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Authors: Laura Gallego García

Alas negras (40 page)

BOOK: Alas negras
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—¡Marchaos! —gritó el viejo hechicero—. ¡Buscad un sitio seguro!

—¡No me iré sin ti! —vociferó Zor; pero Cosa, aterrorizada, se retorcía como una comadreja, y el chico se vio obligado a concentrar toda su atención en mantenerse en el aire. Cuando comprendió que no aguantaría mucho tiempo, buscó con la mirada algún lugar seguro donde aterrizar. Descubrió una torre a poca distancia, y decidió que dejaría allí a Cosa y volvería a buscar a Mac.

Batió las alas con energía hasta que, finalmente, logró sobrepasar las almenas de la torre y posarse allí. Cosa se apresuró a regresar a suelo firme y corrió a aovillarse bajo la sombra de una de las almenas. «Aquí, Marla no la encontrará», pensó el muchacho. Cuando se dio la vuelta para despegar de nuevo, estuvo a punto de tropezar con el propio Mac, y lanzó un grito del susto.

—¿Pero qué...? —pudo decir; se interrumpió al ver que su amigo flotaba en el aire, a medio metro del suelo. Tenía, sin embargo, un aspecto horrible, pálido y sudoroso, y con cara de estar sufriendo unas fuertes náuseas. Cuando se desplomó como un fardo, Zor lo sostuvo entre sus brazos justo a tiempo de evitar que chocara contra el suelo.

—Es que he calculado mal —farfulló el hombrecillo—. Mucha distancia, demasiado tiempo ha pasado, sí. El hechizo me ha robado toda la energía... —calló de golpe, y un brillo de extravío se encendió en sus ojos cansados—. ¡Robar toda la energía! —repitió, y se rió como un loco.

Zor lo arrastró hasta la almena y lo sentó con cuidado, apoyándole la espalda contra la pared.

—Estás agotado —le dijo—. Si llevas tantos años sin usar la magia para nada, es normal que ahora...

—Silencio, chaval —le cortó él—. Estoy pensando.

—¡Pero...!

—¡Estoy pensando! —chilló Mac, acallando todas sus protestas.

De modo que Zor cerró la boca y aguardó, inquieto. De vez en cuando se asomaba prudentemente por entre las almenas para otear el horizonte. Estaba convencido de que Marla los perseguiría volando sin alas, igual que había hecho Mac. Hasta que se dio cuenta de que había una pequeña puerta en la torre, que daba a una escalera de caracol. Se apresuró a cerrarla, por si acaso.

—Zor, ven aquí —lo llamó entonces Mac.

El chico obedeció, extrañado de que lo llamara por su nombre, en lugar de «muchacho» o «chaval», como solía hacer. Cuando llegó junto a él se dio cuenta de que no había mejorado.

—Mmmal eccara —observó Cosa.

Tenía razón. El rostro del Loco Mac había pasado de una blanca palidez a un amarillo enfermizo. Sudaba copiosamente y hasta tenía ojeras. Zor comprendió que tenía que llevárselo cuanto antes a un lugar seguro para que pudiera descansar. Y allí, en lo alto de la torre, no estaban seguros: Marla podía encontrarlos en cualquier momento.

—Búscame un espejo —dijo entonces Mac.

Zor lo miró sin comprender.

—¿Cómo has dicho?

—Necesito un espejo. Un espejo grande, de cuerpo entero, si es posible.

—¿Y qué es un espejo?

Mac farfulló algo incoherente, bastante alterado, y lanzó una serie de risillas dementes. Luego se tranquilizó y respondió:

—¿Recuerdas cuando recorríamos hace un rato el palacio en busca de Shalorak y Marla? Pasamos por una habitación en la que había un espejo: es una superficie de cristal que te muestra tu imagen. Te has quedado embobado mirándola porque era la primera vez que te veías a ti mismo.

—¡Sí! —asintió Zor, emocionado—. Y me has explicado que en los palacios como el de Marla hay muchos, para que las damas puedan verse todos los días.

—Exacto, chaval. Bueno, pues quiero que vuelvas a entrar en el palacio, sin que te vea Marla, claro, y busques uno de esos espejos. Seguro que no te será difícil encontrarlo. Después, me lo traes hasta aquí. ¿De acuerdo?

Zor se quedó perplejo. No estaba seguro de entender mejor que antes lo que se proponía su amigo, a pesar de la aclaración.

—Mac, ya sé que vas hecho un desastre incluso para lo que es habitual en Gorlian, pero ahora no es momento de...

—¡No lo quiero para mirarme, zoquete! —chilló Mac; luego se dejó caer contra el muro, como si aquel exabrupto hubiese terminado con las pocas fuerzas que le quedaban—. Lo quiero para un conjuro.

—Pero estás agotado —observó Zor—. No te queda ni pizca de magia.

—Me recuperaré mientras vas a buscar ese condenado espejo —insistió él, tozudo—. Y cuanto más tardes, menos tiempo tendré para preparar el conjuro antes de que llegue Marla.

—¿Vas a hacer otro hechizo como el de la red que tenía que capturar a Shalorak? —dijo Zor, escéptico—. Bueno, pues no me fío. No pienso moverme de aquí hasta que me digas qué estás tramando exactamente.

Mac soltó una retahíla de insultos y palabras malsonantes, pero Zor se mantuvo firme hasta que, finalmente, el hombrecillo explicó, con una risilla nerviosa:

—Es un truco que le vi hacer a Fentark. El tipo era muy desconfiado, y temía que en algún momento alguno de los acólitos lo traicionase y tratase de entrar por la noche en su cuarto para asesinarlo o algo así. Entonces colocó un espejo cerca de su cama. Lo tenía siempre cubierto con un paño, pero podía descubrirlo en cualquier momento con sólo una mirada. Aquella persona cuya imagen se reflejara en ese espejo perdía inmediatamente todos sus poderes, porque su doble absorbía toda su magia. Y se quedaba débil y traspuesto, como yo ahora —hizo una pausa y continuó—. Cuando empecé a no estar de acuerdo con lo que él hacía, me llevó a sus estancias, me mostró el espejo, como quien no quiere la cosa, y me habló del poder que poseía. Tardé un tiempo en entender que se trataba de una amenaza velada, muchacho; y, cuando lo hice, me aseguré de investigar qué clase de conjuro había puesto en aquel azogue del demonio y cómo podía yo contrarrestarlo. Descubrí que, una vez que la imagen ha absorbido tu magia ya no hay nada que hacer, ni siquiera rompiendo el espejo. No tiene contrahechizo ni hay manera de defenderse contra eso. La única persona a la que no le afecta el conjuro es a quien lo formuló.

—De modo que quieres crear un espejo así para robarle los poderes a Marla —entendió Zor—. Pero ella debe de conocer el truco, porque también fue discípula de Fentark.

—Claro que lo conocerá, chaval, pero no importa, porque, para cuando se dé cuenta de lo que pretendemos, ya será demasiado tarde. Se habrá quedado sin magia y nosotros podremos derrotarla y salir de aquí de una vez por todas. Y ahora corre, o, mejor dicho, vuela a buscar el espejo que te he pedido. Yo me quedaré aquí con Cosa.

—¿Y si llega Marla mientras estoy por ahí?

—Mala suerte —replicó Mac, riendo como un demente.

No muy convencido, Zor los dejó solos y levantó el vuelo otra vez.

Sobrevoló el palacio de Marla, sorteando torretas, tejados y pináculos. No le extrañó comprobar que el lugar seguía estando tan vacío y silencioso como antes. Empezaba a verse alguna actividad en la ciudad, más allá de los muros del palacio; personas aterrorizadas que se deslizaban por las esquinas deprisa y en silencio, tal vez en busca de provisiones para su familia, quizá pretendiendo reunirse con seres queridos que vivían algo más lejos, para comprobar que estaban bien. Por el momento, parecía que nadie se atrevía a salir de Karishia: el recuerdo de la masacre causada por los demonios al otro lado de la muralla aún estaba reciente. Zor no sabía mucho acerca de los sistemas de poder en el mundo exterior, pero sospechaba que los ciudadanos no tardarían en recuperar algo del valor perdido y acudirían al palacio a pedirle explicaciones a Marla. En Gorlian era así: su abuelo le había contado historias de jefes de bandas que habían sido brutalmente asesinados por esbirros descontentos.

Y allí parecía vivir mucha, muchísima gente. Zor se preguntó si la magia de Marla sería capaz de defenderla de todos ellos.

Descubrió un amplio ventanal abierto en un ancho torreón que se alzaba, orgulloso, en una esquina del palacio, y consideró que estaba lo suficientemente apartado del salón de baile donde habían dejado a Marla. Se coló por él y llegó a una hermosa habitación, bien amueblada y vestida con gruesas alfombras y ricos tapices. No había en ella ningún espejo, sin embargo. Zor salió al descansillo y descendió por la escalera de caracol. La habitación del piso inferior estaba cerrada y fue incapaz de abrir la puerta, de modo que continuó descendiendo hasta llegar a un extenso corredor. Lo siguió, con cautela, y entró por la primera puerta que vio. Se trataba de la habitación de las costureras, y tenían un gran espejo de cuerpo entero en una de las esquinas. Un espejo en el que Marla se había visto reflejada docenas de veces, cuando había acudido a probarse algún traje nuevo.

Zor no tenía ni idea de esto, ni sabía qué eran todos aquellos objetos extraños, madejas de hilo y rollos de tela amontonados en un rincón de la habitación. Se limitó a inspeccionar el espejo y constatar que era demasiado grande como para llevarlo a cuestas. Con un suspiro de impaciencia, paseó la mirada por el resto de la habitación, y encontró un par de puertas más pequeñas. Una de ellas conducía a un ropero, pero la otra daba a un cuarto con dos camas. Por fortuna, también había una pequeña cómoda con un espejo de pared. Zor comprobó, satisfecho, que podía descolgarlo sin problemas y que, aunque pesaba un poco, podría cargar con él hasta la torre donde Mac y Cosa lo esperaban.

Con el espejo bajo el brazo regresó al corredor y abrió una de las ventanas para volver a salir al aire libre. Momentos más tarde, planeaba ya sobre el palacio, de regreso a la torre.

Ahriel no tuvo ninguna dificultad a la hora de localizar la puerta de Sin-Kaist. Se alzaba sobre una pequeña loma a las afueras de la ciudad, entre las ruinas de una antigua torre de vigías. Su resplandor rojizo era inconfundible y se detectaba incluso desde lejos.

El ángel sobrevoló la urbe arrasada, tratando de no mirar, intentando ignorar el hedor de la muerte y las cenizas, y finalmente aterrizó entre los restos de la torre. No había nadie alrededor. Evidentemente, los demonios que habían salido por aquella puerta se habían encargado de asesinar a todas las personas que pudieran haber encontrado por allí. Después habían caído sobre la ciudad como una bandada de vampiros sedientos de sangre y, cuando ya no habían encontrado allí nada que matar, se habían unido a Furlaag en su campaña contra los ángeles de Aleian.

Tampoco vio a Ubanaziel. Seguramente, hacía ya rato que el Consejero había cruzado aquella puerta. Y, aunque hubiese escogido otra, de todas formas las siete llevaban al mismo lugar. Así que, si todo iba como Ahriel esperaba, se encontraría con él al otro lado.

Dudó un instante, con la mirada clavada en aquella espiral de color rojo sangre que rotaba sobre sí misma con lentitud. Se estremeció, sin poderlo evitar. Su última visita al infierno no había sido una experiencia agradable, y no tenía ninguna gana de repetirla. Y, sin embargo, debía ayudar a Ubanaziel... no sólo por él, sino también porque el futuro del mundo dependía del éxito de su misión.

Inspirando hondo, Ahriel dio un par de pasos al frente y cruzó la espiral de luz escarlata.

Ubanaziel había llegado a Sin-Kaist hacía un buen rato y había traspasado el portal sin vacilación. Sospechaba que, por una vez, no iba a encontrar grandes peligros en el infierno. Prácticamente todos sus habitantes estaban en el mundo de los humanos. Al ángel se le hacía difícil creer que alguno hubiera podido quedarse atrás voluntariamente, aunque fuera para asegurar la libertad del resto de los de su especie. El altruismo no formaba parte del comportamiento habitual de aquellas criaturas.

Era más lógico que, si uno de los extremos del vínculo seguía en el infierno, se debiera a que lo habían obligado a quedarse. Y no era tan sencillo reducir a un demonio poderoso, por lo que Ubanaziel había deducido que se trataba de uno menor.

También existía una posibilidad a la que el ángel le había estado dando vueltas, y era que tal vez Fentark, el antiguo líder de la Hermandad de la Senda Infernal, no estuviese muerto después de todo. Quizá Furlaag había engañado a Marla y a Shalorak haciéndoles creer lo contrario, y el hechicero seguía allí, formando parte del conjuro que mantenía conectadas ambas dimensiones.

Esperaba tener razón. Pero, en cualquier caso, si no encontraba a nadie en el infierno, sólo cabría suponer que Ahriel estaba equivocada y que Furlaag era el demonio al que había que matar...

Una idea terrible cruzó su mente: ¿y si los demonios ya habían previsto aquello? ¿Y si habían utilizado para el conjuro a un demonio del montón, uno de los miles con los que contaban las hordas infernales? En tal caso, jamás lo encontrarían.

Ubanaziel sacudió la cabeza. No, el conjuro de vinculación era algo demasiado importante como para dejarlo en las garras de un demonio cualquiera. La lógica le decía que Furlaag habría optado por realizarlo él mismo. En tal caso, no iba a encontrar nada en el infierno. Pero más valía asegurarse.

El ángel sobrevoló las llanuras, resecas y quebradas, vacías ahora de demonios y diablillos. Batía las alas lentamente, observando con su mirada de halcón cada resquicio, cada orificio donde pudiera esconderse cualquier criatura. El infierno lo bañaba con su irritante luz rojiza, pero Ubanaziel mantenía la calma. Había tomado una decisión y estaba preparado para afrontar las consecuencias.

Divisó a lo lejos una cresta rocosa, afilada como un serrucho, y aceleró el vuelo para alcanzarla. Recordaba aquel lugar de su primera visita al infierno. Cerca de allí había matado a Vartak, el demonio que lo había capturado. No era un pensamiento agradable, pero Ubanaziel se obligó a sí mismo a revivir todo aquello, porque sentía que se lo debía a la memoria de Naradel.

Se posó sobre uno de los salientes de piedra de la cresta y miró a su alrededor. Incluso desierto y silencioso, el infierno seguía transmitiendo un aire maligno. A sus pies descubrió una hondonada rocosa de forma circular, y se estremeció. Recordaba perfectamente que allí había agonizado Naradel. Todavía podía ver a los demonios reunidos en torno a aquella especie de circo de los horrores, abucheando al ángel caído y gritando vítores en honor a su campeón, el enorme Vultarog, al que Ahriel había derrotado hacía poco. Lo único que lamentaba Ubanaziel era no haberlo matado él mismo. Pero, en cierto modo, Naradel estaba vengado: tanto Vartak como Vultarog estaban muertos, y Furlaag también había caído.

Con un suspiro de tristeza, Ubanaziel descendió hasta la hondonada y aterrizó en su centro. Cerró los ojos, con pesar. Allí era donde Naradel había muerto en medio de un terrible tormento. A pesar del tiempo transcurrido, Ubanaziel todavía se sentía culpable. Lamentaba no haber recuperado su cuerpo para que su amigo obtuviera por fin su merecido descanso eterno; lamentaba no tener un lugar al que ir a llorarle pero, sobre todo, lamentaba haberlo dejado atrás.

BOOK: Alas negras
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