Authors: Laura Gallego García
Shalorak alzó una ceja, divertido.
—Muy interesante. En otro momento quizá me toMarla la molestia de discutir contigo al respecto, pero ahora mismo, como comprenderás, mis sentimientos por Marla, o mi obsesión, o como quieras llamarlo, me instan a impedir que te acerques un solo paso más a ella. Además, sólo el olor que despides bastaría para turbar a cualquiera, así que me temo que no podrás pasar de aquí.
Mac le dedicó una sonrisa siniestra.
—¿Quién te ha dicho a ti que hoy he venido por Marla?
Shalorak ladeó la cabeza, intrigado, pero no dijo nada. Alzó las manos y movió los labios, apenas un poco, sin que ningún sonido pareciera salir de ellos. Y, de pronto, unas sombras oscuras, largas y retorcidas como culebras, emergieron del suelo para enroscarse en torno a los tobillos del Loco Mac. Éste sintió cómo aquella niebla negra absorbía su esencia vital con escalofriante rapidez, como una siniestra sanguijuela. Luchó por desasirse, pero las sombras atraparon sus muñecas y treparon por sus brazos, amenazando con cubrirlo por completo.
Zor se quedó un momento paralizado de miedo; para cuando logró reunir suficiente valor, Mac estaba ya realizando el contrahechizo. Con un esfuerzo sobrehumano, abrió los brazos y echó la cabeza hacia atrás; y, para sorpresa de Zor, su cuerpo absorbió la niebla negra hasta hacerla desaparecer.
Shalorak lo observaba, con una mezcla de interés e irritación.
—¿Se puede saber a qué juegas, viejo?
—No todos tenemos la ventaja de contar con un demonio que nos proporciona poder casi ilimitado, jovenzuelo. Y, como la edad no perdona, mi propia energía es bastante escasa. Así que no me quedará más remedio que tomar un poco de tu magia. Para hacer el enfrentamiento más justo y más interesante, ya sabes.
Shalorak sacudió la cabeza, disgustado. Alzó una mano y una centella de luz roja brotó de entre sus dedos en dirección a su oponente, que tuvo que echarse al suelo para esquivarla.
—Intenta tragarte eso, si puedes —murmuró el mago, sombrío.
—No, eso no podría absorberlo —reconoció Mac. Se puso en pie de un salto y retrocedió hasta llegar a la altura de Zor, mientras murmuraba algo entre dientes. El muchacho descubrió un breve y sutil destello frente a su amigo.
—¿Un escudo de protección? —dijo Shalorak, interesado—. ¿Qué has estado haciendo todo este tiempo en Gorlian, viejo? ¿Cómo puedes acordarte de todo eso?
«Porque aprovechó nuestra visita a la biblioteca para refrescar su memoria mientras Ubanaziel no miraba», pensó Zor, entre aliviado y exasperado. Pero Mac rió como un loco y respondió:
—¡Tuvimos el mismo maestro, pimpollo! ¿Qué te hace pensar que te enseñó mejor que a mí?
Tal y como esperaba, estas palabras hicieron mella en Shalorak, cuya expresión se transformó en una máscara de ira.
—¡A ti te arrojó a Gorlian, viejo! —le espetó—. ¡Yo era su mejor discípulo, su mayor esperanza!
—¡Y así se lo pagaste, abandonándolo a su suerte en el infierno! —le pinchó Mac—. ¿Qué diría si supiera que preferiste rescatar a una mujer en vez de a él?
—¡No trates de confundirme! ¡Los demonios mataron a Fentark en cuanto la puerta de Vol-Garios lo absorbió!
—¿Ah, sí? ¿Y quién te dijo eso? ¿Furlaag? Una fuente de toda confianza, sí señor.
Desde su escondite, Zor vio que Shalorak titubeaba.
—¿Tienes idea de lo larga que puede resultar una eternidad en el infierno? —prosiguió Mac, sin piedad—. Seguro que tu querida Marla ya te ha contado algo al respecto, ¿no?
—¿Qué es lo que quieres, viejo? ¿Has venido aquí solamente para hablar?
—Claro que no. Me ha costado años escapar de Gorlian, y no estoy dispuesto a quedarme de brazos cruzados mientras la Hermandad a la- que serví queda en manos de un mocoso incompetente como tú.
El rostro de Shalorak se ensombreció.
—¿Cómo me has llamado?
—Y encima, susceptible —añadió Mac, con una risotada demente—. ¿A cuántos de los nuestros has sacrificado para abrir todas las puertas del infierno? Si no recuerdo mal, eran tres por puerta, ¿no? Si exceptuamos la de Vol-Garios, que ya estaba abierta... Eso hace un total de dieciocho hermanos que han dado su vida para que tú recuperaras a tu amante. Teniendo en cuenta esto... y que has traicionado a tu maestro por una mujer... por no olvidar el hecho de que has desencadenado el fin del mundo... Después de todo esto, comprenderás que hay gente que ya no te quiere como líder. Represento a estos hermanos que no están contentos y, por tanto, te desafío.
Shalorak lanzó una carcajada.
—¿Un anciano maloliente y piojoso como tú pretende ser el líder de la Hermandad?
—Ya fui medio líder en tiempos de Fentark —replicó Mac, ofendido—. Y ya está bien de echarme en cara mi olor corporal. Si hubieses pasado tres décadas recluido en Gorlian tú tampoco despedirías un aroma a rosas, precisamente. Además, no tengo piojos. Bueno, no demasiados.
Shalorak sacudió la cabeza.
—Estás loco.
Alargó la mano hacia él, con expresión de hosco disgusto, y después la cerró bruscamente, apretando el puño. Y, de pronto, Mac se llevó la mano al pecho con un jadeo, y se dejó caer de rodillas al suelo, con los ojos desorbitados. Zor ahogó una exclamación y estuvo a punto de salir de su escondite para socorrerlo, pero, en medio de su agonía, Mac volvió la cabeza hacia él y sus labios formaron una negativa.
—¿Qué te parece esto, viejo? —sonrió Shalorak—. No es una magia que puedas absorber, ni tampoco rechazar con un escudo. Imaginaba que jamás habías aprendido a usarla. No va contigo.
Haciendo heroicos esfuerzos por respirar, Mac se retorció sobre la alfombra y gateó hacia la puerta como pudo, tratando de alejarse de él. Pareció que funcionaba, porque logró tomar una bocanada de aire momentos antes de que Shalorak acortara en dos zancadas la distancia que los separaba.
—Se lo diré... a Marla... —pudo decir Mac, desde el suelo—. Todo...
Aquellas palabras supusieron un jarro de agua fría para Shalorak. Su rostro se transfiguró en una expresión de espanto y desconcierto que a Zor le resultó inquietante, mientras abría el puño de golpe. Mac respiró profunda y ansiosamente.
—¿Qué quieres decir, viejo? —lo apremió Shalorak, intranquilo—. ¿De qué estás hablando?
Por el ajado rostro del Loco Mac cruzó una sonrisa malévola.
—De tu secreto... claro —logró decir—. Lo que... no te has atrevido a contarle... Oh, puedes matarme, naturalmente, pero eso no servirá de nada, porque se lo he contado a mis amigos... a los ángeles... a los compañeros de la Hermandad que me apoyan... he dado instrucciones de que esa información llegue a Marla, de una manera o de otra. Quizá sea una carta que reciba a través de una paloma mensajera, una nota deslizada subrepticiamente bajo su almohada por el servicio, unas palabras susurradas en el corazón de sus sueños... Cualquier cosa, Shalorak. Y tú no podrás evitar que se entere, tarde o temprano.
—Es un farol —repuso el mago, recuperando la calma en parte.
—Puede que sí, o puede que no. Puedes matarme ahora, pero te quedarás con la duda, y sospecharás de cualquiera que se acerque a ella. ¿Y qué harás entonces? ¿Esperar, como un condenado a muerte, a que ella lo descubra? ¿O aislarla de todo y de todos, para que no exista siquiera esa posibilidad? No es mala idea, ¿verdad? Puedes crear otro Gorlian sólo para ella...
Mac calló cuando una fuerza invisible lo lanzó hacia atrás, aplastándolo contra el suelo alfombrado.
—Ahora sí que has acabado con mi paciencia, viejo —murmuró Shalorak.
Zor, en su escondite, se estremeció de terror. Una extraña aura sobrenatural envolvía al mago, y un viento invisible revolvía su cabello rubio, despejando su rostro, oscurecido por una máscara de ira y odio.
Mac retrocedió un poco más, y Shalorak avanzó un paso hacia él.
Y, entonces, los acontecimientos se precipitaron.
Mientras tanto, en el cielo, los ángeles se habían replegado hasta llegar casi hasta los mismos límites de Aleian. Astarel, general de la duodécima escuadra, batió las alas para elevarse por encima de la batalla y miró a su alrededor. Las alas negras de los demonios parecían cubrirlo todo, y por todas partes veía ángeles heridos precipitándose desde las alturas, en una nube de plumas ensangrentadas. Palmo a palmo, las huestes infernales ganaban distancia, y Astarel comprendió que no podía hacer otra cosa. Su mirada se cruzó con la de Galdabel, general de la vigesimotercera, y ambos asintieron. No había otra salida.
Astarel inspiró hondo y gritó, con todas sus fuerzas:
—¡Guerreros de Aleian! ¡Replegaos! ¡Guerreros de Aleian! ¡Retirada!
—¡Retirada! ¡Retirada! —corearon Galdabel y otros tres generales más.
La orden recorrió el ejército angélico como la pólvora; pronto, todos los ángeles batieron las alas e iniciaron el regreso a casa, replegándose hacia la ciudad. Eran conscientes, sin embargo, de que aquello no era una rendición; en Aleian se unirían a las escuadras defensoras y lo darían todo por proteger la ciudad de los invasores.
Miles de gargantas demoníacas lanzaron aullidos de triunfo, y las hordas del infierno volaron tras los ángeles, hostigándolos en su retirada. Cuando la sombra de sus alas ya se cernía sobre Aleian, los demonios toparon con un muro infranqueable: todos los ángeles supervivientes habían formado una apretada defensa que cubría el acceso principal a Aleian. Irritados, algunos demonios trataron de elevarse sobre los guerreros angélicos para sobrepasar su barrera y alcanzar la ciudad, pero ellos no se lo permitieron. Y, una vez más, ambos bandos chocaron, con toda la fuerza del odio de los demonios y de la desesperación de los ángeles.
Con un agudo grito de guerra, Cosa saltó sobre Shalorak desde su puesto en la barra de la cortina. El mago alzó la cabeza, sorprendido, y trató de protegerse, y aquél fue el momento que Zor eligió para precipitarse sobre él, cuchillo en ristre, desde su escondite. La hoja de hueso se hundió en los ropajes de terciopelo negro y casi alcanzó la carne del hechicero; pero éste alzó los brazos y dio un paso atrás para protegerse de Cosa, y la daga de Zor no llegó a su objetivo. Con un grito de ira, Shalorak abrió los brazos, y una invisible explosión de energía lanzó a Cosa y a Zor hacia atrás, aplastándolos contra la pared.
—¡Gusanos inmundos! —estalló el hechicero, furioso; su rostro estaba rígido de ira, y sus pupilas parecían dos volcanes en erupción—. ¿Cómo os atrevéis?
Instintivamente, Zor bajó un ala para proteger a Cosa, que había caído sobre su regazo. Pero el golpe de Shalorak no llegó. El mago, colérico, vio cómo su magia se desvanecía cuando estaba a punto de alcanzarlos. Y de pronto reinó en el corredor la más absoluta e impenetrable oscuridad. Cosa gritó, aterrorizada, y Zor se abrazó a ella, no menos inquieto. Entonces dos manos semejantes a zarpas los agarraron por los brazos y tiraron de ellos. Cosa chilló otra vez, pero Zor le tapó la boca con la mano, movido por un presentimiento, y se dejó llevar.
Cuando Shalorak logró deshacer el hechizo de oscuridad, sus enemigos se habían esfumado.
—¿Qué está pasando, Shalorak? —oyó la voz de Marla a sus espaldas.
El joven trató de dominarse.
—Son ellos, mi reina —murmuró, volviéndose hacia ella—. Están vivos.
Vio que Marla palidecía.
—¿Ahriel?
—No, que yo sepa: su hijo, el maestro Karmac y ese... ese... esa criatura.
Marla sonrió, burlona.
—¿Te han puesto en apuros, acaso?
—Karmac es un hábil hechicero —se limitó a responder él.
—Por supuesto. Fue uno de mis maestros, Shalorak, no lo olvides. Y Fentark lo temía lo suficiente como para deshacerse de él.
El joven mago reprimió un suspiro de cansancio.
—Esa condenada prisión de Gorlian —gruñó—. Jamás debió existir. Todo habría sido mucho más sencillo si, en vez de encerrar a sus enemigos en un lugar del que supuestamente nunca volverían, Fentark se hubiese limitado a matarlos a todos. La muerte no deja escapar a nadie —añadió, sombrío.
Marla se encogió de hombros.
—Tal vez tengas razón —asintió—, pero Gorlian ya no existe, así que no habrá más remedio que matarlos, como querías. Sin embargo, estoy pensando que puede que el maestro Karmac sea un rival demasiado poderoso para que te enfrentes a él a solas. Iré contigo y...
—No, mi reina —la detuvo él—. No será necesario. Puede que antes fuera el maestro Karmac, pero ahora no es más que el Loco Mac. Estoy seguro de que podré con él.
Marla le dirigió una intensa mirada.
—Confío en ti —murmuró.
Shalorak hizo una profunda reverencia ante ella.
—No os defraudaré —respondió.
Después, dio media vuelta y desapareció pasillo abajo en un momento, apenas una sombra envuelta en ropajes negros. Marla lo vio marchar y se retorció las manos, preocupada. Tenía la extraña sensación de que Shalorak le ocultaba algo. Temiendo por su seguridad, decidió seguirlo y estar disponible por si él llegaba a necesitar su ayuda para deshacerse de los intrusos. Porque podrían ser sólo una molestia, pero también podrían suponer algo más y, a aquellas alturas, Marla no estaba dispuesta a correr ningún riesgo. Y menos si la vida de Shalorak estaba en juego.
Cuando se hizo la luz, Cosa y Zor se encontraron ocultos en un dormitorio suntuosamente decorado.
—¿Estáis bien? —jadeó junto a ellos el Loco Mac, sobresaltándolos.
—Sí —susurró Zor—, pero no sé cómo vamos a acabar con él. Hemos escapado vivos de milagro... otra vez. A la próxima, no tendremos tanta suerte.
—Puede que sí, chaval, si jugamos bien nuestras cartas —respondió Mac misteriosamente.
Zor recordó la conversación que había escuchado.
—¡Es verdad! ¿Cuál es ese secreto del que hablabas? ¿Qué es eso que Shalorak no quiere que Marla sepa?
Pero Mac lo sorprendió al responder:
—No tengo ni idea.
—Entonces, ¿sí que era un farol? —inquirió el chico, desilusionado.
—No del todo, chaval. Piensa un poco: ese tal Shalorak se ha hecho con el poder de la Hermandad en muy poco tiempo, sustituyendo a Fentark, cuando me juego el cuello a que había adeptos más veteranos y mejor preparados que él. Por otro lado, es un tipo soberbio y misántropo que se cree superior a todo el mundo y no tiene ningún problema en permitir la destrucción del mundo si ello conviene a sus planes. Pero al mismo tiempo... y esto es muy significativo... se comporta con Marla de un modo humilde y servil.