aquí, Cosa. Pero hay otras personas, y no estoy seguro de que se alegren de verte. Lo que sí sé es que no se alegrarán de vernos a nosotros, a Zor y a mí. Lo entiendes, ¿verdad?

Cosa lo entendía demasiado bien. Se sentó sobre el suelo, húmedo y sucio, y enterró la cabeza entre las manos.

Zor, preocupado, miró a su alrededor, por si aparecía alguien de pronto. Recordó que Shalorak había dicho que iban a fingir que la Fortaleza estaba abandonada, pero cabía la posibilidad de que salieran de su escondrijo para averiguar quién estaba poniendo nerviosos a los engendros. Detectó más allá un par de puertas que parecían llevar a otras estancias, pero nadie asomó tras ellas.

—Mac —le dijo a su amigo, esforzándose por ignorar los gritos de los engendros, sus afilados colmillos y garras y sus gruñidos cuando se estrellaban contra los barrotes, tratando de llegar hasta ellos—, ¿sabes dónde está la Sala de las Grandes Invocaciones? ¿Sabes si nos pueden oír desde allí?

El loco Mac asintió, entendiendo lo que quería decir.

—En teoría, no —respondió—, porque esa estancia se encuentra en el nivel más bajo, y aún hay un par de pisos entre ellos y nosotros. Pero convendría hacerlos callar, por si acaso.

Cosa alzó la cabeza y les dirigió una mirada llena de comprensión. Después corrió hacia una de las puertas de madera y la abrió antes de que sus amigos pudieran evitarlo.

—¿Qué estás haciendo? —se le escapó a Zor al verla desaparecer tras la puerta.

—Creo que quiere que la sigamos —dijo Mac, y echó a correr tras ella. Zor no tuvo más remedio que acompañarle.

Cosa los guió hasta un pequeño cuarto donde el ambiente era considerablemente más fresco. En los estantes que forraban las paredes se apelotonaban sangrientos pedazos de carne de diversos tamaños. Cosa estaba amontonando entre sus brazos todos los que podía.

—La comida para los engendros —asintió Mac, dejando escapar una serie de carcajadas histéricas—. Muy inteligente, muchacha.

Los dos ayudaron a Cosa a cargar con la carne, que fueron lanzando después al interior de las jaulas. Los engendros no tardaron en abalanzarse sobre la comida para devorarla con voracidad, perdiendo momentáneamente el interés por los intrusos.

—Bien —dijo Mac, satisfecho—. Ahora que están tranquilos es el momento de pensar cómo escapar de aquí. La salida, si no recuerdo mal, estaba arriba del todo, de modo que tenemos que volver por donde hemos venido y seguir subiendo hasta el nivel superior.

—¿Y qué pasará con Cosa? —preguntó Zor, preocupado. El Loco Mac siguió la dirección de su mirada y descubrió que Cosa había entrado en una de las jaulas, la que permanecía abierta, se había acuclillado sobre la paja y mordisqueaba un pedazo de carne sanguinolento. Se balanceaba sobre sus talones y emitía un ronco sonido, como un ronroneo de felicidad.

—No podemos dejarla aquí —dijo Mac.

—Pero éste es su hogar. Ha vuelto a casa por fin. No ha dejado de hablarme de la Cueva Seca desde el día que la conocí, y creo que si volviéramos a alejarla de aquí la haríamos muy desgraciada.

Mac negó con la cabeza.

—Si nadie la reconoce, la encerrarán como a un engendro cualquiera, y la tratarán como a tal. Y si se acuerdan de ella, descubrirán que se ha fugado de Gorlian y deducirán que no lo ha hecho sola. No; tenemos que llevarla con nosotros.

—Mira... no sé mucho del mundo exterior, pero por lo poco que me has contado creo que, fuera de estos túneles, Cosa no sería muy bien recibida. ¿Me equivoco?

Mac no respondió.

—¿Qué vida la espera lejos de su Cueva Seca? —insistió Zor—. ¿Será mejor que la que ha tenido aquí? ¿La aceptarán las otras personas?

—No —reconoció Mac—. La gente la mirará con miedo y repugnancia, y habrá quien quiera sacrificarla sólo a causa de su aspecto. Pero me siento responsable porque Cosa es una creación de la secta a la que yo pertenecía. Nunca tratamos bien a los engendros, y quiero asegurarme de que con ella va a ser diferente. Si la llevamos con nosotros, me encargaré de cuidarla y de protegerla. Si la abandonamos aquí...

—No es que quiera abandonarla —se apresuró a aclarar Zor—, pero está claro que éste es el lugar al que pertenece, y que lo ha echado de menos.

«Y yo sé bastante acerca de lo que se siente cuando se es diferente», pensó, pero no lo dijo.

—Quizá deberíamos... —empezó Mac, pero se interrumpió al ver que Cosa alzaba la cabeza, con los ojos muy abiertos, arrojaba los restos de carne a un lado y echaba a correr hacia ellos—. ¿Qué pasa, pequeña?

Cosa le cogió de la mano y tiró de él con urgencia.

—¡Ggggnnntte! ¡Gggnnnttte vvvvinnnne!

Mac y Zor cruzaron una mirada.

—Viene alguien —tradujo Zor, aunque no era necesario.

—Tenemos que salir de aquí —decidió Mac, pero Cosa negó vehementemente con la cabeza y lo arrastró tras ella—. ¿A dónde me llevas?

Cosa señaló la puerta abierta de la jaula.

—¿Quieres que nos metamos ahí dentro? —exclamó Zor, alarmado.

—No tenemos tiempo para discutir —atajó Mac, tirando de él.

Cosa los empujó hacia el sucio montón de paja que había al fondo de la celda y empezó a arrojarles por encima manojos mezclados con inmundicia.

—¡Oye! —protestó Zor, pero Mac lo hizo callar:

—No seas remilgado, chaval; sólo está intentando escondernos.

Zor recordó entonces que Cosa se las había arreglado para ocultarlo de Ruk y sus compañeros en la cabaña del viejo Dag, y decidió confiar en ella. Se zambulló en el montón de paja y desperdicios junto con Mac y permitió que Cosa los cubriese del todo. Dejó, sin embargo, un resquicio entre la paja para ver qué sucedía. Vio a su amiga ocultar un manojo de llaves en un rincón de la jaula y, acto seguido, cerrar la puerta ante ella, quedándose encerrada como si fuese un engendro cualquiera. Suponiendo que aquéllas fueran las llaves que abrían las celdas, la maniobra de Cosa era muy inteligente. Con suerte, los intrusos no se fijarían en ella y la toMarlan por un engendro más...

El muchacho, sin embargo, no tuvo tiempo de seguir reflexionando sobre ello. Vio que Cosa revolvía un poco más la paja para ocultarlos mejor y después se inclinaba sobre lo que quedaba de su trozo de carne, dando la espalda a la puerta y tratando de pasar desapercibida.

Y en aquel momento alguien entró en el bestiario. Lo supieron porque todos los engendros se pusieron a gruñir y aullar a la vez. Zor los oyó golpearse contra los barrotes de sus jaulas, en un ciego e inútil intento de alcanzar a los intrusos. Cosa, sin embargo, seguía acurrucada sobre sí misma, temblando, y el chico deseó que nadie se diera cuenta de ello.

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