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Authors: Laura Gallego García

Alas negras (28 page)

BOOK: Alas negras
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Se oyó un fuerte estrépito, como si el firmamento entero se hubiese partido en dos. La reina Kiara de Saria y su séquito alzaron la cabeza, esperando ver un cielo encapotado, aunque nunca antes habían oído un trueno tan temible como aquél.

Pero no había ni una sola nube sobre ellos. Llevada por una súbita sospecha, Kiara volvió la mirada hacia la sombra de Vol-Garios que dejaban atrás. Hacía ya medio día que habían levantado el campamento y marchaban de regreso a casa, pero la alta y ominosa silueta del volcán todavía acechaba a su espalda. Por un instante le pareció que estaba entrando en erupción, porque una masa oscura e informe se elevaba desde su cráter.

—Parecen pájaros —dijo uno de los caballeros.

—Negros cuervos, más bien —masculló otro.

—¿Tan grandes? —objetó Kiara.

Sintió la mirada de Kendal clavada en ella.

—Majestad —lo oyó musitar—. ¿No pensaréis...?

—No lo sé —cortó ella—. No lo sé.

Hubo una pausa llena de inquietud y malos presagios. Entonces, alguien rompió el silencio, y los miembros del séquito empezaron a murmurar:

—Vienen hacia aquí.

—No... no parecen aves. Son... bastante más grandes.

—Por todos los dioses, ¡vuelan muy rápido!

Kiara reaccionó:

—¡A cubierto todos! ¡Vamos, vamos, deprisa!

Hincaron las espuelas en los caballos y salieron disparados camino arriba, perseguidos de lejos por la nube negra que emergía de Vol-Garios. Para alivio de Kiara, hallaron un roquedal un poco más allá, y uno de los caballeros, que se había adelantado para explorar el terreno, informó de que si lo rodeaban encontrarían una gruta lo bastante grande como para cobijarlos a todos.

—¿Los caballos también?

—También —respondió ella—. Es importante que no adviertan que estamos aquí.

No discutieron. Se ocultaron todos en la gruta, muy pegados unos a otros, y desde allí escudriñaron el cielo. Uno de los caballos relinchó suavemente, aterrorizado. Los humanos no se sentían mucho más valientes.

Oyeron un murmullo que iba haciéndose cada vez más intenso. Contuvieron el aliento hasta que el rumor se convirtió en el atronador estruendo de millares de gigantescas alas que, no cabía duda, se dirigían hacia ellos. Casi sin darse cuenta, la mano de Kiara buscó la de Kendal en la penumbra. La reconfortó encontrarla, y que él le devolviera un apretón tranquilizador, pero no se volvió para mirarlo. Sus ojos estaban fijos en el pedazo de cielo que se veía desde su escondite.

Y entonces, súbitamente, se abatieron sobre ellos. Kiara se tapó la boca con la mano libre para no gritar de terror cuando cientos, miles de gigantescas alas negras, como de murciélago, ocultaron la luz del día. Sus ojos se agrandaron, llenos de miedo, al apreciar con más detalle a las criaturas aladas: su roja y malévola mirada, sus rostros llenos de ira, sus bocas erizadas de colmillos, sus garras, colas y cuernos. Cada uno de ellos era diferente a los demás y, sin embargo, todos poseían aquel aire de familiaridad que indicaba que pertenecían a la misma especie.

—¿Qué... qué es eso? —oyó musitar a uno de sus compañeros.

Kiara lo sabía. Una vez se había encontrado cara a cara con uno de ellos, una criatura poderosa a quien llamaban el Devastador. Y, pese a que tenía la certeza de que éste estaba ya muerto, eran pocas las noches en las que no visitaba sus sueños, transformándolos en horribles pesadillas.

Sintió la boca seca. Por fortuna, Kendal respondió por ella:

—Demonios —dijo—. Demonios que han escapado del infierno.

Nadie osó decir una sola palabra, pero Kiara percibió el miedo que emanaba de cada uno de ellos. Algunos eran los caballeros más valientes de su reino, pero ella no podía reprochárselo: ningún ser humano, por valiente que fuera, tenía nada que hacer contra aquellas criaturas.

De modo que aguardaron, en silencio, rogando por que los demonios los pasaron por alto. Por fin, la nube se hizo más clara, y los últimos rezagados sobrevolaron la gruta, sin que ninguno hubiese reparado en los humanos y los equinos que se ocultaban en ella. El sol volvió a bañarlos con su cálida y reconfortante luz, y el estruendo de las alas se convirtió en un rumor lejano. Sólo entonces, Kendal despegó los labios.

—¡Maldita sea! —exclamó—. ¡Dijeron que habían dejado la puerta bien cerrada!

Kiara le dirigió una mirada de advertencia.

—Eso no es importante ahora —decidió—. Hay que averiguar a dónde van.

Uno de los caballeros carraspeó un par de veces antes de poder recuperar la voz:

—Si me permitís, Majestad... estaban siguiendo el camino. El único camino que llega a las inmediaciones del volcán.

Reinó un horrorizado silencio.

—Van buscando poblaciones humanas —musitó Kiara, pálida como la leche.

Todos recordaron la apacible aldea por la que habían pasado la tarde anterior.

—¡Tenemos que ayudarlos! —decidió uno de los caballeros.

—No —lo detuvo Kiara—. No llegaríamos a tiempo. Hay, sin embargo, otra cosa que debemos hacer.

—¿De qué se trata, mi señora?

Kiara frunció el ceño, reflexionando.

—Todo esto es obra de Marla, sin duda.

—¿La reina Marla? Pero vos dijisteis...

—Ya sé lo que dije —cortó ella—. Sé que la dimos por muerta, y creo que cometimos un grave error —dio una mirada circular—. ¿Quién de vosotros tiene el caballo más rápido?

Uno de sus guerreros se adelantó.

—Yo, Majestad.

—Volverás a la ciudad y te encargarás de organizar el ejército. Quiero que estén listos cuanto antes y que se dirijan sin demora al reino de Karish.

—¿A Karish, mi señora?

—Al palacio real de Karishia. No creo que podamos detener a esos demonios, pero Marla es humana, y mortal, y ha llegado la hora de pararle los pies definitivamente.

Ahriel sobrevolaba la costa de Karish cuando vio venir a los demonios.

Eran inconfundibles: una larga columna oscura que volaba casi a ras de suelo, muy por debajo de ella. Procedían del este, donde, calculó Ahriel, se levantaba la ciudad de Erganda, la ubicación de una de las puertas del infierno. No pudo evitar volver la vista atrás; le pareció ver una nube oscura emergiendo de la cordillera de Karishia, donde estaba ubicada la Fortaleza Negra, pero no estaba segura. Lo que sí tenía claro era que Marla y Furlaag se habían salido con la suya: habían permitido que los demonios invadieran su mundo.

Batió las alas con más fuerza, tratando de volar a mayor velocidad. Era difícil que los demonios la vieran, puesto que volaba muy por encima de ellos, pero no quería arriesgarse. Los vio precipitarse, como una nube de moscas, sobre un pueblo que parecía dormir plácidamente junto al mar. Casi pudo oír los gritos de terror y agonía de sus habitantes, y reprimió el impulso de regresar a ayudarlos. No podía hacer nada por ellos; sola, no. Debía avisar a Lekaiel y a los demás, y juntos, todos los ángeles acudirían a prestar batalla para detener a Furlaag y sus demonios. Era la única manera.

«No he podido salvar Gorlian», se recordó, angustiada. «No he sido capaz de rescatar a mi hijo, ni pude evitar que mataran a Bran, ni tampoco eduqué bien Marla cuando se me encomendó su custodia. Y puede que por mi culpa el mundo entero quede destruido. ¿Qué clase de ángel soy?»

Sacudió la cabeza para apartar de su mente aquellos oscuros pensamientos y, dejándose llevar por una corriente de aire, se elevó todavía más alto, hasta volar por encima de las nubes. Todavía le quedaba un largo camino hasta Aleian, pero esperaba llegar a tiempo de salvar algo, cualquier cosa, de la destructiva crueldad de los demonios.

Zor despertó bruscamente de una horrible pesadilla cuando alguien le dio un par de cachetes en las mejillas.

—Despierta, chaval —le ordenó el Loco Mac—. No tenemos tiempo para dormir.

—¿Qué...? ¿Cómo...? ¿Dónde estoy?

Oyó las conocidas carcajadas desquiciadas de su amigo.

—Aún en la Fortaleza, me temo —fue la respuesta.

Zor abrió los ojos y miró a su alrededor, pestañeando aturdido. Se encontró en una de las sobrias habitaciones que ya conocía. Estaba oscuro allí dentro, porque habían cerrado la puerta, pero la luz que se filtraba por debajo le permitió ver a Mac a su lado, y la imponente figura del ángel de espaldas a él, inclinado sobre la cama.

—¿Qué... qué hacemos aquí?

—Escondernos de Marla y sus secuaces, para variar.

No había sido una pesadilla. Zor sintió que se le caía el mundo encima.

—Oh —dijo solamente.

—Perdiste el sentido cuando se abrió la puerta del infierno —le explicó Mac—, y no es de extrañar. Hubo una gran explosión, o algo parecido, y la sala voló por los aires. Ubanaziel nos sacó a todos de allí, y creo que Shalorak protegió a Marla. El caso es que los vi salir de entre los escombros, seguidos de ese tal Furlaag, y de un montón de demonios más. De momento estaban demasiado ocupados considerando el hecho de que son libres para hacer todas las barbaridades que quieran en el mundo de los humanos, así que aprovechamos para escabullimos y nos hemos escondido aquí. Y espero que no les dé por buscarnos —concluyó, riéndose como un loco.

—No lo harán —resonó la voz, serena y pausada, del ángel—. Hubo demasiada confusión como para que nadie se percatara de nuestra huida, así que estoy casi seguro de que creen que quedamos aplastados bajo las ruinas.

Zor se incorporó un poco, abatido. Entonces vio que Cosa estaba tendida en la cama. El ángel la sujetaba por las muñecas, y el chico reconoció lo que estaba haciendo.

—¡Es un círculo de curación! —adivinó; enrojeció cuando el ángel se volvió para mirarlo y clavó sus ojos oscuros en él—. Yo... solía utilizarlo con mi abuelo. Le aliviaba los dolores, pero nunca conseguí curarlo del todo.

El ángel no respondió. Volvió de nuevo la cabeza hacia Cosa.

—¿Cómo... cómo está? —preguntó Zor, con un nudo en la garganta.

—Vivirá —respondió él lacónicamente.

El muchacho lanzó un suspiro de alivio.

—Gracias... por curarla, ya sabes. Y por no matarla.

Oyó una suave risa en respuesta.

—¿Por qué iba a querer matarla?

—Porque ella... bueno, porque es un engendro.

—Estamos vivos gracias a ella, muchacho. Atacó a Shalorak sin detenerse a pensarlo siquiera, sólo para protegerte.

—¿Entonces lo viste?

—Estaba paralizado, no ciego.

—Ah, claro.

Zor calló, intimidado. La imponente figura del ángel, sus enormes alas, que erguía con orgullo y dignidad, la inmaculada blancura de sus ropas... todo ello lo hacía sentirse muy poca cosa en comparación. Siempre había estado muy orgulloso de sus alas, pero ahora comprobaba con desaliento que, a diferencia de las del ángel, eran sólo dos tristes manojos de plumas grises y arrugadas. Sintió un vivo deseo de ser como él y, al mismo tiempo, tuvo la horrible certeza de que jamás estaría a su altura.

—¿Por qué... por qué estabas paralizado? —preguntó con timidez—. ¿Fue cosa de Shalorak?

El ángel asintió.

—Detuvo mi ataque en, apenas un instante, y estaba a punto de matarme cuando interviniste tú —se volvió hacia él, con una serena sonrisa—. Gracias, muchacho. Te debo la vida. A ti y a esta pequeña criatura.

—¿Y no tienes nada que decirme a mí, Ubanaziel? —refunfuñó el Loco Mac desde la puerta.

El ángel se rió. Su risa sonó como el profundo tañido de una campana.

—¿Qué hiciste tú, Mac? —quiso saber Zor, intrigado. Tenía un confuso recuerdo de su amigo entrando en la sala en el último momento...

—Deshice el hechizo que mantenía preso al ángel —replicó él, muy digno—. Y creé un escudo de protección en torno a Cosa y a ti. Si no llega a ser por mí, ese Shalorak os habría frito a los dos en menos que canta un gallo.

Zor lo miró con la boca abierta.

—Venga ya. Tú no puedes hacer esas cosas.

—¡Claro que puedo! ¿Acaso no te he contado que una vez fui una de las cabezas pensantes de esta secta? Y hace mucho tiempo que juré que jamás volvería a usar la magia negra, pero...

—Un momento —cortó Zor—. Si tienes el mismo poder que los tipos de negro, ¿por qué tardaste tanto en intervenir?

—¡No creas que es tan fácil recordar cómo se hace, chaval! Hacía décadas que no empleaba la magia negra. Aún tienes suerte de que recordara el conjuro de protección y no te friera yo en lugar de ese niñato engreído —volvió a reírse como un loco—. Pero no hace falta que me lo agradezcas. Estabas cagado de miedo, ya te vi. Por lo menos el ángel sí reaccionó enseguida. Cuando estalló la sala nos sacó a todos pitando de allí.

—No olvido cuál fue tu intervención, Mac —sonrió el aludido—. Pero tampoco puedo olvidar el papel que jugaste en la creación de la prisión de Gorlian y en la iniciación de Marla en la magia negra —añadió, con más severidad.

Pareció que Mac se encogía sobre sí mismo, intimidado.

Cosa dejó escapar un leve quejido, y Zor temió que la discusión hubiese estorbado al ángel en su tarea curativa. Pero éste retiró las manos y cubrió al engendro con su propia capa.

—Ya casi está —dijo—. Ahora sólo tiene que descansar —se volvió hacia Zor y le dijo, muy serio—: lamento no haberme presentado antes. Me llamo Ubanaziel, Consejero de Aleian, la Ciudad de las Nubes.

—Yo soy Zor —respondió el chico, impresionado—. Sólo Zor.

El ángel sonrió.

—Eres el hijo de Ahriel; el medio ángel que abandonó en Gorlian.

—Supongo que sí —asintió él, de mala gana.

—Mac me ha contado que acabáis de escapar de allí, y justo a tiempo, por cierto: Marla ha destruido la esfera y todo su contenido.

Zor recordó los fragmentos de cristal que había visto en la Sala de las Grandes Invocaciones. La verdad lo golpeó como un puñetazo en el estómago.

—¡Pero... pero... no puede haberlo hecho! Debía de ser otra esfera, ¿no? No puede haber acabado con...

«Con todo mi mundo», pensó.

Ubanaziel se encogió de hombros.

—Levantó la esfera en alto y la estrelló contra el suelo, delante de nosotros. Supongo que ya se había cansado de su juguete.

—¡Pero dentro vivía gente! —estalló Zor, sin poderse contener—. ¡De acuerdo, había engendros y tipos desagradables, pero no eran todos así! ¡Muchos sólo intentaban sobrevivir! —sintió la mano de Mac sobre su hombro, pero se la sacudió de encima—. ¿Por qué tuvo que hacer eso?

—Así es Marla —masculló Mac, y reprimió a tiempo una de sus risotadas convulsivas—. Disfruta haciendo daño.

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